El regalo
Wulfgar se sentó en el lado norte de la Escalada de Bruenor mientras escudriñaba con la vista el rocoso valle que quedaba a sus pies, en busca de cualquier movimiento que indicase el regreso del enano. El bárbaro solía acudir con frecuencia a aquel lugar para estar a solas con sus pensamientos y con el murmullo del viento. En línea recta frente a él, al otro lado del valle de los enanos, se alzaba la cumbre de Kelvin y la zona norte del lago Dinneshere, y, entre ambos, transcurría el camino de tierra conocido con el nombre de paso del Viento Helado que conducía al norte y a la llanura abierta.
Y, para el bárbaro, aquel paso conducía también a su hogar.
Bruenor le había dicho que permanecería fuera unos días y, aunque en un principio Wulfgar se alegró de librarse durante un tiempo del malhumor constante y las críticas del enano, pronto empezó a cambiar de opinión.
—Preocupado por él, ¿verdad? —murmuró una voz a sus espaldas. No tenía que volverse para saber que se trataba de Catti-brie.
Guardó silencio, suponiendo que la muchacha la había formulado sin esperar respuesta y que no le creería si se lo negaba.
—Volverá —exclamó Catti-brie intentando que su voz sonara indiferente—. Bruenor es más duro que una montaña de piedra y nada en toda la tundra puede detenerlo.
El bárbaro se volvió a observar a la muchacha. Hacía mucho tiempo, cuando entre Bruenor y Wulfgar se había alcanzado el grado de confianza necesario, el enano le había presentado a su «hija», una joven humana de la misma edad del bárbaro.
Era una muchacha tremendamente tranquila, pero con un fuego interno y un espíritu que pocas veces había visto Wulfgar en una mujer. A las muchachas bárbaras se las educaba para que siempre se guardaran sus pensamientos y opiniones, carentes de importancia a juicio de los hombres. Al igual que su mentor, Catti-brie decía exactamente lo que pensaba y no dejaba duda alguna de lo que creía en una situación determinada. Las peleas verbales entre ella y Wulfgar eran casi constantes y a menudo acaloradas, pero aun así, el bárbaro se alegraba de tener una compañera de su misma edad, alguien que no lo observara desde un pedestal de experiencia.
Catti-brie lo había ayudado en multitud de ocasiones durante el difícil primer año de su aprendizaje, tratándolo con respeto (aunque casi nunca le daba la razón) cuando ni él mismo se sentía merecedor de respeto. Wulfgar había llegado a pensar que la muchacha había tenido algo que ver, indirectamente, con la decisión de Bruenor de tomar bajo su tutela al bárbaro.
Era de su misma edad, pero en ciertos aspectos Catti-brie parecía mucho mayor, con un sólido sentido interno de la realidad que mantenía su temperamento bajo control. Sin embargo, en otros aspectos, como por ejemplo en su forma de andar a brincos, Catti-brie sería siempre una niña. Aquel inusual equilibrio de espíritu y calma, de serenidad y de júbilo incontrolado, intrigaba a Wulfgar y lo ponía nervioso siempre que hablaba con la muchacha.
Por supuesto, había también otra serie de emociones que ponían a Wulfgar en desventaja cuando estaba con Catti-brie. Era una mujer indudablemente hermosa, con espesos y ondulados cabellos castaño-rojizos que le caían sobre los hombros y unos ojos azul oscuro tan penetrantes que cualquier persona podía llegar a sonrojarse ante su examen. Aun así, existía algo más allá de la atracción física que interesaba a Wulfgar. Catti-brie era la primera persona que conocía que no encajaba con el papel que tenía definido la mujer en la tundra y, aunque no estaba seguro de si le gustaba o no esa independencia, no podía dejar de reconocer que ejercía una gran atracción sobre él.
—Vienes por aquí a menudo, ¿verdad? —preguntó Catti-brie—. ¿Qué buscas en realidad?
Wulfgar se encogió de hombros, sin estar demasiado seguro de conocer la respuesta.
—¿Tu hogar?
—Eso y otras cosas que una mujer no comprendería.
Catti-brie sonrió para quitarle importancia al involuntario insulto.
—Cuéntamelas, entonces —insistió, con un cierto matiz de sarcasmo en la voz—. Tal vez mi ignorancia dé un nuevo enfoque a esos problemas.
Bordeó una roca para pasar por delante del bárbaro y sentarse en el reborde, junto a él.
Wulfgar se quedó maravillado ante la gracia de sus movimientos. Al igual que la polaridad que existía en su curiosa mezcla emocional, Catti-brie también constituía un enigma desde el punto de vista físico. Era alta y esbelta, delicada según todos los aspectos, pero había crecido en las cavernas de los enanos, con lo que estaba acostumbrada al trabajo duro y pesado.
—De aventuras y de una promesa incumplida —declaró Wulfgar de forma misteriosa, tal vez para impresionar a la joven, aunque en realidad para reforzar su propia opinión de lo que debía y no debía preocupar a una mujer.
—Una promesa que pretendes cumplir —razonó la muchacha—, en cuanto se te dé la oportunidad.
Wulfgar asintió con solemnidad.
—Es mi herencia, una carga que se me traspasó cuando mi padre fue asesinado. Llegará el día… —dejó que su voz se fuera apagando y luego desvió la vista hacia el vacío de la tundra abierta, más allá de la cumbre de Kelvin.
Catti-brie sacudió la cabeza y los rizos rojizos se agitaron sobre sus hombros. Sabía ver más allá de la máscara misteriosa de Wulfgar para comprender que el muchacho pretendía emprender una misión muy peligrosa, probablemente suicida, en nombre del honor.
—No podría decir lo que te impulsa a hacerlo, pero, en cualquier caso, te deseo suerte. Sin embargo, si el único motivo es el que has mencionado, estás malgastando tu vida.
—¿Qué puede saber de honor una mujer? —replicó enojado Wulfgar.
Pero Catti-brie no estaba intimidada y no se dio por vencida.
—¿Por qué? —insistió—. ¿Crees que lo tienes todo bajo control por lo que tienes entre las piernas?
Wulfgar se sonrojó y desvió la vista, incapaz de ponerse de acuerdo con una mujer tan descarada.
—Además —continuó Catti-brie—, puedes decir lo que quieras sobre el motivo que te ha traído aquí, hoy, pero sé que estás preocupado por Bruenor, y no intentes convencerme de otra cosa.
—¡Sabes únicamente lo que te interesa saber!
—Te pareces muchísimo a él —dijo la muchacha de pronto, cambiando de tema y sin escuchar los comentarios de Wulfgar—. ¡Te pareces más al enano de lo que eres capaz de admitir! —Se echó a reír—. Ambos tozudos y orgullosos e incapaces asimismo de admitir el más mínimo sentimiento por el otro. Haz lo que quieras, Wulfgar del valle del Viento Helado. A mí puedes mentirme, pero a ti mismo… ¡eso es otra historia! —Se puso de pie y se alejó por entre las rocas en dirección a las cavernas de los enanos.
Wulfgar la vio partir, admirando el modo en que balanceaba sus esbeltas caderas y la gracia de sus pasos, a pesar de la rabia que sentía. No se detuvo a pensar por qué estaba tan enfurecido con Catti-brie.
Sabía que si lo hacía se daría cuenta, como de costumbre, que estaba enfadado con ella porque sus observaciones habían dado en el clavo.
Drizzt Do’Urden mantuvo una estoica vigilancia sobre su amigo inconsciente durante dos días. Preocupado como estaba por Bruenor e intrigado por el maravilloso martillo, permaneció a una respetable distancia de la forja secreta.
Finalmente, al alba del tercer día, Bruenor bostezó y se desperezó. Al instante, Drizzt se alejó por el camino que estaba seguro tomaría el enano y, tras encontrar un claro adecuado, se dispuso a montar un pequeño campamento.
La luz del sol le pareció a Bruenor un simple destello al principio, y tardó unos minutos en orientarse y comprender lo que veía a su alrededor.
Con gran rapidez, observó por todos lados en busca de restos de polvo caído y, al no encontrar ninguno, sintió que se le aceleraba el pulso. Cogió la magnífica arma con manos temblorosas y la observó desde todos los ángulos, percibiendo su equilibrio perfecto y su increíble fuerza. Casi se quedó sin aliento al ver los símbolos de los tres dioses en el mithril, con el polvo de diamante mágicamente fundido en las profundas hendiduras. Extasiado ante la evidente perfección de su trabajo, Bruenor comprendió lo que había querido decirle su padre al hablar del profundo vacío que sentiría. Sabía que nunca podría duplicar aquel grabado y se preguntó si, al ser consciente de eso, sería capaz algún día de coger de nuevo su martillo de herrero.
En un intento de ordenar aquella mezcla de emociones, el enano colocó de nuevo en el cofre de oro la maza de plata y el cincel y volvió a introducir el pergamino en el tubo, aunque ahora estaba totalmente en blanco y sabía que los símbolos mágicos nunca volverían a aparecer. De pronto, se dio cuenta de que no había probado bocado en varios días y de que aún no había recobrado del todo la fuerza que la magia le había robado. Recogió todo lo que pudo cargar y, tras apoyarse el martillo de guerra en el hombro, se encaminó de regreso a casa.
Una suave fragancia a conejo asado lo envolvió al acercarse al campamento de Drizzt Do’Urden.
—Así que vuelves de uno de tus viajes —saludó a su amigo.
Drizzt clavó la vista en los ojos del enano, intentando disimular su enorme curiosidad por el martillo de guerra.
—A petición tuya, mi querido enano —respondió mientras hacía una ligera reverencia—. Con toda seguridad tendrás a tanta gente buscándome porque deseas mi regreso.
Bruenor asintió, aunque por el momento se limitó a responder distraído, como única explicación:
—Te necesitaba.
Una necesidad más urgente lo acuciaba ahora a la vista de la comida.
Drizzt sonrió comprensivo. Él ya había comido, pero había preparado aquel conejo para Bruenor.
—¿Te apetece? —preguntó.
Antes de que hubiera acabado de hacer el ofrecimiento, Bruenor se abalanzó sobre un pedazo de conejo, pero, de pronto, se detuvo y miró al drow con suspicacia.
—¿Cuánto tiempo hace que estás aquí? —inquirió con nerviosismo.
—Llegué justo esta mañana —mintió Drizzt, respetando el carácter privado de la ceremonia especial de Bruenor. El enano pareció quedar satisfecho con la respuesta y atacó el pedazo de conejo, mientras Drizzt colocaba otro trozo en el asador.
El drow esperó hasta que el enano acabó de comer y, luego, de improviso, agarró el martillo de guerra y, antes de que Bruenor pudiera reaccionar, lo alzó por los aires.
—Demasiado grande para un enano —precisó, como por casualidad—. Y demasiado pesado para mis frágiles brazos —observó a Bruenor, que permanecía con los brazos cruzados y dando impacientes golpecitos con el pie—. ¿Para quién es, entonces?
—Tienes un talento especial para meter las narices donde no te incumbe, elfo —replicó el enano, malhumorado.
Drizzt se echó a reír por toda respuesta.
—¿Para el muchacho? ¿Para Wulfgar? —inquirió con un tono de incredulidad en la voz. Era consciente de que el enano sentía algo especial por el joven, aunque también sabía que jamás sería capaz de admitirlo—. Un arma hermosa para dársela a un bárbaro. ¿La hiciste tú mismo?
A pesar de su sarcasmo, Drizzt estaba impresionado por la obra que había realizado Bruenor y, aunque el martillo era demasiado pesado para que él pudiese manejarlo, podía sentir su increíble equilibrio con toda claridad.
—No es más que un viejo martillo —murmuró Bruenor—. El muchacho perdió su porra y no podría dejar que se perdiera en estas tierras inhóspitas sin un arma.
—¿Cómo se llama?
—Aegis-fang —replicó sin pensar, diciendo el nombre que había fluido a sus labios sin que tuviera tiempo de considerarlo. Aunque no recordaba el incidente, el enano había determinado el nombre del arma cuando había pronunciado los encantamientos mágicos de la ceremonia.
—Lo comprendo —concluyó Drizzt mientras le devolvía el arma—. Un martillo viejo pero suficientemente bueno para el muchacho. El mithril y el diamante son sólo cosas superfluas.
—¡Oh, cállate la boca! —le espetó Bruenor, con las mejillas sonrojadas. Drizzt hizo una ligera reverencia a modo de disculpa.
—¿Por qué requeriste mi presencia, amigo? —preguntó el drow, cambiando de tema.
Bruenor se aclaró la garganta.
—El muchacho… —empezó suavemente. Drizzt comprendió que al enano se le había hecho un nudo en la garganta y decidió guardarse sus sarcasmos— …será libre antes de que llegue el invierno —prosiguió Bruenor—, y no está preparado. Es el hombre más fuerte que he conocido y se mueve con la gracia de un ciervo en plena huida, pero está muy verde en las artes de la batalla.
—¿Quieres que me ocupe de su entrenamiento? —preguntó Drizzt, incrédulo.
—Bueno, yo no podría hacerlo —replicó Bruenor con brusquedad—. Mide más de dos metros y no aprendería nada de los golpes de un enano.
El drow observó a su compañero con curiosidad. Como cualquiera que conociera de cerca a Bruenor, sabía que un firme lazo se había creado entre el enano y el bárbaro, pero no había podido adivinar hasta ahora lo profundo que era.
—¡No lo he tenido bajo mi tutela durante cinco años para que ahora muera en manos de un yeti de la tundra! —exclamó Bruenor, impaciente por la reticencia que observaba en el drow y nervioso porque su amigo pudiese adivinar más que él—. ¿Entonces, lo harás?
Drizzt volvió a sonreír, pero esta vez sin ironía. Recordó su propia batalla con los yetis de la tundra hacía más de cinco años y cómo Bruenor le había salvado la vida aquel día. Aquélla no había sido la primera vez ni la última que había quedado en deuda con el enano.
—Los dioses saben que te debo mucho más que eso, mi querido amigo. Por supuesto que lo entrenaré.
Bruenor gruñó y agarró otro pedazo de conejo.
Los golpes del martillo de Wulfgar resonaban en las paredes de las cavernas. Enojado por las revelaciones que se había visto obligado a hacer a Catti-brie, el bárbaro había decidido concentrarse de nuevo con fervor en el trabajo.
—Deja el martillo, muchacho —ordenó una voz a sus espaldas.
Wulfgar se sobresaltó. Había estado tan concentrado en el trabajo que no había oído entrar a Bruenor. Una sonrisa de alivio involuntaria se dibujó en su rostro, pero al instante intentó ocultar aquella huella de debilidad con una máscara de impasibilidad.
Bruenor observó la increíble altura del bárbaro y su corpulencia, así como la ligera sombra de barba rubia que había en la piel dorada de su rostro.
—Me parece que ya no podré llamarte muchacho —concedió el enano.
—Tienes derecho a llamarme como quieras —replicó Wulfgar—. Soy tu esclavo.
—Tienes un espíritu salvaje como la tundra —respondió Bruenor con una sonrisa—. ¡Tú nunca has sido ni serás esclavo de ningún enano o humano!
Aquel inusual cumplido en boca de Bruenor pilló por sorpresa a Wulfgar. Intentó responder, pero no pudo hallar las palabras.
—Nunca te he considerado un esclavo, muchacho —continuó Bruenor—. Me serviste para pagar por los crímenes cometidos por tu gente y yo te he enseñado mucho a mi vez. Ahora deja ese martillo. —Se detuvo un instante para considerar el fino trabajo que estaba realizando Wulfgar—. Eres un buen herrero, con un poderoso sentimiento por la piedra, pero no perteneces a una caverna de enanos. Ya va siendo hora de que vuelvas a sentir el sol en tu rostro de nuevo.
—¿Libertad? —susurró Wulfgar.
—¡Por fin ha entrado la noción en tu cabezota! —le espetó Bruenor. Luego señaló al bárbaro con un dedo regordete y continuó, con voz amenazadora—: Que será mía hasta el último día del acuerdo, no lo olvides.
Wulfgar tuvo que morderse el labio para no echarse a reír. Como siempre, la curiosa mezcla de compasión y rabia del enano lo confundía y lo dejaba fuera de combate. Sin embargo, tampoco era una sorpresa para él. Cuatro años a su lado le habían enseñado a esperar, y olvidar, los súbitos estallidos de malhumor.
—Acaba lo que hayas venido a hacer —le ordenó Bruenor—. Te llevaré a conocer a tu maestro mañana por la mañana y tendrás que prometerme que lo obedecerás como si de mí se tratara.
Wulfgar esbozó una mueca ante la perspectiva de tener que servir a otra persona, pero, puesto que había aceptado su contrato de aprendizaje con Bruenor incondicionalmente por un período de cinco años y un día, hubiera sido un deshonor para sí mismo retractarse de su promesa, por lo que asintió sin poner objeciones.
—Como no voy a verte mucho a partir de ahora —continuó Bruenor—, tendrás que prometerme en este instante que nunca más volverás a alzar un arma contra la gente de Diez Ciudades.
Wulfgar se irguió con firmeza.
—Eso no puedo hacerlo —replicó audazmente—. Cuando cumpla los términos que me impusiste, seré un hombre libre, con criterio propio.
—Eso es justo —le concedió Bruenor. En realidad, el orgullo tozudo de Wulfgar no hacía más que aumentar el respeto que el enano sentía por él. Se detuvo un momento a observar de cerca al orgulloso joven guerrero y se dio cuenta de que le agradaba haber tenido algo que ver con el crecimiento de Wulfgar.
—Rompiste contra mi cabeza tu estandarte —empezó Bruenor con cierta indecisión. Luego se aclaró la garganta. Aquella última cuestión lo inquietaba y no sabía cómo desempeñarse para no parecer un tonto sentimental—. Llegará el invierno después de que finalice tu contrato conmigo y no me parece justo enviarte a esa inhóspita tierra sin un arma. —Salió a toda prisa al corredor y volvió con el martillo de guerra—. Aegis-fang —dijo con brusquedad mientras se la tendía a Wulfgar—. No quiero coartar tu voluntad, pero quiero tener tu promesa, para calmar mi conciencia, de que nunca alzarás esta arma contra el pueblo de Diez Ciudades.
En cuanto sus manos asieron el mango de diamante, Wulfgar percibió el valor de aquel martillo mágico. Las hendiduras repletas de polvo de diamante captaron el brillo de la forja y lanzaron una miríada de reflejos por toda la habitación. Los bárbaros de la tribu de Wulfgar se habían sentido siempre orgullosos por las bellas armas que fabricaban, e incluso llegaban a medir el valor de un hombre según la lanza o la espada que llevaba, pero Wulfgar no había visto en toda su vida nada que pudiera compararse con los detalles exquisitos y la fuerza que emanaba de Aegis-fang. El arma encajaba tan bien en sus enormes manos y su peso y tamaño concordaban con tanta perfección con los suyos que se sintió como si hubiera nacido para poseer aquel martillo. Al instante se dijo para sus adentros que rezaría durante muchas noches a los dioses del destino por haberle concedido aquel premio. En verdad, merecían su agradecimiento.
Al igual que Bruenor.
—Tienes mi palabra —tartamudeó Wulfgar, tan impresionado por aquel magnífico regalo que apenas podía hablar. Intentó calmarse para poder continuar, pero, cuando consiguió apartar la mirada de aquel martillo maravilloso, vio que Bruenor ya se había marchado.
El enano se precipitó por los corredores en dirección a sus cámaras privadas, maldiciendo en voz baja su debilidad y deseando no encontrarse con ninguno de sus compañeros. Tras echar una ojeada a su alrededor, se enjugó sus ojos grises.