El acecho de la muerte
Llegaron ocultos tras una violenta tempestad que azotó Diez Ciudades desde el este. Como una ironía del destino, siguieron la misma ruta, bordeando la cumbre de Kelvin, que habían tomado Drizzt y Wulfgar hacía menos de dos semanas. Sin embargo, esta banda de verbeegs se encaminó en dirección sur, hacia las poblaciones, y no hacia el norte y la tundra abierta. Aunque altos y delgados, los gigantes más pequeños eran no obstante una fuerza formidable.
Un gigante de escarcha conducía la cuadrilla de vanguardia del voluminoso ejército de Akar Kessell. Con el perpetuo aullido del viento ocultando el ruido de sus movimientos, avanzaron a toda velocidad hacia una guarida secreta descubierta por una avanzadilla de orcos en un espolón rocoso del lado sur de la montaña. Apenas constituían una muestra del ejército de monstruos, pero cada uno de ellos llevaba un enorme equipo de armas y suministros.
El comandante los instigaba a avanzar con gran rapidez hacia su destino. Se llamaba Biggrin y era un gigante astuto e inmensamente fuerte que había perdido el labio superior de resultas del mordisco de un lobo enorme, lo que brindaba a su rostro la caricatura grotesca de una sonrisa perpetua. Aquella desfiguración, unida a la estatura del gigante, imponía el respeto y el miedo a sus tropas por lo general indisciplinadas. Akar Kessell había escogido especialmente a Biggrin como comandante de las tropas de vanguardia, aunque le habían aconsejado que enviara a alguien menos sospechoso, como la gente de Heafstaag, para la delicada misión. Sin embargo, Kessell tenía en gran estima a Biggrin y estaba impresionado por la gran cantidad de suministros que podía acarrear un pequeño grupo de verbeegs.
Las tropas se instalaron en su nueva guarida antes de medianoche y al instante fueron delimitando las zonas para dormir, las habitaciones destinadas al almacén y una pequeña cocina. Luego, se dispusieron a esperar, confiando en silencio en lanzar los primeros ataques mortales del glorioso asalto de Akar Kessell en Diez Ciudades.
Un mensajero orco acudía cada dos días para controlar al grupo y llevarles las últimas instrucciones del brujo, así como para informar a Biggrin de los progresos de la siguiente tropa de suministros cuya llegada estaba ya programada. Todo estaba sucediendo de acuerdo con los planes de Kessell, pero Biggrin había percibido, con gran preocupación, que varios de sus guerreros se ponían más impacientes y ansiosos con cada nueva aparición de los mensajeros, en espera de que les dieran la primera orden de ataque.
Pero las instrucciones eran siempre las mismas: permanecer ocultos y esperar.
En menos de dos semanas, bajo la tensa atmósfera de aquella sofocante caverna, la camaradería entre los gigantes había desaparecido. Los verbeegs eran criaturas de mucha acción y poca contemplación y el aburrimiento los conducía invariablemente a la frustración. Las discusiones empezaron a ser habituales, y a veces acababan en serias peleas. Biggrin los vigilaba de cerca y la imponente figura del gigante de escarcha por regla general servía para poner fin a los conflictos antes de que hubiese ningún herido grave, pero el gigante sabía mejor que nadie que no podría mantener el control sobre aquellas tropas hambrientas de guerra durante mucho más tiempo.
El quinto mensajero llegó a la caverna en una noche particularmente calurosa e incómoda. En cuanto el desafortunado orco entró en la habitación comunitaria, se vio rodeado por un grupo de verbeegs malhumorados.
—¿Qué noticias traes? —inquirió uno de ellos, impaciente.
Pensando que el respaldo de Akar Kessell era suficiente protección, el orco clavó la vista en el gigante con gesto de desafío.
—Tráeme a tu jefe, soldado —ordenó.
De pronto, una mano enorme agarró al orco del cuello y empezó a zarandearlo con brusquedad.
—Te he hecho una pregunta, escoria —intervino un segundo gigante—. ¿Qué noticias traes?
El orco, visiblemente nervioso, replicó con una enojada amenaza a su asaltante.
—¡El brujo te arrancará la piel a tiras!
—Ya he escuchado suficiente —gruñó el tercer gigante mientras alargaba la otra mano para agarrar al orco por el cuello. Luego, rodeándolo con el brazo, lo alzó del suelo sin dificultad. El orco se revolvió y retorció presa de dolor.
—¡Va! Retuércele el pescuezo —dijo una voz.
—Arráncale los ojos y lánzalo a un agujero oscuro —gruñó otro.
Biggrin entró en la habitación y se abrió paso con rapidez entre las filas de gigantes para descubrir el centro de la conmoción. No se sorprendió al ver a un verbeeg torturando a un orco y, aunque en realidad le divertía el espectáculo, comprendía el peligro que significaba enojar al inestable Akar Kessell. Había visto a más de un goblin indisciplinado sufrir una muerte lenta por desobedecer una orden o simplemente para satisfacer el malévolo gusto del brujo.
—Deja a ese miserable en el suelo —ordenó con calma.
Varios gruñidos y quejas resonaron alrededor del gigante de escarcha.
—¡Aporréale la cabeza! —gritó una voz.
—¡Muérdelo en la nariz! —aulló una segunda.
En aquel momento, el rostro del orco había adquirido ya un tono amoratado por falta de aire y apenas se movía. El verbeeg que lo sujetaba le devolvió una mirada amenazadora a Biggrin durante unos instantes y luego dejó caer a su víctima a los pies del gigante.
—Quédatelo —le espetó—. Pero, si vuelve a hablarme de ese modo, te aseguro que me lo comeré a pedazos.
—Ya estoy harto de vivir en este agujero —se quejó un gigante de las últimas filas—. Y del valle entero de los enanos.
Una sarta de gruñidos volvió a resonar en la sala.
Biggrin observó a su alrededor, estudiando la rabia que iba creciendo entre sus tropas y que amenazaba con derrumbar la guarida en un súbito ataque de violencia incontrolable.
—Mañana por la noche empezaremos a salir a observar los alrededores —ofreció Biggrin como respuesta. Era consciente de que el paso podía ser peligroso, pero la única alternativa que le quedaba era todavía peor—. ¡Iremos de tres en tres y nadie deberá enterarse de nuestra presencia!
El orco, que había recobrado la compostura a tiempo para escuchar la propuesta de Biggrin, intentó protestar, pero el jefe gigante lo silenció de inmediato.
—Cállate, maldito perro —ordenó Biggrin mientras observaba al verbeeg que había amenazado al mensajero con una sonrisa socarrona—. O dejaré que mi amigo te coma vivo.
Los gigantes soltaron exclamaciones de júbilo y empezaron a intercambiarse palmadas en la espalda con sus compañeros, que volvían a ser de nuevo camaradas. Pero el entusiasmo de los soldados no disipó las dudas del líder gigante sobre su decisión. Oyó gritar los nombres de varias de las recetas de enanos que los verbeegs habían confeccionado, como por ejemplo «Enano a la Manzana» y «Barbudo, pringoso y cocido», seguidos por contundentes alaridos de aprobación.
Biggrin se estremeció al pensar lo que podía ocurrir si cualquiera de sus verbeegs se tropezaba con algún enano.
Biggrin dejó que los verbeegs salieran de la guarida en grupos de tres y sólo durante la noche. El jefe gigante suponía que ningún enano viajaría tan al norte del valle, pero sabía que se estaba arriesgando demasiado y un suspiro de alivio se escapaba de sus labios cada vez que regresaba una patrulla sin haber sufrido incidentes.
Con sólo dejarlos salir de vez en cuando de la cueva, la moral de los verbeegs mejoró considerablemente. Las tensiones dentro de la guarida desaparecieron casi por completo a medida que las tropas recuperaban su entusiasmo por la inminente guerra. Subidos a la cima de la cumbre de Kelvin observaban con frecuencia las luces de Caer-Konig y Caer-Dineval, Termalaine hacia el oeste e incluso Bryn Shander, en el extremo sur más alejado. La vista de las ciudades les permitía forjar fantasías sobre sus próximas victorias y aquellos pensamientos eran suficientes para permitirles esperar sin impaciencia.
Transcurrió otra semana y todo parecía funcionar bien. Al comprobar la mejora que había conseguido en sus tropas con aquella pequeña medida de libertad, Biggrin empezó a relajarse poco a poco sobre su arriesgada decisión.
Sin embargo, un día, dos enanos, a quienes Bruenor había informado que existía piedra en uno de los dos lados de la cumbre de Kelvin, decidieron hacer el viaje hacia el extremo norte del valle e investigar aquel potencial minero. Llegaron a las laderas del sur de la montaña poco antes del crepúsculo e instalaron un campamento sobre una enorme piedra plana al lado de un pequeño arroyo.
Aquél era su valle y no se habían tropezado con problemas en varios años, así que tomaron pocas precauciones.
Sucedió que los verbeegs de la primera patrulla que abandonó la cueva aquella noche divisaron las llamas del campamento, y hasta sus oídos llegó el dialecto inconfundible de los odiados enanos.
En el otro extremo de la montaña, Drizzt Do’Urden abrió los ojos de su siesta diurna y, tras salir de la cueva, se introdujo en la creciente oscuridad, donde encontró a Wulfgar, en el lugar habitual, sentado sobre una gran piedra en actitud pensativa y con la vista perdida en la llanura.
—¿Añoras tu hogar? —preguntó el drow a modo de comentario.
Wulfgar se encogió de hombros y respondió distraído.
—Tal vez sí.
Desde que había aprendido a respetar a Drizzt, el bárbaro se había estado formulando preguntas que le inquietaban sobre su gente y su modo de vida. El drow era un enigma para él, una combinación confusa de brillantez guerrera y absoluto control. Drizzt parecía capaz de medir cada movimiento que hacía según una escala de aventura elevada y moral indiscutible.
Wulfgar miró con ojos inquisitivos al elfo.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó de improviso.
Ahora fue Drizzt quien se quedó mirando pensativo la gran extensión de tierra que se abría ante él. Las primeras estrellas de la noche despuntaban ya en el cielo y sus reflejos parecían brillar como puntos en las pupilas oscuras del elfo, pero Drizzt no las observaba. Su mente estaba recordando imágenes durante largo tiempo olvidadas de las ciudades sin luz de los drow en sus inmensas cavernas subterráneas.
—Recuerdo la primera vez que vi el mundo de la superficie —rememoró con gran nitidez, la nitidez con que se presentan siempre los recuerdos terribles—. Por aquel entonces era mucho más joven y formaba parte de un grupo de incursión. Salimos de una cueva secreta y descendimos hasta una pequeña población de elfos. —El drow frunció el entrecejo ante la sucesión de imágenes que cruzaban por su cerebro—. Mis compañeros asesinaron a todos los miembros de aquel clan de elfos, incluidas las mujeres y los niños.
Wulfgar lo escuchaba con creciente terror. La incursión que describía Drizzt podía ser muy bien una de las perpetradas por la feroz tribu del Elk.
—Mi gente mata —continuó Drizzt con voz triste—. Matan sin piedad. —Desvió la vista hacia Wulfgar para asegurarse de que el bárbaro lo escuchaba con atención—. Matan sin emoción siquiera.
Se detuvo un instante para dejar que el bárbaro asimilara todo el peso de sus palabras. La simple pero definitiva descripción de los fríos guerreros había dejado confuso a Wulfgar. Él había sido educado y criado entre apasionados guerreros, luchadores cuyo único propósito en la vida era la búsqueda de la gloria en los campos de batalla, y que luchaban invocando a Tempos. Los jóvenes bárbaros no podían concebir tanta crueldad sin emoción. Sin embargo, también tenía que reconocer que la diferencia era muy sutil ya que, fuera una incursión de los drow o de los bárbaros, los resultados eran muy similares.
—La diosa demoníaca que veneran no acepta ninguna otra raza —le explicó Drizzt—, y odia en particular las demás razas de elfos.
—Pero nunca serás aceptado en este mundo —intervino Wulfgar—. Ya sabrás que los humanos siempre te evitarán.
Drizzt asintió.
—Eso hace la mayoría —admitió—. Tengo pocos a los que pueda llamar amigos, pero estoy contento. Como ves, bárbaro, siento respeto por mí mismo, sin culpas ni vergüenza. —Se levantó de la roca y clavó la vista en la lejanía—. Ven —le ordenó—. Vamos a luchar bien esta noche porque estoy satisfecho con el progreso de tu habilidad, y tus lecciones pronto llegarán a su fin.
Wulfgar se quedó un momento sentado contemplando la noche. El drow vivía una existencia dura y considerablemente vacía, pero era más rico que cualquiera de los hombres que había conocido. Drizzt permanecía fiel a sus principios en cualquier circunstancia y había optado por dejar el mundo de su propia gente para habitar en un mundo en el que nunca se lo aceptaría ni apreciaría.
Observó al elfo que se alejaba y que apenas era ahora una sombra en la oscuridad.
—Tal vez no seamos tan diferentes —murmuró para sus adentros.
—¡Espías! —susurró uno de los verbeegs.
—Es una estupidez espiar junto a una hoguera —intervino otro.
—Vamos a liquidarlos —dijo el primero, al tiempo que echaba a andar en dirección a la luz anaranjada.
—¡El jefe dijo que no! —les recordó el tercero—. No olvidéis que estamos aquí para observar, pero no para matar.
Descendieron por el sendero rocoso hacia el campamento de los enanos con tanto sigilo como fueron capaces, es decir, haciendo el mismo ruido que una piedra rodante.
Los dos enanos percibieron al instante que alguien o algo se estaba acercando y, aunque desenfundaron sus armas, supusieron que Wulfgar o Drizzt, o tal vez algún pescador de Caer-Konig, había visto la luz y venía a compartir la cena con ellos.
Cuando el campamento apareció ante sus ojos por debajo de ellos, los verbeegs vieron que los dos enanos permanecían de pie, con las armas en la mano.
—¡Nos han visto! —exclamó un gigante, ocultándose en la oscuridad.
—¡Cállate! —ordenó el segundo.
El tercer gigante, sabiendo tan bien como el segundo que los enanos todavía no habían podido localizarlos, cogió a su compañero por el hombro y le guiñó un ojo con perversidad.
—Si nos ven —razonó—, no nos quedará más remedio que liquidarlos.
El segundo gigante soltó una risita, se apoyó la porra en el hombro y echó a andar en dirección al campamento.
Los enanos se quedaron atónitos al ver aparecer al verbeeg por detrás de unos arbustos, caminando hacia ellos, pero un enano es, en proporción a su peso, la criatura más robusta del mundo y éstos pertenecían al clan de Mithril Hall y habían librado batallas en la inhóspita tundra durante toda su vida. La lucha no iba a ser tan sencilla como los verbeegs suponían.
El primer enano esquivó un golpe del verbeeg que iba adelante y optó por dejar caer el martillo sobre uno de los pies del monstruo. El gigante instintivamente alzó el pie dañado, momento que aprovechó el enano para golpearlo en la rodilla de la pierna con que se sostenía y tumbarlo al suelo.
El otro enano reaccionó con rapidez y lanzó su martillo con gran precisión contra el rostro del segundo verbeeg, que cayó de espaldas sobre unas rocas.
Pero el tercer verbeeg, el más listo de los tres, había cogido una piedra antes de echar a andar hacia el campamento y se la lanzó al enano con una fuerza tremenda. La piedra fue a golpear al desafortunado enano en una sien y le dobló violentamente el cuello. La cabeza se balanceó sin control sobre sus hombros, antes de caer al suelo, muerto.
El primer enano hubiera acabado con rapidez con el gigante que había tumbado, pero el último monstruo estaba al instante sobre él. Los dos guerreros empezaron a esquivarse y contraatacar y, por un momento, pareció que el enano ganaba poco a poco una ligera ventaja, ventaja que perdió en cuanto el segundo gigante que había caído al suelo por el impacto del martillo se recuperó lo suficiente para abalanzarse sobre su adversario.
Los dos verbeegs lanzaban golpe tras golpe al enano y, aunque durante un momento éste pudo irlos esquivando, al final uno lo alcanzó en el hombro y lo lanzó de espaldas al suelo. Durante un instante perdió el aliento, pero, como era tan duro como la roca sobre la que había caído, se recuperó e intentó levantarse. Sin embargo, una pesada bota cayó sobre él y lo mantuvo sujeto en el suelo.
—¡Mátalo! —suplicó el gigante herido que había sido tumbado por el enano—. ¡Luego, nos lo comemos!
—No lo haremos —gruñó el gigante que mantenía sujeto al enano. Empezó a aplastar el pie contra el suelo, quitándole poco a poco la vida a la desafortunada víctima.
—¡Biggrin nos comerá a nosotros si se entera!
Los otros dos se asustaron al recordar la crueldad de su brutal jefe y observaron con ojos suplicantes al compañero más astuto para que les diera una solución.
—¡Los enterramos a ellos y a sus cosas en un agujero y no diremos nada de todo esto!
A muchos kilómetros de distancia hacia el este, en su solitaria torre, Akar Kessell esperaba impaciente. En otoño, la última caravana de suministros, la mayor de todas, llegaría a Diez Ciudades desde Luskan, equipada con riquezas y provisiones para el largo invierno. Para entonces, su vasto ejército estaría a punto y en marcha, avanzando en plena gloria para destruir a los desdichados pescadores. El solo pensar en los frutos de su fácil victoria lo hacía estremecerse de placer.
No podía saber que los primeros golpes de la guerra ya habían empezado.