20


Esclavo de ningún hombre

—No hay discusión —gruñó Bruenor, aunque ninguno de los cuatro amigos que estaban sentados ante él en la rocosa pendiente de la cumbre tenía la más mínima intención de discutir su decisión. Debido a su loca mezquindad y orgullo, la mayoría de portavoces habían condenado a sus comunidades a una destrucción casi segura, y ni Drizzt ni Wulfgar ni Catti-brie ni Regis esperaban que los enanos se unieran a una causa tan desesperada.

—¿Cuándo obstruiréis las minas? —preguntó Drizzt, aunque el drow todavía no había decidido si se uniría a los enanos en su encarcelamiento voluntario en las minas o si actuaría como explorador para Bryn Shander, al menos hasta que el ejército de Akar Kessell llegara a la región.

—Empezaremos los preparativos esta misma noche —respondió Bruenor—. Pero en cuanto lo tengamos todo listo, no habrá prisa. Dejaremos que esos orcos miserables se acerquen todo lo posible a nosotros antes de cerrar los túneles y, de paso, los enterraremos. ¿Permanecerás con nosotros?

Drizzt se encogió de hombros. Aunque la mayoría de gente de Diez Ciudades todavía le volvía la espalda, el drow experimentaba un sentimiento de lealtad hacia ellos y no estaba seguro de si podría abandonar a su hogar adoptivo, incluso en circunstancias tan suicidas. Además, tenía pocas ganas de volver al oscuro mundo subterráneo, aunque fuera en las hospitalarias cavernas de los enanos.

—¿Y tú qué piensas hacer? —preguntó Bruenor a Regis.

El halfling también se sentía dividido entre su instinto de supervivencia y su lealtad hacia Diez Ciudades. Con ayuda del rubí, había vivido bien durante los últimos años en Maer Dualdon, pero ahora de pronto su tapadera había resultado ser poco resistente. Después de que empezaron a correr los rumores de lo ocurrido en el consejo, todo el mundo en Bryn Shander murmuraba sobre la influencia mágica del halfling y éste era consciente de que dentro de poco todas las comunidades habrían oído hablar de las acusaciones de Kemp e intentarían rehuirlo, si no optaban por rechazarlo abiertamente. En cualquier caso, Regis sabía que sus días de vida fácil en Bosque Solitario estaban llegando a su fin.

—Gracias por la invitación —respondió a Bruenor—. Entraré antes de que llegue Kessell.

—Bien —replicó el enano—. Te daremos una habitación cerca del muchacho, para que ninguno de los enanos tenga que escuchar tus ronquidos —agregó guiñándole un ojo a Drizzt.

—No —declaró Wulfgar. Bruenor lo observó con curiosidad, sin comprender las intenciones del bárbaro pero sin saber tampoco por qué se oponía a dormir junto a Regis.

—Ten cuidado, muchacho —se burló el enano—. Si crees que vas a estar al lado de la chica, ya puedes ir preparando tu garganta para enfrentarte a mi hacha.

Catti-brie chasqueó la lengua, confusa, pero emocionada.

—Tus minas no son un buen lugar para mí —respondió Wulfgar de pronto—. Mi vida está en la llanura.

—Sin embargo, olvidas que tu vida me pertenece todavía —le espetó Bruenor, aunque sus palabras parecían las de un padre y no las de un dueño.

Wulfgar se puso de pie ante el enano, hinchando el pecho con orgullo y con una severa mirada en los ojos. Ahora Bruenor ya se había forjado una idea de lo que el muchacho llevaba en mente y, aunque no le agradaba la idea de separarse de él, su orgullo por el bárbaro era en estos momentos más profundo que nunca.

—Mi período de aprendizaje aún no ha finalizado —empezó Wulfgar—, pero ya he pagado mi deuda contigo, querido amigo, y con los tuyos en multitud de ocasiones. ¡Soy Wulfgar! —exclamó, con orgullo en la voz, apretando con firmeza la mandíbula y los músculos de todo el cuerpo—. ¡Ya no soy un muchacho, sino un hombre! ¡Un hombre libre!

Bruenor sintió que el familiar picorcillo le acudía a los ojos y, por primera vez en su vida, no hizo nada para ocultar las lágrimas. Se colocó frente al enorme bárbaro y le devolvió la mirada observándolo con sincera admiración.

—Tienes razón. Ahora, ¿puedo preguntarte, dejándolo a tu elección, si piensas quedarte a luchar junto a mí?

Wulfgar negó con la cabeza.

—En realidad, he pagado mi deuda contigo, y a partir de ahora te llamaré amigo… querido amigo, pero aún tengo otra deuda que saldar. —Desvió la vista hacia la cumbre de Kelvin e incluso más allá. Innumerables estrellas brillaban con claridad por encima de la tundra y su reflejo hacía que la llanura abierta pareciera todavía más extensa y vacía—. Allí afuera, en otro mundo.

Catti-brie asintió y se movió, incómoda. Tan sólo ella era capaz de comprender el vago cuadro que Wulfgar estaba pintando, y no le agradaba la opción que había elegido. Bruenor asintió, respetando la decisión del bárbaro.

—Entonces ve y vive lo mejor que puedas —declaró, intentando que no se le quebrara la voz, antes de alejarse por el escarpado sendero. Se detuvo un último momento y desvió la vista para observar al alto y joven bárbaro—. Ya eres un hombre, de eso no cabe duda —murmuró por encima del hombro—. ¡Pero no olvides nunca que siempre serás mi muchacho!

—No lo olvidaré —susurró Wulfgar suavemente mientras Bruenor desaparecía por el túnel. Luego, sintió que la mano de Drizzt se apoyaba en su hombro.

—¿Cuándo te irás? —inquirió el drow.

—Esta noche. Estos días sombríos no permiten el ocio.

—¿Adónde vas? —preguntó Catti-brie, aunque conocía la verdad y sabía que la respuesta de Wulfgar iba a ser muy vaga.

El bárbaro volvió a fijar la mirada nublada en la llanura.

—A casa.

Empezó a descender por el sendero, seguido de Regis, pero Catti-brie permaneció inmóvil y le hizo señas a Drizzt para que hiciera lo mismo.

—Despídete de Wulfgar esta noche —le dijo al drow—. No creo que regrese nunca.

—Él tiene que escoger su propio hogar —replicó Drizzt, suponiendo que las noticias de que Heafstaag se había unido a Kessell habían sido parte importante en la decisión de Wulfgar. Observó con respeto al bárbaro que se alejaba—. Tiene asuntos privados de los que ocuparse.

—Más de los que sabes —respondió Catti-brie. Drizzt observó a la muchacha con curiosidad—. Wulfgar tiene en mente una gran aventura —empezó. Aunque no quería que el muchacho perdiera la confianza en ella, sabía que Drizzt Do’Urden sería la única persona capaz de ayudarlo—. Una aventura que creo que se le ha impuesto antes de que esté preparado.

—Los asuntos de la tribu son cosa suya —fue la respuesta de Drizzt, que suponía lo que la muchacha estaba insinuando—. Los bárbaros tienen un estilo propio de hacer las cosas y no aceptan a los intrusos.

—Estoy de acuerdo en lo que respecta a las tribus, pero el camino de Wulfgar, si no me equivoco, no va directamente a casa. Tiene algo más ante él, una aventura a la que ha hecho siempre muchas alusiones, pero que nunca ha explicado con claridad. Lo único que sé es que implica un gran peligro y que tiene que ver con una promesa cuyo cumplimiento incluso él teme que esté por encima de sus posibilidades.

Drizzt observó la inhóspita llanura mientras reflexionaba sobre las palabras de la chica. Sabía que Catti-brie era una persona más juiciosa y observadora de lo que aparentaba por la edad, así que no dudaba de que sus suposiciones fueran ciertas.

Las estrellas parpadeaban en la gélida noche y la cúpula celestial parecía absorber la línea del horizonte, un horizonte en el que todavía no se observaba el resplandor de un ejército en marcha.

Tal vez aún tuviera tiempo.

Aunque la proclamación de Cassius se extendió hasta la ciudad más remota en un par de días, pocos grupos de refugiados se pusieron en camino hacia Bryn Shander. En realidad, Cassius ya esperaba una reacción así, porque en caso contrario no hubiera ofrecido protección a todo aquel que quisiera. Bryn Shander era una ciudad de grandes dimensiones y su población no era tan numerosa como en el pasado. Había muchos edificios deshabitados dentro de las murallas y, en la actualidad, una sección entera de la ciudad, reservada a las caravanas de mercaderes que venían de visita, permanecía completamente vacía. Aun así, si tan sólo la mitad de la gente de las demás comunidades hubiera acudido en busca de refugio, Cassius se habría encontrado en un grave aprieto para poder cumplir su promesa.

El portavoz no estaba preocupado ya que los habitantes de Diez Ciudades eran tipos duros que vivían bajo la amenaza constante y diaria de un ataque de goblins. Sabía que era necesario algo más que una advertencia abstracta para hacerlos abandonar sus hogares y, además, con los constantes conflictos entre ciudades, estaba seguro de que los jefes de las comunidades no emprenderían acción alguna para instigar a sus gentes a que huyeran.

Tal como había supuesto, Glensather y Agorwal fueron los únicos portavoces que llegaron a las puertas de Bryn Shander. Casi la totalidad de la población de Cielo Oriental acudió junto a su jefe, pero Agorwal no consiguió llevar consigo más que la mitad de su pueblo. Los rumores de que, al parecer, en la arrogante ciudad de Targos, casi tan bien defendida como Bryn Shander, ninguno de sus habitantes iba a huir, hicieron que muchos pescadores de Termalaine se resistieran a abandonar sus hogares en el mes más beneficioso de la temporada de pesca, temiendo que en su ausencia Targos consiguiera una gran ventaja económica.

Un caso parecido ocurría entre Caer-Konig y Caer-Dineval. Ninguno de los dos acérrimos adversarios quería dar la más mínima ventaja al otro, así que ni una sola persona de ambas ciudades fue a buscar refugio a Bryn Shander. Para los habitantes de esas comunidades enfrentadas, los orcos no eran más que una amenaza distante con la que tendrían que tratar si algún día llegaba a hacerse realidad, mientras que la lucha con sus inmediatos vecinos era real y evidente y formaba parte de su vida cotidiana.

En el oeste, la ciudad de Bremen permaneció por completo independiente de las demás comunidades y consideraron que la oferta de Cassius no era más que un intento de reafirmar la soberanía de Bryn Shander sobre las demás ciudades. Good Mead y Dougan’s Hole, en el sur, no tenían la más mínima intención de ocultarse en una ciudad amurallada ni de enviar tropa alguna para ayudar en la batalla. Las dos ciudades de Aguas Rojizas, el menor de los lagos y el más pobre en términos de pesca, no podían permitirse el lujo de separarse de sus barcos. Ya habían escuchado la llamada en pro de la unidad hacía cinco años, con motivo de la invasión bárbara, y, aunque habían sufrido las mayores pérdidas de todas las comunidades, habían sacado poco a cambio.

Por último, aunque llegaron varios grupos procedentes de Bosque Solitario, la mayoría de los habitantes de la ciudad del norte prefirieron mantenerse al margen. Su héroe había perdido la fama e incluso Muldoon observaba ahora al halfling con otros ojos, considerando que su advertencia sobre la invasión no era más que un malentendido o tal vez incluso un truco calculado.

El bienestar general de la región fue dejado de lado en pro de las ganancias personales, fruto de un tozudo orgullo, gracias a que la mayoría de habitantes de Diez Ciudades había confundido unidad con dependencia.

Regis regresó a Bryn Shander para arreglar varios asuntos personales el día después de la partida de Wulfgar. Tenía un amigo que había accedido a llevarle sus preciadas pertenencias de Bosque Solitario, así que permaneció en la ciudad, observando con desesperación cómo iban pasando los días sin que se tomaran medidas de ningún tipo para hacer frente a la llegada del ejército enemigo. Incluso tras el consejo, el halfling había mantenido alguna esperanza de que la gente se daría cuenta de que la muerte era inminente y que se unirían para afrontarlo, pero ahora no podía sino admitir que la decisión de los enanos de abandonar Diez Ciudades y encerrarse en sus minas era la única opción viable si se deseaba sobrevivir.

Regis en parte se echaba la culpa de la inminente tragedia y estaba convencido de que se debía a un descuido suyo. Cuando había concretado con Drizzt los planes para utilizar las situaciones políticas y el poder del rubí para forzar a las ciudades a formar una alianza, con motivo de la invasión bárbara, habían pasado muchas horas intentando predecir las respuestas iniciales de los portavoces y evaluando el peso que tendría cada comunidad en la unidad general. Sin embargo, esta vez Regis había depositado su confianza en la gente de Diez Ciudades y en la gema, en la suposición de que podría emplear su poder con facilidad para convencer a los más indecisos de la gravedad de la situación.

Sin embargo, tampoco acababa de creer que la culpa era sólo suya al pensar en las arrogantes y desconfiadas respuestas de los habitantes de las ciudades. ¿Qué sentido tenía que él engañase a la gente para que se defendieran a sí mismos? Si eran lo suficientemente estúpidos para anteponer su orgullo a su supervivencia, ¿por qué tenía que considerarse él culpable y sentirse obligado a protegerlos?

—¡Tendréis lo que os merecéis! —exclamó en voz alta, sonriendo a pesar suyo al darse cuenta de que empezaba a hablar con el cinismo propio de Bruenor.

Pero la insensibilidad era su única protección ante una situación que él no podía cambiar. Esperaba que su amigo de Bosque Solitario llegara pronto.

Su refugio estaba bajo tierra.

Akar Kessell estaba sentado en su trono de cristal en la Sala de Espionaje, situada en el tercer piso de Cryshal-Tirith, y daba nerviosos golpecitos con los dedos sobre el amplio brazo de la silla mientras observaba fijamente el oscuro espejo que había ante él. Biggrin llevaba varios días de retraso en mandar el informe sobre la caravana de refuerzos que había enviado. Además, la última comunicación que había mantenido el brujo a través del espejo había sido muy sospechosa y le había parecido que no había nadie en el otro extremo para atender la llamada. Ahora, el espejo de la guarida permanecía por completo a oscuras y resistía todos los intentos del brujo por espiar en la estancia.

Si el espejo se hubiera roto, Kessell habría sido capaz de percibirlo a través de sus visiones, pero esto era todavía más misterioso, porque algo que no podía comprender estaba obstaculizando su espionaje a distancia. La incógnita lo estaba poniendo muy nervioso y le hacía pensar que lo habían traicionado o descubierto. Continuaba dando golpecitos en el brazo del sillón con gran impaciencia.

—Tal vez ha llegado el momento de tomar una decisión —sugirió Errtu, desde su posición acostumbrada junto al trono del brujo.

—¡Todavía no hemos reunido nuestras fuerzas! —le espetó Kessell—. No han llegado aún muchas tribus de goblins y un gran clan de gigantes. Además, los bárbaros no están preparados.

—Las tropas están impacientes por iniciar la batalla —le señaló Errtu—. Han empezado a luchar entre ellos… ¡Pronto te encontrarás con que tu ejército se ha destruido a sí mismo!

Kessell admitía que mantener juntas a tantas tribus de goblins era una acción aventurada y peligrosa, y que tal vez sería mejor que empezara ya la marcha, pero, aun así, el brujo quería estar seguro. Quería sus fuerzas al completo.

—¿Dónde está Biggrin? —se quejó—. ¿Por qué no responde a mis llamadas?

—¿Qué preparativos están haciendo los humanos por el momento? —le preguntó bruscamente Errtu.

Pero Kessell no lo estaba escuchando. Se secó el sudor de la frente. Tal vez la piedra y el demonio tenían razón al sugerirle que habría debido enviar a la guarida a los bárbaros, menos conflictivos. ¿Qué pensarían los pescadores si se encontraban con una combinación tan inusual de monstruos refugiada en su zona? ¿Hasta dónde habrían podido adivinar?

Errtu observó con gran satisfacción la expresión de inquietud que se reflejaba en el rostro de Kessell. El demonio y la piedra habían estado presionando al brujo para que atacara mucho antes, en cuanto Biggrin dejó de transmitir mensajes, pero el cobarde Kessell, que necesitaba toda la seguridad que podía ofrecerle un número aplastante de tropas, había insistido en esperar.

—¿Debo reunir a las tropas? —inquirió Errtu, seguro de haber acabado con la resistencia de Kessell.

—Envía mensajeros a los bárbaros y a las tribus que todavía no se han unido a nosotros —le ordenó el brujo—. ¡Diles que unirse a nuestro ejército significa unirse al bando de la victoria! ¡Y que aquellos que no luchen a nuestro lado, caerán ante nosotros! ¡Nos pondremos en marcha mañana!

Errtu salió de la torre a toda prisa y al poco rato empezaron a escucharse por todo el campamento exclamaciones de júbilo ante la inminencia de la guerra. Goblins y gigantes corrían con gran excitación por todas partes, rompiendo tiendas y paquetes de suministros. Durante largas semanas habían estado esperando este momento y ahora no querían perder tiempo en hacer los últimos preparativos.

Aquella misma noche, el vasto ejército de Akar Kessell levantó su campamento y empezó su larga marcha hacia Diez Ciudades.

Mientras, en la guarida de los verbeegs, el espejo de espionaje permanecía ileso en su sitio, cubierto por la pesada manta que Drizzt Do’Urden había echado sobre él.