Venganza
Los enanos continuaban avanzando incansablemente. Habían venido preparados para la guerra, algunos de ellos cargados con pesadas bolsas y otros inclinados bajo el peso de largos palos de madera.
La sugerencia del drow sobre la dirección de donde provendrían los refuerzos parecía la única posibilidad y Bruenor sabía exactamente dónde esperarlos. Había un solo paso por el que se podía acceder con facilidad al valle rocoso: Daledrop, adentrado ya en la tundra pero por debajo de las laderas meridionales.
Aunque habían avanzado sin descanso durante la mitad de la noche y la mayor parte de la mañana, los enanos se pusieron al instante a trabajar. No tenían ni idea de cuándo pensaban llegar los gigantes, aunque suponían que no lo harían con la luz del día, y querían asegurarse de tenerlo todo listo cuando llegaran. Bruenor estaba determinado a acabar con esta parte de la guerra con rapidez y con las menores pérdidas posibles. Había colocado vigías en los puntos más elevados de las montañas y en varios lugares más de la llanura y, bajo su dirección, el resto del clan se dedicaba a preparar las cosas para una emboscada. Un grupo se dispuso a excavar una trinchera mientras otros formaban dos ballestas con los palos de madera. Los especialistas en los tiros con ballesta estudiaron el lugar para preparar los puntos desde donde lanzar el asalto.
En poco rato, todo estaba ya listo, pero los enanos todavía no se detuvieron a descansar, sino que continuaron examinando palmo a palmo la zona en busca de las posibles ventajas que pudieran colocarlos en situación favorable sobre los verbeegs.
Al atardecer, cuando el sol empezaba ya a ocultarse por detrás del horizonte, uno de los vigías de la montaña anunció que había visto una columna de polvo que avanzaba por el este. Poco después, otro vigía colocado en la llanura vino a informarles que una tropa de veinte verbeegs, unos cuantos ogros y al menos una docena de orcos se dirigía a toda prisa hacia Daledrop.
Bruenor colocó a los especialistas en tiros con ballesta en los puntos precisos y los hombres que debían realizar la tarea inspeccionaron el camuflaje de los aparatos y añadieron detalles perfeccionistas. Luego, los guerreros más fuertes del clan, acompañados por el propio Bruenor, se colocaron en pequeños agujeros que habían excavado a lo largo del paso estrecho de Daledrop y volvieron a taparlos con ramas y pedazos de hierba.
Estaban listos para realizar el primer ataque.
Drizzt y Wulfgar se habían ubicado entre los arbustos de la cumbre de Kelvin, por encima de la guarida de los gigantes, y habían descansado por turnos a lo largo del día. La única preocupación del drow por Bruenor y su clan era que varios gigantes salieran de la cueva para recibir a los refuerzos y arruinaran la ventaja del ataque por sorpresa de los enanos.
Después de varias horas de calma, la preocupación de Drizzt demostró ser fundada. El drow estaba descansando a la sombra de unas rocas mientras Wulfgar montaba guardia sobre la guarida. El bárbaro apenas podía ver las puertas de madera ocultas tras los arbustos, pero oyó con toda claridad el chillido de un gozne cuando una de ellas se abrió. Antes de ir a despertar al drow, esperó unos minutos para asegurarse de que en realidad estaban saliendo gigantes de la guarida.
De pronto, oyó que varios verbeegs estaban hablando tras la oscuridad de la puerta abierta y, al instante, media docena de ellos apareció a la luz del sol. Se volvió para avisar a Drizzt, pero se encontró con que el drow, siempre alerta, estaba ya de pie junto a él, examinando de soslayo a los gigantes a la brillante luz.
—No sé qué piensan hacer —le confesó Wulfgar a Drizzt.
—Buscan a sus compañeros perdidos —replicó Drizzt. Con su oído, más aguzado que el de su amigo, había podido escuchar trozos de conversación antes de que emergieran los gigantes. Aquellos verbeegs habían recibido instrucciones muy concretas de actuar con la máxima precaución, pero habían salido a buscar a la patrulla perdida o, al menos, a averiguar adónde se habían dirigido. Se esperaba que volvieran aquella misma noche, con los demás o sin ellos.
—Debemos avisar a Bruenor —sugirió Wulfgar.
—El grupo encontrará sus compañeros muertos y dará la voz de alerta antes de que podamos regresar —replicó Drizzt—. Además, creo que Bruenor tiene ya suficientes gigantes en los que ocuparse.
—Entonces, ¿qué hacemos? Seguro que será más difícil derrotar a todos los gigantes de la guarida si les dan la voz de alerta. —El bárbaro advirtió que aquel brillo especial aparecía de nuevo en los ojos del drow.
—Los demás no se enterarán de nada si esa patrulla no regresa nunca —murmuró Drizzt con indiferencia, como si la tarea de detener a seis guerreros verbeegs fuera un obstáculo menor. Wulfgar lo observaba incrédulo, aunque ya había adivinado lo que Drizzt tenía en mente.
El drow percibió la aprensión de Wulfgar y esbozó una ancha sonrisa.
—Vamos, muchacho —le ordenó, llamándolo así adrede para inflamar el orgullo del bárbaro—. Te has estado preparando durante semanas para una oportunidad como ésta. —Dio un pequeño salto por encima de una hendidura en la roca y se volvió hacia Wulfgar, con los ojos reluciendo de un modo salvaje por el reflejo de la luz del crepúsculo.
—Vamos —repitió el drow, haciendo un gesto con la mano—. ¡Son sólo seis!
Wulfgar sacudió la cabeza resignado y asintió. Durante las semanas de entrenamiento, había llegado a conocer a Drizzt como un espadachín de precisión mortífera y controlada que medía cada finta y cada golpe con calmosa exactitud, pero en estos últimos dos días Wulfgar se había encontrado con el lado osado, e incluso temerario, del drow. La inquebrantable confianza de Drizzt era lo único que convencía a Wulfgar de que el elfo no era un suicida y lo impulsaba a seguirlo en contra de su sentido común. Se preguntó si existiría un límite en su confianza en el drow.
Sabía, ya entonces, que algún día Drizzt lo conduciría a una situación de la que no tendría escapatoria.
La patrulla de gigantes viajó en dirección sur durante un corto rato, seguidos en secreto por Drizzt y Wulfgar. Los verbeegs no encontraron de inmediato el rastro de los gigantes perdidos y temieron estar acercándose demasiado a las minas de los enanos, así que giraron en ángulo recto hacia el noroeste, en dirección a la losa de piedra donde había tenido lugar la batalla.
—Pronto tendremos que atacar —le dijo Drizzt a su compañero—. Acerquémonos a nuestras víctimas.
Wulfgar asintió. Poco después, llegaron a una zona cubierta de piedras rotas en las que el estrecho sendero viraba de pronto. El camino ascendía ligeramente y los dos compañeros adivinaron que el sendero por el que iban se dirigía hacia la cima de un pequeño barranco. La luz del sol había desaparecido y las sombras podían proporcionarles cierta protección. Drizzt y Wulfgar intercambiaron una mirada. Había llegado el momento de entrar en acción.
Drizzt, que hasta ahora era el estratega más experimentado de los dos, reflexionó a toda prisa sobre cuál era el modo de ataque que mayores oportunidades de éxito les brindaba. Le indicó con un gesto a Wulfgar que se detuviera.
—Tenemos que dar el golpe y desaparecer —susurró—. Luego, volver a atacar.
—No será tarea fácil contra un contrincante avisado —objetó Wulfgar.
—Tengo algo que tal vez pueda ayudarnos.
El drow se bajó la bolsa de la espalda, extrajo la diminuta figura e invocó a su sombra. Cuando el enorme felino apareció de improviso, el bárbaro soltó un grito de horror y se echó hacia atrás.
—¿Qué demonios has conjurado? —gritó lo más fuerte que se atrevió, con los nudillos blancos por la presión que estaba ejerciendo sobre Aegis-fang.
—Guenhwyvar no es un demonio —lo tranquilizó Drizzt—. Es un amigo y un valioso aliado. —El felino gruñó, como si comprendiera, y Wulfgar dio otro paso atrás.
—No es una bestia natural —protestó el bárbaro—. ¡No lucharé junto a un demonio invocado mediante brujería!
Los bárbaros del valle del Viento Helado no temían a ningún hombre ni bestia, pero la magia negra les era desconocida y su ignorancia los hacía vulnerables.
—Si los verbeegs se enteran de lo que le ocurrió a la patrulla, Bruenor y su clan correrán un grave peligro —aseguró Drizzt con gran seriedad—. El felino nos ayudará a detener a este grupo. ¿Permitirás que tus propios miedos nos impidan ayudar a rescatar a los enanos?
Wulfgar se mordió el labio y recuperó cierta compostura. Drizzt sabía cómo jugar con su orgullo, y su compromiso con los enanos lo impulsaba a dejar por un momento de lado su repulsa por la magia negra.
—Devuelve la bestia a su mundo, no necesitamos ayuda.
—Con la pantera nos aseguraremos de matarlos a todos. No voy a poner en peligro la vida de los enanos porque tú no estés de acuerdo. —Drizzt era consciente de que necesitaría muchas horas para que Wulfgar llegara a aceptar a Guenhwyvar como un aliado, si es que podía conseguirlo, pero por el momento lo único que necesitaba era la participación de Wulfgar en el ataque.
Los gigantes habían estado caminando durante varias horas y Drizzt pronto percibió que la formación empezaba a perder la compostura y que uno o dos monstruos se quedaban de vez en cuando rezagados de los demás. Las cosas estaban sucediendo tal y como él las había planeado.
El sendero dio un último viraje entre dos peñascos enormes; luego se amplió considerablemente y la pendiente se hizo más pronunciada en el trecho final antes de llegar a la cima del barranco. A continuación, el sendero giraba y continuaba por el borde, siguiendo la sólida pared de roca por un lado y la pendiente cubierta de piedras por el otro. Drizzt indicó a Wulfgar que se preparara e hizo entrar en acción al gran felino.
El grupo de refuerzos, compuesto por una veintena de verbeegs, tres ogros y una docena de orcos, avanzaba con lentitud y alcanzó Daledrop ya bien entrada la noche. Aunque había más monstruos de los que los enanos habían calculado en un principio, no les preocupaban los orcos y sabían cómo tratar con los ogros, así que la clave de la batalla la constituían los gigantes.
La larga espera no había conseguido apaciguar a los enanos. Ni un solo miembro del clan había dormido desde hacía casi un día, pero permanecían en tensión y enfurecidos por vengar la muerte de sus hermanos.
El primer verbeeg entró en la montaña sin incidentes, pero, cuando el último miembro del grupo invasor alcanzó los límites de la zona de emboscada, los enanos de Mithril Hall atacaron. El grupo de Bruenor fue el primero en atacar, emergiendo de los agujeros del suelo, a menudo junto a un gigante o un orco, abalanzándose sobre el objetivo más cercano que encontraban. Dirigían sus golpes con el fin de mutilar, utilizando el método básico de lucha contra gigantes: el lado afilado del hacha corta el tendón y los músculos del revés de la rodilla mientras la parte plana del martillo machaca la rodilla por delante.
Bruenor tumbó a un gigante de un solo golpe pero, cuando se volvía para huir, se encontró con la espada lista de un orco. Como no tenía tiempo para intercambiar golpes, Bruenor lanzó su arma por los aires al tiempo que gritaba:
—¡Cógela!
El orco siguió con ojos estúpidos el recorrido del hacha, momento que aprovechó el enano para derrotar a la criatura golpeándola en la cara con la cabeza protegida por el casco. Luego cogió el hacha al vuelo y se perdió en la noche, deteniéndose sólo un instante para darle un último golpe al orco de pasada.
Los monstruos habían sido pillados por total sorpresa y varios de ellos yacían en el suelo gimiendo. A continuación, pusieron en funcionamiento la ballesta y proyectiles afilados como lanzas empezaron a caer sobre las primeras filas y golpearon a los gigantes por todos lados. Los encargados de las ballestas salieron de sus escondites y lanzaron una descarga mortal; luego dejaron sus puestos y se desperdigaron por la montaña mientras el grupo de Bruenor, ahora en formación de «V», se lanzaba al ataque.
Los monstruos no tuvieron tiempo de reagruparse y, cuando por fin pudieron alzar sus armas para contraatacar, sus filas habían sido diezmadas.
La batalla de Daledrop finalizó al cabo de tres minutos.
Ningún enano recibió heridas de consideración y, de los monstruos invasores, únicamente quedó con vida el orco que Bruenor había golpeado con la cabeza.
Guenhwyvar comprendió los deseos de su dueño y se deslizó en silencio entre las piedras rotas de un lado del camino y, tras rodear en círculo a los verbeegs, se situó delante de ellos, en la pared de la piedra del camino y se agazapó a la espera. En la distancia, se lo podía confundir con cualquier otra sombra del atardecer. El primer gigante pasó por debajo, pero el felino esperó pacientemente, quieto como la muerte, el momento adecuado. Drizzt y Wulfgar se acercaban poco a poco por la retaguardia de la patrulla.
El último de los gigantes, un verbeeg extraordinariamente obeso, se detuvo un instante para recuperar el aliento.
Guenhwyvar atacó a toda prisa.
La ágil pantera saltó desde el muro y clavó sus afiladas garras en el rostro del gigante. Luego, continuó el salto por encima del monstruo, utilizando sus amplios hombros como trampolín, y se ocultó en otro recodo del muro. El gigante empezó a aullar de dolor, sujetándose con ambas manos el rostro herido.
Aegis-fang golpeó a la criatura en la nuca y lo lanzó al abismo.
El gigante situado en último lugar del grupo restante oyó el grito de dolor y al instante dio media vuelta y asomó por un recodo del camino justo a tiempo para ver cómo su desafortunado compañero caía rodando por la rocosa pendiente. El gran felino no vaciló un momento y, abalanzándose sobre su segunda víctima, le clavó con firmeza las afiladas uñas en el pecho. La sangre empezó a surgir a borbotones cuando sus colmillos de cinco centímetros se clavaron profundamente en el cuello. Guenhwyvar sujetó con fuerza a su víctima con las cuatro garras para no dejarle ninguna oportunidad de defenderse, pero el sorprendido gigante apenas fue capaz de alzar los brazos como respuesta antes de que la oscuridad absoluta se cerniera sobre él.
El resto de la patrulla se acercaba ahora a toda prisa, así que Guenhwyvar se apartó de un salto, dejando al gigante agonizante sobre un charco de su propia sangre. Drizzt y Wulfgar tomaron posiciones a ambos lados del camino, el drow empuñando ambas cimitarras y el bárbaro sujetando con fuerza el martillo que había retornado a sus manos.
El felino no titubeó un segundo. Había representado antes aquella escena con su dueño en multitud de ocasiones y comprendía bien la ventaja que les brindaba el factor sorpresa. Vaciló un momento, hasta ver aparecer a todos los gigantes, y luego se plantó en el camino, entre las piedras que ocultaban a su dueño y a Wulfgar.
—¡Demonios! —gritó uno de los verbeegs, sin preocuparse por su compañero agonizante—. ¡Vaya pantera más enorme! ¡Y negra como una olla de cocina!
—¡Persíguela! —aulló un segundo gigante—. El que consiga atraparla podrá hacerse un bonito abrigo.
Pasaron por encima del gigante tumbado en el suelo, sin preocuparse por él, y se abalanzaron sendero abajo en persecución de la pantera.
Drizzt era el que más cerca estaba de los gigantes. Dejó que pasaran los dos primeros y se concentró en los dos restantes, que pasaron junto a su escondrijo de lado. Saltó al camino, frente a ellos, y, tras hundir una cimitarra en el pecho del primero, dejó ciego al segundo con un corte sobre los ojos. Utilizando la cimitarra que tenía hundida en el primer gigante como punto de apoyo, el drow rodeó a su enemigo y le clavó la segunda cimitarra en la espalda. Luego, tras liberar ambas armas con un ágil gesto, se apartó a toda prisa mientras el gigante caía al suelo mortalmente herido.
Wulfgar a su vez dejó también pasar al gigante que iba en cabeza, y cuando estaba a punto de llegar el segundo, Drizzt empezó su ataque sobre los dos restantes. El gigante, al oír los gritos, dio media vuelta e intentó ayudar a los demás, pero, desde su lugar oculto, Wulfgar hizo que Aegis-fang trazara un arco en el aire y aterrizara con un fuerte golpe sobre el pecho del verbeeg. El monstruo cayó de espaldas, por un momento, sin aire en los pulmones. Wulfgar hizo cambiar el giro al arma y atacó con rapidez en dirección opuesta. El gigante que iba adelante se volvió justo a tiempo para recibir el golpe en el rostro.
Sin vacilar, Wulfgar se inclinó junto al primer gigante que había tumbado y le rodeó el grueso cuello con sus corpulentos brazos. El gigante se recuperó con rapidez, lo agarró por el cuerpo y, aunque todavía estaba sentado, no tuvo dificultad en alzar a su enemigo del suelo. Sin embargo, los años de trabajo como herrero, blandiendo el martillo y moldeando piedra, habían conferido al bárbaro una fuerza de hierro. Apretó con más fuerza el cuello del gigante y, poco a poco, empezó a girarlo hasta que, con un profundo crujido, la cabeza cayó flojamente a un lado.
El gigante al que Drizzt había dejado ciego blandía su porra en todas las direcciones. El drow permanecía en constante movimiento, saltando de un lado para otro en espera de la oportunidad para ir dando golpe tras golpe el monstruo inútil. Drizzt intentaba apuntar a las áreas vitales que podía alcanzar, esperando acabar eficazmente con su adversario.
Mientras, con la seguridad de Aegis-fang de nuevo en sus manos, Wulfgar se acercó al verbeeg a quien había golpeado en el rostro para asegurarse que estaba muerto, mientras observaba de reojo el final del sendero en busca de algún signo del regreso de Guenhwyvar. Tras haber visto al poderoso felino en acción, no sentía el más mínimo deseo de enfrentarse a él en persona.
Cuando el último gigante cayó muerto, Drizzt descendió por el camino para unirse a su amigo.
—¡Todavía no conoces tu propia destreza en el arte de la lucha! —se burló mientras le daba un golpe en el hombro—. ¡Seis gigantes no son demasiados para nuestra habilidad!
—¿Tenemos que ir a buscar a Bruenor ahora? —preguntó Wulfgar, aunque aún veía brillar aquel fuego peligroso en los ojos del drow, lo cual le indicaba que no habían acabado.
—No hay necesidad. Estoy seguro de que los enanos controlan por completo la situación. Sin embargo, tenemos un problema —prosiguió—. Hemos sido capaces de matar al primero del grupo de gigantes y conservar el factor sorpresa, pero pronto, con seis hombres más perdidos, cundirá la alarma en la guarida ante cualquier asomo de peligro.
—Los enanos estarán de regreso por la mañana —intervino Wulfgar—. Podemos atacar la guarida a mediodía.
—Es demasiado tarde —protestó Drizzt, fingiendo una gran decepción—. Creo que tú y yo deberíamos atacarlos esta misma noche, sin demora.
Wulfgar no se sintió sorprendido y ni siquiera protestó. Temía que ambos se estaban arriesgando demasiado, que el plan del drow era muy peligroso, pero empezaba a aceptar un hecho indiscutible: seguiría a Drizzt a cualquier aventura, fueran cuales fueran las posibilidades de salir con vida.
Y empezaba a confesarse a sí mismo que le gustaba formar equipo con aquel elfo oscuro.