Es maravilloso el modo con que una pequeña ciudad mantiene el dominio de sí misma y de todas sus unidades constitutivas. Si uno cualquiera de sus hombres, mujeres o niños actúa y se conduce dentro de las normas preestablecidas, sin quebrantar muros ni diferir con nadie, no hace arriesgadas experiencias en ningún sentido; no enloquece ni pone en peligro la estabilidad y la paz espiritual de la ciudad, entonces tal unidad puede desaparecer sin que vuelva a oírse nada de ella. Pero en cuanto un hombre se aparta un poco de los caminos tradicionales, los nervios de toda la comunidad se estremecen y ponen en contacto estrecho a todas las demás células.
Así, en La Paz se supo a primeras horas de la mañana que Kino iba a vender su perla aquel día. Se sabía ya entre vecinos del caserío pescador, entre los mercaderes del barrio oriental, y en la iglesia, porque los monaguillos habían llevado la nueva. Hasta las monjas que se amontonaban en las gradas de la capilla. La mayoría de los traficantes de perlas lo sabían también, y al llegar el día, cada uno de ellos estaba sentado frente a su bandejita forrada de terciopelo negro, acariciando perlas con la yema de los dedos y haciendo números mentalmente. Se suponía que los compradores de perlas eran individuos que actuaban aisladamente, compitiendo en la adquisición de las perlas que los pescadores les llevaban. Hubo un tiempo en que era así, pero aquel método resultaba absurdo ya que a menudo, en la excitación por arrebatar una buena perla a los competidores, se había llegado a ofrecer precios demasiados elevados. Esta extravagancia no podía tolerarse, y ahora sólo había un comprador con muchas manos, y los hombres que en sus oficinas esperaban a Kino sabían qué precio habían de ofrecer, cuánto debían regatear y qué método tenía que desarrollar cada uno. Y aunque los beneficios de tales individuos no superaban nunca sus sueldos, los compradores de perlas estaban excitados, porque en la caza siempre hay excitación y su caza era la del precio más bajo posible. Todo hombre tiene en el mundo como función el ejercicio de sus habilidades, y nadie deja de hacer cuanto puede en este terreno, sin referencia alguna a sus opiniones personales. Totalmente al margen de cualquier recompensa que pudieran conseguir, de cualquier palabra de encomio, de cualquier ascenso, un comprador de perlas era un comprador de perlas y el más feliz y más hábil de todos el que adquiriese a precio más bajo.
El sol estaba aquella mañana al rojo blanco, arrebatando la humedad al Golfo y al estuario y esparciéndola por el aire, haciéndolo vibrar y descomponiendo la visión. Al norte de la villa se veía en el horizonte una montaña que se hallaba a más de doscientas millas de distancia, con sus laderas cubiertas de pinares y una recia cima rocosa coronando los límites de la arboleda.
Aquella mañana las canoas seguían alineadas sobre la playa; los pescadores no salían en busca de perlas porque iban a suceder muchas cosas dignas de verse cuando Kino fuese a vender la gran perla. En las chozas de ramas, los vecinos de Kino seguían sentados frente a sus desayunos hablando de lo que harían de ser ellos los dueños de la perla.
Uno decía que se la regalaría al Santo Padre de Roma, otro que pagaría misas por las almas de su familia durante mil años, otro opinaba que lo mejor fuera distribuir el dinero entre los necesitados de La Paz, y un cuarto defendía que de todas las cosas buenas a hacer con el precio de la perla, ninguna como la caridad a manos llenas. Todos deseaban que la súbita riqueza no enloqueciera a Kino, no hiciera de él un verdadero rico, no lo sumergiera en toda la maldad del orgullo, el odio y la frialdad. Kino era querido de todos; sería doloroso que la perla lo echase a perder.
—Es tan buena la pobre Juana —decían— y Coyotito, y los que vengan. Sería doloroso que la perla los aniquilase.
Para Kino y Juana era aquella la mañana más grande de sus vidas, comparable tan sólo al día del nacimiento del niño. Este iba a ser el día del que todos los demás dependiesen.
Dirían: «Eso fue dos años antes de que vendiésemos la perla» o: «Seis semanas después de la venta de la perla».
Juana, cuando pensaba en esto, olvidaba todos sus temores. Vistió a Coyotito con las ropas que le había preparado para el bautismo, en espera de tener dinero para la ceremonia. Y ella se peinó sus guedejas negras, ató sus extremos con dos cintas rojas y se puso la falda y el corpiño que tenía confeccionado para la boda. El sol estaba a media altura cuando estuvieron listos. Las ropas de Kino, muy raídas, estaban por lo menos limpias, y además, era el último día que vestiría de harapos. Porque al siguiente, o aquella misma tarde, tendría ropa nueva.
Los vecinos, espiando la puerta de Kino por las rendijas de las paredes de sus casas estaban dispuestos también. No era por ostentación por lo que acompañaban a Kino y a Juana a la venta de la perla. Era un momento de expectación, histórico, y estarían locos si no fuesen. Incluso sería un gesto inamistoso.
Juana se puso el chal con esmero, dejó bajo su brazo derecho uno de los extremos y lo recogió con la mano, formando una bolsa en la que colocó a Coyotito con la cabeza fuera para que pudiese verlo todo y tal vez recordar.
Kino se puso su ancho sombrero de paja y comprobó con la mano que lo llevaba airosamente, no como un hombre descuidado e inexperto, ni tampoco como lo llevaría un anciano, sino un poco echado hacia adelante para denotar agresividad, formalidad y vigor. Pueden adivinarse muchas cosas en la posición de un sombrero en la cabeza de un hombre. Kino se calzó sus sandalias y se las ató a los tobillos. Envolvió la perla en un trozo de piel de gamuza y el paquetito lo introdujo en una cartera de cuero que colocó con cuidado en un bolsillo de su camisa. Dobló con cuidado su manta y la colgó de su hombro izquierdo. Estaban dispuestos. Kino salió con aire digno de la casa, siguiéndole Juana con Coyotito. Y cuando echaron a andar por el sendero hacia la ciudad, los vecinos se les unieron. Las casas vomitaban personas, las puertas hervían de chiquillos. Mas por la seriedad del caso, sólo un hombre caminaba junto a Kino, y era su hermano, Juan Tomás.
Juan Tomás trataba de prevenirlo.
—Debes tener cuidado de que no te estafen —le advirtió.
—Mucho cuidado —convino Kino.
—No sabemos qué precios se pagan en otras partes —siguió hablando Juan Tomás—. ¿Cómo sabremos que nos ofrecen una cantidad razonable si desconocemos lo que el traficante obtiene en otros sitios?
—Eso es verdad —dijo Kino— pero ¿cómo vamos a saberlo? Estamos aquí, no allí.
Mientras se dirigían a la ciudad la muchedumbre se agolpaba tras ellos, y Juan Tomás, de puro nerviosismo, no podía callarse.
—Antes de que nacieras, Kino —le decía—, los viejos idearon un sistema para obtener más dinero con sus perlas. Se les ocurrió que sería mejor tener un agente que llevara las perlas a la capital y las diera, cobrándose una comisión por su trabajo.
Kino asintió.
—Lo sé —declaró—. Era una buena idea.
—De modo que buscaron a un hombre, le dieron las perlas y lo enviaron.
»Nunca más se volvió a oír hablar de él y las perlas desaparecieron.
»Buscaron otro agente y desapareció del mismo modo. Entonces olvidaron el proyecto y regresaron al viejo camino trillado.
—Sí —confirmó Kino—. He oído a nuestro padre explicarlo. Era una buena idea, pero iba contra la religión, según dice el cura. La pérdida de las perlas era el castigo contra los que querían traicionar a su patria chica. El Padre asegura que cada hombre y cada mujer son como un soldado que Dios coloca para custodiar una parte de la fortaleza del Universo. Unos están en las murallas y otros en el interior del castillo, pero todos han de ser fieles a su puesto de centinela, sin abandonarlo nunca, o de lo contrario el castillo quedaría expuesto a los asaltos del Infierno.
—He oído ese sermón —comentó Juan Tomás—. Lo predica cada año.
Los hermanos, mientras caminaban, semicerraban los ojos para mirar a todas partes con disimulo, tal como sus abuelos y bisabuelos habían hecho durante cuatrocientos años desde el día en que llegaron los extranjeros con su autoridad, su pólvora y sus sermones. Durante los cuatrocientos años los compatriotas de Kino sólo habían podido aprender un medio de defensa: semicerrar los ojos, apretar los labios y sumirse en una actitud distante y altiva. Era como edificar una pared en su torno, pared que los aislaba totalmente.
La procesión era solemne, imbuida de la importancia del momento, y el niño que manifestaba tendencia a patalear, chillar, llorar o hacer travesuras, era reducido al silencio por sus mayores. Era un día tan importante que un anciano iba con ellos a hombros de su sobrino. La procesión dejó atrás la aldehuela y entró en la ciudad encalada cuyas calles eran relativamente anchas con estrechas aceras frente a los edificios. Y como la vez anterior, al pasar frente a la iglesia se les unieron los mendigos, los tenderos se asomaron a verlos pasar, las tabernuchas perdieron momentáneamente sus asiduos y algunos mercaderes cerraron sus locales para marchar con el grupo. El sol daba de lleno en las calles y todo guijarro tenía su propia sombra bien marcada.
La noticia del avance de la procesión se adelantaba a esta y en sus oscuros tabucos los compradores de perlas estaban ya rígidos y en actitud de alerta.
Sacaron papeles para poder simular actividad a la llegada de Kino y guardaron las perlas en los cajones, porque no es buena cosa dejar ver una perla inferior junto a una belleza. Ya estaban ellos enterados de la magnificencia de la perla de Kino. Las tiendas de estos especuladores estaban todas en una misma callejuela, con sus ventanas enrejadas y con celosías de madera para que sólo entrara un poquito de luz exterior.
En una de ellas esperaba sentado un hombre corpulento. Su fisonomía era paternal y bondadosa y en sus ojos brillaban los más amistosos sentimientos. Era un repartidor de «buenos días», un ceremonioso estrechador de manos, un hombre divertido que siempre tenía un chiste a punto sin que ello le impidiera llegar en un instante a la tristeza más honda al recordar el fallecimiento de la tía del interlocutor, con ojos enternecedoramente húmedos. Aquella mañana había colocado en su mesa un jarrón con una flor, un hibisco escarlata, junto a la bandejita negra de terciopelo. Se había afeitado hasta no dejar más que la mancha azulada de la barba sobre el cutis, sus manos estaban limpias y sus uñas recortadas.
Tenía abierta la puerta y tarareaba una cancioncilla mientras con los dedos de la mano derecha hacía desaparecer y aparecer de nuevo una moneda, con hábil truco de prestidigitador. Pero no miraba sus rápidos dedos; la acción era mecánica, precisa, mientras el hombre canturreaba y miraba la puerta abierta. Oyó el rumor de muchos pasos aproximándose y sus dedos aumentaron la velocidad del juego, y cuando la figura de Kino llenó el umbral, la moneda desapareció con un destello final.
—Buenos días, amigo mío —exclamó el enorme individuo—. ¿En qué puedo ayudarte?
Kino se esforzaba por adaptar su vista a la oscuridad de la estancia, cegado como estaba por el resplandor exterior. Los ojos del especulador tenían ahora una mirada firme y cruel como la de un halcón, mientras el resto de su rostro sonreía con toda cordialidad. Y disimuladamente, bajo la tapa de la mesa, su mano derecha seguía haciendo el juego de prestidigitación.
—Tengo una perla —declaró Kino, y Juan Tomás apoyó sus palabras con un gruñido. Los vecinos se agolpaban en la puerta y unos cuantos niños habíanse encaramado en la verja de la ventana.
—Una perla —repitió el mercader—. Hay veces que un hombre me trae una docena. Bien, veamos tu perla. La valoraremos y se te dará el mejor precio posible. —Sus dedos movían la moneda a velocidad vertiginosa.
Kino actuaba por instinto del modo más teatral posible. Sacó lentamente la carterita de cuero, tomó de ella el trozo de gamuza y dejó que la gran perla rodase sobre el negro terciopelo, e inmediatamente miró el rostro que tenía ante sí. Pero allí no había signo ni movimiento alguno, el rostro no cambió, mas la mano que jugueteaba oculta perdió su precisión, la moneda tropezó con un dedo y cayó sin ruido sobre el regazo del hombre. La mano se crispó bajo el borde de la mesa, y cuando salió de su escondite, el índice acarició tembloroso la gran perla. Luego, con la ayuda del pulgar, la levantó hasta los ojos haciéndola centellear en el aire.
Kino contenía la respiración, y también sus vecinos, toda la multitud hacia comentarios en voz baja.
—Está observándola… todavía no se ha hablado del precio.
La mano del traficante había adquirido de pronto vigorosa personalidad.
Sopesaba la gran perla, la dejaba caer sobre la bandejita y el índice la oprimía con fuerza y parecía insultarla mientras que por el rostro del mercader vagaba una triste y desdeñosa sonrisa.
—Lo siento, amigo mío —habló por fin, elevando los hombros para indicar que de la desgracia no era él responsable.
—Es una perla de gran valor —dijo Kino.
Los dedos del traficante siguieron jugando con la perla haciéndola correr sobre el terciopelo y rebotar en los bordes de la bandeja.
—Esta perla es demasiado grande —explicó—. ¿Quién va a querer comprarla?
»No hay mercado para cosas así. No pasa de ser una curiosidad. Lo siento; creías que era algo de valor, pero ya ves que sólo es una curiosidad.
Kino estaba perplejo y aturdido.
—Es la Perla del Mundo —protestó—. Nadie ha visto nunca otra igual.
—Sufres un error —insistió el otro—. Es grande y fea. Como curiosidad puede tener interés; acaso un museo la exhibirá junto a una colección de fósiles marinos. Yo sólo podría darte mil pesos.
El rostro de Kino se ensombreció y se hizo amenazador.
—Vale cincuenta mil —contestó— y usted lo sabe. Lo que quiere es estafarme.
Se oyó un fuerte murmullo entre la multitud al circular por ella el precio ofrecido, y el traficante sintió un poco de miedo.
—No me culpéis a mí —suplicó—. No soy más que un tasador. Preguntad a los otros. Id a sus oficinas y enseñadles la perla… o mejor, hacedles venir aquí, para que veáis que no os engaño. Muchacho —llamó, y cuando su criado apareció en la puerta de la trastienda, le ordenó—: Ve a casa de tal, de tal otro, y de tal otro. Diles que se pasen por aquí y no les expliques el motivo. Solamente que me gustaría verlos. —Su mano derecha volvió a desaparecer bajo la mesa con otra moneda que empezó a saltar de nudillo en nudillo con vertiginosa rapidez.
Los amigos de Kino hablaban con volubilidad. Habían temido que sucediera una cosa así. La perla era grande pero tenía un extraño tinte, que desde el principio les había inquietado. Y, después de todo, mil pesos no eran nada despreciable. Eran una riqueza relativa para un hombre que no poseía nada.
Supongamos que Kino los aceptara; al fin y al cabo el día antes estaba en la miseria.
Pero Kino había endurecido su espíritu y sus pensamientos. Sentía el roce del destino, se creía rodeado de un círculo de lobos famélicos, oía el vuelo lúgubre de voraces buitres sobre su cabeza. Sentía el hielo maligno en torno suyo y se sentía inerme, indefenso. En sus oídos rugía la música del mal, y sobre el terciopelo centelleaba la perla, de la que el tasador no podía apartar los ojos.
Los curiosos agolpados en la entrada se apartaron para dejar pasar a los tres compradores de perlas. Se había hecho el silencio, pues nadie quería perderse una palabra, un gesto o una expresión. Kino callaba y observaba.
Sintiendo una leve presión en su espalda, se volvió para encontrarse con los ojos de Juana, que le devolvieron las fuerzas.
Los recién llegados no se miraban uno al otro ni tampoco a la perla. El dueño del local habló así:
—He fijado un precio a esta perla y el dueño no lo halla justo. Voy a pedirles que la examinen y hagan una oferta. Fíjate —indicó a Kino— que no he mencionado cuál era el precio.
El primero de los convocados, seco y estirado, pareció ver la perla por primera vez en aquel instante. La cogió, la hizo girar entre índice y pulgar y la arrojó con desprecio sobre la bandeja.
—No me incluyáis en la discusión —exclamó—. No voy a hacer oferta alguna. Me niego. Esto no es una perla; es una monstruosidad —y sus labios se curvaron desdeñosamente.
El segundo, un hombrecillo de tímidos modales y voz muy aguda la tomó a su vez y la examinó con gran cuidado. Sacó una lupa de su bolsillo y se valió de ella para estudiar la perla. Empezó a reír suavemente.
—Hay perlas falsas mejores que esta —declaró—. Conozco bien estas cosas. Es blanda y yesosa, perderá el colorido y desaparecerá dentro de pocos meses. Mira… —ofreció la lupa a Kino indicándole cómo había de usarla, y Kino, que nunca había visto con aumento la superficie de una perla, quedó perplejo ante el aspecto extrañamente rugoso de aquella.
El tercero la arrebató de manos del pescador.
—A uno de mis clientes le gustan estas cosas —le dijo—. Te ofrezco quinientos pesos y tal vez pueda vendérsela por seiscientos.
Kino volvió a apoderarse de la perla, la envolvió en la gamuza y la guardó en su pecho.
Entonces intervino el hombre sentado detrás de la mesa.
—Soy un loco, bien lo sé, pero mantengo mi primera oferta. Sigo ofreciendo mil pesos. ¿Qué haces? —preguntó al ver a Kino guardarse la perla.
—Esto es una estafa —gritó Kino con fuerza—. Mi perla no se vende aquí. Voy a tener que ir a la capital.
Los compradores se miraron unos a otros. Se dieron cuenta de que habían ido demasiado lejos; sabían que se les reñiría severamente por su fracaso, y en un esfuerzo el que había pujado más alto propuso:
—Podría llegar hasta mil quinientos.
Pero Kino se abría paso entre la multitud. Las voces llegaban a él muy debilitadas, pues la sangre rabiosa le ensordecía. Se alejó a grandes zancadas, y Juana lo siguió, corriendo.
Al caer la noche los vecinos en sus chozas comentaban entre bocado y bocado el gran tema de aquella mañana. No tenían certeza de nada; les parecía una perla maravillosa, pero en realidad nunca las habían visto de aquella especie, y sin duda los traficantes sabrían más de perlas que ellos.
—Y es muy significativo —repetían— que los compradores no discutieron entre sí.
—Todos sabían que la perla no valía nada.
—Pero ¿y si lo hubiesen preparado de antemano?
—Si es así, toda nuestra vida hemos estado siendo estafados.
—Acaso —argüía uno—, acaso habría sido mejor que Kino hubiese aceptado los mil quinientos pesos. Era mucho dinero, más del que había visto nunca. Puede que Kino fuese un loco. Supongamos que se fuera de veras a la capital y no encontrase comprador para su perla. No sobreviviría a una cosa así.
—Y ahora —decían los temerosos—, ahora que los había desafiado, los especuladores ya no querrían tratar con él. Podría ser que Kino se hubiera cortado la retirada con su actitud.
Otros oponían que Kino era un valiente y que tenía razón. De su valentía todos podían sacar provecho. Estos estaban orgullosos de Kino.
En su casa Kino yacía sobre su jergón, meditando. Había enterrado la perla bajo una piedra del fogón y ahora miraba los dibujos de la tela del colchón hasta que sus arabescos le mareaban. Había perdido un mundo para no ganar ninguno, y tenía miedo. Jamás en toda su vida se había alejado de su hogar. Le atemorizaba el monstruo desconocido que llamaban «la capital».
Se asentaba sobre el agua y entre montañas, a más de mil millas de allí, cada una de las cuales parecía una amenaza. Pero Kino había perdido su mundo y tenía que trepar hasta otro nuevo. Su sueño del futuro seguía siendo real e indestructible, había dicho «iré» y esto hacía también realidad la partida. Decidir marcharse y decirlo era como estar a medio camino.
Juana le vio enterrar la perla y estuvo observándole mientras lavaba a Coyotito y preparaba las tortas.
Entró Juan Tomás y se sentó junto a Kino, guardando silencio hasta que por fin Kino preguntó:
—¿Qué otra cosa podía hacer? Son unos estafadores.
Juan Tomás asintió con gravedad. Era el mayor y de él se aconsejaba siempre Kino.
—Es difícil dar consejo —habló—. Sabemos que nos vienen estafando desde la cuna. Pero vamos viviendo. Has desafiado no sólo a los compradores de perlas, sino a la organización entera de nuestra vida, y temo por ti.
—¿Qué he de temer sino el hambre? —preguntó Kino.
Juan Tomás no parecía conforme.
—Eso hemos de temerlo todos. Pero, supongamos que no te equivocas, supongamos que tu perla es de gran valor… ¿crees que ya está todo resuelto?
—¿Qué quieres decir?
—No lo sé —repuso Juan Tomás—, pero temo por ti. Pones los pies en terreno desconocido y no tienes idea del camino a seguir.
—Quiero irme. Irme muy pronto —insistió Kino.
—Sí. —Juan Tomás estaba de acuerdo—. Debes hacerlo, pero me pregunto si en la capital hallarás alguna diferencia. Aquí tienes amigos y me tienes a mí, tu hermano. Allí nadie.
—¿Qué puedo hacer? —gimió Kino—. Aquí no encuentro más que injusticia. Mi hijo debe tener una oportunidad, y no quiero que la destruyan. Mis amigos me ayudarán.
—Mientras no se vean con ello en peligro o incomodidad —corrigió Juan Tomás. Y se levantó diciendo—: Ve con Dios.
Kino repitió:
—Ve con Dios —y no levantó la voz al decirlo, pues las palabras aquellas le habían estremecido.
Mucho después de que Juan Tomás se hubiese marchado, Kino seguía meditabundo. Le invadía el letargo gris de la desesperanza. Veía todos los caminos cerrados y en su cabeza sonaba la música enemiga. Sus sentidos hervían, pero su cerebro se hacía copartícipe de la vida externa a él, don particular de su raza. Así, oía todos los rumores de la noche, las quejas soñolientas de los pájaros, la agonía pasional de los gatos, el avance y retroceso de las olas sobre la playa y el susurro del viento. A su olfato llegaba el punzante olor de los residuos vegetales abandonados por la marea. Ante sus ojos tenía incesantemente el dibujo del colchón recogiendo la luz de un leño que chisporroteaba.
Juana lo miraba preocupada, pero sabiendo que le ayudaría más guardando silencio y permaneciendo cerca de él. Y aunque ella también oía la Canción del Mal, luchaba contra ella canturreando la melodía familiar, tranquilizadora, cálida y poética. Tenía a Coyotito en los brazos y a él le cantaba para ahuyentar el mal, y su voz casi derrotaba la amenaza del negro espíritu.
Kino no se movía ni pedía la cena. Ella sabía que cuando la quisiera la pediría. Sus ojos eran los de un poseso, y seguía con atención el vuelo en torno a la casa de una amenaza casi materializada, el furtivo arrastrarse de algo que acechaba su salida al exterior en tinieblas, algo sombrío y terrorífico pero que le llamaba, amenazándolo y desafiándolo. Su mano derecha buscó bajo su camisa el cuchillo; sus ojos estaban abiertos; se puso en pie y fue hasta la puerta.
Juana quería detenerlo; levantó una mano y la boca se le abrió en mudo grito de terror. Largamente miró Kino la oscuridad antes de perderse en ella. Juana oyó el arrastrarse de sus pies, el rumor de la lucha, los sordos golpes. Permaneció helada de terror y al cabo sus labios se entreabrieron como los de un gato, descubriendo su dentadura. Dejó a Coyotito en el suelo, tomó una gran piedra del fogón y salió corriendo, pero ya era tarde.
Kino estaba en el suelo, tratando de incorporarse, y no se veía a nadie próximo a él. Sólo se oía el rumor del agua y el silbido del viento. Pero el mal se hallaba allí mismo, escondido entre las matas del cercado, a la sombra de la casa, entre los pliegues del aire nocturno.
Juana dejó caer la piedra, rodeó a Kino con sus brazos y le ayudó a levantarse y entrar en la casa. Manaba sangre de su pelo y en la mejilla tenía un profundo corte desde la oreja a la barbilla. Kino sólo estaba consciente a medias, y sacudía la cabeza de un lado a otro. Su camisa estaba desgarrada y sus pantalones casi arrancados de la cintura. Juana le obligó a sentarse en el jergón y le limpió la sangre con su falda. Le llevó un poco de pulque y después de haberlo bebido seguía él sacudiendo la cabeza.
—¿Quién? —preguntó Juana.
—No lo sé —contestó Kino—. No pude verlo.
Juana le lavaba ahora con agua el corte de la cara, mientras él miraba fijamente ante sí.
—Kino, esposo mío —exclamó ella—. Kino, ¿me oyes?
—Te oigo —contestó él, con torpe lengua.
—Kino, esta perla está maldita. Destruyámosla antes de que lo haga con nosotros. Aplastémosla entre dos piedras. Arrojémosla al mar, a donde pertenece ¡Esta maldita!
Mientras ella hablaba la luz del hogar relucía en los ojos de Kino con destellos amenazadores.
—No —contestó—. Lucharé contra todo esto y ganaré. Hemos de aprovechar nuestra única oportunidad. Golpeó el colchón con el puño. Nadie nos arrebatará nuestra fortuna.
Su mirada se suavizó y apoyó con dulzura una mano en el hombro de Juana.
—Créeme —le dijo—. Soy un hombre. —Y su rostro adquirió inteligente expresión—. Por la mañana tomaremos la canoa y primero por mar y luego por tierra, llegaremos a la capital, tú y yo. No toleraremos que nos estafen.
»Soy un hombre.
—Kino —dijo ella, tímidamente—. Temo por ti. Pueden matarte. Devolvamos la perla al mar.
—Sí —rugió—. Soy un hombre. —Ella guardó silencio, porque la entonación de su voz era autoritaria—. Durmamos un poco —ordenó—. A primera hora partiremos. ¿No tendrás miedo de acompañarme?
—No, esposo mío.
Él la miró con ojos cariñosos y le tocó una mejilla.
—Durmamos un poco —repitió.