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El hombre de paja

Cuando la caravana de brujos procedente de la Torre de Huéspedes del Arcano vislumbró la cima nevada de la cumbre de Kelvin que se destacaba sobre el horizonte llano, todos sintieron un gran alivio. El duro viaje desde Luskan hasta la lejana colonia fronteriza conocida con el nombre de Diez Ciudades les había costado ya más de tres semanas.

La primera semana no había sido excesivamente difícil. El grupo se limitó a ir bordeando la costa de la Espada y, aunque viajaban por el extremo más norteño de los Reinos, la suave brisa veraniega que provenía del mar Impenetrable era bastante agradable.

Sin embargo, cuando empezaron a bordear los espolones de la Columna del Mundo, la cadena de montañas que muchos consideraban el lindero más al norte de la civilización, y se adentraron en el valle del Viento Helado, los brujos comprendieron al instante por qué les habían aconsejado que no emprendieran el viaje. Les habían descrito el valle del Viento Helado, una tundra árida y accidentada, como uno de los lugares más inhóspitos de todos los Reinos y, tras un par de días de viaje a través del extremo más norteño de la Columna del Mundo, Eldeluc, Dendybar el Moteado y los demás brujos de Luskan comprendieron que la fama era por completo merecida. Rodeado hacia el sur por impenetrables montañas, limitado en el este por un enorme glaciar y en el norte y oeste por un mar de incontables icebergs, sólo podía accederse al valle del Viento Helado a través del paso entre la Columna del Mundo y la costa, un camino utilizado por muy pocos, excepto los mercaderes más osados.

Para el resto de sus vidas, dos recuerdos quedarían indeleblemente marcados en la mente de los hechiceros siempre que pensaran en este viaje, dos características del valle del Viento Helado que los viajeros nunca olvidaban. En primer lugar, el gemido interminable del viento, como si la propia tierra se quejara continuamente de un sufrimiento atroz, y, en segundo lugar, el vacío que imperaba en el valle, kilómetros y kilómetros observando tan sólo la línea gris y marronácea del horizonte.

El destino de la caravana constituía la única variación del paisaje del valle… diez pequeñas ciudades situadas a orillas de los tres lagos de la región, bajo las sombras de la única montaña, la cumbre de Kelvin. Como todos y cada uno de los viajeros que cruzaban estas áridas tierras, los hechiceros buscaban las figuras talladas de las Diez Ciudades, las finas esculturas de marfil realizadas con los huesos de la trucha de cabeza de jarrete que nadaba en las aguas del lago.

Aun así, varios brujos tenían en mente proyectos más tortuosos.

El hombre quedó asombrado al ver con qué facilidad se deslizaba la hoja de la daga entre los pliegues de las ropas del anciano, y luego la hundió en la carne arrugada.

Morkai el Rojo se volvió hacia su aprendiz, con una expresión atónita en los ojos ante la traición del hombre al que había criado como a su propio hijo durante un cuarto de siglo.

Akar Kessell soltó la daga y se apartó de su maestro, horrorizado al ver que con aquella herida mortal el hombre permanecía todavía de pie. Salió corriendo en busca de un refugio y se ocultó tras el muro posterior de la pequeña cabaña que la hospitalaria ciudad de Cielo Oriental había dado temporalmente a los brujos de Luskan. Kessell temblaba visiblemente, evaluando las posibles consecuencias que tendría que afrontar ante la cada vez más evidente probabilidad de que el viejo mago hubiese encontrado el modo de desafiar a la propia muerte.

¿Qué terrible destino le impondría su poderoso mentor por semejante traición? ¿Qué tormentos mágicos podría conjurar un poderoso y verdadero mago como Morkai para superar las torturas más atroces de toda la tierra?

El anciano fijó la vista con firmeza en Akar Kessell, a pesar de que la luz empezaba a abandonar su mirada moribunda. No preguntó por qué, ni siquiera cuestionó los posibles motivos que pudiera tener Kessell. Sabía que en aquello había implícito un afán de poder, que era siempre el centro de cualquier traición de ese tipo. Lo que más lo confundía era el instrumento, no el motivo. ¡Kessell! ¿Cómo podía Kessell, el aprendiz holgazán cuyos labios tartamudos apenas podían pronunciar el conjuro más simple, esperar obtener provecho de matar al único hombre que lo había tratado con algo más que una básica y educada consideración?

Morkai el Rojo cayó al suelo, muerto. Aquélla había sido una de las pocas preguntas a las que no había podido encontrar respuesta.

Kessell permaneció recostado contra la pared, como si necesitara su apoyo tangible, y continuó temblando durante varios minutos. Poco a poco, la confianza en sí mismo que le había hecho dar un paso tan peligroso volvió a invadirlo. Ahora él era el amo. Eldeluc, Dendybar el Moteado y los demás brujos del viaje lo habían dicho así. Una vez muerto el maestro, él, Akar Kessell, merecería por derecho su propia sala de meditación y su propio laboratorio alquimista en la Torre de Huéspedes del Arcano, en Luskan.

Eldeluc, Dendybar el Moteado y los demás lo habían dicho.

—¿Lo hiciste? —preguntó el hombre corpulento cuando Kessell se introdujo en el oscuro callejón designado como punto de encuentro.

Kessell asintió, orgulloso.

—¡El brujo de túnica rojiza de Luskan no volverá a actuar nunca más! —proclamó, en un tono de voz demasiado alto, a juicio de su interlocutor.

—Habla más bajo, estúpido. —Dendybar el Moteado, un hombre de aspecto delicado, oculto a la defensiva en las sombras del callejón, hablaba en el mismo tono monótono de siempre. Dendybar abría la boca muy pocas veces y, cuando lo hacía, procuraba no otorgar el más mínimo énfasis a sus palabras. Siempre se escondía bajo la capucha de su ropa y había algo frío en él que irritaba a las personas que lo conocían. Aunque aquel brujo era el hombre más pequeño y menos imponente de todos los componentes de la caravana que habían realizado el viaje de seiscientos cincuenta kilómetros hasta la colonia fronteriza de las Diez Ciudades, Kessell lo temía más que a ningún otro.

—Morkai el Rojo, mi antiguo maestro, está muerto —reiteró suavemente—. Akar Kessell, desde hoy conocido como Kessell el Rojo, es ahora designado miembro de la Cofradía de Brujos de Luskan.

—Despacio, amigo. —Eldeluc colocó una mano confortable sobre el hombro tembloroso de Kessell—. Habrá tiempo para una coronación adecuada cuando regresemos a la ciudad. —Sonrió y le guiñó un ojo a Dendybar por encima de la cabeza de Kessell.

La mente de Kessell daba vueltas a toda prisa, perdida en el ensueño anhelado de las ramificaciones del nombramiento pendiente. Nunca más se burlarían de él los demás aprendices, muchachos mucho más jóvenes que él que subían los diferentes peldaños de la cofradía uno tras otro. Ahora le demostrarían un cierto respeto ya que saltaría a la honorable posición de brujo, por encima de algunos que lo habían adelantado en sus primeros días de aprendizaje.

Mientras repasaba con la mente todos y cada uno de los detalles de su vida futura, de pronto el rostro radiante de Kessell adquirió una expresión sombría. Con los rasgos tensos, como si acabara de descubrir un terrible error, se volvió hacia los hombres que lo rodeaban. Eldeluc y los demás parecían intranquilos. Todos ellos comprendían a la perfección cuáles serían las consecuencias si el archimago de la Torre de Huéspedes del Arcano llegaba a enterarse algún día de su acción homicida.

—¿La ropa? —preguntó Kessell—. ¿Tendría que haber traído la túnica roja?

Eldeluc apenas pudo reprimir un suspiro de alivio, pero Kessell lo tomó como un gesto reconfortante de su nuevo amigo.

«Debería haber pensado que sólo algo tan trivial podría haberlo conducido a realizar un ataque semejante», se dijo Eldeluc, pero en voz alta añadió simplemente:

—No te preocupes. En la Torre de Huéspedes hay muchas más túnicas. Sería muy sospechoso, ¿no?, que te presentases ante el archimago reclamando el puesto vacante de Morkai el Rojo con la ropa que llevaba el mago cuando fue asesinado.

Kessell reflexionó un instante y, después, asintió.

—Tal vez —continuó Eldeluc— no deberías llevar la túnica roja.

Kessell parpadeó, horrorizado. Las dudas sobre sí mismo, que lo habían perseguido desde su niñez, volvieron a invadirlo. ¿Qué estaba diciendo Eldeluc? ¿Iban a cambiar de opinión y negarle el puesto que se había ganado por derecho?

Eldeluc había hablado con ambigüedad para probarlo, pero no quería que Kessell empezara a tener serias dudas, así que, tras guiñarle de nuevo el ojo a Dendybar, que había estado disfrutando del juego, respondió a la tácita pregunta del pobre hombre.

—Sólo quería decir que quizás otro color te sentara mejor. El azul, por ejemplo, haría juego con tus ojos.

Kessell suspiró, aliviado.

—Tal vez —asintió mientras jugaba nervioso con los dedos.

De improviso, Dendybar pareció cansarse de la farsa y se acercó a su corpulento compañero para que se deshiciera de aquel infeliz tan molesto.

Eldeluc, obediente, condujo a Kessell a la entrada del callejón.

—Ahora regresa a los establos —le ordenó— y dile al maestro que encuentres allí que los hechiceros partirán hacia Luskan esta misma noche.

—¿Y qué hacemos con el cuerpo?

Eldeluc esbozó una perversa sonrisa.

—Déjalo. La cabaña está reservada para mercaderes y dignatarios que vengan de visita del sur. Probablemente quedará vacía hasta la próxima primavera. Otro asesinato en esta parte del mundo causará poco revuelo, te lo aseguro, e incluso si las buenas gentes de Cielo Oriental se dispusieran a investigar lo que en realidad ha ocurrido, son suficientemente inteligentes para ocuparse de sus propios asuntos y dejar los asuntos de hechiceros a los hechiceros.

El grupo de Luskan salió a la pálida luz de la calle.

—¡Ahora vete! —ordenó Eldeluc—. Ven a buscarnos a la puesta del sol.

Vio cómo Kessell se alejaba, contento como un niño.

—¡Qué suerte haber encontrado un instrumento tan útil! —apuntó Dendybar—. El aprendiz estúpido del brujo nos ha ahorrado muchos problemas. Dudo que hubiésemos encontrado una forma mejor de deshacernos del viejo. Aunque sólo los dioses saben por qué Morkai le tenía cariño a ese pobre infeliz de aprendiz.

—Un aprendiz aventajado —bromeó una segunda voz.

—Y muy conveniente —añadió otro—. Los cuerpos no reclamados son considerados pequeños inconvenientes para las mujeres de la limpieza de este lugar incivilizado.

El corpulento Eldeluc se echó a reír. La tarea más difícil estaba acabada. Por fin podrían abandonar ese árido desierto helado y volver a casa.

Kessell andaba con paso rápido mientras atravesaba la ciudad de Cielo Oriental hacia el granero que servía de establo a los caballos de los brujos. Sentía que convertirse en hechicero iba a cambiar los más nimios aspectos de su vida cotidiana, como si en cierto modo le hubiera infundido una fuerza mística en su anterior carencia de talento.

Sintió un hormigueo en el cuerpo al anticipar el poder que sería suyo.

De pronto, pasó frente a él un gato callejero, que le dedicó una cautelosa mirada mientras se alejaba.

Kessell frunció el entrecejo y observó a su alrededor para comprobar que nadie lo estuviera mirando.

—¿Por qué no? —murmuró.

Y, tras señalar con un dedo mortal al animal, susurró las palabras para invocar una explosión de energía. El felino nervioso, salió huyendo ante el espectáculo, pero sin que lo alcanzara ningún rayo mágico, ni siquiera de cerca.

Kessell se quedó mirando el dedo extendido mientras se preguntaba qué habría hecho mal.

Pero no se sintió del todo defraudado. Una uña chamuscada era el efecto más importante que había conseguido nunca con aquel hechizo.