16


Tumbas poco profundas

Cuando Wulfgar se levantó, poco antes del mediodía, descansado de su prolongado trabajo nocturno, se quedó muy sorprendido al ver a Drizzt ya despierto y preparando a toda prisa una bolsa para una excursión.

—Hoy empezaremos una lección diferente —le explicó—. Partiremos en cuanto hayas comido algo.

—¿Adónde?

—En primer lugar, a las minas de los enanos. Bruenor deseará verte para comprobar por él mismo los progresos que has hecho —sonrió al joven corpulento—. ¡No puedes defraudarlo!

Wulfgar sonrió, seguro de que su nueva habilidad con el martillo impresionaría incluso al enano gruñón.

—¿Y luego?

—A Termalaine, a orillas de Maer Dualdon. Tengo un amigo allí, uno de mis pocos amigos —añadió con un guiño, lo cual hizo sonreír otra vez al bárbaro—. Un hombre llamado Agorwall. Quiero que conozcas a algunos de los habitantes de Diez Ciudades para que puedas juzgarlos mejor.

—¿Qué tengo que juzgar? —inquirió Wulfgar enojado.

Los ojos oscuros y penetrantes del drow se clavaron en los suyos y al instante supo lo que Drizzt llevaba en mente. El elfo oscuro intentaba que conociera en persona a la gente que los bárbaros consideraban enemigos para mostrar a Wulfgar la vida cotidiana de los hombres, mujeres y niños que habrían podido ser víctimas de sus golpes si la batalla de la ladera hubiera acabado de otro modo. Aunque no temía a ninguna lucha, Wulfgar estaba en verdad aterrorizado por tener que enfrentarse a aquella gente. El joven bárbaro ya había empezado a poner en duda las virtudes de su pueblo, amante de la guerra, y los rostros inocentes que sin duda iba a encontrar en la ciudad que sus compañeros habían decidido incendiar podían muy bien completar la destrucción de los cimientos de su mundo entero.

Los dos compañeros salieron al poco rato, siguiendo a la inversa sus huellas por los senderos más orientales de la cumbre de Kelvin. Un viento cargado de polvo soplaba de forma constante desde el este y les lanzaba granos de arena al rostro cuando cruzaron el lado expuesto de la montaña. Aunque el sol resplandeciente era un verdadero tormento para Drizzt, el drow mantenía un buen ritmo y no se detuvo a descansar.

A última hora de la tarde, cuando finalmente rodearon el extremo meridional, ambos se encontraban exhaustos, pero de buen humor.

—Bajo el abrigo de las minas había llegado a olvidar lo cruel que puede ser el viento de la tundra —bromeó Wulfgar.

—Estaremos más protegidos al llegar al valle —respondió Drizzt y, luego, tras dar unos golpecitos a la bota de agua vacía, añadió—: Ven, sé dónde podemos llenar esto antes de proseguir.

Condujo a Wulfgar en dirección oeste, por debajo de las laderas meridionales de la montaña. El drow conocía un arroyo de agua helada que fluía a poca distancia y que se alimentaba de la nieve que se derretía en la cima de la cumbre.

El arroyo parecía cantar alegremente mientras se deslizaba entre las rocas. Los pájaros de los alrededores empezaron a piar y graznar ante la proximidad humana y un lince se alejó con cautela. Todo parecía normal, pero desde el momento en que llegaron a la amplia y lisa roca que por regla general utilizaban los viajeros para instalar el campamento, Drizzt presintió que algo iba terriblemente mal. Empezó a moverse con extrema cautela en busca de algún signo visible que confirmara sus crecientes sospechas.

Wulfgar, sin embargo, se estiró sobre la roca y sumergió su rostro sudoroso y cubierto de polvo en el agua helada. Cuando volvió a sacarla, el brillo había vuelto a sus ojos, como si el agua fría le hubiera retornado la vitalidad.

Pero, de pronto, el bárbaro divisó manchas color carmesí en la piedra y siguió el rastro hasta encontrar un pedazo de piel que había quedado cogida en el extremo afilado de una piedra, justo por encima del arroyo.

Como buenos rastreadores que eran, al drow y al bárbaro les fue fácil descubrir que una batalla había tenido lugar allí hacía poco tiempo. Reconocieron los pelos hallados en el pedazo de piel como un trozo de barba, lo cual les indujo a pensar al instante en enanos. Luego, encontraron tres colecciones de huellas de gigante por los alrededores y siguiendo una línea de huellas que se alejaba hacia el sur, en dirección a un trozo de tierra arenosa, no tardaron en descubrir las tumbas poco profundas.

—No es Bruenor —dijo Drizzt con aire sombrío mientras examinaba los dos cuerpos—. Eran enanos más jóvenes… Bundo hijo de Fellhammer, y Dourgas, hijo de Argo Grimblade, según creo.

—Deberíamos volver a toda prisa a las minas —sugirió Wulfgar.

—Pronto —respondió el drow—. Todavía hay que averiguar muchas cosas de lo sucedido aquí y esta noche puede ser nuestra única oportunidad. ¿Estaban simplemente de paso estos gigantes o están acampando en la zona? ¿Habrá acaso más bestias cerca?

—Tenemos que informar a Bruenor —protestó Wulfgar.

—Y lo haremos, pero si todavía permanecen en los alrededores, como supongo, ya que se tomaron la molestia de enterrar a sus víctimas, tal vez vuelvan al anochecer. —Hizo que Wulfgar desviara la vista hacia el oeste, donde el cielo se teñía ya con las sombras rosadas del crepúsculo—. ¿Estás preparado para luchar, bárbaro?

Con gesto firme, Wulfgar cogió al Aegis-Fang y acarició el mango de diamante con la mano libre.

—Veremos quién se divierte más esta noche.

Se instalaron al abrigo de un grupo de rocas por la parte sur de la gran losa de piedra y esperaron a que el sol desapareciera por el horizonte y las oscuras sombras se transformaran en noche oscura.

En realidad, no tuvieron que esperar durante largo rato ya que los mismos verbeegs que habían asesinado a los enanos la noche anterior fueron los primeros en salir de la guarida en busca de más víctimas frescas. Pronto la patrulla descendió por la ladera de la montaña y apareció en la losa plana junto al arroyo.

Wulfgar quiso atacar de inmediato, pero Drizzt lo detuvo antes de que descubriera su posición. El drow tenía la intención de acabar con aquellos gigantes, pero antes quería saber si podía descubrir algo sobre el motivo que los había llevado allí.

—¡Rayos y centellas! —gruñó uno de los gigantes—. ¡No hay un solo enano!

—Mala suerte la nuestra —protestó otro—. Y es nuestra última noche.

Sus compañeros le observaron con curiosidad.

—El otro grupo se instalará aquí mañana. Nos duplicaremos en número y, con tantos ogros y orcos alrededor del jefe, no podremos salir otra vez hasta que todo se calme.

—Otra veintena en aquel maldito agujero —se quejó uno de los otros—. ¡No tienen derecho a jugar con nosotros de ese modo!

—Vámonos, entonces —propuso el tercero—. No habrá caza esta noche.

Los dos aventureros de detrás de las rocas se pusieron en tensión al oír que hablaban de marcharse.

—Si pudiésemos llegar a aquella roca —razonó Wulfgar, mientras señalaba al mismo grupo de arbustos que habían utilizado los gigantes para su emboscada la noche anterior—, los pillaríamos antes de que nos vean siquiera. —Se volvió ansioso hacia Drizzt, pero se echó hacia atrás de inmediato al ver a su amigo. Los ojos de color lavanda del drow tenían un brillo que nunca había visto Wulfgar.

—Son sólo tres —dijo Drizzt, en tono de calma frágil que amenazaba con explotar en cualquier momento—. No necesitamos sorprenderlos.

Wulfgar no sabía cómo afrontar este súbito cambio en la actitud del elfo oscuro.

—Me enseñaste a aprovechar cualquier ventaja —murmuró con cautela.

—Durante la batalla, sí, pero esto es una venganza. Deja que los gigantes nos vean, déjales sentir el terror de una muerte inminente.

Las cimitarras aparecieron de pronto en sus ágiles manos mientras se disponía a bordear el grupo de rocas, con paso firme que parecía anunciar su inapelable promesa de muerte.

Uno de los gigantes soltó un grito de alarma y los tres dieron un respingo al ver al drow plantado ante ellos. Aprensivos y confundidos, formaron una línea defensiva sobre la piedra plana. Los verbeegs habían oído leyendas de los drow, algunas de las cuales hablaban de que en ocasiones los elfos oscuros incluso unían sus fuerzas con los gigantes, pero la súbita aparición de Drizzt los pilló totalmente por sorpresa.

Drizzt disfrutaba viendo su nerviosismo y se dispuso a saborear el momento.

—¿Qué haces aquí? —preguntó con cautela uno de los gigantes.

—Soy amigo de los enanos —replicó Drizzt con una risita socarrona. Wulfgar apareció de pronto a su lado justo en el momento en que el gigante de mayor tamaño se disponía a atacar sin titubear. Pero Drizzt lo detuvo sin problemas. El drow señaló con una de las cimitarras al gigante que se acercaba a él y afirmó con absoluta calma.

—Estás muerto.

Al instante el verbeeg se vio rodeado de llamas púrpuras. Soltó un grito de terror y dio un paso atrás, pero Drizzt se lanzó sobre él.

Un impulso ineludible se apoderó de Wulfgar y sintió deseos de sacar el martillo de guerra, como si Aegis-fang controlara su voluntad. El arma voló por los aires en la oscuridad de la noche y se estrelló contra el gigante que permanecía en el centro. Éste cayó al arroyo con el cuerpo destrozado.

Wulfgar se quedó asombrado con el poder mortífero del tiro, pero se concentró en pensar cómo enfrentarse al tercer gigante con una pequeña daga, la única arma que le quedaba. El gigante percibió que llevaba ventaja y se abalanzó de inmediato sobre él.

Wulfgar fue a echar mano de la daga, pero en vez de eso encontró de nuevo a Aegis-fang, que había regresado a sus manos por arte de magia. No tenía ni idea de ese poder especial que Bruenor había otorgado al arma, pero ahora no tenía tiempo de pensar en ello.

Aterrorizado, pero sin tener otro lugar por donde huir, el gigante de mayor tamaño atacó a Drizzt sin convicción, concediéndole una amplia ventaja. El monstruo alzó su pesada porra por los aires, con movimientos exagerados por la rabia, y Drizzt aprovechó la ocasión para hundir ambas cimitarras en el estómago que había quedado indefenso por unos instantes. Con una ligera vacilación, el gigante descargó la pesada porra sobre el drow. Pero su adversario era muy ágil y tuvo tiempo suficiente para esquivar el golpe. Y, como el gesto hizo perder el equilibrio al gigante, Drizzt le volvió a clavar las cimitarras en el hombro y el cuello.

—¿Lo ves, muchacho? —gritó con voz alegre a Wulfgar—. Lucha como uno de los tuyos.

Wulfgar estaba muy ocupado con el gigante que quedaba, manejando con facilidad a Aegis-fang para contrarrestar los poderosos golpes del gigante, pero podía observar de reojo la batalla que se libraba a su lado y la escena le hizo recordar el valor de lo que Drizzt le había enseñado, ya que el drow se estaba burlando del verbeeg y utilizaba su rabia incontrolable en contra de sí mismo. Una y otra vez, el monstruo se disponía a dar el golpe mortal, pero en cada ocasión Drizzt era rápido en esquivarlo y apartarse. La sangre fluía a borbotones por las numerosas heridas del verbeeg y Wulfgar sabía que Drizzt podía rematar la faena en cualquier momento, pero, para su sorpresa, veía que el elfo oscuro gozaba con aquel juego atormentador.

Wulfgar todavía no había asestado ningún golpe sólido en su adversario, esperando, tal como le había enseñado Drizzt, a que el encolerizado verbeeg dejara algún punto indefenso. Ya se había dado cuenta de que los golpes del gigante eran cada vez menos frecuentes y perdían fuerza. Finalmente, envuelto en sudor y respirando con dificultad, el verbeeg se detuvo y bajó la guardia. Aegis-fang atacó de inmediato, una y otra vez, hasta que el gigante cayó derrotado.

Por su parte, el verbeeg que luchaba con Drizzt estaba ahora con una rodilla apoyada en el suelo, porque el drow le había paralizado por completo una pierna. Cuando Drizzt vio que el segundo gigante caía ante Wulfgar, decidió acabar el juego. El gigante dio un último golpe al aire y Drizzt aprovechó el momento para abalanzarse sobre él sujetando con firmeza la cimitarra. La afilada hoja se hundió en el cuello del gigante y penetró hasta el cerebro.

Poco después, un pensamiento acudió a la mente de Drizzt mientras examinaba con Wulfgar los resultados de su trabajo.

—¿El martillo? —preguntó simplemente.

Wulfgar desvió la vista hacia Aegis-fang y se encogió de hombros.

—No lo sé —confesó—. Volvió a mis manos como por obra de magia.

Drizzt sonrió para sus adentros. Él sí que lo entendía. Bruenor había forjado un arma maravillosa. ¡Y cómo debía de apreciar al muchacho para regalarle una cosa así!

—Dijeron que se acercaban una veintena de verbeegs —gruñó Wulfgar.

—Y hay veinte más aquí —añadió Drizzt—. Ve a avisar de inmediato a Bruenor —le ordenó—. Estos tres vinieron del escondrijo, de modo que no tendré dificultad en seguir las huellas hasta allí y ver dónde se ocultan los demás.

Wulfgar asintió, pero dirigió una mirada de preocupación a Drizzt. El brillo inusual que había visto en los ojos del drow poco antes de que atacaran a los verbeegs lo había puesto nervioso. No estaba seguro de cuánta osadía podía demostrar el elfo oscuro.

—¿Qué pretendes hacer cuando localices la guarida?

Drizzt no respondió, pero una misteriosa sonrisa apareció en sus labios, lo cual aumentó la aprensión del bárbaro. Luego intentó calmar la preocupación de su amigo.

—Nos reuniremos en este mismo punto por la mañana. ¡Te prometo que no empezaré a divertirme sin ti!

—Volveré antes de que asomen los primeros rayos de sol —replicó Wulfgar con una mueca. Dio media vuelta y desapareció en la oscuridad, avanzando lo más deprisa posible bajo la luz de las estrellas.

Drizzt también se alejó, siguiendo las huellas de los tres gigantes en dirección al oeste y bordeando la cumbre de Kelvin. De pronto hasta sus oídos llegaron las voces de barítono de los gigantes y poco después divisó las puertas de madera de tosca construcción que daban entrada a su guarida, hábilmente ocultas tras unos arbustos en una rocosa ladera.

Drizzt esperó pacientemente y poco después vio que una segunda patrulla de tres gigantes salía del escondrijo. Cuando éstos regresaron, volvió a salir una tercera patrulla. El drow intentaba averiguar si había cundido la alarma por la ausencia del primer grupo, pero los verbeegs eran criaturas indisciplinadas e independientes y, a partir de los trozos de conversación que alcanzó a oír desde su escondrijo, averiguó que los demás gigantes suponían que sus compañeros se habrían perdido o bien habrían desertado. Cuando el drow salió de su escondrijo al cabo de unas horas para proseguir con sus planes, estaba convencido de tener todavía en sus manos el elemento sorpresa.

Wulfgar corrió durante toda la noche y, tras dar su mensaje a Bruenor, volvió de regreso al norte sin esperar a que se reuniera el clan. Con grandes zancadas llegó una hora antes de que saliera el sol a la enorme losa de piedra, antes incluso de que Drizzt regresara de la guarida. Se ocultó detrás de los mismos arbustos y se dispuso a esperar, cada vez más preocupado por su amigo a medida que pasaban los minutos.

Al final, incapaz de soportar por más tiempo la incertidumbre, empezó a seguir el rastro de los verbeegs en dirección a la guarida, determinado a averiguar lo que estaba ocurriendo, pero apenas había avanzado veinte pasos cuando una mano se apoyó sobre su espalda. Dio media vuelta para enfrentarse a su atacante, pero su sorpresa se convirtió en júbilo al encontrarse frente a Drizzt.

Drizzt había regresado a la roca poco después de Wulfgar, pero había permanecido oculto observando al bárbaro para ver si el impetuoso guerrero se atenía al pacto que habían hecho o decidía tomar cartas en el asunto.

—Nunca dudes de una cita hasta que haya pasado más de una hora —lo regañó con severidad, aunque estaba impresionado por la preocupación del bárbaro por su suerte.

Fuera la que fuera la respuesta que hubiese acudido a los labios de Wulfgar quedó cortada por un gruñido muy familiar.

—¡Dadme un cerdo gigante para matar! —les gritó Bruenor desde la losa plana a orillas del río. Los enanos enfurecidos pueden avanzar a una velocidad increíble y, en menos de una hora, el clan de Bruenor se había reunido y habían echado a andar tras el bárbaro, casi tan rápido como él.

—Me alegro de verte —lo saludó Drizzt mientras se reunía con él. Bruenor estaba observando los cuerpos de los tres verbeegs muertos con satisfacción. Cincuenta guerreros de aspecto fiero y preparados para luchar, casi la mitad del clan, permanecían alrededor de su jefe.

—Elfo —lo saludó Bruenor con su habitual laconismo—, hay una guarida, ¿verdad?

Drizzt asintió.

—Un par de kilómetros al oeste, pero ésa no será tu mayor preocupación. Los gigantes que hay allí no piensan ir a ninguna parte, pero esperan invitados para hoy mismo.

—El muchacho me lo dijo. Una veintena más de refuerzo —balanceó el hacha con indiferencia—. ¡No sé por qué tengo la impresión de que no piensan quedarse en la guarida! ¿Tienes alguna idea de por dónde piensan venir?

—La única ruta es desde el norte o el oeste —razonó Drizzt—. Por debajo del paso del Viento Helado, alrededor de la orilla norte del lago Dinneshere. ¿Pensáis esperarlos por allí?

—Por supuesto —respondió Bruenor—. Tendrán que pasar a la fuerza por el valle —le guiñó un ojo—. ¿Y tú, qué piensas hacer? —le preguntó a Drizzt—. ¿Y el chico?

—El chico se queda conmigo —insistió Drizzt—. Necesita descansar. Vigilaremos la guarida.

El brillo especial que vio Bruenor en los ojos del drow le hizo pensar que su amigo tenía algo más en mente que una simple vigilancia.

—Elfo loco —murmuró para sus adentros—. ¡Probablemente pretenderá derrotarlos a todos él solo! —Volvió a mirar con curiosidad los cuerpos de los tres gigantes muertos—. ¡Y ganará!

Luego estudió a los aventureros, intentando averiguar qué armas encajaban con el tipo de heridas de los cadáveres.

—El muchacho tumbó a dos —respondió Drizzt a su pregunta no formulada.

Un asomo de sonrisa pasó por el rostro de Bruenor.

—Él dos y tú uno, ¿verdad? ¿Estabas dormido, elfo?

—Tonterías —replicó Drizzt—. ¡Tenía que practicar!

Bruenor sacudió la cabeza, sorprendido por lo orgulloso que se sentía de Wulfgar, aunque por supuesto no pensaba decírselo al chico para no ensoberbecerlo.

—Dormido… —volvió a murmurar mientras se colocaba en cabeza del clan. Los enanos entonaron un canto rítmico, una antigua tonadilla que evocaba las salas plateadas de su perdido hogar.

Bruenor observó por encima del hombro a sus dos amigos y se preguntó honestamente qué quedaría de la guarida de los gigantes para cuando él volviera con su clan de enanos.