La guardia de Biggrin
Drizzt y Wulfgar recibieron una grata sorpresa al encontrar la puerta trasera de la guarida de los verbeegs. Estaba situada en una escarpada pendiente en el lado oeste de la rocosa montaña. Montones de desperdicios y huesos yacían desperdigados por el suelo entre las rocas y una columna de humo, delgada pero continua, emergía de la cueva abierta, impregnando el aire del sabor de cordero guisado.
Los dos compañeros se tumbaron detrás de unos arbustos por debajo de la entrada durante un rato, examinando el grado de actividad de la zona. La luna había aparecido en el cielo, brillante y nítida, y la noche era mucho más clara.
—Me pregunto si llegaremos a tiempo para la cena —murmuró el drow con una ancha sonrisa. Wulfgar sacudió la cabeza y se echó a reír ante el extraño sentido del humor del elfo.
Aunque de vez en cuando llegaban hasta ellos sonidos de detrás de la entrada, como golpeteo de cacharros o alguna voz, no salió un solo gigante de la cueva hasta que la luna estuvo alta en el cielo, momento en que un verbeeg obeso, jefe de cocina a juzgar por sus ropas, se detuvo ante la puerta y lanzó un montón de escombros pendiente abajo.
—Es mío —declaró Drizzt, súbitamente serio—. ¿Puedes distraerlo?
—Lo hará el felino —respondió Wulfgar, aunque no le agradaba la idea de quedarse a solas con Guenhwyvar.
Drizzt subió por la pendiente intentando ocultarse entre las sombras. Sabía que permanecería en una situación vulnerable a la luz de la luna hasta que consiguiera situarse por encima de la entrada, pero la pendiente era mayor de lo que había supuesto y avanzaba con lentitud. Cuando estaba a punto de llegar a la puerta, oyó que el gigante se movía por la entrada, al parecer alzando un segundo cubo de basura para lanzarla colina abajo.
Pero el drow no podía ocultarse en ningún sitio. Una llamada desde el interior de la cueva distrajo la atención del cocinero. Al darse cuenta del poco tiempo de que disponía, Drizzt echó a correr para salvar los últimos metros que le separaban de la entrada y, tras bordear la esquina, se introdujo en la estancia.
La habitación era cuadrada y en la pared del extremo opuesto a la entrada había un enorme horno de piedra. Junto al horno, vislumbró una puerta de madera medio entreabierta y le pareció oír voces de gigantes que provenían de detrás. El cocinero no estaba a la vista, pero el cubo de basuras permanecía en el suelo, en la parte interna de la entrada.
—Volverá pronto —murmuró el drow para sus adentros mientras buscaba puntos de apoyo para subir por la pared y situarse en la parte superior de la entrada. En la base de la pendiente, Wulfgar, nervioso, permanecía sentado e inmóvil mientras Guenhwyvar paseaba de un lado a otro ante él.
Pocos minutos después, volvió a salir el jefe de cocina con el cubo y, en el momento en que el verbeeg vertía la basura, Guenhwyvar apareció en escena. De un salto la pantera llegó a la base de la pendiente y, alzando la cabeza hacia el cocinero soltó un profundo rugido.
—¡Bah! ¡Sal de ahí gatito! —exclamó el gigante, que no parecía haber quedado ni impresionado ni sorprendido por la súbita aparición de la pantera—. O te cortaré la cabeza y la meteré en el cocido.
La amenaza del verbeeg no era creíble, pero, mientras agitaba un puño enorme como para acompañar sus palabras, con toda la atención concentrada en el felino, la sombra oscura de Drizzt Do’Urden saltó de la pared a sus espaldas. Con las cimitarras ya en la mano, el drow no perdió el tiempo y dibujó en la garganta del gigante una sonrisa de oreja a oreja. Sin soltar un solo grito, el verbeeg rodó por las rocas y fue a amontonarse con el resto de la basura. Drizzt se apresuró a regresar a la entrada de la cocina y echó un vistazo a su alrededor, rogando porque nadie hubiese entrado en la estancia.
Por el momento estaba a salvo ya que no se veía un alma en la habitación. Mientras Guenhwyvar empezó a subir por la ladera seguida por Wulfgar les hizo una señal de que no lo siguieran hacia el interior. La cocina era pequeña (para los gigantes) y con pocos utensilios. En una mesa situada en la pared de la derecha se veían unos cuantos pucheros y, junto a ella, había una enorme tabla de picar con una llamativa cuchilla de carnicero, oxidada, mellada y aparentemente sucia de semanas, clavada en ella. A mano izquierda, divisaron varios estantes con especias, hierbas y demás condimentos. El drow se acercó a investigar mientras Wulfgar se dirigía a echar un vistazo a la habitación adyacente que estaba ocupada.
Aunque también de dimensiones cuadradas, esta segunda estancia era un poco más grande y, en el extremo opuesto a donde él se encontraba, Wulfgar distinguió otra puerta. Tres gigantes permanecían sentados junto a la mesa más cercana a Wulfgar mientras un cuarto estaba de pie en el lado opuesto. El grupo se estaba dando un banquete de carne de cordero y cocido, mientras soltaban palabrotas y se insultaban unos a otros… una típica cena al estilo verbeeg. Wulfgar detectó con gran interés que los monstruos pelaban los huesos con las manos desnudas y que no había una sola arma en la estancia.
Drizzt volvió a coger de nuevo una de sus cimitarras mientras en la otra mano sostenía un saco que había encontrado en los estantes y se acercó con Wulfgar.
—Son seis —murmuró el bárbaro, señalando a la habitación, al tiempo que sacaba también a Aegis-fang y asentía con gran ansiedad. Drizzt espió a través de la puerta entreabierta y al instante formuló un plan de ataque.
Señaló a Wulfgar y luego a la puerta.
—Derecha —susurró y, luego, señalándose a sí mismo, añadió—: Yo detrás de ti, a la izquierda.
Wulfgar lo comprendió a la perfección, pero no pudo evitar preguntarse por qué no había incluido a la pantera en el plan, así que señaló al animal.
Drizzt apenas se encogió de hombros y sonrió, pero Wulfgar volvió a comprender al instante. Incluso el escéptico bárbaro confiaba en que Guenhwyvar entraría en escena cuando lo considerara oportuno.
Wulfgar intentó relajar los músculos y sujetó con firmeza a Aegis-fang. Tras una última mirada a su compañero, irrumpió bruscamente en la habitación y se encaminó hacia su objetivo más cercano. El gigante, el único del grupo que en ese momento estaba de pie, se las arregló para dar media vuelta y ponerse frente a su atacante, pero eso fue todo. Aegis-fang apareció de pronto y, tras alzarse con mortal precisión, fue a caer sobre su estómago. Luego, siguiendo el impulso hacia arriba, le aplastó la parte baja del tórax. La increíble fuerza de Wulfgar incluso alzó al gigante unos cuantos centímetros del suelo. Éste cayó, despedazado y sin aliento, junto al bárbaro, quien no le prestó atención porque ya estaba planeando su segundo golpe.
Drizzt, con Guenhwyvar pisándole los talones, pasó junto a su amigo hacia los dos sorprendidos gigantes que permanecían sentados en el lado izquierdo de la mesa. Al llegar junto a ellos, abrió la bolsa que llevaba y, esparciendo su contenido por el aire, cegó a sus adversarios con una nube de harina. Sin detenerse, clavó su cimitarra en el cuello de uno de los gigantes enharinados y luego dio media vuelta y se subió a la mesa de madera. Guenhwyvar se abalanzó de un salto sobre el segundo gigante y le clavó sus poderosas mandíbulas en la ingle.
Los dos verbeegs situados en el extremo más alejado de la mesa fueron los primeros de todo el grupo en poder reaccionar de verdad. Uno de ellos se puso en pie para prepararse a recibir el ataque de Drizzt mientras el segundo, viendo que iba a ser sin duda el último objetivo de Wulfgar, empezó a correr hacia la puerta de atrás.
Wulfgar siguió a toda prisa al gigante que escapaba y lanzó sin vacilar a Aegis-fang. Si Drizzt, que en aquel momento estaba en el centro de la mesa, se hubiera dado cuenta de lo cerca que pasó de su cuerpo el martillo de guerra, le habría pegado un buen rapapolvo a su amigo, pero el arma alcanzó su objetivo y golpeó en la espalda del gigante con tanta fuerza que lanzó el cuerpo contra la pared y le rompió el cuello.
El gigante que Drizzt había degollado permanecía tumbado en el suelo intentando inútilmente interrumpir el chorro de sangre que le quitaba poco a poco la vida, y Guenhwyvar estaba teniendo pocos problemas para despachar al otro, así que sólo quedaban dos verbeegs en condiciones de luchar.
Drizzt rodó por la mesa y cayó por el extremo más alejado, esquivando a duras penas el golpe del verbeeg que lo esperaba. Con un rápido movimiento, se situó entre su oponente y la puerta. El gigante, con ambos brazos extendidos, giró en redondo y se precipitó sobre él, pero la segunda cimitarra del drow emergió junto a la primera y ambas empezaron a balancearse con un ritmo de muerte. Con cada movimiento, las afiladas hojas lanzaban uno de los retorcidos dedos del gigante al suelo, de tal modo que al poco rato el verbeeg en vez de manos tenía dos muñones sangrientos. Loco de rabia; se abalanzó de cabeza sobre su enemigo, pero la cimitarra de Drizzt le atravesó el cuello y acabó con él.
Mientras, el último gigante con vida había alcanzado al bárbaro desarmado y, tras rodearlo con sus poderosos brazos, lo alzó en el aire, intentando quitarle poco a poco la vida. Wulfgar puso en tensión todos los músculos en su desesperado intento de evitar que su adversario, más corpulento que él, le rompiera los huesos de la espalda.
Empezaba a tener problemas de respiración. Enfurecido, lanzó un puñetazo a la mandíbula del gigante y alzó de nuevo el brazo para dar un segundo golpe.
Pero, de pronto, obedeciendo al hechizo que Bruenor había sabido forjarle, el martillo mágico estaba de nuevo en sus manos. Con un grito de júbilo, Wulfgar agarró con fuerza el mango de Aegis-fang y lo descargó en el rostro del gigante, entre los ojos. El monstruo lo soltó de golpe y se echó hacia atrás en plena agonía. El mundo se había convertido en un estallido de tanto dolor para él que ni siquiera vio cómo Aegis-fang volvía a alzarse y caía directo sobre su cabeza. Sintió una especie de explosión cálida cuando el pesado martillo le aplastó el cráneo. Su cuerpo sin vida cayó sobre la mesa y desperdigó trozos de cocido y cordero por el suelo.
—¡No eches a perder la comida! —le gritó Drizzt con rabia fingida mientras se apresuraba a coger uno de los trozos de carne que aún había sobre la mesa.
De pronto, oyeron ruido de pasos y gritos que provenían del corredor que había tras la puerta.
—¡Salgamos! —grito Wulfgar, mientras empezaba a correr hacia la cocina.
—¡Espera! —lo detuvo Drizzt—. La diversión acaba de empezar. —Señaló hacia un túnel oscuro, iluminado con antorchas, que empezaba en la pared izquierda de la habitación—. ¡Hacia allí! ¡Rápido!
Wulfgar era consciente de que estaban tentando a la suerte, pero una vez más obedeció al drow.
Y, una vez más, se dio cuenta de que aquello le divertía.
El bárbaro pasó por debajo del dintel de madera que abría el túnel y se precipitó en la oscuridad, pero, cuando llevaba andados unos diez metros, con Guenhwyvar pisándole los talones de un modo inquietante, se dio cuenta de que Drizzt no lo seguía. Dio media vuelta justo a tiempo de ver cómo el drow entraba en el túnel. Drizzt había enfundado las cimitarras y enarbolaba una especie de daga, en la cual llevaba clavado un pedazo de cordero.
—¿Los gigantes? —preguntó Wulfgar desde la oscuridad.
Drizzt se colocó a un lado, por detrás de una de las columnas de madera maciza.
—Me siguen los pasos —explicó con calma mientras daba un bocado a la comida. Wulfgar abrió la boca de par en par al ver que un grupo de gigantes se precipitaba en el túnel, sin ver al drow, que permanecía oculto.
—¡Prayne de crabug ahm keike rinedere be-yogt iglo kes gron!
Drizzt extrajo el pedazo de cordero de la daga y lo dejó caer accidentalmente en el suelo, maldiciendo en voz baja el tener que tirar algo tan bueno. Tras limpiar la daga, esperó con gran paciencia hasta que pasó el último de los verbeeg. Luego, salió de su escondite, clavó la daga en la parte posterior de la rodilla del último gigante y se ocultó en la columna opuesta. El gigante herido empezó a aullar presa de dolor, pero, cuando él y sus compañeros se volvieron para ver, el drow había desaparecido.
Wulfgar rodeó una esquina del túnel y se pegó a la pared, adivinando con facilidad qué los había detenido. El grupo había regresado al ver que había otro intruso cerca de la entrada.
Un gigante se deslizó por debajo del dintel y permaneció con los pies firmemente afianzados en el suelo y la porra lista, desviando la vista de puerta en puerta para intentar averiguar qué ruta habría seguido el asaltante. Por detrás de él, Drizzt extrajo un diminuto cuchillo de una de las botas al tiempo que se preguntaba cómo podían ser tan estúpidos los gigantes como para caer en dos trampas iguales en un intervalo de diez segundos. Sin embargo, como no estaba dispuesto a discutir su buena suerte, el elfo se acercó a su próxima víctima y, antes de que los compañeros que todavía permanecían en el túnel pudiesen advertirlo, clavó uno de los cuchillos en profundidad en el muslo y, con un movimiento brusco, se lo desgarró. El gigante se echó a un lado y Drizzt se quedó embobado pensando qué blanco tan maravilloso ofrecían las venas del cuello de un verbeeg cuando el monstruo tenía el cuerpo contraído por el dolor.
Sin embargo, el drow no tuvo tiempo de detenerse a saborear su buena suerte en la batalla, ya que el resto de la cuadrilla, cinco gigantes furiosos, habían apartado a su compañero herido en el túnel y estaban a pocos pasos tras él. Clavó con rapidez la daga en el cuello del verbeeg y se precipitó hacia la puerta que conducía al interior de la guarida. Lo habría conseguido si el primer gigante del grupo que lo perseguía no hubiera llevado una piedra. Como norma, los verbeegs son muy aficionados al tiro de piedra y éste era uno de los mejores tiradores. La cabeza desprotegida del drow era su blanco y lanzó el tiro con precisión.
El tiro de Wulfgar también dio en el blanco. Aegis-fang se incrustó en la espalda del último gigante que pasaba junto al compañero herido en el túnel, quien en aquel momento estaba intentando sacarse la daga de Drizzt de la rodilla y que observó con incredulidad, primero el cuerpo muerto de su compañero y, luego, al bárbaro que había lanzado el tiro con mortal precisión.
Drizzt alcanzó a ver cómo se acercaba la piedra por el rabillo del ojo y, aunque se las arregló para que el proyectil no le aplastara la cabeza, recibió el golpe en el hombro y cayó rodando al suelo. El mundo pareció explotar a su alrededor como si él constituyera su eje. Luchó por reorientarse de nuevo, ya que en un rincón de la conciencia comprendía que el gigante se acercaba para matarlo, pero todo parecía borroso. Luego, algo que había junto a él atrajo su atención. Fijó los ojos en ello, para intentar tener algún punto central y detener el mundo que daba vueltas a su alrededor.
Un dedo de verbeeg.
Recuperó de golpe la orientación y, con gran rapidez, echó mano a su arma.
Comprendió que era demasiado tarde cuando vio al gigante con la porra alzada, como una torre frente a él.
El gigante herido se puso de pie en mitad del túnel para esperar el ataque del bárbaro. La pierna le había quedado entumecida y no podía afianzar los pies en el suelo, así que Wulfgar, con Aegis-fang firmemente sujeta, lo apartó con un golpe y se introdujo en la estancia, donde lo estaban esperando dos gigantes más.
Guenhwyvar se enredó entre las piernas de un gigante y cruzó la estancia con toda la agilidad de sus flexibles músculos. Justo en el momento en que el verbeeg que se alzaba frente a Drizzt dejaba caer la porra sobre él, el drow vio que una gran sombra negra cruzaba por delante de su rostro. Luego, vislumbró un enorme rasguño en la mejilla del gigante y comprendió lo que había ocurrido al oír que Guenhwyvar se subía a la mesa y de un salto atravesaba la habitación. Aunque un segundo gigante se había unido al primero y alzaba también su porra para atacar, Drizzt había conseguido el tiempo que necesitaba. Con un ágil ademán, extrajo una de las cimitarras de la funda y la lanzó a la ingle del primer gigante. El monstruo se dobló por el dolor y, al hacerlo, protegió a Drizzt del golpe del segundo gigante, que fue a dar en la nuca del primero. El drow murmuró un «gracias» mientras salía de debajo del cuerpo, se ponía en pie y volvía a atacar, pero esta vez con el arma firmemente sujeta.
Un momento de vacilación costó la vida al otro gigante, porque, mientras el sorprendido verbeeg miraba embobado su porra salpicada con los sesos de su amigo, la hoja curva del arma del drow se clavó en su pecho y, tras desgarrarle los pulmones, le alcanzó el corazón.
El tiempo pareció casi detenerse para el gigante herido mortalmente. La porra que había dejado caer pareció tardar horas en llegar al suelo. Con el movimiento apenas perceptible de un árbol que cae, el verbeeg se apartó de la cimitarra. Sabía que estaba cayendo, pero el suelo no parecía llegar nunca a recibirlo. Nunca…
Wulfgar deseó haber herido lo suficiente al gigante del túnel para mantenerlo apartado durante un rato… ya que, si aparecía a sus espaldas, quedaría indefenso. Ya tenía suficientes problemas con los dos gigantes con quienes se enfrentaba en aquel momento. Sin embargo, no tenía que preocuparse por su retaguardia, pues el gigante herido se había golpeado con la pared del túnel y permanecía inconsciente. Además, en el extremo opuesto, Drizzt acababa de rematar a otro par de gigantes. Wulfgar se echó a reír al ver cómo su amigo limpiaba la sangre de la cimitarra y empezaba a andar por la habitación. Uno de los verbeegs divisó también al elfo oscuro y, tras apartarse del bárbaro, pasó a enfrentarse con ese nuevo enemigo.
—¡Ah, canalla! ¿Crees que puedes luchar conmigo y seguir con vida para contarlo? —aulló el monstruo.
Fingiendo gran desesperación, Drizzt echó un vistazo a su alrededor y, como de costumbre, halló un modo fácil de ganar aquella batalla. Guenhwyvar se había deslizado por detrás de los cuerpos de los gigantes intentando conseguir una posición favorable, así que Drizzt dio un paso al frente e incitó al monstruo para que se pusiera enfrente del felino.
La porra del gigante golpeó contra las costillas de Wulfgar y lo lanzó contra los pilares de madera del túnel, pero, como el bárbaro estaba hecho de un material más fuerte que la madera, soportó el porrazo con gran estoicismo y lo devolvió con ayuda de Aegis-fang. El verbeeg volvió a dar en el blanco y, una vez más, Wulfgar lo resistió sin protestar. El bárbaro había estado luchando sin descanso durante más de diez minutos, pero la adrenalina fluía por sus venas y apenas sentía cansancio. Empezaba a valorar las largas horas de trabajo con Bruenor en las minas y los kilómetros que Drizzt le había hecho correr durante su aprendizaje, a medida que incrementaba sus golpes sobre su fatigado oponente.
El gigante avanzó hacia Drizzt.
—¡Tiembla rata miserable! —gruñó—. ¡Y nada de trucos! ¡Queremos ver cómo te desenvuelves en una lucha justa!
En el preciso momento en el que los dos se encontraban frente a frente, Guenhwyvar recorrió los metros que lo separaban del gigante y lo mordió con todas sus fuerzas en la parte posterior del tobillo. Instintivamente, el verbeeg miró de reojo a quien lo atacaba por la espalda, pero se recuperó enseguida y volvió a clavar la vista en el elfo…
…a tiempo para ver cómo la cimitarra se introducía en su pecho.
Drizzt respondió a la expresión confusa que observó en el rostro del gigante con una pregunta.
—¿Por qué demonios creíste que iba a luchar limpiamente?
El verbeeg se echó hacia atrás. La hoja no le había llegado al corazón, pero sabía que la herida sería mortal si no se la curaban. La sangre fluía a raudales por encima de la túnica de piel y tenía grandes dificultades para respirar. Mientras, Drizzt alternaba sus ataques con Guenhwyvar, golpeando y esquivando a su contrincante mientras su compañero se encargaba de acosar al monstruo por la retaguardia. Sabían, al igual que el gigante, que la lucha iba a ser breve.
El gigante que combatía con Wulfgar no podía mantener una postura defensiva con su pesada porra. El bárbaro, que empezaba asimismo a fatigarse, entonó una antigua canción de guerra de la tundra, la canción de Tempos, que pareció infundirle nuevas energías. Esperó a que la porra del verbeeg cayera hacia abajo y, luego, lanzó una, dos y tres veces a Aegis-fang. Al tercer golpe, se sentía por completo agotado, pero el gigante yacía desplomado en el suelo. Se apoyó en su arma mientras observaba cómo sus compañeros despedazaban al verbeeg.
—¡Bien hecho! —exclamó al ver caer al último gigante.
Drizzt se acercó a él con el brazo izquierdo inmóvil. Llevaba rota la chaqueta y la camisa en el lugar donde lo había golpeado la piedra y el trozo de brazo que quedaba a la vista estaba hinchado y amoratado.
Wulfgar examinó la herida con preocupación genuina, pero Drizzt respondió a su pregunta tácita alzando el brazo herido por encima de la cabeza, aunque al hacerlo se dibujó en su rostro una mueca de dolor
—Pronto sanará —le aseguró Wulfgar—. Es sólo una fea hinchazón, pero creo que salimos ganando si la comparamos con los cuerpos sin vida de trece verbeegs.
Hasta sus oídos llegó un gemido procedente del túnel.
—Por ahora, sólo doce —lo corrigió Wulfgar—. Por lo que se ve, hay uno que todavía respira.
Con un profundo suspiro, el bárbaro alzó Aegis-fang y se dispuso a finalizar la tarea.
—Espera un momento —lo interrumpió Drizzt, porque un pensamiento acababa de acudirle a la mente—. Cuando los gigantes te atacaron en el túnel, gritaste algo en tu lengua materna, ¿verdad? ¿Qué dijiste?
Wulfgar se echó a reír con ganas.
—Es un viejo grito de batalla de la tribu del Elk —le explicó—. ¡Fuerza para mis amigos y muerte para mis enemigos!
Drizzt se quedó mirando al bárbaro con ojos recelosos y se preguntó si la habilidad de Wulfgar de fabricar mentiras según las necesidades sería muy profunda.
El verbeeg herido permanecía todavía recostado contra la pared del túnel cuando llegaron los dos amigos y Guenhwyvar. La daga del drow seguía profundamente clavada en la rodilla del gigante porque la hoja había quedado trabada entre dos huesos. El gigante los observó con ojos inyectados en sangre, aunque con cierta calma.
—¡Pagarás por todo esto! —le espetó a Drizzt—. Biggrin se divertirá contigo antes de liquidarte, te lo aseguro.
—Así que tiene lengua… —dijo Drizzt a Wulfgar, y luego, dirigiéndose al gigante, añadió—: ¿Biggrin?
—El Señor de la cueva —respondió el gigante—. Estará deseando conocerte.
—Igual que nosotros deseamos conocerlo a él —intervino Wulfgar—. Tenemos una pequeña deuda que saldar con respecto a un par de enanos.
En cuanto el gigante escuchó la palabra enanos, se echó a reír, pero Drizzt se apresuró a colocarle la cimitarra a un centímetro del cuello.
—¡Mátame y acaba de una vez! —bromeó el monstruo, sin temor alguno y con una calma que enfurecía a Drizzt—. Sirvo a mi dueño —recitó con gran solemnidad—. Es un honor morir por Akar Kessell.
Wulfgar y Drizzt intercambiaron una mirada de confusión. Nunca habían visto semejante dedicación fanática en un verbeeg y se sentían incómodos. El principal error de los verbeegs que siempre les había impedido dominar a las demás razas inferiores era su total incapacidad para someterse de todo corazón a una causa o para seguir las órdenes de un jefe.
—¿Quién es Akar Kessell? —preguntó Wulfgar.
El gigante volvió a reír de forma diabólica.
—Si sois amigos de las ciudades, pronto lo sabréis.
—Pensé que habías dicho que Biggrin era el jefe de la cueva —intervino Drizzt.
—Sí, la cueva —respondió el gigante—. Y en un tiempo lo fue de toda la tribu, pero ahora sigue a nuestro dueño.
—Tenemos problemas —susurró Drizzt a Wulfgar—. ¿Has oído hablar alguna vez de un jefe verbeeg que se someta al dominio de otro sin una lucha previa?
—Temo por los enanos —contestó Wulfgar.
El elfo se volvió hacia el gigante y decidió cambiar el tema de conversación para ver si podía sacarle alguna información más concreta de lo que ocurría.
—¿Qué hay al final de este túnel?
—Nada. —Había respondido con demasiada rapidez—. Tan sólo nuestro dormitorio.
«Leal pero estúpido», pensó Drizzt mientras se volvía de nuevo hacia Wulfgar.
—Tenemos que sacar a Biggrin de esta cueva y a cualquier otro que pueda advertir a Akar Kessell.
—¿Qué hacemos con éste?
Pero el gigante respondió por Drizzt. Su gran ilusión de alcanzar la gloria de morir al servicio del brujo lo impulsó a tensar los músculos, sin hacer caso del dolor de la pierna, y embestir contra sus enemigos.
Aegis-fang golpeó con fuerza la clavícula y el cuello del gigante al mismo tiempo que la cimitarra de Drizzt se clavaba entre sus costillas y Guenhwyvar lo mordía en la tripa.
Pero la máscara de muerte del verbeeg fue una sonrisa.
El corredor que empezaba detrás de la puerta del comedor no estaba iluminado y los compañeros tuvieron que coger una antorcha de otro pasillo para poder avanzar. Mientras se abrían paso por el largo túnel, adentrándose cada vez más en la colina, pasaron por delante de multitud de habitaciones, la mayoría vacías, aunque en algunas divisaron diversos objetos amontonados a modo de almacén: provisiones, pieles, porras, lanzas y demás. Drizzt supuso que Akar Kessell planeaba utilizar esta cueva como base para su ejército.
La oscuridad era total a una cierta distancia y Wulfgar, que no poseía la agudeza visual de su compañero élfico, se iba poniendo más y más nervioso a medida que se extinguía la antorcha. Sin embargo, al cabo de poco rato llegaron a una estancia más amplia, la más grande de todas las que habían visto hasta ahora, y vieron que, a partir de allí, el túnel salía a la superficie exterior.
—Hemos llegado a la puerta principal —exclamó Wulfgar—. Y está entreabierta. ¿Crees que Biggrin habrá huido?
—¡Sssh! —susurró Drizzt. Le había parecido oír algo en la oscuridad del extremo más alejado. Dejó que Wulfgar se colocara en el centro de la habitación con la antorcha mientras él se perdía en las sombras.
Se detuvo de pronto al oír voces de gigantes por delante de él, aunque no comprendía cómo no lograba ver ni siquiera su silueta. Al llegar a la chimenea, comprendió el porqué: las voces salían de allí dentro.
—¿Biggrin? —le preguntó Wulfgar cuando volvió.
—Tiene que ser él —razonó—. ¿Crees que podrías introducirte en la chimenea?
El bárbaro asintió. Primero, alzó a Drizzt, cuyo brazo izquierdo le era todavía de escasa ayuda, y luego se introdujo él, dejando como vigilante a Guenhwyvar.
La chimenea subía durante unos metros y, después, llegaba a un cruce. Un brazo volvía a descender hacia la habitación de donde provenían las voces y otro se estrechaba y continuaba subiendo hasta la superficie. La conversación era ahora a voz en grito y muy acalorada. Drizzt descendió un poco para investigar, mientras Wulfgar lo mantenía sujeto por los pies para ayudarlo en el trecho final, ya que el hueco quedaba casi vertical. Drizzt miró de reojo la estancia desde el hueco de la chimenea. En ella divisó a tres gigantes: uno situado junto a una puerta, en el extremo más alejado de la habitación, que parecía estar ansioso por marcharse, y otro de espaldas a la chimenea, que estaba siendo regañado por un tercero, un gigante de escarcha extremadamente grande. Supo al instante, por su sonrisa torcida y sin labios, que se encontraba ante Biggrin.
—¡Para decírselo a Biggrin! —se quejó el gigante más pequeño.
—Huiste de la batalla —gruñó Biggrin—. ¡Dejaste que murieran tus amigos!
—¡No…! —protestó el gigante, pero su jefe había oído ya bastante. Con un ágil movimiento de hacha, le cortó el cuello.
Los hombres encontraron a Guenhwyvar obedientemente de guardia cuando volvieron por la chimenea. El gran felino dio media vuelta y soltó un gruñido al reconocer a sus compañeros, pero Wulfgar, que todavía no sabía distinguir qué gruñidos eran amistosos, dio un paso atrás por precaución.
—Más abajo tiene que haber un túnel lateral del corredor principal —reflexionó Drizzt, que no tenía tiempo de divertirse con el nerviosismo de su amigo.
—Vayamos a ver.
Encontraron el pasadizo tal como había predicho el drow y pronto llegaron a una puerta que, según sus cálculos, correspondía a la estancia donde se encontraban los últimos gigantes. Se dieron unos golpecitos en el hombro para infundirse ánimos y, aunque Drizzt acarició a Guenhwyvar, Wulfgar declinó la invitación a hacer lo mismo. A continuación, irrumpieron en la sala.
La habitación estaba vacía. Una puerta, que había permanecido invisible a Drizzt desde su posición en la chimenea, estaba entreabierta.
Biggrin envió a su único soldado por una puerta lateral secreta con un mensaje para Akar Kessell. El gran gigante había caído en desgracia y sabía que el brujo no aceptaría con facilidad la pérdida de unas tropas tan valiosas. La única oportunidad de Biggrin era encargarse de los dos guerreros intrusos y esperar que sus cabezas aplacaran la furia de su poderoso jefe. El gigante apoyó una oreja en la puerta y esperó a que sus víctimas entraran en la habitación contigua.
Wulfgar y Drizzt atravesaron la segunda puerta y se encontraron en una estancia muy lujosa, con el suelo adornado con pieles y mullidos almohadones. Había dos puertas más en la habitación; una, ligeramente entreabierta, conducía a un oscuro pasadizo, y la otra estaba cerrada.
De pronto, Wulfgar detuvo a Drizzt con un ademán y le indicó que se estuviera quieto. La intangible calidad de un verdadero guerrero, ese sexto sentido que le permite percibir un peligro oculto, había entrado en acción. Con gran lentitud, el bárbaro se volvió hacia la puerta cerrada y alzó a Aegis-fang por encima de la cabeza. Se detuvo un instante y aguzó el oído a la espera de percibir algún sonido que confirmara sus sospechas. El silencio era absoluto, pero Wulfgar confiaba en su instinto. Se encomendó a Tempos y lanzó el martillo, que, con un tremendo estruendo, golpeó en la puerta y la derrumbó… junto con Biggrin.
Drizzt vio que detrás de la puerta secreta había un pasadizo y comprendió que el último gigante debía de haber huido por ahí, así que, con toda rapidez, puso en marcha a Guenhwyvar. La pantera entendió al instante el mensaje y, tras apartar el cuerpo de Biggrin de un zarpazo, se perdió en la oscuridad en pos del verbeeg fugitivo.
La sangre fluía a raudales por un lado de la cabeza del gigante, pero el duro cráneo había conseguido resistir el golpe. Drizzt y Wulfgar observaron incrédulos cómo el enorme gigante de escarcha sacudía la cabeza y se incorporaba para enfrentarse a ellos.
—No es posible que pueda hacerlo —protestó Wulfgar.
—Ese gigante es muy tozudo —dijo el elfo con un encogimiento de hombros.
El bárbaro esperó a que Aegis-fang retornara a su mano y luego se encaró a Biggrin junto con el drow.
El gigante permanecía en el umbral de la puerta para impedir que ninguno de sus enemigos la franqueara, pero Drizzt y Wulfgar avanzaban confiados. Los tres intercambiaron miradas de odio mientras se estudiaban.
—Tú debes de ser Biggrin —dijo Drizzt, con una ligera reverencia.
—Así es —proclamó el gigante—. ¡Biggrin! El último enemigo que verán tus ojos.
—Tan confiado como tozudo —intervino Wulfgar.
—Pequeño humano —replicó el gigante—. ¡He derribado a un montón de los tuyos!
—Motivo de más para matarte —sentenció Drizzt con calma.
Con una velocidad y ferocidad que sorprendió a sus dos adversarios, Biggrin hizo un amplio barrido frontal con su enorme hacha. Wulfgar se echó hacia atrás para salir de su trayectoria y Drizzt se las arregló para agacharse, pero el drow tragó saliva al ver que la hoja del hacha arrancaba un pedazo de piedra de gran tamaño del muro.
En cuanto el hacha hubo pasado por delante de él, Wulfgar contraatacó y golpeó a Biggrin en el pecho con Aegis-fang. El gigante frunció el entrecejo pero resistió el dolor.
—¡Tendrás que darme golpes más fuertes que ése, hombre miserable! —gritó mientras volvía a hacer un barrido a la inversa por la parte plana del hacha.
De nuevo, Drizzt consiguió agacharse a tiempo, pero Wulfgar, cansado como estaba, no consiguió apartarse con la suficiente rapidez y, aunque consiguió alzar a Aegis-fang, la terrible fuerza del arma de Biggrin lo lanzó contra el muro, y cayó al suelo.
Drizzt comprendió al instante que tenían problemas. Su brazo izquierdo estaba inutilizado, sus reflejos se habían hecho más lentos por el cansancio, y este gigante era demasiado poderoso para que él pudiese esquivar sus golpes. Mientras el monstruo se recuperaba para un próximo ataque, logró desenfundar una de las cimitarras y luego echó a correr hacia el pasadizo principal.
—¡Corre, perro negro! —aulló el gigante—. Iré tras de ti y te tumbaré. —Echó a correr tras él, olfateando ya la matanza.
El drow enfundó la cimitarra al llegar al pasadizo principal y observó a su alrededor en busca de algún lugar donde tender una emboscada a su adversario. No vio nada convincente, así que se colocó a medio camino de la salida y esperó.
—¿Dónde te ocultas? —se burló Biggrin mientras introducía su enorme cuerpo en el corredor. Protegido por las sombras, el drow lanzó sus dos cuchillos, pero, aunque los dos dieron en el blanco, Biggrin apenas aminoró el paso.
Drizzt salió al exterior. Sabía que, si Biggrin decidía no seguirlo, tendría que regresar a la cueva, ya que no podía condenar a muerte a Wulfgar. Los primeros rayos del alba se destacaban en las montañas y el elfo observó preocupado aquella luz que podía impedir el éxito de la emboscada. Tras trepar a uno de los diminutos árboles que había a la salida, extrajo su daga.
Biggrin salió corriendo a la luz del sol y observó a su alrededor en busca del drow fugitivo.
—¡Vamos, perro miserable! ¡No puedes huir a ninguna parte!
De pronto, Drizzt estaba encima del monstruo, intentando herirlo en el rostro y el cuello con la daga. El gigante lanzó un aullido de rabia y, echando el cuerpo hacia adelante con brusquedad, lanzó a Drizzt, que no había conseguido afianzarse bien por culpa del brazo, de regreso al túnel. El drow fue a caer como un fardo sobre el hombro herido y, por un momento, pensó que moriría de dolor. Rodó por el suelo y se retorció, intentando ponerse en pie, pero fue a chocar contra una gruesa bota. Sabía que Biggrin no podía haberlo alcanzado con tanta rapidez, así que se dio media vuelta con cautela preguntándose de dónde habría salido ese nuevo gigante.
Pero su mirada cambió por completo al ver a Wulfgar encima de él, con Aegis-fang firmemente sujeto y una mueca severa en su rostro. El bárbaro no quitaba los ojos del gigante, que en aquel momento entraba en la cueva.
—Es mío —dijo secamente.
Biggrin tenía muy mal aspecto. El lado de la cabeza donde lo había golpeado el martillo estaba manchado de sangre oscura y seca mientras que del otro, y de numerosos cortes en el rostro y el cuello, manaba sangre fresca. Los dos cuchillos que había lanzado Drizzt permanecían clavados en su pecho como mortales medallas de honor.
—¿Quieres intentarlo de nuevo? —lo desafió Wulfgar mientras lanzaba de nuevo a Aegis-fang.
Como toda respuesta, Biggrin echó hacia adelante el pecho en un gesto de reto para detener el golpe.
—Puedo soportar todo lo que tú tienes para darme.
Aegis-fang dio en el blanco y Biggrin se echó hacia atrás. Aunque el martillo debía de haberle roto un par de costillas como mínimo, el gigante podía soportar mucho más.
Sin embargo, de una forma más mortífera y sin que Biggrin lo supiera, el golpe de Aegis-fang había hundido uno de los cuchillos de Drizzt hasta alcanzar casi el corazón.
—Puedo correr —susurró Drizzt a Wulfgar cuando vio que el gigante avanzaba de nuevo.
—Yo me quedo —declaró el bárbaro sin el más ligero asomo de temor en la voz.
Drizzt extrajo su cimitarra.
—Bien dicho, valiente. ¡Tumbemos de una vez a esta maldita bestia… o se nos enfriará la comida!
—¡Será más difícil de lo que pensáis! —replicó Biggrin. De pronto, sintió un ligero pinchazo en el pecho, pero soltó un gruñido para no hacer caso del dolor—. Me habéis atacado con todos vuestros trucos y todavía sigo en pie. ¡No tenéis posibilidad alguna de ganar!
Tanto Drizzt como Wulfgar comprendían que había más de cierto en las amenazas del gigante de lo que estaban dispuestos a admitir. Ambos estaban ya en las últimas, heridos y agotados, aunque determinados a quedarse y acabar la tarea.
Pero la completa seguridad con que el gran gigante se iba acercando era en verdad inquietante.
Biggrin comprendió que algo funcionaba terriblemente mal al llegar a pocos pasos de los dos compañeros y éstos también se dieron cuenta, ya que de improviso el gigante aminoró visiblemente el paso.
El gigante los observó con ojos inyectados en sangre como si lo hubieran defraudado.
—¡Perros! —gruñó al tiempo que escupía un hilo de sangre—. Qué truco…
Biggrin cayó muerto sin acabar la frase…
—¿Hemos de perseguir a la pantera? —inquirió Wulfgar de regreso a la puerta secreta.
Drizzt estaba fabricando una antorcha con varios trapos que había encontrado.
—Ten fe en la sombra —respondió—. Guenhwyvar no dejará que el verbeeg se escape y, además, nos espera una cena opípara de regreso a la cueva.
—Ve tú. Yo esperaré a que regrese el felino.
Drizzt le dio unos ligeros golpecitos en el hombro antes de partir. Durante el poco tiempo que habían permanecido juntos habían compartido multitud de experiencias, y Drizzt sospechaba que la emoción no había hecho más que empezar. El drow entonó una canción festiva mientras se introducía en el corredor principal, pero sólo para despistar a Wulfgar, ya que su siguiente tarea no iba a ser todavía la cena. El gigante con el que habían hablado antes había contestado con evasivas cuando le preguntaron sobre lo que había detrás del túnel que había empezado a explorar. Y, con todo lo demás que habían encontrado, Drizzt estaba convencido de que eso sólo podía significar una cosa: tesoros.
La enorme pantera se deslizaba por entre las piedras despedazadas ganando poco a poco terreno al gigante. Pronto, alcanzó a oír la dificultosa respiración del verbeeg a medida que la criatura luchaba en cada trecho complicado y cada subida. El gigante se dirigía a Daledrop y a la tundra que se abría más allá, pero tan apresurada era su huida que no trató de evitar el paso por la cumbre de Kelvin yendo por el terreno llano del valle, sino que escogió una ruta más recta, pensando que sería un camino más rápido y seguro.
Guenhwyvar conocía esta zona montañosa tan bien como su dueño y sabía dónde tenían sus guaridas todas las criaturas que vivían en la montaña, así que pronto comprendió dónde pretendía ir el gigante. Como un perro de caza, la pantera recorrió la distancia que la separaba del gigante y lo hostigó por detrás en dirección a un profundo estanque de montaña. El aterrorizado verbeeg, convencido de llevar detrás aquel mortífero martillo o la afilada cimitarra, no se atrevió a detenerse y enfrentarse a la pantera, así que tomó a ciegas el camino que Guenhwyvar había elegido.
Poco rato después, Guenhwyvar se separó del gigante y echó a correr hacia adelante. Al llegar al borde del agua helada, ladeó la cabeza y concentró sus aguzados sentidos a la espera de encontrar algo que la ayudase a completar la tarea. De pronto, percibió un ligero movimiento bajo la primera luz del día en el agua y detectó la alargada silueta que permanecía mortalmente inmóvil. Satisfecha tras haber preparado la trampa, se ocultó cerca de allí para esperar.
El gigante llegó al estanque fatigado y respirando con dificultad. A pesar del terror que sentía, se apoyó en una roca para recobrar el aliento. Por el momento, las cosas parecían tranquilas. En cuanto consiguió recuperar un tanto el aliento, observó con rapidez a su alrededor para ver si lo perseguían y luego continuó avanzando.
Había un único camino para atravesar el estanque, un tronco caído justo en el centro, mientras que los otros caminos posibles, aunque no se introducían en aguas profundas, pasaban por empinadas cascadas y resbaladizas piedras, lo cual podía obstaculizar mucho la marcha.
El verbeeg probó el tronco y, como parecía sólido, echó a andar. El felino, en tanto, esperó a que el gigante llegara al centro del estanque. Luego, salió corriendo de su escondite y se precipitó de un salto sobre el gigante. Fue a caer como un fardo sobre el sorprendido monstruo, y le clavó las garras sobre el pecho para darse impulso y poder emprender el regreso a la seguridad de la orilla. Aunque fue a caer en el agua helada, se las arregló para salir rápidamente de aquel lugar peligroso, pero el gigante, tras agitar de forma frenética los brazos, intentando mantener el precario equilibrio, cayó cuan largo era en el estanque. El agua se alzó a su alrededor como si quisiera engullirlo y, desesperado, intentó alcanzar un tronco que flotaba cerca de allí: la silueta que había localizado antes Guenhwyvar.
Pero, en el preciso momento en que el verbeeg dejaba caer las manos sobre él, la forma que había creído un tronco se puso de improviso en movimiento cuando la serpiente de agua de quince metros se lanzó sobre su presa a gran velocidad. Los ágiles anillos pronto sujetaron los brazos del gigante y empezaron su estrujón sin piedad.
Guenhwyvar se sacudió el agua helada de su piel oscura y brillante y observó de reojo el estanque. Al ver que otro anillo de la monstruosa serpiente se enroscaba alrededor del cuello del gigante y sumergía a la desesperada víctima bajo la superficie del agua, la pantera sonrió satisfecha por haber cumplido la misión y, con un prolongado y profundo gruñido de triunfo, dio media vuelta para emprender el regreso a la guarida.