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La creciente oscuridad

Torga el orco se encaró con el goblin Grock con evidente desprecio. Sus respectivas tribus habían estado luchando durante muchos años en una guerra que duraba ya más tiempo de lo que ningún miembro de sus grupos podía recordar. Compartían un valle en la Columna del Mundo y se disputaban el territorio y la comida con la brutalidad propia de sus razas guerreras.

Y ahora permanecían en territorio común sin ningún arma a la vista, atraídos a ese lugar por una fuerza todavía mayor que el odio que los separaba. En otro lugar y otro tiempo, las tribus no podrían haber estado tan cerca sin enfrascarse en una feroz batalla, pero ahora tenían que contentarse con el intercambio de amenazas y miradas peligrosas, ya que se les había ordenado que dejaran a un lado sus diferencias.

Torga y Grock se volvieron y echaron a andar, hombro con hombro, en dirección a la estructura que albergaba al hombre que sería su dueño.

Entraron en Cryshal-Tirith y se detuvieron ante Akar Kessell.

Dos tribus más se habían unido a sus filas. La plataforma que rodeaba la torre estaba cubierta por los estandartes de varias bandas: los goblins de las Lanzas Retorcidas, los orcos Cortantes, los orcos de la Lengua Dividida y muchos más. Todos ellos habían acudido allí a servir a su dueño. Kessell incluso había atraído un numeroso clan de ogros, un puñado de trolls y unos cuarenta verbeegs, una especie inferior de gigantes, pero gigantes al fin y al cabo.

Sin embargo, un logro supremo era un grupo de gigantes de escarcha que simplemente vagabundeaban por allí y cuyo único objetivo era agradar al poseedor de Crenshinibon.

Kessell había estado bastante satisfecho de su vida en Cryshal-Tirith, con todos sus deseos cumplidos al instante por la obediente tribu de goblins con los que se había encontrado. Éstos habían conseguido asaltar una caravana de mercantes para proporcionar al brujo unas cuantas mujeres con las que divertirse. La vida de Kessell había sido fácil y agradable, tal como a él le gustaba.

Pero Crenshinibon no compartía esa alegría. El ansia de poder de la reliquia era insaciable. Durante una corta temporada podía contentarse con pequeños logros, pero luego tenía que instigar a su dueño a realizar mayores conquistas. No podía oponerse abiertamente a Kessell porque, en su constante lucha de voluntades, Kessell tenía en fin de cuentas el poder de decisión. La pequeña Piedra de Cristal poseía una reserva de increíble poder, pero sin un dueño era como una espada sin brazo que la empuñara, así que Crenshinibon ejercía su voluntad a través de la manipulación, insinuando ilusiones de conquista en los sueños del brujo y permitiendo que Kessell observara las posibilidades del poder. Se dedicaba a hacer bailar una zanahoria ante los ojos de aquel torpe aprendiz de forma que no pudiese rehusarla.

Kessell, que siempre había sido el objeto de burla de los presuntuosos magos de Luskan —y, en realidad, de todo el mundo—, era presa fácil para tales ambiciones. Él, que había tenido que morder el polvo a los pies de gente importante, buscaba una oportunidad para invertir los papeles.

Y ahora tenía la ocasión de convertir sus fantasías en realidad, según le aseguraba Crenshinibon. Con la reliquia junto al corazón, podía convertirse en un conquistador, podía hacer que la gente, incluso los brujos de la Torre de Huéspedes, temblaran ante la sola mención de su nombre.

Pero tenía que ser paciente. Había tardado varios años en aprender los secretos para controlar primero a una y después a dos tribus de goblins. Sin embargo, la tarea de unir a docenas de tribus y conseguir que su natural enemistad se convirtiera en una única causa de servidumbre hacia él constituía todo un desafío. Tenía que atraerlos, uno por uno, y asegurarse de que los esclavizaba plenamente a su voluntad antes de hacer entrar al siguiente grupo.

Hasta ahora el asunto iba viento en popa y había conseguido atraer a dos tribus rivales simultáneamente con resultados positivos. Torga y Grock se introdujeron en Cryshal-Tirith, ambos buscando el modo de asesinar al otro sin despertar la furia del brujo. Aun así, cuando se marcharon, tras mantener una breve conversación con Kessell, iban charlando como dos viejos amigos sobre la gloria que les aportarían sus futuras batallas en el ejército de Akar Kessell.

El brujo se recostó sobre sus almohadones y meditó sobre su buena suerte. Su ejército empezaba a cobrar forma. Tenía gigantes de escarcha para sus comandantes de campo, ogros para la guardia de campo, verbeegs como fuerza de choque mortal y trolls, criaturas miserables que inspiraban miedo, como su guardia personal. Además, poseía diez mil goblins de lealtad fanática para llevar a cabo su siega de destrucción.

—¡Akar Kessell! —le gritó a la muchacha del harén que le hacía la manicura mientras él reposaba en actitud pensativa, aunque la mente de la mujer hacía mucho tiempo que había sido destruida por Crenshinibon—. ¡Toda la gloria para el Tirano del valle del Viento Helado!

Mucho más al sur de las heladas estepas, en las tierras civilizadas donde los hombres tenían más tiempo libre para realizar actividades ociosas y dedicarse a la contemplación, donde no todas las acciones estaban determinadas por una necesidad acuciante, los brujos y aprendices de brujos no eran muy frecuentes. Los verdaderos magos, estudiantes durante toda la vida de las artes arcanas, practicaban su profesión con un evidente respeto por la magia e incluso con cierta cautela ante las consecuencias de sus invocaciones.

A menos que los consumiera el ansia de poder, los magos auténticos realizaban sus experimentos con prudencia y pocas veces causaban desastres.

Sin embargo, los aprendices de mago, hombres que de algún modo habían llegado a un grado de destreza mágica, ya fuera porque habían encontrado algún pergamino, el libro de hechizos de algún maestro o alguna reliquia, eran con frecuencia los causantes de enormes calamidades.

Tal era el caso aquella noche en una tierra situada a miles de kilómetros de distancia de Akar Kessell y de Crenshinibon. Un aprendiz de brujo, un joven que había demostrado ser una gran promesa, había logrado hacerse con el diagrama de un círculo de increíble poder mágico y, posteriormente, había encontrado un hechizo para invocarlo. El aprendiz, ciego por la promesa de poder, se las arregló para extraer el verdadero nombre del demonio de las notas privadas de su maestro.

La afición particular de este joven era la brujería, el arte de invocar a entidades de otras esferas y obligarlas a prestar servidumbre. Su maestro le había permitido traer deidades menores a través de una puerta mágica, y bajo una estrecha vigilancia, esperando demostrarle así los peligros potenciales de la práctica y reforzar en él la cautela. Pero, en realidad, las demostraciones sólo habían servido para aumentar el apetito del joven por el arte. En más de una ocasión había suplicado a su maestro que le permitiese intentar invocar a un verdadero demonio, pero el brujo era consciente de que su pupilo no estaba preparado para semejante prueba.

El aprendiz no estaba de acuerdo.

Había completado la inscripción del círculo aquel mismo día y estaba tan seguro de su trabajo que no se tomó la molestia de dedicar otro día (algunos brujos habrían tardado una semana entera) a comprobar las runas y símbolos o en invocar primero a una entidad inferior, como un fantasma.

Ahora estaba sentado en el centro, con los ojos fijos en el fuego del brasero que le serviría de entrada al Abismo. Con una sonrisa confiada y henchida de orgullo, el aprendiz de brujo invocó al demonio.

Errtu, un demonio mayor de proporciones catastróficas, oyó débilmente cómo invocaban su nombre desde la lejana esfera. Por regla general, la enorme bestia hubiera hecho caso omiso de una llamada tan débil, ya que su autor no había demostrado suficiente habilidad o fuerza para obligarlo a obedecer, pero Errtu se alegró de escuchar aquella llamada providencial. Hacía varios años, el demonio había presentido un poder nuevo que acababa de surgir en el mundo material y que, según él, podía permitirle culminar la búsqueda que había empezado hacía un milenio, y desde entonces había esperado impaciente que algún brujo le abriese el camino para introducirse en la esfera material y poder investigar.

El joven aprendiz se vio inmerso en la danza hipnótica del fuego del brasero. El resplandor se había convertido en una única llama, parecida a la de una vela, pero muchísimo mayor, y oscilaba de modo tentador hacia atrás y adelante, atrás y adelante.

El aprendiz, hipnotizado, apenas percibía la intensidad cada vez mayor del fuego. La llama se alzaba cada vez más alta, cada vez más vacilante, y su color oscilaba en el espectro hacia el postrer calor de la blancura.

Hacia atrás y adelante, atrás y adelante.

Cada vez más deprisa, balanceándose con frenesí para proveer la fuerza necesaria para soportar la enorme entidad que esperaba al otro lado.

Hacia atrás y adelante, atrás y adelante.

El aprendiz empezó a sudar copiosamente. Sabía que el poder del hechizo se le estaba escapando de las manos, que la magia se había desatado y vivía por sí sola, y que él no tenía poder suficiente para dominarla, para detenerla.

Hacia atrás y adelante, atrás y adelante.

De pronto, vislumbró la sombra oscura inmersa en la llama, las enormes manos en forma de garra y las alas de cuero, parecidas a las de un murciélago. ¡Qué tamaño descomunal! Sin duda alguna, era un gigante aun con relación a los suyos.

—¡Errtu! —gritó el joven, aunque las palabras se las dictaba la magia. No había identificado por completo el nombre en las notas de su maestro, pero él había visto con toda claridad que se referían a un demonio poderoso, un monstruo situado en el segundo rango de la jerarquía del Abismo.

Hacia atrás y adelante, atrás y adelante.

En ese momento, la cabeza grotesca y parecida a la de un mono, con las fauces y el hocico de un perro y los colmillos de un jabalí, era ya visible, con unos ojos enormes y rojizos como la sangre que lo miraban desde el interior de la llama. La baba ácida chisporroteaba al caer sobre el fuego.

Hacia atrás y adelante, atrás y adelante.

El fuego resplandeció en el éxtasis final de poder y Errtu se introdujo en él. El demonio no se detuvo a examinar al joven aterrorizado que había cometido la locura de invocarlo, sino que empezó a caminar alrededor del círculo en busca de pistas que le indicaran hasta qué extremo llegaba el poder del brujo.

Al final, el aprendiz consiguió dominar los nervios. ¡Había invocado un demonio mayor! Eso le ayudaría a recuperar la confianza en sí mismo como brujo.

—¡Detente ante mí! —ordenó, consciente de que era necesaria una mano firme para controlar una criatura de las caóticas esferas inferiores.

Pero Errtu, impasible, continuó andando.

El aprendiz se estaba enojando por momentos.

—¡Me obedecerás! —gritó—. Te he traído aquí y tengo la clave de tu tormento, así que obedecerás mis órdenes y luego podré devolverte de regreso a tu sucio mundo. ¡Detente ante mí!

El aprendiz hablaba en tono desafiante. Era un joven orgulloso.

Pero Errtu había encontrado un error en el trazo de una runa, una imperfección fatal en un círculo mágico que tenía que ser perfecto.

El aprendiz estaba muerto.

Errtu percibió la sensación familiar de poder con más fuerza en el mundo material y no tuvo dificultad en detectar de dónde procedía. Echó a volar con sus enormes alas por encima de las ciudades de los humanos, sembrando el pánico por donde se lo divisaba, pero sin detenerse en su viaje para saborear el caos que creaba allí abajo.

Directo como una flecha y a gran velocidad, Errtu sobrevolaba lagos y montañas, atravesaba grandes extensiones áridas en dirección al extremo septentrional de los Reinos, la Columna del Mundo, y a la reliquia antigua en cuya búsqueda había invertido siglos enteros.

Kessell fue consciente de la proximidad del demonio mucho antes de que las tropas reunidas empezaran a dispersarse aterrorizadas por la creciente oscuridad. Crenshinibon le había transmitido al brujo la información, ya que la reliquia viviente se anticipaba a los movimientos de la poderosa criatura de los mundos inferiores que la había estado persiguiendo durante incontables años.

Sin embargo, Kessell no estaba preocupado. Dentro de aquella torre de fuerza estaba convencido de poder manejar incluso una deidad de tanto poder como Errtu, y, además, poseía una ventaja sobre el demonio, ya que él era el poseedor de la reliquia. Ésta estaba ligada a él y, al igual que muchas otras creaciones mágicas del amanecer del mundo, Crenshinibon no podía ser arrebatado de su dueño por la fuerza. Como Errtu deseaba tener aquella reliquia, no osaría oponerse a Kessell e invocar la cólera de Crenshinibon.

Gruesas gotas de baba ácida empezaron a chorrear de la boca del demonio cuando vislumbró la imagen de la torre de la reliquia.

—¿Cuántos años he estado esperando esto? —dijo triunfante.

Errtu divisó la puerta de la torre con toda claridad, porque no era una criatura del mundo material, y se encaminó hacia allí al instante. Ninguno de los esclavos de Kessell se detuvo a ver la entrada del demonio.

Flanqueado por sus trolls, el brujo esperaba a Errtu en la cámara principal de Cryshal-Tirith, en el primer nivel de la torre. Aunque era consciente de que los trolls le serían de poca utilidad contra un demonio de fuego, el brujo quería que estuvieran presentes en el momento en que el demonio lo viera por primera vez. Sabía que tenía suficiente poder para alejar a Errtu con facilidad, pero un nuevo pensamiento, sembrado por la Piedra de Cristal, se había implantado en su mente.

El demonio podía serle de gran utilidad.

Errtu se detuvo al atravesar la puerta principal y encontrarse ante el brujo. Tal vez por la situación remota de la torre, el demonio había supuesto que se encontraría con un orco, o quizás un gigante, como poseedor de la piedra, y había esperado intimidarlo y tenderle una trampa para apoderarse de la reliquia, pero al hallarse ante un humano vestido con túnica, probablemente un mago, comprendió que todos sus planes se derrumbaban.

—Saludos, poderoso demonio —dijo Kessell con gran educación mientras hacía una ligera reverencia—. Bienvenido a mi humilde hogar.

Errtu gruñó enojado y se echó hacia adelante, olvidando la prohibición de destruir al poseedor de la piedra al verse ante un miserable humano, a los que tanto odiaba.

Pero Crenshinibon se encargó de recordárselo.

Un súbito resplandor surgió de las paredes de la torre y sumergió a Errtu en el doloroso brillo de una docena de soles del desierto. El demonio se detuvo y se cubrió sus sensibles ojos. La luz desapareció con la misma rapidez con que había surgido, pero el demonio permaneció inclinado y no volvió a acercarse al brujo.

Kessell sonrió al ver que la reliquia lo protegía y, seguro de sí mismo, volvió a dirigirse al demonio, pero esta vez con una nota de severidad en la voz.

—Has venido a buscar esto —declaró, rebuscando entre sus ropas hasta extraer la piedra. Los ojos de Errtu se entrecerraron al ver el objeto que había estado persiguiendo durante tantos años—. Pero no puedo dártelo —continuó con tono terminante, mientras volvía a guardárselo—. Es mío. Yo fui el que lo encontró y no puedes reclamarlo.

La imprudente soberbia de Kessell, esa fatal característica de su personalidad que siempre lo había conducido a la tragedia, lo llevaba a continuar burlándose del demonio desde su posición aventajada.

«Ya es suficiente», tuvo la sensación de que una voz decía en su interior, una voz silenciosa que había acabado por suponer que era la voluntad de la piedra.

—Esto no es asunto tuyo —replicó Kessell en voz alta mientras Errtu observaba a su alrededor, preguntándose con quién estaría hablando el brujo. Los trolls no parecían hacerle mucho caso, pero como medida de precaución, el demonio invocó varios hechizos, temiendo el asalto de un enemigo invisible.

«Estás jugando con un amigo peligroso —insistió la piedra—. Te he protegido del demonio, pero tú insistes en degradar a una criatura que podría convertirse en un valioso aliado.»

Como en casi todas las ocasiones en que Crenshinibon se comunicaba con el brujo, Kessell empezó a ver las posibilidades y decidió, en una especie de compromiso, llegar a un acuerdo que lo beneficiara tanto a él como al demonio.

Errtu consideró su situación. No podía matar a aquel humano impertinente, aunque en realidad le hubiera gustado hacerlo, pero abandonar la reliquia cuya búsqueda había sido su principal motivación durante siglos no era una opción aceptable.

—Tengo una propuesta que hacerte, un pacto que tal vez pueda interesarte —sugirió Kessell tentadoramente, intentando que sus ojos no se cruzaran con la mirada de odio mortal que le dirigía el demonio—. ¡Permanece a mi lado y sírveme como comandante de mis fuerzas! Contigo como general, con el poder de Crenshinibon y con Akar Kessell detrás de todo el asunto, barreremos todo el norte.

—¿Servirte? —Errtu se echó a reír—. No tienes poder sobre mí, humano.

—Observas la situación desde un punto de vista incorrecto —replicó Kessell—. No pienses en ello como una servidumbre sino como la oportunidad de unirte a una campaña que promete destrucción y conquista. Tienes todo mi respeto, poderoso demonio, y no pretendo que me llames dueño.

Crenshinibon, con sus intrusiones subconscientes, había aleccionado bien a Kessell. La mirada menos amenazadora de Errtu demostraba que el demonio empezaba a interesarse en la propuesta del brujo.

—Y considera los beneficios que podrías obtener un día —continuó Kessell—. Según vuestras estimaciones infinitas, los humanos no viven demasiado tiempo. ¿Quién se ocupará de la Piedra de Cristal cuando Akar Kessell ya no esté?

Errtu sonrió con crueldad e hizo una ligera reverencia ante el brujo.

—¿Cómo puedo rechazar una oferta tan generosa? —carraspeó el demonio con su horrorosa voz de ultratumba—. Muéstrame, brujo, las gloriosas conquistas que hay en tu camino.

Kessell estuvo a punto de ponerse a bailar de alegría. Su ejército ya estaba completo.

Tenía su general.