19


Malas noticias

Drizzt se deslizó por los túneles, pasando de largo ante los cuerpos de los gigantes muertos y deteniéndose únicamente para recoger otro pedazo de carne de cordero de la enorme mesa. Pasó por debajo de los dinteles de madera y empezó a descender por el oscuro pasillo, intentando calmar su ímpetu con sentido común. Si los gigantes habían ocultado su tesoro allí abajo, la cámara estaría escondida tras una puerta secreta o protegida por algún tipo de bestia, aunque no creía que fuese otro gigante porque, de ser así, se habría unido a la batalla con anterioridad.

El túnel era bastante largo y se dirigía hacia el norte. Supuso que en aquel momento estaría atravesando por debajo la cumbre de Kelvin. Había dejado atrás la última antorcha, pero le agradaba la oscuridad. Había vivido la mayor parte de su vida en un mundo subterráneo en el que la luz no existía y sus ojos enormes lo guiaban con mayor facilidad en la penumbra más absoluta que en la claridad.

El pasadizo finalizaba de pronto ante una puerta de hierro trabada con una barra también de hierro sujeta por una larga cadena y un cerrojo. Durante un momento, se sintió culpable por haber dejado atrás a Wulfgar. El drow tenía dos debilidades: por encima de todo existía su amor por la batalla, pero también se estremecía por descubrir el botín de sus vencidos enemigos. No era el oro o las gemas lo que atraía a Drizzt, ya que no se preocupaba por las riquezas y raramente se quedaba con los tesoros que ganaba. Era simplemente el reto de verlos por primera vez, la excitación de pasear por entre esos tesoros y, tal vez, descubrir alguna invención increíble que hubiese sido desconocida en las épocas pasadas, o quizás el libro de hechizos de algún mago antiguo y poderoso.

Sin embargo, su sentimiento de culpabilidad se desvaneció cuando extrajo de su cinturón una diminuta aguja. Aunque no le habían enseñado nunca las artes del robo, sus movimientos eran tan ágiles y coordinados como los de cualquier ladrón profesional. Gracias a sus sensibles dedos y a su aguzado oído, creía que no iba a tener dificultades con aquel cerrojo y, en efecto, al cabo de pocos segundos estaba abierto. Pegó la oreja a la puerta para detectar algún sonido sospechoso, pero al no oír nada alzó con cuidado la barra de hierro y la depositó a un lado. Tras aguzar el oído una vez más, desenfundó una de sus cimitarras, contuvo el aliento con gran ansiedad y empujó la puerta.

Soltó un suspiro defraudado. La estancia, iluminada con un par de antorchas, era pequeña y estaba vacía, salvo por un enorme espejo enmarcado con un ribete de metal que había en el centro. Drizzt se apartó para que su figura no se reflejase en él, conocedor de la especie de poderes mágicos que se les atribuía a esos objetos, y se acercó para examinarlo con más atención.

Tenía una altura de medio hombre, pero quedaba al nivel de los ojos porque se apoyaba sobre un estante de hierro de intrincados dibujos. El hecho de que estaba revestido de plata y de que no parecía tener sentido en el entorno de la habitación lo hizo sospechar que era algo más que un simple espejo. Pero tras hacerle un examen minucioso, no descubrió símbolos arcanos ni marcas de ningún tipo que pudiesen indicar propiedades especiales.

Incapaz de descubrir nada inusual en aquel objeto, Drizzt se colocó descuidadamente ante el espejo. De pronto, un humo rosado empezó a dibujarse en el cristal, como si se tratara de un espacio tridimensional atrapado en la rigidez de un espejo. Drizzt se echó hacia un lado, con más curiosidad que temor, y se dedicó a observar el espectáculo.

El humo se espesaba y crecía como si algún fuego oculto lo alimentase. De improviso, pareció abrirse por el centro y apareció la imagen clara del rostro de un hombre, un rostro severo y de ojos hundidos, típico de los habitantes de las ciudades del sur.

—¿Por qué me molestas? —preguntó el rostro, dirigiéndose a la habitación vacía.

Drizzt dio otro paso hacia un lado para ocultarse todavía más del campo de visión del espejo. Durante un momento, pensó en encararse al misterioso mago, pero enseguida se dijo que sus amigos se preocupaban demasiado por lo que pudiese ocurrirle para enfrentarse a algo tan desconocido.

—Preséntate ante mí, Biggrin —ordenó la imagen. Esperó durante unos segundos, con una sonrisa de desprecio e impaciencia en los labios, pero después pareció ponerse más tenso—. Cuando descubra quién de vosotros me ha invocado inadvertidamente, lo convertiré en conejo y lo colocaré en una guarida de lobos —gritó, enojada, la imagen. El espejo parpadeó un instante y, luego, volvió a la normalidad.

Drizzt se mordió el labio inferior, preguntándose si habría algo más por descubrir en la estancia, y decidió que esta vez los riesgos eran demasiado grandes.

Cuando Drizzt regresó a la guarida, encontró a Wulfgar sentado junto a Guenhwyvar en el pasadizo principal, a pocos pasos de las puertas de entrada, cerradas y barradas. El bárbaro estaba acariciando las orejas y el lomo de la pantera.

—Veo que Guenhwyvar se ha ganado tu amistad —comentó mientras se acercaba.

Wulfgar sonrió.

—Es un gran aliado —reconoció al tiempo que sacudía con gesto cariñoso el lomo del animal—. ¡Y un verdadero guerrero!

Hizo un ademán para levantarse, pero de pronto se vio lanzado con violencia al suelo.

Una enorme explosión sacudió la guarida mientras un proyectil de ballesta golpeaba las pesadas puertas, rompía en pedazos la barra de madera y entraba como un torbellino en el interior. Una de las puertas se rompió en dos y el gozne superior de la otra quedó despedazado, con lo que la puerta quedó colgando sólo por el inferior.

Drizzt desenfundó la cimitarra y se colocó a modo de protección ante el bárbaro, mientras éste intentaba recuperar el equilibrio.

De pronto, un guerrero barbudo se introdujo por la puerta rota, con un escudo circular cuyo estandarte era una jarra de espumante cerveza en una mano y un hacha de batalla ensangrentada y mellada en la otra.

—¡Salid a dar la cara, gigantes! —gritó Bruenor, golpeando el escudo con el hacha, como si su clan no hubiera hecho ya ruido suficiente para despertar a toda la guarida.

—Cálmate, enano loco —bromeó Drizzt—. Todos los verbeegs han muerto.

Bruenor localizó a sus amigos y se deslizó hacia el interior del túnel, seguido del resto del clan.

—¡Todos muertos! —gritó—. ¡Maldito elfo, te has quedado tú solo con toda la diversión!

—¿Qué ocurrió con los refuerzos? —intervino Wulfgar rápidamente.

Bruenor hizo un chasquido con la lengua.

—Habla de ellos con respeto, muchacho. Les hicimos una fosa común, aunque el entierro es algo demasiado bueno para ellos. Sólo uno ha quedado con vida, un orco miserable que vivirá hasta que se suelte de la lengua.

Después de aquel episodio con el espejo, Drizzt estaba realmente interesado en interrogar al orco.

—¿Lo habéis sometido a interrogatorio ya? —preguntó a Bruenor.

—De momento lo hemos tratado bien, pero sé algunos métodos que lo harán cantar de lo lindo.

Drizzt comprendió lo que quería decir. Los orcos no eran en verdad criaturas muy leales, pero, bajo el hechizo de un mago, los métodos de tortura no solían dar buenos resultados. Necesitaban algo que contrarrestase la magia y Drizzt conocía a alguien que tal vez pudiese ayudarlos.

—Id a buscar a Regis —le indicó a Bruenor—. El halfling podrá hacer que el orco nos cuente todo lo que queremos saber.

—La tortura hubiera sido más divertida —se lamentó Bruenor, aunque también él comprendía que la sugerencia del drow era más acertada. Sentía a la vez curiosidad e inquietud por saber qué tramaban tantos gigantes juntos, y además trabajando con orcos…

Drizzt y Wulfgar se sentaron en el extremo más alejado de la diminuta habitación, lo más separados posible de Bruenor y los otros dos enanos. Uno de los miembros del clan de Bruenor había regresado de Bosque Solitario con Regis aquella misma noche y, aunque todos estaban exhaustos por tantas caminatas y batallas, también sentían gran ansiedad por conocer la información que pudiera facilitarles el prisionero. Después de tomar al prisionero bajo su control con ayuda del rubí mágico, Regis había conducido al orco a una habitación adyacente para mantener una conversación a solas.

Bruenor estaba ocupado preparando una nueva receta de cocina: sesos de gigante cocidos, y hacía hervir los ingredientes de fuerte olor en un cráneo de verbeeg vacío.

—¡Utilizad la cabeza! —había respondido ante las miradas de horror y angustia de Drizzt y Wulfgar—. Un ganso de crianza sabe mejor que uno salvaje porque mientras está vivo no utiliza sus músculos. Lo mismo ocurre con los sesos de gigante.

Pero Drizzt y Wulfgar no compartían esa opinión. Sin embargo, como no querían alejarse de la zona y perderse lo que Regis tuviera que comunicarles, decidieron apostarse en el lugar más alejado y conversar a solas.

Bruenor se acercó a escucharlos, porque hablaban de algo que despertaba en él un apasionado interés.

—Medio punto por el último de la cocina —insistía Wulfgar—. El otro medio es para la pantera.

—Y tú sólo consigues medio por el del barranco —replicó Drizzt.

—De acuerdo. Además, tenemos que contar como compartidos al del túnel y a Biggrin.

Drizzt asintió.

—Entonces, si hacemos el recuento de todos ellos, quedan diez y medio para mí y otros diez y medio para ti.

—Y cuatro para la pantera —añadió Wulfgar.

—Cuatro para la pantera —repitió Drizzt—. Bien hecho, amigo. Hasta ahora has sabido mantenerte a buen nivel, pero me da la impresión de que todavía nos quedan muchas batallas por delante y mi mayor experiencia me dará el triunfo a la larga.

—Pero te haces viejo, querido elfo —bromeó Wulfgar al tiempo que se recostaba contra la pared y una enorme sonrisa se dibujaba en su barbudo rostro—. Ya veremos, ya veremos.

Bruenor también sonreía, en parte por ver la competencia de buena fe que habían entablado sus dos amigos y en parte por su orgullo por el joven bárbaro. Wulfgar se las estaba arreglando bastante bien para mantenerse en buenas relaciones con un hábil veterano como Drizzt Do’Urden.

Regis salió en aquel momento de la habitación con una mueca sombría en su rostro habitualmente jovial que pareció enfriar el ambiente relajado de la estancia.

—Tenemos problemas —declaró con seriedad.

—¿Dónde está el orco? —inquirió Bruenor mientras extraía el hacha de su cinturón sin hacer caso de las palabras del halfling.

—Allí dentro. Está bien.

El orco se había alegrado de poder contarle a su nuevo amigo todos los detalles que conocía del plan de Akar Kessell de invadir Diez Ciudades y del enorme ejército que había conseguido reunir, y Regis temblaba visiblemente a medida que contaba a sus amigos las malas noticias.

—Todas las tribus de orcos, goblins y verbeegs de esta región de la Columna del Mundo están reunidas bajo el poder de un hechicero llamado Akar Kessell —empezó el halfling. Drizzt y Wulfgar intercambiaron una mirada al reconocer el nombre. Cuando el gigante había hablado de él, el bárbaro había creído que se trataba de un enorme gigante de escarcha, pero las sospechas de Drizzt habían sido diferentes, en especial tras el incidente del espejo—. Planean atacar Diez Ciudades, e incluso los bárbaros, bajo el mando de un jefe tuerto, se han unido a sus filas.

Wulfgar sintió que se sonrojaba de rabia y confusión. ¡Su gente luchando junto a orcos! Conocía al líder del cual hablaba Regis, ya que el propio Wulfgar pertenecía a la tribu del Elk e incluso una vez había sido portador del estandarte como heraldo de Heafstaag. Drizzt, por su parte, también recordaba con pesar al rey de un solo ojo. Colocó una mano sobre el hombro del bárbaro en actitud comprensiva.

—Id a Bryn Shander —sugirió el drow a Bruenor y Regis—. La gente debe empezar a prepararse.

Regis frunció el entrecejo ante la inutilidad de tal acción. Si las estimaciones del orco en cuanto al tamaño del ejército eran ciertas, ni todas las fuerzas de Diez Ciudades unidas podrían hacer frente al ataque. Pero el halfling inclinó el rostro y asintió en silencio, ya que no quería alarmar más de lo necesario a sus amigos.

—¡Tenemos que irnos!

Aunque Bruenor y Regis fueron capaces de convencer a Cassius de que las noticias que traían eran urgentes e importantes, tardaron varios días en conseguir que se reunieran los portavoces del consejo. Estaban en plena temporada de la trucha de cabeza de jarrete y todo el mundo estaba concentrado en obtener una buena pesca para la caravana final a Luskan. Aunque los portavoces de las nueve ciudades pesqueras comprendían la responsabilidad que tenían con sus comunidades, se mostraban reticentes a abandonar los lagos incluso por un solo día.

Así que, a excepción de Cassius, de Bryn Shander, Muldoon, el nuevo portavoz de Bosque Solitario, que observaba a Regis como un héroe de su ciudad, Glensather de Cielo Oriental, la comunidad siempre dispuesta a unirse por el bien de Diez Ciudades, y Agorwal, de Termalaine, que por encima de todo permanecía fiel a Bruenor, la actitud del consejo no era muy receptiva.

Kemp, que todavía no había perdonado a Bruenor por el incidente junto a Drizzt después de la batalla de Bryn Shander, estaba especialmente destructivo y, antes de que Cassius tuviera la oportunidad de presentar siquiera las Formalidades del Día, el hosco portavoz de Targos se alzó en su asiento y dio un puñetazo sobre la mesa.

—¡Omite los formulismos y ve al grano! —gruñó—. ¿Qué derecho tienes a alejarnos de los lagos justamente ahora, Cassius? En el preciso momento en que nosotros nos sentamos alrededor de esta mesa, los mercaderes de Luskan se están preparando ya para el viaje.

—Portavoz Kemp, hemos recibido noticias de una nueva invasión —respondió Cassius con calma, ya que comprendía el enojo del pescador—. Por supuesto, no os hubiera convocado, a ninguno de vosotros, en esta época del año si no fuera un tema urgente.

—Así que los rumores son ciertos —se burló Kemp—. ¿Una invasión, dices? ¡Bah! Veo que han engañado al consejo.

Se volvió hacia Agorwal. Las tensiones entre Targos y Termalaine se habían incrementado durante las últimas semanas, a pesar de los esfuerzos de Cassius por reinstaurar la paz y hacer que los temas de discusión entre ambas ciudades se debatieran en el consejo. Aunque Agorwal había accedido a sostener una reunión de ese tipo, Kemp se había negado en redondo, así que, en esa situación, la convocatoria de consejo urgente no podía menos que despertar sospechas.

—¡Además, esto es también un insulto! —prosiguió Kemp con voz encolerizada mientras paseaba la vista por los demás portavoces—. Un esfuerzo inútil de Agorwal y de sus secuaces por atraer las simpatías hacia Termalaine en su disputa con Targos.

Incitado por la atmósfera de sospecha que Kemp había alzado en el ambiente, Schermont, nuevo portavoz de Caer-Konig, señaló con dedo acusador a Jensi Brent, de Caer-Dineval.

—¿Qué papel has jugado tú en esta maquinación? —le espetó a su eterno rival. Schermont había llegado a su posición cuando el primer portavoz murió asesinado en aguas del lago Dinneshere en una batalla con un barco de Dineval. Dorim Lugar había sido amigo y jefe de Schermont, y el odio que profesaba el nuevo portavoz a Caer-Dineval era todavía más acérrimo que el de su predecesor.

Regis y Bruenor permanecían sentados en silencio y con aire de desesperación ante aquel explosivo inicio. Sin embargo, al final Cassius golpeó con tanta fuerza la mesa con el mazo que rompió el mango en dos y consiguió que los demás callaran para escucharlo.

—¡Un momento de silencio, por favor! —ordenó—. Dejad de lado vuestras disputas y escuchad al mensajero que nos trae tan terribles noticias.

Los demás se recostaron en sus asientos y permanecieron en silencio, pero Cassius tuvo la impresión de que todo esfuerzo sería inútil esta vez.

Le concedió la palabra a Regis, quien, horrorizado por lo que le había contado el orco cautivo, relató con pasión la batalla que habían mantenido sus amigos en la guarida de los verbeegs y en las praderas de Daledrop.

—Y Bruenor consiguió capturar a uno de los orcos que escoltaban a los gigantes —declaró con énfasis. Varios portavoces contuvieron el aliento al imaginar a todas esas criaturas asociadas, pero Kemp y algunos otros, sospechando que sus rivales inmediatos querían tenderles una trampa y convencidos de antemano del oculto propósito de la reunión, no se dejaban convencer.

—El orco nos relató la inminente llegada de un poderoso brujo, Akar Kessell —prosiguió Regis con voz sombría—, acompañado de una horda de goblins y gigantes. ¡Pretenden conquistar Diez Ciudades! —concluyó, rogando que su dramático relato hubiera surtido efecto.

Sin embargo, Kemp estaba fuera de sí.

—¿Por las palabras de un orco, Cassius? ¿Por la amenaza de un miserable orco nos obligas a abandonar los lagos en esta época tan crítica?

—La historia del halfling no es desconocida —añadió Schermont—. Todos hemos oído decir que un goblin prisionero es capaz de hablar de cualquier cosa con tal de salvar el pellejo.

—O tal vez tú tienes otros motivos —insistió de nuevo Kemp con la vista fija en Agorwal.

Cassius, que en verdad creía en aquellas terribles noticias, se recostó en su asiento y nada dijo. Había supuesto que, con las tensiones que existían en la actualidad en los lagos y con el hecho de que se acercaba ya la feria final de una temporada de pesca particularmente mala, aquello iba a ocurrir. Observó con ojos resignados a Bruenor y Regis y se encogió de hombros mientras el consejo degeneraba de nuevo en una batalla campal.

En medio de la conmoción que se apoderaba de la estancia, Regis extrajo el rubí que pendía de su cuello y desvió la vista hacia Bruenor. Ambos intercambiaron una desalentada mirada, ya que habían esperado no tener que utilizar la magia de la gema.

Regis golpeó con el mazo la mesa para solicitar la palabra y Cassius le dirigió una mirada de agradecimiento. Luego, tal como había hecho cinco años antes, se subió en la mesa y caminó hacia su antagonista.

Pero esta vez no obtuvo el resultado esperado. Kemp se había pasado muchas horas durante estos últimos cinco años pensando en el consejo que se había celebrado antes de la invasión bárbara. Aunque el portavoz se alegraba del resultado de toda la situación y, en verdad, se daba cuenta de que tanto él como Diez Ciudades estaban en deuda con el halfling por haberles advertido, le preocupaba el hecho de que su reticencia inicial hubiera desaparecido con tanta facilidad. Era un tipo pendenciero cuya gran afición, por encima de la pesca, era la batalla, pero su mente era astuta y estaba siempre alerta al peligro. Durante los últimos años había observado a Regis en varias ocasiones y había oído relatar muchas historias sobre el gran arte de persuasión que poseía el halfling, así que, al ver cómo se acercaba por la mesa, se puso a la defensiva.

—¡Apártate de mí! —gritó, colocando la silla a modo de defensa contra la mesa—. Pareces tener un extraño poder para convencer a la gente de tu punto de vista, pero esta vez no caeré en tu hechizo. —Desvió la vista hacia los demás portavoces—. ¡Desconfiad del halfling! Estoy seguro de que tiene un poder mágico desconocido.

Kemp comprendía que no tenía forma humana de probar sus sospechas, pero también sabía que no iba a tener necesidad de hacerlo. Regis observó a su alrededor, se sonrojó y fue incapaz de responder a las acusaciones del portavoz. Incluso Agorwal, que con sumo tacto intentaba ocultar el hecho, no era capaz de mirar largamente a los ojos del halfling.

—¡Siéntate, tramposo! —se burló Kemp—. Tu magia ya no te vale aquí.

Bruenor, que hasta entonces había permanecido en silencio, alzó el rostro contraído por la ira.

—¿Es esto también un truco, perro de Targos? —lo amenazó el enano, al tiempo que se desataba un saco que llevaba colgado en el cinturón y volcaba una cabeza de verbeeg sobre la mesa, en dirección a Kemp. Varios portavoces dieron un salto hacia atrás horrorizados, pero Kemp permaneció impasible.

—Hemos tratado con gigantes desperdigados en multitud de ocasiones antes —replicó con frialdad.

—¿Desperdigados? —repitió Bruenor con incredulidad—. ¡Dos veintenas de bestias junto con orcos y ogros!

—Una banda pasajera —explicó Kemp con aire severo y gran tozudez—. Y están todos muertos, tal como dices. Entonces, ¿por qué habéis tenido que convocar el consejo? ¿Para satisfacer tus caprichos, enano? —Sus palabras iban cargadas de veneno y observó con deleite cómo se sonrojaba Bruenor—. ¡Tal vez Cassius pueda hacer un discurso de elogio hacia ti ante toda la gente de Diez Ciudades!

Bruenor dio un fuerte puñetazo en la mesa y paseó la vista por los demás hombres de la sala como desafiándolos a que continuaran con los insultos de Kemp.

—¡Hemos venido aquí a ayudaros a salvar vuestros hogares y a vuestros congéneres! —gritó—. Tal vez nos creáis y hagáis algo para sobrevivir, o tal vez escuchéis las palabras de ese perro de Targos y no hagáis nada. En cualquier caso, ya he tenido bastante. Haced lo que os plazca y rogad porque vuestros dioses os sean propicios.

Dio media vuelta y salió de la habitación.

El tono de amargura de las palabras de Bruenor tuvo la virtud de hacer recapacitar a algunos de que la amenaza era demasiado seria para ser considerada como las palabras sin sentido de un prisionero despreocupado, o incluso como un plan insidioso de Cassius y algunos conspiradores. Pero Kemp, orgulloso y arrogante, convencido de que Agorwal y sus amigos no humanos, el halfling y el enano, estaban utilizando la fachada de una invasión para ganar ventaja sobre la ciudad de Targos, no dio su brazo a torcer. Precedida únicamente por la de Cassius, la opinión de Kemp era de peso, en especial para la gente de Caer-Konig y Caer-Dineval quienes, en vista de que Bryn Shander permanecía neutral en su conflicto personal, buscaban el favor de Targos.

La mayoría de los portavoces continuaron sospechando de sus rivales y estuvieron dispuestos a aceptar la explicación de Kemp para evitar que Cassius indujera al consejo a emprender una determinada acción, y pronto quedaron claras las posiciones de todos ellos.

Regis observaba el espectáculo mientras los bandos opuestos exponían sus pros y sus contras, pero la propia credibilidad del halfling había quedado destruida y no podía pretender influir en el resto de la reunión. Al final, se decidieron pocas cosas y lo máximo que Agorwal, Glensather y Muldoon consiguieron fue que se redactara una declaración pública según la cual «se hacía una advertencia general a todos los hogares de Diez Ciudades para que todo el mundo conociera las terribles noticias y para informar a todo el que lo deseara que las murallas de Bryn Shander estaban abiertas para aquellos que buscaran protección».

Regis observó a los portavoces divididos y no pudo dejar de preguntarse qué tipo de protección podían ofrecer los altos muros de Bryn Shander sin una acción unificada.