Aegis-fang
El sudor empapaba las palmas de Bruenor mientras introducía la llave en la polvorienta cerradura de la pesada puerta de madera. Aquél era el principio del proceso que sometería toda su habilidad y experiencia a la prueba final. Como todo maestro herrero de los enanos, había esperado este momento con gran excitación y aprensión desde que había empezado su prolongado aprendizaje.
Tuvo que empujar con fuerza para que la puerta se abriera. La madera crujió y chirrió en señal de protesta, porque había permanecido casi sellada desde la última vez que se había abierto, hacía ya muchos años. Sin embargo, aquello fue un alivio para Bruenor, porque no podía soportar la idea de que alguien hubiera estado mirando sus posesiones más preciadas. Observó a su alrededor y escrutó los oscuros corredores de aquella sección poco utilizada del complejo de los enanos, asegurándose una vez más de que no lo habían seguido, y luego se introdujo en la estancia, colocando la antorcha ante él para abrirse paso entre la cortina de telarañas que pendía del techo.
El único mueble que había en la habitación era una caja de madera enchapada en hierro, envuelta en dos pesadas cadenas unidas por un enorme cerrojo. Las telarañas se entrecruzaban y colgaban de todos los rincones de la caja y la tapa estaba cubierta por una gruesa capa de polvo. Bruenor comprendió que aquello era otra buena señal. Volvió a pasear la vista por los corredores que dejaba atrás y luego cerró con cuidado la puerta de madera intentando hacer el menor ruido posible.
Se arrodilló junto a la caja y colocó la antorcha en el suelo, a su lado. Varias arañas, deslumbradas por la llama, adquirieron un tono anaranjado durante un breve instante antes de morir y desaparecer. Bruenor extrajo un pedazo de madera de una bolsa que llevaba atada al cinturón y cogió la llave de plata que colgaba de una cadena alrededor de su cuello. Sostuvo el pedazo de madera con gran firmeza frente a él y, manteniendo los dedos de la otra mano por debajo del nivel del cerrojo, deslizó con suavidad la llave en la cerradura.
Ahora llegaba la parte más delicada. Bruenor giró la llave con el oído alerta y, al percibir que cedía el seguro del cerrojo, respiró hondo y con gran rapidez apartó la mano de la llave, permitiendo que la masa del cerrojo se separara de la anilla para liberar la palanca del pestillo que había quedado aprisionado entre ella y la caja. El diminuto dardo se incrustó en el pedazo de madera y Bruenor respiró aliviado. Aunque había dispuesto la trampa hacía casi un siglo, sabía que el poder del veneno de la serpiente Hacedora de Viudas todavía era mortal.
Una gran excitación se apoderó de Bruenor en aquel momento y el enano se apresuró a apartar las cadenas y soplar la capa de polvo que había sobre la tapa. Luego, recuperada de nuevo la calma y recordándose a sí mismo la importancia de cada movimiento, empezó a abrir despacio la caja.
Cualquier persona que hubiese encontrado la caja y se las hubiera arreglado para escapar al dardo mortal de la cerradura, se habría asombrado ante los tesoros que ocultaba. Una copa de plata, una bolsa de oro y una daga de pedrería de tosca talla se mezclaban con multitud de objetos más personales y menos valiosos: un casco abollado, unas botas viejas y otras piezas similares que hubieran sido de poco interés para un ladrón.
Sin embargo, aquellos objetos eran simplemente un engaño. Bruenor los extrajo todos y los esparció por el suelo sin pensarlo dos veces.
El fondo de la pesada caja estaba al mismo nivel del suelo, lo cual indicaba que nada más podía encontrarse allí, pero Bruenor había perforado con gran precisión el suelo por debajo del baúl y había colocado la caja encima de forma que ni el más escrupuloso ladrón podía sospechar que no se apoyaba en la tierra. El enano empujó una diminuta palanca del fondo de la caja e intentó levantarlo utilizando un dedo como gancho, pero la pesada madera se había hinchado con el paso del tiempo y tuvo que emplear toda su fuerza para alzar el fondo. La madera saltó de pronto y Bruenor cayó hacia atrás por el impulso, pero al instante estaba otra vez junto a la caja, escudriñando con atención por encima del borde sus mayores tesoros.
Un pedazo de mithril puro, una pequeña bolsa de cuero, un cofre de oro y un tubo de plata en cuyo extremo brillaba un diamante; todos los objetos colocados tal y como él los había dejado hacía tantos años.
Le temblaban las manos y tuvo que detenerse a secarse el sudor de las palmas varias veces mientras extraía los preciados objetos de la caja y colocaba los que cabían en la bolsa mientras dejaba el pedazo de mithril sobre una manta que había extendido en el suelo. Luego, con gran rapidez, volvió a cerrar el doble fondo, cuidando de que la palanca quedara colocada perfectamente en su sitio. A continuación, dispuso de nuevo las cadenas y el cerrojo, dejándolo tal y como lo había encontrado, salvo que no vio motivo alguno para reconstruir la trampa del dardo.
Bruenor había construido su forja exterior en un rincón oculto en la base de la cumbre de Kelvin. Aquélla era una zona poco transitada del valle de los enanos, en el extremo más septentrional, con el paso de Bremen que se introducía en la tundra abierta alrededor del lado occidental de la montaña, y el paso del Viento Helado que hacía lo propio por el este. Para su sorpresa, Bruenor había descubierto que la piedra aquí era dura y de gran pureza, empapada hasta lo más profundo por la fuerza de la tierra, y que le sería de gran utilidad para su pequeño templo.
Como de costumbre, Bruenor se acercó a aquel lugar sagrado con gran lentitud, casi con reverencia. Como ahora llevaba los tesoros de su herencia, su mente viajaba hacia atrás en los siglos, a Mithril Hall, al antiguo hogar de su gente y al discurso que había pronunciado su padre el día en que le dieron su primer martillo de herrero.
—Si tienes talento para la herrería —le había dicho su padre— y tienes la fortuna de vivir muchos años y sentir la fuerza de la tierra, encontrarás un día especial. Una bendición, o, según algunos, una maldición, ha sido echada sobre nuestra gente: por una vez, una única vez, uno de nuestros mejores herreros forjará un arma a su elección que superará en calidad a todos los demás trabajos que haya realizado. Espera con cautela ese día, hijo, porque tendrás que comprometerte profundamente con esa arma. En toda tu vida, nunca volverás a llegar a la perfección otra vez y, sabiendo eso, perderás en gran medida el deseo que hace trabajar a tu martillo. Después de ese día, tal vez tu vida quede vacía, pero si eres tan bueno como tu destino dice que serás, habrás forjado un arma de leyenda que vivirá después de que tus huesos se hayan convertido en polvo.
El padre de Bruenor, que había muerto cuando la oscuridad se apoderó de Mithril Hall, no había vivido lo suficiente para encontrar aquel día especial, pero, si lo hubiera hecho, habría utilizado varios de los objetos que ahora llevaba su hijo. Sin embargo, Bruenor no sentía que aquello fuera una falta de respeto, ya que sabía que iba a forjar un arma de la cual el espíritu de su padre podría sentirse orgulloso.
El día de Bruenor había llegado.
La imagen de un martillo de doble cabeza oculto en el pedazo de mithril había acudido a la mente de Bruenor durante un sueño, a principios de aquella misma semana. El enano había comprendido al instante el significado y supo que tendría que actuar con rapidez para tenerlo todo a punto la noche de poder que se acercaba rápidamente. La luna brillaba redonda en el cielo y alcanzaría su plenitud la noche del solsticio, el período gris entre las estaciones en que el aire se teñía de magia. La luna llena no haría más que aumentar el encanto de aquella noche y Bruenor creía que incluso podría captar un hechizo cuando alcanzara el punto de poder.
El enano tendría que trabajar duro si quería estar preparado. Había empezado la labor con la construcción de la diminuta forja y, aunque aquélla había sido la parte más sencilla, la realizó mecánicamente, intentando tener la mente ocupada en lo que hacía y no pensar con anticipación en la forja del arma.
Ahora, el tiempo que había estado esperando llegaba por fin. Extrajo el pesado bloque de mithril de la bolsa, percibiendo su pureza y su fuerza. Con anterioridad se había hallado ante bloques similares, y sintió que una ola de aprensión lo embargaba. Se quedó mirando fijamente el metal plateado.
Durante largo rato, no fue más que un bloque cuadrado, pero poco a poco los bordes parecieron redondearse a medida que la imagen del martillo de guerra se perfilaba con claridad en la mente del enano. Sentía el pulso acelerado y respiraba con dificultad.
Su visión había sido real.
Encendió la forja y se puso manos a la obra de inmediato, trabajando durante toda la noche hasta que las primeras luces del día disiparon el encanto que lo envolvía. Regresó a su casa aquella mañana tan sólo para recoger la vara de diamante que había separado para el arma y luego volvió a la forja. Durmió un rato y, después, anduvo nervioso de un lado a otro en espera de que cayera de nuevo la oscuridad de la noche.
En cuanto se desvaneció la luz del sol, Bruenor volvió ansioso a la tarea. El metal se moldeaba con facilidad bajo su hábil manipulación y supo que antes de que el alba lo interrumpiera quedaría formada la cabeza del martillo. En aquel momento, y aunque todavía le quedaban largas horas de trabajo, sintió que una ola de orgullo lo envolvía. Sabía que cumpliría el programa que se había propuesto. La noche siguiente uniría la empuñadura de diamante y todo estaría dispuesto para el encanto de la luna llena durante la noche del solsticio de verano.
La lechuza descendió en picado pero en silencio sobre el diminuto conejo, guiada hacia su presa por sentidos tan aguzados como los de cualquier criatura viviente. Aquélla sería una caza de rutina, sin que la desafortunada bestia se diera ni siquiera cuenta de la proximidad del predador. Sin embargo, la lechuza se sentía inquieta sin motivo aparente y su concentración de cazador se perdió en el último momento. Raras veces fallaba el enorme pájaro, pero aquella vez regresó a su hogar junto a la cumbre de Kelvin sin comida.
Muy lejos de allí, en la tundra, un lobo solitario permanecía sentado, inmóvil como una estatua, ansioso pero paciente, a la espera de que el disco de plata de la enorme luna de verano emergiera por la línea del horizonte. Esperó hasta que la seductora esfera se recortó al completo contra el cielo y luego soltó el antiguo y poderoso aullido de su especie, que recibió respuesta, una y otra vez, por lejanos lobos y demás habitantes de la noche, todos ellos clamaban por el poder de los cielos.
La noche del solsticio de verano, en la que el aire se teñía de magia, excitando a todos salvo a los seres racionales que habían rechazado tales instintos, había comenzado.
En el estado emocional en que se encontraba, Bruenor percibió con toda claridad la magia, pero, absorbido en la culminación de la labor de toda su vida, había conseguido alcanzar un nivel de tranquila concentración. Sus manos no temblaban cuando se dispuso a abrir la tapa de oro del diminuto cofre.
El enorme martillo de guerra permanecía apoyado en el yunque frente al enano. Representaba el trabajo más perfecto de Bruenor, forjado con todo poder y belleza, pero a la espera de las delicadas runas y encantamientos que lo iban a convertir en un arma de poderes especiales.
Bruenor cogió con gran ceremonia el pequeño mazo de plata y el cincel que había en el cofre y se acercó al martillo de guerra. Sin titubear, ya que era consciente del poco tiempo de que disponía para realizar labor tan intrincada, colocó el cincel sobre el mithril y dio unos golpecitos con el mazo. El roce de los dos metales puros dejó escapar una nota clara y límpida que hizo estremecerse al enano. En su corazón sabía que las condiciones eran las perfectas y volvió a sentir un escalofrío al pensar en el resultado de sus noches de trabajo.
No percibió los ojos oscuros que lo observaban fijamente desde una cierta distancia.
Bruenor no necesitaba moldes para realizar los primeros grabados, ya que eran símbolos que llevaba impresos en el corazón y el alma. Con gran solemnidad, realizó la inscripción del martillo y el yunque de Moradin el Forjador de Almas en uno de los lados de la doble cabeza del martillo y las hachas cruzadas de Clanggedon, el dios enano de la Batalla, en la otra. Luego, cogió el tubo de plata y extrajo el diamante de uno de sus lados. Suspiró aliviado al ver que el pergamino había sobrevivido al tiempo. Tras secarse el sudor de las manos, extrajo el papel y lo desenvolvió sobre la superficie plana del yunque. En un principio, la hoja parecía estar en blanco, pero poco a poco los rayos de luna llena empezaron a dibujar en ella los símbolos, las secretas runas de poder.
Aquélla era la herencia de Bruenor y, aunque nunca hasta ahora las había visto, las líneas y curvas arcanas tenían un aire familiar para él. Con mano firme y segura, el enano colocó el cincel de plata entre los símbolos de los dos dioses que había grabado y empezó a tallar las runas secretas en el martillo de guerra. Sentía que su magia se transmitía a través de él, desde el pergamino al arma, y sonrió al ver que los símbolos iban desapareciendo a medida que los inscribía en el mithril. Ahora el tiempo no tenía significado alguno para él y se concentró en cuerpo y alma en la tarea, pero, al completar las inscripciones, se dio cuenta de que la luna había pasado ya el cenit y que pronto se ocultaría.
La primera prueba real de la pericia del enano llegó cuando superpuso las runas grabadas con la gema del interior del símbolo de la montaña de Dumathoin, el Guardián de los Secretos. Las líneas del símbolo del dios encajaban a la perfección con las que él había grabado, eclipsando las huellas secretas del poder.
Bruenor era consciente de que su trabajo estaba casi completo. Sacó el pesado martillo de guerra de la abrazadera y cogió la pequeña bolsa de piel. Tuvo que respirar hondo varias veces para calmarse, ya que aquélla era la prueba final y más decisiva de su habilidad. Aflojó el cordón que mantenía cerrada la bolsa y se extasió ante los suaves destellos que expedía el polvo de diamante a la pálida luz de la luna.
Desde detrás de su escondite, Drizzt Do’Urden se quedó tenso, a la espera, pero tuvo buen cuidado de no distraer la completa concentración de su amigo.
Bruenor volvió a respirar hondo y, luego, con un brusco movimiento, lanzó el contenido de la bolsa por el aire y, tras apartarla, cogió el martillo con ambas manos y lo alzó por encima de su cabeza. El enano sintió que la fuerza emergía de su cuerpo mientras pronunciaba las palabras de poder, pero no podía saber si había realizado bien el trabajo hasta que la obra no estuviera completa. El nivel de perfección de los grabados determinó el éxito de sus encantamientos, ya que, mientras esculpía las runas en el arma, la fuerza de éstas le había fluido hasta el corazón. Ese poder atraía el polvo mágico al arma, de modo que el poder podía medirse según la cantidad de polvo de diamante que capturase.
Una ola de oscuridad se cernió sobre el enano. Sintió que le estallaba la cabeza, sin comprender qué lo mantenía todavía en pie. Pero el poder de las palabras había sobrepasado sus propios límites y, aunque no era consciente de ello, las palabras continuaban fluyendo de sus labios en un murmullo interminable, extrayéndole cada vez más poder. Luego sintió que caía suavemente, aunque quedó inconsciente antes de que su cabeza golpeara el suelo.
Drizzt dio media vuelta y se quedó mirando las rocosas montañas. Él también estaba exhausto por la visión de aquel espectáculo. No sabía si su amigo sobreviviría a aquella experiencia nocturna y, sin embargo, se sentía feliz por Bruenor, ya que había sido testigo del momento más triunfante del enano cuando la cabeza de mithril del martillo resplandeció con aquella vida mágica y atrajo la lluvia de diamante.
Y ni una sola partícula de aquel polvo resplandeciente había escapado a la invocación de Bruenor.