A orillas de Maer Dualdon
Regis el halfling, el único de su especie en cientos de kilómetros a la redonda, entrecruzó los dedos debajo de la nuca y se recostó sobre el suave manto del tronco. Regis era de baja estatura, incluso según los patrones de su raza diminuta, ya que, aun contando el mechón de rizos castaños, apenas superaba la marca de noventa centímetros. Sin embargo, lucía un vientre de grandes dimensiones, gracias a su amor por la comida, o comidas, según se presentase la oportunidad.
La vara curva que le servía de caña de pescar se alzaba por encima de su cabeza, sujeta con firmeza entre sus zapatos de piel, y acababa colgando por encima del lago en calma, reflejándose a la perfección en la superficie cristalina de Maer Dualdon. Suaves ondas empezaron a empañar la imagen cuando el carrete de madera pintado de rojo se agitó con suavidad. El sedal había flotado en dirección a la orilla y colgaba limpiamente en el agua, con lo que Regis no podía percibir el mordisco del pez al cebo. Al cabo de pocos segundos, el anzuelo pendía totalmente limpio, sin cebo alguno, pero el halfling no se había dado cuenta y no lo haría antes de varias horas. En cualquier caso, tampoco le habría dado demasiada importancia.
Éste era un viaje de placer y no de trabajo. Ante la proximidad del invierno, Regis suponía que aquélla podía ser muy bien su última excursión al lago, ya que nunca iba a pescar durante los meses invernales, como algunos humanos avariciosos de Diez Ciudades. Además, el halfling poseía ya marfil suficiente, obtenido a través de otras personas, para mantenerse ocupado durante siete meses seguidos de nieve, lo cual era todo un mérito para una raza poco ambiciosa como la suya, una muestra de civilización en un lugar en el que apenas existía, un lugar situado a cientos de kilómetros de distancia de cualquier punto que pudiera considerarse con justicia una ciudad. Por lo general, los halfling no acudían nunca tan hacia el norte, ni aun durante los meses de verano, por preferir la comodidad de climas más sureños. Regis también hubiese empaquetado con gusto sus cosas para regresar al sur, pero un pequeño problema con cierto director de un importante gremio de ladrones se lo impedía.
Junto al halfling había un bloque de «oro blanco» de unos doce centímetros y varios instrumentos de talla muy delicados. El principio de un hocico de caballo rompía la simetría del bloque. Regis había pensado dedicarse al trabajo mientras pescaba.
Regis tenía un montón de proyectos en mente.
«Un día demasiado hermoso», se dijo, una excusa que nunca parecía pasar de moda para él, si bien en esta ocasión, al revés que en muchas otras, resultaba creíble. Parecía que los demonios del tiempo que se divertían pasando por la espada a aquella árida tierra se hubieran tomado unas vacaciones, aunque tal vez estuviesen sólo reuniendo fuerzas para un invierno atroz. El resultado era un día de otoño propio de las tierras del sur, un día bastante raro en una tierra que recibía el nombre de valle del Viento Helado, nombre ganado a pulso gracias a las continuas brisas de oriente que soplaban por allí y que traían el aire gélido del glaciar de Reghed. Incluso en aquellos días en que amainaba el viento, el ambiente no mejoraba, ya que Diez Ciudades estaba bordeada por el norte y por el oeste por kilómetros y kilómetros de tundra estéril y por más hielo, el mar de Hielo Movedizo. Únicamente las brisas del sur podían templar la atmósfera de aquella desolada tierra, pero por regla general no conseguían superar las elevadas cimas de la Columna del Mundo.
Regis consiguió mantener los ojos abiertos durante un rato, fijando la vista en las ramas de los árboles, borrosas por el continuo paso de gruesas nubes blancas mecidas por el viento. El sol irradiaba calor y en varias ocasiones estuvo tentado de quitarse el abrigo, pero a cada momento las nubes obstaculizaban los cálidos rayos. Recordó que corría el mes de septiembre en la tundra y que, al siguiente, empezaría ya a nevar. Al cabo de un par de meses, las carreteras tanto del oeste como del sur que unían Diez Ciudades con Luskan, la población más cercana, serían impracticables para todos, salvo para los fuertes o los estúpidos.
Regis paseó la vista por la extensa bahía que encerraba uno de los lados de aquel lago de pesca. Los habitantes de Diez Ciudades también se estaban aprovechando del clima; los barcos de pesca habían salido en gran número, peleándose y atropellándose entre ellos para encontrar sus «puntos de acierto». Por mucho que llegara a presenciarla, la avaricia de los humanos siempre divertía a Regis. Cuando había estado en la tierra sureña de Calimshan, el halfling se había abierto rápidamente camino para obtener el puesto de Director Asociado en uno de los gremios de ladrones más importantes en la ciudad portuaria de Calimport, pero, a su modo de ver, la avaricia humana había acabado pronto con su carrera. Su director, el bajá Pook, poseía una maravillosa colección de rubíes, al menos una docena, tan ingeniosamente tallados que parecían provocar un hechizo hipnótico en todos aquellos que los miraban. Regis había elogiado al máximo las brillantes gemas cuando Pook se las había enseñado y, después de todo, sólo se había quedado una. Ni siquiera ahora había podido comprender por qué el bajá, al que le quedaban todavía once más, seguía tan enojado con él.
—¡Ay de la avaricia de los humanos! —había exclamado Regis cuando uno de los hombres del bajá había aparecido en otra ciudad en la que se había instalado el halfling, lo que lo había obligado a ampliar su exilio a una tierra aún más remota. Sin embargo, no había vuelto a pronunciar aquella frase desde hacía más de un año y medio, desde que llegó a Diez Ciudades. Aunque los brazos de Pook eran muy largos, ese puesto fronterizo, situado en el centro del valle más inhóspito e indomable que pudiese imaginarse, estaba ya a una cierta distancia y Regis se sentía seguro en su nuevo refugio. Ésta era una tierra de riquezas y, para alguien con suficiente destreza y talento para ser un escultor de tallas, alguien que pudiese transformar los huesos parecidos a marfil en figuras artísticas, una vida bastante agradable estaba asegurada con la mínima cantidad de trabajo.
Y, tras convertir las figuras talladas de Diez Ciudades en un delirio del sur, el halfling pretendía despertar de su acostumbrado letargo y obtener un próspero negocio de un comercio recientemente descubierto.
Algún día.
Drizzt Do’Urden caminaba en silencio, rozando apenas el polvo con sus botas suaves, de media caña. Mantenía baja la capucha de su manto color pardo, por encima del cabello blanco y ondulado, y se movía con tanta agilidad que un observador distraído lo hubiese confundido con una simple ilusión, un truco óptico del marronáceo mar de tundra.
El oscuro elfo se cobijó todavía más bajo el manto. Se sentía tan vulnerable a la luz del sol como un humano en plena oscuridad. Doscientos años viviendo a varios kilómetros de profundidad no podían ser borrados por cinco años de vida en la superficie iluminada. El sol continuaba agotándolo y produciéndole vértigo.
Pero Drizzt había viajado sin descanso durante toda la noche y se veía obligado a proseguir, puesto que llegaba ya con retraso a la reunión con Bruenor en el valle de los enanos y había visto las señales.
El reno había comenzado su migración otoñal hacia el sudoeste, hacia el mar, pero sin embargo no había huellas humanas que siguieran la manada. Las cuevas del norte de Diez Ciudades, que por regla general servían de parada a los bárbaros nómadas de regreso a la tundra, permanecían aún sin provisiones para abastecer a las tribus en tan largo viaje. Drizzt comprendía aquellos signos. Para la vida normal de un bárbaro, la supervivencia de las tribus dependía de seguir las manadas de renos y aquel aparente abandono de sus costumbres tradicionales significaba algo más que un simple problema.
Además, Drizzt había oído los tambores de guerra.
Los súbitos redobles retumbaban en la árida llanura como truenos lejanos, utilizando un lenguaje que sólo conocían las demás tribus bárbaras, pero Drizzt sabía su significado. Era un buen observador que comprendía el valor de conocer a un amigo y a un enemigo, y con frecuencia había utilizado su sigilosa destreza para observar las costumbres cotidianas y las tradiciones de los orgullosos nativos del valle del Viento Helado, los bárbaros.
Drizzt aceleró el paso, forzándose al límite de su resistencia. En estos cortos cinco años había llegado a preocuparse por el grupo de pueblos conocido con el nombre de Diez Ciudades y por la gente que en ellos vivía. Como muchos otros proscritos que finalmente se habían instalado allí, el elfo no había sido bien recibido en ningún otro lugar de los Reinos. Incluso aquí había conseguido simplemente que lo toleraran, pero, aunque tácitamente lo relacionaran con un pícaro, poca gente lo molestaba. Había sido más afortunado que la mayoría y había conseguido encontrar incluso varios amigos que habían sabido mirar más allá de su pasado y ver su carácter verdadero.
Con gran ansiedad, el elfo oscuro miró de reojo la cumbre de Kelvin, la montaña solitaria que delimitaba la entrada al diminuto valle rocoso entre Maer Dualdon y el lago Dinneshere, pero sus ojos almendrados color violeta, maravillosas esferas que de noche podían competir con las de un búho, no consiguieron penetrar lo suficiente en el contorno de la luz para observar en la distancia.
Volvió a hundir la cabeza en la capucha, ya que prefería caminar a tientas que vencer el vértigo que le producía una exposición prolongada al sol, y volvió a zambullirse en los oscuros sueños de Menzoberranzan, la ciudad subterránea y oscura de sus antepasados. En realidad, los elfos drow habían vivido antaño en el mundo exterior, bailando bajo el sol con sus primos de piel bronceada. Sin embargo, los elfos oscuros eran maliciosos, impasibles y asesinos más allá de la tolerancia incluso de sus parientes, poco aficionados a emitir juicios, y tras la inevitable guerra de las naciones élficas, los drow fueron desterrados a las profundidades, donde encontraron un mundo de secretos oscuros y magia negra en el que aceptaron quedarse. Con el paso de los siglos, habían crecido y recuperado su antigua fuerza, armonizando su carácter con los caminos poderosos de tan misteriosa magia. Incluso llegaron a hacerse más fuertes que sus primos que habitaban en la superficie y cuyo trato con las artes arcanas bajo los cálidos rayos del sol era por pura afición, no por necesidad.
Sin embargo, como raza, el drow había perdido todo deseo de ver el sol y las estrellas, y tanto sus cuerpos como sus mentes se habían adaptado a las profundidades. Afortunadamente para los que moraban en el cielo abierto, los elfos oscuros y demoníacos estaban contentos de vivir bajo tierra y tan sólo salían en ocasiones para realizar incursiones y saqueos. Drizzt no sabía de la existencia de otro elfo de su misma raza que viviese en la superficie. Por su parte, aunque con el tiempo había logrado una cierta tolerancia a la luz, todavía sufría la terrible debilidad que el sol le dejaba en el cuerpo.
Aun considerando las desventajas que sufría durante el día, Drizzt fue sorprendido por puro descuido cuando aparecieron ante él dos yetis de la tundra con aspecto de oso, enfundados en sus abrigos de camuflaje de piel lanuda teñida de un marrón muy veraniego.
Una bandera roja empezó a subir en el mástil de una de las barcas de pesca, señalando la pesca recogida. Regis vio cómo la tela se iba ampliando y ampliando.
—Un cuadrúpedo o todavía mejor —murmuró el halfling en tono aprobador cuando la bandera alcanzó el tope, justo por debajo del travesaño del mástil—. Esta noche se entonarán cantos en algún hogar.
Un segundo barco se situó tras el que señalaba la pesca con tanto ímpetu que golpeó el barco anclado. Las dos tripulaciones sacaron al instante las armas y se enfrentaron, pero cada una permaneció en su barco. Como entre él y los barcos no había más que agua, Regis alcanzó a oír con toda claridad los gritos de los capitanes.
—¡Eh! ¡Nos robasteis la pesca! —gruñó el de la segunda embarcación.
—¡Estás mareado de tanta agua! —replicó el capitán de la primera—. ¡Nunca fue vuestra! ¡Este pez es nuestro, pescado y transportado con toda honestidad!
Tal como era de esperar, la tripulación del segundo barco saltaba ya la barandilla antes de que hubiera acabado de hablar el capitán.
Regis volvió a centrar la vista en las nubes. Las disputas entre barcos no tenían el más mínimo interés para él, aunque el ruido de la batalla era francamente molesto. Aquellas peleas eran frecuentes en los lagos y siempre se sucedían por causa de la pesca, sobre todo si alguno conseguía una buena pieza. Por regla general, nunca eran demasiado serias y se limitaban más a fanfarronadas y defensas que a un verdadero ataque. Sólo en raras ocasiones alguien resultaba herido o muerto en tales contiendas. «Aunque hubo algunas excepciones», pensó. En una escaramuza que englobó a nada menos que diecisiete barcos, tres tripulaciones enteras y parte de una cuarta fueron arrasadas y quedaron flotando en el agua ensangrentada. A partir de aquel día, ese lago, el situado más al sur de los tres, pasó de llamarse Dellon-lune a denominarse Aguas Rojizas.
—¡Oh, pececillos! ¡Cuántos problemas nos acarreáis! —murmuró suavemente Regis, meditando en lo irónico que resultaban los avariciosos habitantes de Diez Ciudades. Aquellas diez comunidades debían toda su existencia a la trucha de cabeza de jarrete, cuya cabeza y espinas poseían la consistencia del marfil más delicado. Los tres lagos eran los únicos lugares del mundo en que vivía aquel valioso pescado y, aunque la región era estéril e indómita, regida por humanoides y bárbaros, y frecuentemente barrida por tormentas que podían reducir a cenizas los edificios más resistentes, el afán por acumular fácilmente riquezas atraía a gente de los rincones más alejados de los Reinos.
Sin embargo, muchos partían a poco de llegar. El valle del Viento Helado era una gran extensión de tierra desierta y pálida a merced del clima y de incontables peligros. La muerte era un visitante habitual para los lugareños, en especial para aquellos que no podían afrontar la dura realidad del valle.
Aun así, las ciudades habían crecido considerablemente durante el pasado siglo, desde que se habían descubierto las truchas de cabeza de jarrete. En un principio, las nueve ciudades de los lagos no eran más que chabolas en las que se habían instalado solitarios hombres de las fronteras por ser lugares buenos para la pesca. La décima ciudad, Bryn Shander, que era ahora una colonia amurallada y activa poblada por varios cientos de personas, no era en un principio más que una solitaria colina en la que había una única choza donde se reunían una vez al año los pescadores para intercambiar historias y mercancías con los comerciantes de Luskan.
En los primeros tiempos de Diez Ciudades, era muy poco habitual ver un barco —aunque sólo fuera de una plaza— en los lagos, cuyas aguas eran tan frías que podían matar en pocos minutos a cualquier desafortunado que cayese en ellas, pero ahora cada ciudad poseía una flota de embarcaciones reunidas bajo una bandera. Targos, la ciudad pesquera más importante, habría podido por sí sola disponer al mismo tiempo de más de un centenar de barcos en Maer Dualdon, algunos de ellos goletas de dos mástiles con tripulaciones de más de diez personas.
Un grito mortal resonó en el aire en el fragor de la batalla y el choque de acero con acero pareció aumentar de intensidad. Como en alguna otra ocasión, Regis se preguntó si los habitantes de Diez Ciudades no habrían sido más felices sin la existencia de aquel problemático pescado.
El halfling tenía que admitir, sin embargo, que Diez Ciudades había sido un paraíso para él. Sus ágiles y experimentados dedos se habían adaptado con facilidad a los instrumentos de escultura e incluso había sido elegido portavoz del consejo en una de las poblaciones. Aunque Bosque Solitario era la ciudad más pequeña y más septentrional de todas y estaba poblada por el mayor número de pillos, Regis todavía consideraba el nombramiento como todo un honor. Además, le convenía sobremanera. Como era el único escultor auténtico de Bosque Solitario, Regis era la única persona en toda la ciudad con motivos y deseos suficientes para viajar regularmente a Bryn Shander, lo cual constituía todo un beneficio para el halfling. Pronto se convirtió en el correo más importante, encargado de llevar la pesca de los pescadores de Bosque Solitario al mercado, con una comisión de un décima parte del valor de la mercancía, lo cual le proporcionaba marfil suficiente para llevar una vida acomodada.
Una vez al mes durante el verano y una cada tres en invierno, si el tiempo lo permitía, Regis tenía que acudir a las reuniones del consejo y cumplir con sus obligaciones de portavoz. Aquellas reuniones se llevaban a cabo en Bryn Shander y, aunque en ellas se limitaban a discutir sobre los territorios de pesca de las diferentes ciudades, duraban muy pocas horas y Regis las consideraba como el reducido precio que debía pagar por mantener su monopolio de viajes al mercado del sur.
La batalla entre embarcaciones finalizó al poco rato, con el saldo de un único muerto, y Regis volvió a concentrarse en la observación de las nubes. El halfling vislumbró por encima del hombro las docenas de cabañas de madera, construidas con troncos de árboles, que constituían el Bosque Solitario. A pesar de la reputación de sus habitantes, Regis consideraba su ciudad como la mejor de la región. Los árboles les proporcionaban cierta protección frente a los terribles vientos y buenos troncos para construir casas, y únicamente la distancia que la separaba de Bryn Shander había evitado que la ciudad perdida entre los bosques fuera un miembro prominente de Diez Ciudades.
Regis extrajo con cuidado el rubí que llevaba prendido al cuello, por debajo del abrigo, y observó la gema enorme que había robado a su antiguo maestro a casi dos mil kilómetros de distancia hacia el sur, en Calimport.
—¡Ah, Pook! Si pudieses verme ahora… —murmuró.
El elfo buscó al instante las dos cimitarras que llevaba colgadas de las caderas, pero los yetis se acercaban a toda prisa. Instintivamente, Drizzt giró hacia la izquierda, sacrificando el lado opuesto para afrontar el ataque del monstruo más cercano. La mano derecha quedó inútilmente pegada al cuerpo mientras el yeti lo envolvía con sus enormes brazos, pero se las arregló para mantener libre la izquierda y poder blandir una de las armas. Haciendo caso omiso del dolor que le producía el estrujón del yeti, Drizzt afianzó la cimitarra contra la cintura para que el segundo monstruo se clavara la afilada hoja con su propio impulso.
En una frenética agonía mortal, el segundo yeti se echó hacia atrás, llevándose clavada la cimitarra.
El monstruo que quedaba tiró al suelo a Drizzt bajo el peso de su cuerpo. El drow hizo frenéticos esfuerzos con la mano libre para evitar que la mortífera dentadura se clavara en su garganta, pero sabía que era sólo cuestión de tiempo que el corpulento enemigo pudiese acabar con él.
De pronto Drizzt oyó un sordo crujido y el yeti empezó a agitarse violentamente. Su cabeza se contorsionó de un modo extraño y una gota de sangre mezclada con sesos se deslizó por su rostro desde su frente.
—¡Justo a tiempo, elfo! —Una voz familiar resonó en el aire y Bruenor Battlehammer se paseó por encima del cuerpo muerto de su enemigo sin tener en cuenta que el monstruo yacía encima de su amigo élfico. A pesar de aquel peso adicional, Drizzt observó con agrado la narizota puntiaguda y larga, a menudo rota, del enano y su barba salpicada de gris aunque todavía de un vivo rojo—. ¡Sabía que te encontraría en un apuro si salía a buscarte!
Drizzt sonrió aliviado ante la forma de actuar siempre tan divertida del enano mientras se las arreglaba para salir de debajo del monstruo. Por su parte, Bruenor intentaba sacar el hacha del cráneo roto del yeti.
—¡Tiene la cabezota más dura que el tronco helado de un roble! —gruñó el enano mientras apoyaba ambos pies en las orejas del yeti y liberaba el hacha de un tirón—. Por cierto, ¿dónde está ese gatito tuyo?
Drizzt rebuscó en su bolsa un instante y extrajo una pequeña figura de ónice que representaba a una pantera.
—Yo no me atrevería a llamar gatito a Guenhwyvar —comentó con cariñoso respeto. Hizo girar la figura entre sus dedos, palpando los intrincados detalles de la obra, para asegurarse de que no había sufrido daño alguno con la caída.
—¡Bah! Un gato es un gato —insistió el enano—. ¿Y por qué no estaba aquí cuando lo necesitaste?
—Incluso los animales mágicos necesitan reposo.
—¡Bah! —volvió a soltar Bruenor—. Ha de ser un día muy desafortunado para que un drow, y, lo que es más, un guardabosques, se deje pillar por sorpresa en un claro por dos yetis. —Bruenor lamió la hoja del hacha manchada y luego escupió con asco—. ¡Pobres bestias! —refunfuñó—. Ni siquiera podemos comérnoslos.
Clavó el hacha en la tierra para limpiar la hoja y se encaminó con paso firme hacia la cumbre de Kelvin.
Drizzt volvió a meter a Guenhwyvar en la bolsa y fue a recuperar su cimitarra del segundo monstruo.
—¡Vamos, elfo! —gritó el enano—. Tenemos más de ocho kilómetros de ruta todavía.
Drizzt sacudió la cabeza y limpió el arma manchada de sangre en la piel velluda del monstruo.
—Prosigamos, Bruenor Battlehammer —susurró con una sonrisa—, y para placer tuyo sabes que todos los monstruos con los que nos encontremos dejarán marcada huella de tu paso y deberán permanecer con la cabeza a buen recaudo.