La tumba helada
En la base del gran glaciar, oculto en un pequeño valle en el que uno de los picos de hielo estaba rodeado de hendiduras y peñascos, existía un lugar que los bárbaros llamaban Evermelt. Un manantial de agua caliente alimentaba una diminuta charca cuyas aguas tibias mantenían una lucha constante contra los bloques de hielo y las temperaturas gélidas. Los hombres de la tribu que eran sorprendidos tierra adentro por las primeras nevadas y que no podían seguir el curso del reno hacia el mar, buscaban a menudo refugio en Evermelt, ya que incluso en los meses más duros del invierno podía encontrarse agua potable no helada en este lugar, y porque los tibios vapores de la charca hacían soportable, si no agradable, la temperatura de los alrededores.
Sin embargo, el calor y el agua potable eran sólo una parte de las riquezas de Evermelt. Por debajo de la superficie opaca del agua yacía una provisión de gemas y joyas, oro y plata, que podía rivalizar con los tesoros de cualquier rey en el mundo entero. Todos los bárbaros habían oído hablar de la leyenda del dragón blanco, pero la mayoría lo consideraba un cuento imaginario inventado por ancianos para satisfacer a los niños, ya que el dragón no había salido de su guarida oculta en muchos, muchos años.
Pero Wulfgar sabía más cosas. En su juventud, su padre había dado accidentalmente con la entrada a la cueva secreta. Más tarde, cuando Beornegar oyó hablar de la leyenda del dragón, comprendió el valor potencial de su descubrimiento y pasó largos años recogiendo toda la información que podía encontrar sobre dragones, especialmente dragones blancos, y en particular Ingeloakastimizilian.
Beornegar había encontrado la muerte en una batalla entre tribus antes de poder intentar conseguir el tesoro, pero, consciente de que vivía en una tierra en que la muerte era un visitante habitual, había previsto esa sombría posibilidad y había hecho partícipe de sus conocimientos a su hijo, con lo que el secreto no había muerto con él.
Wulfgar tumbó un reno con un certero golpe de Aegis-fang y cargó con la bestia los últimos kilómetros que lo separaban de Evermelt. Había acudido a aquel lugar en dos ocasiones con anterioridad, pero también esta vez su extraña belleza lo dejó sin respiración. El aire por encima de la charca estaba condensado en vapor, y pedazos de hielo flotante se deslizaban por las nebulosas aguas como fantasmales barcos a la deriva. Los altos peñascos que rodeaban la zona lucían unos colores muy vivos, que oscilaban entre tonos rojizos y anaranjados, y estaban rodeados por una fina capa de hielo que captaba el fuego del sol y lo reflejaba como destellos de colores en contraste con el gris monótono del glaciar de hielo. Aquél era un lugar silencioso, al abrigo del eterno lamento del viento por paredes de hielo y roca, y a salvo de cualquier perturbación.
Después de la muerte de su padre, Wulfgar había prometido, en honor a aquél, realizar este viaje y cumplir el sueño de su progenitor. Ahora, se acercó a la charca con gran respeto y, aunque tenía muchos asuntos que resolver, se detuvo unos instantes a reflexionar. Guerreros de todas las tribus de la tundra habían acudido a Evermelt con las mismas esperanzas que él… y ninguno había conseguido regresar.
El joven bárbaro estaba dispuesto a que esta vez todo fuera distinto. Apretó con fuerza las mandíbulas y se dispuso a despellejar al reno. La primera barrera con la que tenía que enfrentarse era la propia charca. Por debajo de la superficie, las aguas eran cálidas y agradables, pero cualquiera que intentara salir de la charca al exterior se quedaría helado hasta morir en pocos minutos.
Wulfgar acabó de quitarle el pellejo al animal y empezó a extraer la primera capa de grasa. Luego, fundió el sebo sobre una pequeña hoguera hasta que adquirió la consistencia de una espesa pintura y entonces se impregnó toda la piel con la pasta. Tras respirar hondo para relajarse y concentrar sus pensamientos en la tarea que tenía entre manos, agarró a Aegis-fang y se zambulló en la charca.
Bajo la confusa nube de niebla, las aguas parecían serenas, pero, en cuanto se alejó de la orilla, percibió las corrientes en forma de remolino de torrente cálido. Utilizando como guía una roca de los alrededores, se aproximó al centro exacto de la charca. Una vez allí, volvió a respirar hondo para serenarse y, confiando en las instrucciones de su padre, se dejó caer en la corriente y se zambulló en el agua. Durante unos instantes, sintió que descendía, pero de pronto se vio arrastrado por la corriente central en dirección al extremo septentrional de la charca. Incluso bajo la superficie, el agua estaba turbia, así que tuvo que confiar ciegamente en llegar a un sitio donde pudiera respirar antes de que se le acabara el aire.
Cuando se encontraba a pocos metros de la pared de hielo de la charca percibió el peligro, pero, aunque intentó bracear para evitar la colisión, sintió que la corriente hacía de pronto un remolino para zambullirlo más hacia el fondo. La oscuridad se convirtió en negrura al introducirse por una entrada oculta bajo el hielo, apenas suficientemente grande para que él pudiese deslizarse por ella, aunque la fuerza constante de la corriente no le dejaba otra alternativa.
Sentía los pulmones a punto de estallar por falta de aire y se tuvo que morder con fuerza los labios para evitar abrir la boca de desesperación y perder el poco oxígeno que todavía le quedaba.
De pronto, fue a parar bruscamente a un túnel más amplio en el que el agua parecía calmarse y descendía por debajo del nivel de su cabeza. Tomó una prolongada bocanada de aire, pero comprobó que la corriente continuaba arrastrándolo a voluntad.
Había pasado un peligro.
El río se arremolinaba y viraba sin cesar, y el rugido de una cascada resonaba con toda claridad en la lejanía. Intentó aminorar su avance, pero no pudo encontrar ningún saliente en el que agarrarse, ya que las paredes de hielo se habían ido erosionando con el paso del torrente durante siglos. El bárbaro sacudía el cuerpo frenéticamente y Aegis-fang volaba de mano en mano mientras intentaba afianzarlas sobre el sólido hielo sin conseguirlo. De pronto, llegó a una caverna más amplia y profunda y vio la cascada frente a él.
Pocos metros por encima de la cresta de la cascada vislumbró varios carámbanos de gran tamaño que descendían del techo abovedado que Wulfgar no alcanzaba a ver y comprendió que aquélla era su única oportunidad. Cuando vio que estaba a punto de llegar al borde de la cascada, se lanzó hacia adelante y rodeó con los brazos uno de los carámbanos. Se deslizó a toda prisa hacia abajo y descubrió que la masa de hielo parecía ampliarse a medida que se acercaba al suelo, como si desde tierra hubiera ido creciendo otro carámbano para unirse al del techo.
Al ver que estaba de momento a salvo, echó un vistazo a su alrededor para observar la extraña caverna con respeto y temor. La visión de la cascada le capturó toda su atención. Vio que del abismo emergía una nube de vapor que añadía un matiz fantástico al espectáculo. El torrente caía en libertad por la cascada y, una vez abajo, la mayor parte del agua continuaba su camino por una hendidura situada nueve metros más abajo. Sin embargo, con el impacto de la caída, las gotas de agua que se separaban de la corriente principal se solidificaban y se esparcían en todas direcciones al golpear con fuerza el suelo de hielo de la caverna, pero, como todavía no estaban por completo heladas, se quedaban incrustadas donde caían, con lo que en toda la base de la cascada se veían bloques de hielo roto apilados según extrañas formas.
Aegis-fang cayó en picado por la cascada y, al topar con una de esas raras esculturas, esparció pedazos de hielo por los alrededores. Aunque aún tenía los dedos entumecidos por haberse deslizado por el carámbano, Wulfgar se apresuró a agarrar el martillo, que ya empezaba a helarse en donde había caído, y consiguió liberarlo de las garras del hielo.
El bárbaro se dio cuenta de que bajo la capa de hielo que el arma había destrozado al caer se vislumbraba una sombra oscura. Se acercó a examinarla más de cerca, pero se apartó a toda prisa al descubrir a uno de sus predecesores, conservado en perfectas condiciones, que seguramente habría caído por la cascada y se había quedado helado en el fondo. No pudo evitar preguntarse cuántos otros se habrían encontrado con tan terrible destino en aquel lugar.
No podía quedarse por más tiempo. Otra de sus preocupaciones se había esfumado, porque la mayor parte del techo de la caverna estaba sólo a pocos metros por debajo de la superficie terrestre y el sol se abría paso por entre las diminutas hendiduras que había entre el hielo. Incluso los rayos más tenues que provenían del techo se reflejaban miles de veces en las paredes y suelos de espejo, y la totalidad de la caverna estaba repleta de estallidos de luz.
Aunque percibía el frío que reinaba en la estancia, la grasa fundida le daba protección suficiente, con lo que sobreviviría a los primeros peligros de su aventura.
Sin embargo, el espectro del dragón lo amenazaba desde algún lugar más adelante.
De la cámara principal emergían varios túneles, que el agua había ido excavando en el hielo en los días en que se deslizaba a mucha más altura, pero sólo uno de ellos parecía suficientemente grande para el tamaño de un dragón. Wulfgar examinó primero los demás túneles para ver si podía haber otro camino indirecto que desembocara en la guarida, pero el brillo y las distorsiones de la luz, así como los innumerables carámbanos que pendían del techo como si formaran la dentadura de un predador, lo asustaban y era consciente de que si se perdía o transcurría demasiado tiempo, la noche caería sobre él, robándole la luz y haciendo descender la temperatura a límites intolerables.
Así que dio unos golpecitos con Aegis-fang sobre el suelo para desprender los pedazos de hielo que todavía colgaban del arma y se encaminó hacia el túnel que creía lo conduciría a la guarida de Ingeloakastimizilian.
El dragón roncaba sonoramente junto a su tesoro en la estancia más amplia de las cuevas heladas, confiado en que nadie lo molestaría tras tantos años de soledad. Ingeloakastimizilian, más conocido con el nombre de Muerte de Hielo, había cometido el mismo error que muchos de sus semejantes que también habían construido sus guaridas en cuevas de hielo. El arroyo que en otro tiempo le proporcionaba una vía de entrada y salida de las cuevas había ido desapareciendo hasta dejar al dragón enterrado en una tumba de cristal.
Muerte de Hielo había disfrutado mucho de sus años como cazador de renos y humanos y, durante el poco tiempo que la bestia había permanecido activa, había conseguido ganarse una respetable reputación por sembrar el desastre y el terror. Sin embargo, los dragones, y en especial los blancos, que apenas se mueven en su gélido entorno, pueden vivir durante siglos sin comida. Su amor egoísta por los tesoros que guardan los mantienen de forma indefinida y el botín de Muerte de Hielo, aunque pequeño comparado con las vastas cantidades de oro acumuladas por los dragones rojos y azules, de mayor tamaño, que viven en zonas más pobladas, era el más abundante de todos los que existían en la tundra.
Si el dragón hubiera deseado de verdad ser libre, probablemente habría podido romper el techo de hielo de la caverna, pero Muerte de Hielo consideraba que el riesgo era demasiado elevado, así que se dedicaba a dormitar, contando sus monedas y gemas en sueños que los dragones consideraban agradables.
Pero la soñolienta bestia no se había dado cuenta de lo descuidada que se había vuelto. Ronquido a ronquido, había permanecido en la misma posición durante décadas y una fría manta de hielo se había ido formando y espesando poco a poco sobre su cuerpo, hasta que al final sólo había dejado al descubierto las fosas nasales, gracias a que los rítmicos ronquidos habían impedido la formación de la escarcha.
Y así fue como Wulfgar, siguiendo el rastro de la pesada respiración del monstruo, llegó a donde se encontraba Muerte de Hielo.
Al ver al dragón en todo su esplendor, resaltado todavía más por la capa de hielo cristalina, Wulfgar sintió un profundo respeto. Montones de gemas y monedas yacían desperdigadas por el suelo, cubiertas por similares capas de hielo, pero Wulfgar no podía apartar los ojos del animal. Nunca había visto tanta magnificencia, tanta fuerza.
Confiando en que la fiera estaba por completo encerrada bajo el hielo, apoyó el martillo de guerra en el suelo, a su lado.
—Saludos, Ingeloakastimizilian —gritó, utilizando el nombre completo como signo de respeto.
Los pálidos ojos del dragón se abrieron al instante y en ellos brilló un fuego que atravesó incluso el fino manto de hielo. Wulfgar se echó hacia atrás ante aquella penetrante mirada.
Tras la conmoción inicial, volvió a recuperar la confianza.
—No tengas miedo, gran dragón —proclamó con orgullo—. Soy un guerrero de honor y no voy a matarte bajo estas injustas circunstancias. —Esbozó una amplia sonrisa—. ¡Mi ansia se verá saciada con sólo quitarte el tesoro!
Pero el bárbaro había cometido un error crítico.
Un guerrero de más experiencia, incluso un caballero de honor, no habría tenido en cuenta el código de caballería y, tras aceptar su buena fortuna, habría matado al monstruo mientras dormía, ya que muy pocos aventureros, incluso grupos de aventureros, habían podido dar una oportunidad a un dragón, fuera del color que fuera, y seguir con vida para contarlo.
Incluso Muerte de Hielo, en los primeros momentos de perplejidad, se había sentido perdido al despertarse y ver al bárbaro frente a él, ya que los poderosos músculos, atrofiados por la inactividad, no podían resistir el peso y la sujeción de su prisión de hielo. Sin embargo, cuando Wulfgar mencionó el tesoro sintió que una poderosa corriente de energía fluía por sus venas y despertaba los músculos del letargo.
El dragón encontraba fuerzas en la rabia y, con una explosión de poder superior a todo lo que el bárbaro podía siquiera imaginar, la bestia puso en tensión todos los músculos y lanzó por los aires pedazos enteros de hielo. La caverna completa empezó a temblar violentamente y Wulfgar, que se encontraba sobre hielo resbaladizo, cayó al suelo de espaldas. Rodó por el suelo en el último momento, antes de que cayera encima de él un pedazo de carámbano que se había separado del resto por el temblor.
Se puso en pie a toda prisa, pero al dar media vuelta se encontró frente a una cabeza blanca con cuernos situada al mismo nivel que sus ojos. Las amplias alas del dragón se agitaban frenéticamente para acabar de expulsar los últimos pedazos de hielo y los ojos azules se mantenían clavados en Wulfgar.
El bárbaro observó desesperado a su alrededor en busca de alguna vía de escape y, aunque en principio pensó en lanzar a Aegis-fang, comprendió que no tenía posibilidades de matar al monstruo de un solo golpe, eso sin tener en cuenta que el dragón empezaría pronto a echar su mortífero aliento.
Muerte de Hielo sopesó a su enemigo un breve instante. Si le lanzaba su aliento de hielo, le dejaría la carne helada. Al fin y al cabo, era un dragón y creía, con bastante razón, que ningún ser humano podría derrotarlo nunca. Pero este hombre corpulento y, en particular, su martillo, del que al instante percibió que era mágico, lo inquietaban. La prudencia había mantenido con vida a Muerte de Hielo durante muchos siglos, así que decidió no enzarzarse en una pelea con este hombre.
Empezó a recoger aire frío en los pulmones.
Wulfgar oyó la inhalación de aire y se echó rápidamente a un lado. Aunque no pudo escapar por completo a la ráfaga que vino a continuación, un soplo helado de indescriptible frío, su agilidad, junto con la protección que le ofrecía la grasa del reno, lo mantuvo con vida. Fue a caer detrás de un bloque de hielo, con las piernas quemadas por el frío y un dolor muy fuerte en los pulmones. Necesitaba un momento para recuperarse, pero vio que la enorme cabeza blanca se alzaba lentamente para salvar el obstáculo de hielo que protegía al bárbaro.
No podría sobrevivir a un segundo soplido.
De pronto, una nube de oscuridad envolvió la cabeza del dragón y una flecha negra, seguida de una segunda, emergió de la nada y fue a caer sobre la bestia.
—¡Ataca, muchacho! ¡Ahora! —gritó Drizzt Do’Urden desde la entrada de la estancia.
El disciplinado bárbaro obedeció al instante las instrucciones de su maestro y, con una mueca de dolor en el rostro, salió de detrás del bloque de hielo y se acercó al dragón que daba vueltas como un loco.
Muerte de Hielo sacudía la cabeza hacia adelante y hacia atrás, intentando librarse del hechizo del elfo oscuro. La rabia le consumía el cuerpo, pero en ese momento otra flecha punzante lo alcanzó. Su único deseo era matar y, aunque estaba ciego, sus aguzados sentidos le permitieron localizar con facilidad al drow y volvió a soltar su aliento mortal.
Pero Drizzt era un experto en las peleas con dragones. Había medido a la perfección la distancia a la que tenía que colocarse de Muerte de Hielo y la fuerza del soplo helado no llegó a alcanzarlo.
El bárbaro embistió por el lado que el dragón había dejado al descubierto y lanzó a Aegis-fang con todas sus fuerzas contra las blancas escamas. El dragón se arqueó de dolor. Aunque las escamas habían resistido el golpe, la bestia no se había encontrado nunca con un humano tan fuerte y no quería arriesgarse a recibir un segundo golpe. Se volvió para lanzar otro soplo gélido sobre el bárbaro al descubierto.
Pero, de pronto, otra flecha dio en el blanco.
Wulfgar vio cómo se iba formando en el suelo un charco de sangre del dragón, pero también percibió que la nube de oscuridad se iba disipando poco a poco. El dragón soltó un rugido enfurecido, pero Aegis-fang golpeó por segunda y tercera vez. De repente, una de las escamas se rompió y cayó al suelo, y la visión de la carne expuesta del dragón renovó en Wulfgar las esperanzas de salir victorioso.
Sin embargo, Muerte de Hielo había sobrevivido a muchas batallas y distaba mucho de estar acabado. Como era consciente de lo vulnerable que quedaba ante el poderoso martillo, concentró toda su atención en eliminar al arma. Su larga cola trazó un círculo en el aire por encima de su espalda y cayó sobre el bárbaro, que en aquel momento se disponía a lanzar el cuarto golpe. En vez de la satisfacción de ver cómo Aegis-fang se incrustaba en la carne del dragón, Wulfgar sintió que volaba por los aires e iba a parar sobre un montón de monedas de oro heladas a unos metros de distancia.
La caverna pareció girar a su alrededor, mientras los destellos de luz reflejados en el hielo lo enceguecían, y por unos segundos creyó perder la conciencia. Pero entonces divisó a Drizzt, que se acercaba a embestir al monstruo con las cimitarras desenfundadas, justo en el momento en que el dragón volvía a tomar aliento.
Con cristalina claridad, vio el inmenso carámbano que pendía del techo justo por encima del dragón.
Drizzt avanzaba imparable. No tenía estrategia alguna para enfrentarse a un enemigo tan formidable, pero esperaba poder acertar en algún punto vital antes de que el dragón lo matara. Creía que Wulfgar estaba fuera de combate, y tal vez muerto, tras el poderoso golpe que había recibido, por lo que se sorprendió al ver de improviso movimiento en aquel lado.
Muerte de Hielo también percibió cómo se movía el bárbaro y lanzó de nuevo su larga cola por los aires para contrarrestar el ataque.
Pero Wulfgar ya había decidido qué hacer. Con las últimas energías que fue capaz de reunir, se puso en pie y lanzó a Aegis-fang por los aires.
La cola del dragón dio en el blanco y Wulfgar no pudo comprobar si su desesperado ataque había tenido éxito, aunque le pareció ver un punto de luz en el techo antes de caer en la más profunda oscuridad.
Drizzt iba a ser testigo de la victoria. Hipnotizado, el drow observó el descenso silencioso del carámbano.
Mientras, Muerte de Hielo, ciego de rabia por la nube de oscuridad que lo envolvía y pensando que el martillo había volado por los aires sin control, empezó a agitar las alas, pero, antes de que pudiera ni siquiera alzarse, el pedazo de hielo se encastró en su espalda y lo lanzó al suelo.
Con la nube de oscuridad rodeando la cabeza de la bestia, Drizzt no pudo ver la expresión moribunda en el rostro del dragón.
Pero oyó el «crack» mortal cuando el cuello de látigo, súbitamente detenido en su veloz impulso, se inclinó hacia adelante y se quebró.