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Ojos de espliego

Bruenor había recobrado su aspecto impasible cuando llamó a Wulfgar al día siguiente. Sin embargo, aunque era capaz de disimularlo, lo emocionaba profundamente ver el Aegis-fang apoyado en el hombro del bárbaro como si siempre hubiera estado allí… como si ése hubiera sido el lugar al que pertenecía.

Wulfgar también tenía aspecto malhumorado. Daba la impresión de ser rabia por haber sido puesto al servicio de otro, pero, si hubiera examinado más de cerca sus emociones, se habría dado cuenta que en realidad estaba apenado por tener que separarse del enano.

Catti-brie los estaba esperando en el cruce del paso final hacia territorio abierto.

—¡Vaya cara de amargura lucís los dos esta mañana! —exclamó al verlos llegar—. Pero no os preocupéis: el sol pondrá una sonrisa en vuestros rostros.

—Pareces contenta con esta partida —respondió Wulfgar, un poco enfadado, aunque el brillo que había cruzado por sus ojos al ver a la muchacha desmentía su enojo—. Por cierto, ¿sabías que tenía que dejar el valle de los enanos hoy?

Catti-brie sacudió la mano con indiferencia.

—Pronto volverás —sonrió—. Además, tienes que estar contento por tu partida. Ten en cuenta todas las lecciones que vas a aprender y que te harán falta si quieres cumplir tus objetivos.

Bruenor se volvió a observar al bárbaro. Wulfgar nunca le había hablado de sus planes cuando terminara el contrato de aprendizaje y el enano, aunque se disponía a preparar al joven lo mejor que pudiese, no se había planteado honestamente la posibilidad de que Wulfgar estuviera resuelto a marcharse.

Wulfgar miró enojado a la muchacha, para demostrarle sin lugar a dudas que la conversación sobre aquella promesa incumplida era un asunto privado. Por su propia discreción, Catti-brie no tenía intención de ahondar más en el tema, pero simplemente le divertía poner a prueba las emociones de Wulfgar. La muchacha percibía el fuego que brillaba en los ojos del orgulloso joven. Lo veía cada vez que el bárbaro observaba a Bruenor, su mentor, lo admitiese o no, y lo reconocía cada vez que el joven la observaba a ella.

—Soy Wulfgar, hijo de Beornegar —declaró con orgullo, mientras erguía el torso y estiraba la barbilla—. Crecí en la tribu del Elk, los mejores guerreros de todo el valle del Viento Helado. No sé nada de mi futuro maestro, pero por supuesto le costará enseñarme cosas sobre el arte de la batalla.

Catti-brie intercambió una comprensiva sonrisa con Bruenor cuando el enano y Wulfgar pasaron frente a ella.

—Hasta pronto, Wulfgar, hijo de Beornegar —se despidió—. La próxima vez que nos veamos, veré si has tomado lecciones de humildad.

Wulfgar observó a la muchacha por encima del hombro y estuvo a punto de replicar, pero la sonrisa amplia de Catti-brie lo desarmó.

Los dos dejaron la oscuridad de las minas poco después del alba y echaron a andar por el rocoso valle en dirección al punto en que debían encontrarse con el drow. Era un cálido día de verano y ni una sola nube empañaba el cielo, cuyo tono azulado quedaba amortiguado por la luz de la mañana. Wulfgar se estiraba y distendía al máximo todos sus músculos. Su gente había nacido para vivir en las amplias extensiones de la tundra abierta y se alegraba de haber salido de las sofocantes y diminutas cavernas de los enanos.

Drizzt Do’Urden los esperaba en el lugar indicado cuando llegaron. El drow permanecía apoyado en la parte sombreada de la montaña, huyendo como siempre de la luz del sol, y se había echado la capucha hacia adelante como medida adicional de protección. Drizzt consideraba aquello una maldición de su herencia, ya que pasara el tiempo que pasara con los habitantes de la superficie, su cuerpo nunca se adaptaría por completo a la luz del sol.

Aguardaba inmóvil, aunque hacía rato que había detectado que se acercaban Bruenor y Wulfgar. Pensó que sería mejor dejar que ellos hicieran los primeros movimientos, ya que quería juzgar cuál sería la reacción del muchacho ante la nueva situación.

Lleno de curiosidad por la misteriosa figura que iba a ser su nuevo maestro y dueño, Wulfgar aceleró el paso y se detuvo frente al drow. Oculto tras las sombras de su capucha, Drizzt lo vio acercarse, divertido por la agilidad de movimientos de sus prominentes músculos. En un principio, el drow había planeado complacer a Bruenor durante un corto período de tiempo y dejar luego los entrenamientos con alguna excusa. Pero, al divisar los suaves movimientos y la fuerza de las largas zancadas del bárbaro, algo inusual en una persona de su estatura, Drizzt se dio cuenta de que aumentaba su interés por el reto de desarrollar el potencial del joven, que parecía inagotable.

El drow era consciente de que la parte más dolorosa del encuentro con aquel hombre sería, como le ocurría siempre, la reacción inicial de Wulfgar al verlo. Ansioso por no alargar el momento, se echó hacia atrás la capucha y observó al bárbaro directamente a los ojos.

Wulfgar abrió los ojos de par en par, horrorizado y disgustado.

—¡Un elfo oscuro! —gritó, incrédulo—. ¡Perro embrujado! —se volvió hacia Bruenor como si hubiera sido traicionado—. ¡No puedes pedírmelo! No necesito ni deseo aprender los engaños mágicos de su decrépita raza.

—Te enseñará a luchar, nada más —respondió Bruenor, que ya contaba con aquella reacción. En realidad, no le preocupaba demasiado porque estaba convencido, al igual que Catti-brie, que Drizzt le enseñaría al orgulloso joven algunas lecciones de humildad.

—¿Qué puedo aprender de un débil elfo? —exclamó Wulfgar en tono desafiante—. ¡Los míos son educados como verdaderos guerreros! —observó a Drizzt con desprecio en los ojos—. ¡No como perros tramposos como los de su clase!

Con absoluta calma, Drizzt miró a Bruenor para pedirle permiso para empezar la primera lección del día. El enano sonrió ante la ignorancia del bárbaro y dio con un gesto su consentimiento.

En un abrir y cerrar de ojos, las dos cimitarras salieron de sus fundas y retaron al bárbaro. Instintivamente, Wulfgar alzó su martillo de guerra para golpear al elfo.

Pero Drizzt era mucho más rápido. Los cantos romos de sus armas atacaron en rápida sucesión las mejillas de Wulfgar y le hicieron varios cortes superficiales. Incluso cuando el bárbaro se movió en sentido contrario, Drizzt alzó una de las mortíferas hojas y la hizo descender en arco en dirección al dorso de la rodilla de Wulfgar. El bárbaro se las arregló para esquivar el golpe pero el movimiento, tal como había previsto Drizzt, le hizo perder el equilibrio. El drow volvió a enfundar las cimitarras con indiferencia mientras golpeaba con el pie el estómago del bárbaro y lo lanzaba rodando por el suelo, haciendo que se le escapara el martillo mágico de las manos.

—Ahora que veo que os comprendéis —declaró Bruenor, intentando disimular la risa para salvaguardar el frágil ego de Wulfgar—, os dejaré solos. —Observó con ojos interrogativos a Drizzt para asegurarse de que el drow estaba a gusto con la situación.

—Dame unas semanas —respondió Drizzt con un guiño devolviéndole la sonrisa al enano.

Bruenor se volvió hacia Wulfgar, que había recuperado a Aegis-fang y permanecía apoyado sobre una rodilla, observando al elfo con una mirada de profundo asombro.

—Escucha lo que te dice, muchacho —dijo el enano antes de despedirse—, o te cortará en pedazos suficientemente pequeños para la garganta de un buitre.

Por primera vez en casi cinco años, Wulfgar observó más allá de los límites de Diez Ciudades a la amplia extensión del valle del Viento Helado que se abría ante él. Él y el drow habían pasado el resto del primer día caminando por el valle y alrededor de los espolones más orientales de la cumbre de Kelvin. Ahí, justo por encima del lado norte de la montaña, se encontraba la caverna sombreada donde Drizzt había construido su hogar.

Apenas decorada con unas pieles y varios utensilios de cocina, la cueva no poseía otros lujos, pero cubría a la perfección las necesidades poco pretenciosas del drow, otorgándole la privacidad y el retiro que prefería para ocultarse de los insultos y amenazas de los humanos. Para Wulfgar, cuyos compañeros raramente permanecían en un mismo lugar más de una noche, la cueva en sí le parecía un lujo.

A medida que la oscuridad empezó a apoderarse de la tundra, Drizzt, oculto en las profundas sombras de la cueva, se despertó de su pequeña siesta. Wulfgar se alegraba de que el drow hubiese confiado suficientemente en él para dormir con toda libertad, y con tanta vulnerabilidad, en su primer día juntos. Aquello, unido a la paliza que le había dado a primera hora del día, había provocado que Wulfgar se cuestionara su reacción inicial al ver al elfo oscuro.

—Empezaremos las sesiones esta misma noche, ¿te parece bien?

—Tú eres el maestro —respondió Wulfgar con amargura—. Yo soy únicamente el esclavo.

—No más esclavo que yo —replicó Drizzt.

Wulfgar se volvió hacia él con curiosidad.

—Ambos estamos en deuda con el enano —prosiguió el elfo—. Él me ha salvado la vida en más de una ocasión y por eso accedí a enseñarte lo que sé sobre artes de batalla, mientras que tú cumples la promesa que le hiciste a cambio de que te salvara la vida. De este modo, tú estás obligado a aprender lo que yo tengo que enseñarte. Yo no soy dueño de ningún hombre, ni deseo serlo.

Wulfgar volvió a concentrar la vista en la tundra. Todavía no confiaba de pleno en Drizzt, pero tampoco podía comprender qué otros motivos podía estar persiguiendo el drow tras aquella amistosa fachada.

—Cumpliremos juntos nuestra deuda con Bruenor —continuó Drizzt. Comprendía a la perfección las emociones que sentía Wulfgar, que en este momento paseaba la vista por su tierra natal por primera vez en mucho tiempo—. Disfruta de esta noche, bárbaro. Paséate por donde quieras y rememora de nuevo la sensación que produce el viento en tu rostro. Empezaremos los entrenamientos mañana al anochecer. —Salió para darle al joven la privacidad que necesitaba.

Wulfgar no podía negar que apreciaba el respeto que el drow parecía demostrarle.

Durante el día, Drizzt descansaba en las frías sombras de la cueva mientras Wulfgar se aclimataba al nuevo territorio y salía a cazar para la cena.

Por la noche, luchaban.

Drizzt presionaba sin descanso al joven bárbaro, golpeándolo con la parte plana de la cimitarra cada vez que abría un hueco en sus defensas. Los intercambios de golpes a menudo se hacían peligrosos, porque Wulfgar era un guerrero orgulloso y la superioridad del drow hacía crecer en su interior la rabia y la frustración, lo cual colocaba al bárbaro en una situación de mayor desventaja, ya que la rabia le hacía olvidar toda lección de disciplina. Drizzt aprovechaba al máximo estas situaciones con una serie de golpes y cortes que acababan por dejar a Wulfgar tendido en el suelo.

Sin embargo, por su forma de ser, Drizzt nunca se burlaba del bárbaro ni intentaba humillarlo. El drow cumplía con su tarea metódicamente, consciente de que el orden de prioridades era aguzar los reflejos del bárbaro y enseñarle las primeras tácticas de defensa.

Drizzt se sentía impresionado por la habilidad innata de Wulfgar. El increíble potencial del joven guerrero lo asombraba y, aunque en un principio temió que el tozudo orgullo de Wulfgar y su amargura convirtieran en algo imposible el aprendizaje, el bárbaro aceptó pronto el reto. Reconociendo los beneficios que podía obtener de alguien tan diestro con las armas como Drizzt, Wulfgar lo escuchaba con atención, y su orgullo, en vez de limitarlo haciéndole creer que ya era un buen guerrero y que no necesitaba más lecciones, lo impulsaba a asirse a todas las ventajas que podía encontrar y que lo ayudaran a alcanzar sus ambiciosos objetivos. A finales de la primera semana, en aquellos momentos en que podía controlar su voluble temperamento, era ya capaz de combatir algunos de los ataques de Drizzt.

El elfo apenas hablaba durante esa primera semana, aunque de vez en cuando alababa al bárbaro si realizaba bien una defensa o un ataque o, en general, comentaba los progresos que estaba haciendo en tan poco tiempo. Pronto Wulfgar descubrió que, cuando realizaba una maniobra particularmente difícil, esperaba con impaciencia los comentarios del drow y que, de igual forma, cuando cometía alguna locura que lo dejaba vulnerable, se preparaba para recibir el golpe de la cimitarra plana.

El respeto que el joven bárbaro sentía por Drizzt no dejaba de aumentar. Algo en la forma de vivir del drow, sin una sola queja por su estoica soledad, tocaba el sentido del honor de Wulfgar. Aunque todavía no podía adivinar por qué había optado Drizzt por una existencia tan especial, estaba seguro, por lo que conocía ya de él, que guardaba relación con sus principios.

A mediados de la segunda semana, Wulfgar controlaba a la perfección a Aegis-fang, balanceando el martillo con gran precisión para obstaculizar el avance de las dos cimitarras y respondiendo con golpes cuidadosamente medidos.

Drizzt percibió el sutil cambio que estaba sucediendo cuando el bárbaro dejó de reaccionar a los golpes y cortes de las cimitarras y empezó a reconocer sus propias zonas vulnerables y a anticipar los nuevos ataques.

Cuando se convenció de que las defensas de Wulfgar eran suficientemente buenas, Drizzt empezó las lecciones de ataque. El drow era consciente de que su estilo de ofensiva no iba a ser el más adecuado para su alumno. El bárbaro podía utilizar su fuerza sin rival con más efectividad que con fintas y giros engañosos. Los hombres del pueblo de Wulfgar eran guerreros agresivos por naturaleza y el ataque les era más fácil que el esquivar los golpes. El bárbaro podía tumbar a un gigante con un único golpe bien colocado.

Lo único que le faltaba aprender era a tener paciencia.

Una noche oscura y sin luna, mientras se preparaba para tomar sus lecciones, Wulfgar vislumbró el resplandor de un campamento a lo lejos, en la llanura. Lo observó, hipnotizado, y de pronto otros resplandores aparecieron ante sus ojos, mientras se preguntaba si podrían ser los de su propia tribu.

Drizzt se acercó en silencio a él, sin que el bárbaro se diera cuenta. La aguzada vista del drow había divisado la luz del lejano campamento mucho antes de que las hogueras hubieran crecido lo suficiente para que Wulfgar lo notara.

—Tu gente ha sobrevivido —murmuró para consolar al joven.

Wulfgar se sobresaltó ante la súbita aparición de su maestro.

—¿Sabes algo de ellos? —inquirió.

Drizzt se colocó a su lado y paseó la vista por la tundra.

—Sufrieron grandes pérdidas en la batalla de Bryn Shander —explicó—. Y el duro invierno que siguió a la lucha golpeó sin piedad a las mujeres y niños que no tenían quien cazara para ellos. Las tribus se unieron entre sí para acrecentar su fuerza y se encaminaron hacia el oeste en busca de los renos. Todavía conservan los nombres de sus respectivas tribus, pero en realidad sólo quedan dos: la tribu del Elk y la del Oso.

»Tú estabas en la tribu del Elk, ¿verdad? —Al ver que Wulfgar asentía, prosiguió—. Tu gente tuvo más suerte. Ahora dominan la llanura y, aunque deberán pasar muchos años antes de que los bárbaros de la tundra recuperen la fuerza que ostentaban antes de la batalla, los guerreros jóvenes están llegando ya a la madurez.

Un suspiro de alivio se escapó de los labios de Wulfgar. Siempre había temido que la batalla de Bryn Shander hubiera diezmado de tal forma a sus congéneres que no hubiesen podido llegar a recuperarse. La tundra era terriblemente cruel en invierno y Wulfgar había considerado con frecuencia la posibilidad de que la súbita pérdida de tantos guerreros —algunas tribus habían perdido a todos sus hombres adultos— condenara a la gente restante a una muerte lenta.

—Pareces conocer bien a mi gente —comentó.

—He pasado muchos días observándolos —respondió Drizzt, intrigado por lo que el bárbaro estaría pensando—. Observando su estilo de vida y su lucha continua para prosperar en una tierra tan inhóspita.

Wulfgar soltó una risita y sacudió la cabeza, impresionado por el respeto sincero que mostraba el drow al hablar de los nativos del valle del Viento Helado. Hacía menos de dos semanas que conocía al elfo, pero ya comprendía lo suficiente el carácter de Drizzt Do’Urden para saber que su próxima observación sobre su maestro era por completo cierta.

—Apuesto a que incluso cazaste algún ciervo en la oscuridad para que al día siguiente, con la luz del sol, se lo encontraran gentes demasiado hambrientas para cuestionarse su buena suerte.

Drizzt no respondió ni alteró lo más mínimo la expresión de su rostro, pero Wulfgar estaba convencido de haber dado en el clavo.

—¿Sabes algo de Heafstaag? —preguntó tras unos instantes de silencio—. Era el rey de mi tribu, un hombre con multitud de cicatrices y conocido renombre.

Drizzt recordaba bien al bárbaro de un solo ojo y la mera mención de su nombre le produjo un dolor intenso en el hombro, donde había recibido el golpe de su pesada hacha.

—Vive —respondió, disimulando su desprecio—. Ahora Heafstaag es el portavoz de todo el norte y nadie tiene agallas suficientes para oponerse a él en combate o de palabra.

—Es un gran rey —concluyó Wulfgar, sin percibir el veneno que destilaban las palabras del drow.

—Es un luchador salvaje —lo corrigió Drizzt. Sus ojos color de espliego observaban fijamente a Wulfgar y pillaron al bárbaro por sorpresa con aquel súbito estallido de rabia. Wulfgar veía el increíble carácter reflejado en aquellas dos lagunas violetas, una fuerza interna en el drow cuya calidad daría envidia al más noble de los reyes.

—Has entrado en la madurez a la sombra de un enano de indiscutible carácter —lo regañó Drizzt—. ¿No te ha servido de experiencia?

Wulfgar se quedó mudo de asombro y no pudo encontrar palabras para replicarle.

Drizzt decidió que había llegado el momento de dejar al descubierto los principios del bárbaro y juzgar si era acertado y valía la pena enseñar al joven.

—Un rey es un hombre de carácter fuerte y gran poder de convicción que guía a los demás por el ejemplo y que se preocupa de veras por el sufrimiento de su pueblo —afirmó, como en una conferencia—. No un bruto que gobierna solamente porque es el más fuerte. Pensé que habías aprendido a hacer la distinción.

Drizzt percibió el desconcierto en el rostro de Wulfgar y se dio cuenta de que los años pasados en las cavernas de los enanos habían conmovido los cimientos sobre los que había asentado su existencia. Deseaba que la confianza que Bruenor había depositado en la conciencia y los principios de Wulfgar resultara verdadera porque también él, como años antes el enano, había llegado a reconocer que aquel joven inteligente era una promesa y había empezado a preocuparse por su futuro. De repente, dio media vuelta y se alejó, dejando que el bárbaro encontrara respuesta a sus propias preguntas.

—¿La lección? —le preguntó Wulfgar desde lejos, todavía confuso y sorprendido.

—Ya has aprendido tu lección de esta noche —respondió Drizzt sin darse la vuelta ni aminorar el paso—. Tal vez sea la más importante que te haya enseñado nunca.

El drow se perdió en la oscuridad de la noche, aunque la imagen lejana de aquellos ojos de espliego permanecía claramente impresa en los pensamientos de Wulfgar.

El bárbaro se volvió a observar el distante campamento… y se quedó pensativo.