Una ciudad se parece mucho a un animal. Tiene un sistema nervioso, una cabeza, unos hombros y unos pies. Está separada de las otras ciudades, de tal modo que no existen dos idénticas. Y es además un todo emocional.
Cómo viajan las noticias a su través es un misterio de difícil solución. Las noticias parecen ir más de prisa que la rapidez con que los muchachos pueden correr a transmitirlas, más de prisa de lo que las mujeres pueden vocearlas de ventana en ventana.
Antes de que Kino, Juana y los demás pescadores hubiesen llegado a la choza del primero, los nervios de la ciudad vibraban con la noticia. Kino había encontrado la Perla del Mundo. Antes de que jadeantes rapazuelos pudieran articular las palabras de su mensaje, sus madres lo sabían. La noticia volaba más allá de las humildes cabañas y llenaba como el espumoso frente de la marea toda la ciudad de piedra encalada. Alcanzó al cura mientras paseaba por el jardín, poniendo en sus ojos una mirada pensativa y rememorándole unas imprescindibles reparaciones en la iglesia.
Se preguntaba qué valor alcanzaría la perla y si había bautizado al hijo de Kino después de haber casado a este, cosa que no recordaba. La noticia llegó a los mercaderes y estos pusieron sus ojos en las telas almacenadas que no habían podido vender.
La noticia llegó al doctor mientras estaba sentado junto a su mujer, cuya única enfermedad era la vejez, sin que ella ni el doctor quisieran admitirlo.
Y cuando se le hizo patente quién era Kino, el doctor puso rostro grave y orgulloso a la vez.
—Es mi cliente —declaró—. Estoy tratando a su hijo una picadura de escorpión.
Y giró los ojos en sus órbitas pensando en París. Recordaba la habitación que allí había ocupado como un lujoso departamento y la mujer de rostro duro que había vivido con él como una jovencita bella y amable, aunque no había sido ninguna de estas tres cosas. El doctor dejó de mirar a su decrépita consorte y se vio sentado en un restaurante de París en el momento en que un camarero descorchaba una botella de vino.
La noticia llegó muy pronto a los mendigos de la iglesia y les hizo regocijarse en extremo, pues sabían que no hay espíritu más desprendido en el mundo que el de un pobre a quien de pronto favorece la fortuna.
Kino había encontrado la Perla del Mundo. En la ciudad, en sus covachuelas, se hallaban los hombres que compraban perlas a los pescadores. Esperaban sentados a que las perlas fuesen llegando, y parloteaban, luchaban, gritaban y amenazaban hasta que obtenían del pescador el precio más bajo posible. Pero había un precio por debajo del cual no se atrevían a ponerse ya que había ocurrido que algún pescador desesperado había dado sus perlas a la iglesia. Cuando terminaba la compra ellos se quedaban solos y sus dedos jugueteaban incansables con las perlas, deseando poder ser sus dueños. Porque no había en realidad muchos compradores, sino uno solo, y todos ellos eran sus agentes, en oficinas separadas para dar apariencia de competencia. Llegó la noticia a estos hombres y su ojos se nublaron, sus dedos sintieron extraña quemazón y cada uno pensó que el patrón no viviría siempre y alguno tendría que sucederle. Y todos empezaron a calcular el capital necesario para instalarse.
Toda clase de gente empezó a interesarse por Kino, gente con cosas que vender y gente con favores que pedir. Kino había encontrado la Perla del Mundo. La esencia de la perla se combinó con la esencia de los hombres y de la reacción precipitó un curioso residuo oscuro. Todo el mundo se sintió íntimamente ligado a la perla de Kino, y esta entró a formar parte de los sueños, las especulaciones, los proyectos, los planes, los frutos, los deseos, las necesidades, las pasiones y los vicios de todos y de cada uno, y sólo una persona quedó al margen: Kino, con lo cual convirtióse en el enemigo común.
La noticia despertó algo infinitamente negro y malvado en la ciudad; el negro destilado era como el escorpión, como el hambre al olor de la comida, o como la soledad cuando el amor se le niega. Las glándulas venenosas de la ciudad empezaron a segregar su líquido mortífero y toda la población se inflamó, infectada.
Pero Kino y Juana no sabían nada de esto. Como eran felices y estaban excitados creían que todo el mundo compartía su alegría. En efecto, así pasaba con Juan Tomás y Apolonia, y ellos entraban también en el mundo.
Por la tarde, cuando el sol remontó las montañas de la Península para sepultarse en el mar abierto, Kino buscó cobijo en su casa y Juana con él.
La casucha estaba atestada de vecinos. Kino tenía la gran perla en la mano, como algo cálido y vivo. La música de la perla se había unido con la de la familia de tal modo que una embellecía a la otra. Los vecinos miraban la perla que Kino sostenía y se preguntaban cómo podía un hombre tener tanta suerte.
Y Juan Tomás, en cuclillas al lado derecho de Kino pues era su hermano, preguntó:
—¿Qué vas a hacer ahora que eres rico?
Kino miró su perla y Juana bajó las pestañas y se cubrió el rostro con el chal para que no se viese su excitación. En la superficie iridiscente de la perla se formaban las imágenes que la mente de Kino había soñado en el pretérito y había rechazado por imposibles. Veía a Juana, a Coyotito y a él mismo. Estaban ante el altar y se casaban ahora que podían pagarlo.
Contestó en voz baja:
—Nos casaremos… en la iglesia.
En la perla veía cómo iban vestidos: Juana con un chal muy tieso por lo nuevo y una nueva falda, bajo cuyo borde Kino podía ver unos zapatos.
Todo estaba en la perla, que brillaba incesante con ricas imágenes de ensueño. Él también llevaba ropas nuevas, un sombrero mejor, no de paja sino de fieltro negro, y zapatos de ciudad. Y Coyotito llevaba un traje azul de marino estadounidense y una gorra blanca como Kino había visto una vez a bordo de un yate de recreo en el estuario. Todo esto estaba en la perla, y Kino siguió diciendo:
—Tendremos vestidos nuevos.
La música de la perla era ya en sus oídos como un coro de trompetas triunfales.
Luego fueron apareciendo en la centelleante superficie gris de la joya las cosas que Kino necesitaba: un arpón que sustituyera al perdido hacía un año, un arpón nuevo, de hierro, con una anilla al extremo de la barra; y —su mente casi no podía atreverse a soñar tanto— un rifle pero ¿por qué no, siendo tan rico? Y Kino se vio en la perla con una carabina Winchester. Era el sueño más loco de su vida y el más agradable.
Sus labios vacilaban antes de darle forma audible:
—Un rifle —declaró—. Puede que un rifle.
El rifle echaba abajo todas las barreras. Era una verdadera imposibilidad, y si podía pensar tranquilamente en ello, horizontes enteros se disgregaban y se veía libre de toda atadura. Porque se dice que los humanos no se satisfacen jamás, que se les da una cosa y siempre quieren algo más. Y se dice esto con erróneo desprecio, ya que es una de las mayores virtudes que tiene la especie y la que la hace superior a los animales que se dan por satisfechos con lo que tienen.
Los vecinos, apretujados y silenciosos dentro de la cabaña, asentían a sus declaraciones fantásticas. Un hombre murmuró:
—Un rifle. Tendrá un rifle.
La música de la perla ensordecía a Kino. Juana lo miró y sus ojos se admiraban de su valor y su fantasía. Una fuerza eléctrica le había invadido en el momento de descubrir la derrota de los horizontes. En la perla veía a Coyotito sentado en un pupitre del colegio como el que había visto una vez a través de una puerta entreabierta. Coyotito vestía chaqueta, cuello blanco y ancha corbata de seda. Más aún, Coyotito escribía sobre un gran trozo de papel. Kino miró a sus vecinos casi desafiador.
—Mi hijo irá a la escuela —anunció, y todos quedaron fascinados. Juana detuvo el aliento, brillándole los ojos mientras miraba a su marido y a Coyotito en sus brazos para ver si podía ser verdad lo dicho.
El rostro de Kino brillaba, profético.
—Mi hijo leerá y abrirá los libros, y escribirá y lo hará bien. Y mi hijo hará números, y todas esas cosas nos harán libres porque él sabrá, y por él sabremos nosotros.
En la perla Kino se veía a sí mismo y a Juana sentados junto al fuego mientras Coyotito leía un gran libro.
—Esto es lo que la perla hará —terminó. Nunca había pronunciado tantas palabras seguidas. Y de pronto tuvo miedo de sus palabras. Su mano se cerró sobre la perla y robó su luz a todas las miradas. Kino tenía miedo como lo tiene siempre un hombre al decir:
—Así será —sin saberlo a ciencia cierta.
Los vecinos sabían ya que acababan de presenciar algo maravilloso. Sabían que en adelante el tiempo se contaría a partir de la perla y su hallazgo, y que este momento sería discutido durante largos años. Si todo lo profetizado tenía lugar, ellos relatarían el aspecto de Kino, sus palabras y el brillo de sus pupilas, y dirían: «Era un hombre transfigurado. Algún poder le había sido imbuido. Ya veis en qué gran hombre se ha convertido a partir de aquel momento. Y yo lo vi».
Y si los proyectos de Kino se reducían a la nada, los mismos vecinos dirían:
«Así empezó. Una estúpida locura se apoderó de él y le hizo decir insensateces. Dios nos libre de cosas parecidas. Sí, Dios castigó a Kino por su rebelión contra el curso normal de las cosas. Ya veis en qué ha parado todo. Y yo mismo fui testigo del momento en que perdió la razón».
Kino miró su puño cerrado y vio las cicatrices en los nudillos que habían golpeado la verja.
Llegaba la noche. Juana envolvió a su hijito en el chal, apoyó su leve bulto en su cadera, fue al fogón, tomó un tizón, colocó sobre él unas astillas y sopló hasta obtener unas llamas que danzaron iluminando todos los rostros. Sabían que debían ir a preparar sus respectivas cenas, pero se sentían reacios a salir.
Ya estaban las tinieblas dentro de la casa y el fuego de Juana dibujaba sombras en las paredes de ramaje cuando corrió un murmullo de boca en boca:
—Viene el Padre, viene el párroco.
Los hombres se descubrieron y se apartaron de la puerta, y las mujeres envolvieron sus cabezas en los chales y bajaron los ojos. Kino y su hermano Juan Tomás siguieron en pie. Entró el cura, un anciano canoso de cutis marchito y ojos llenos de juventud. Consideraba niños a aquella gente, y como a tales los trataba.
—Kino —empezó con dulzura—. Te llamas como un gran hombre, como un Padre de la Iglesia. —Sus palabras sonaban a bendición—. Tu homónimo civilizó el desierto y pacificó las mentes de tu pueblo ¿no lo sabías? Está en los libros.
Kino miró rápidamente a la cabeza de Coyotito, apoyada en el flanco de Juana. Algún día, pensaba, aquel muchacho sabría qué cosas estaban en los libros y qué cosas no. Ya no había música en el cerebro de Kino, pero ahora lenta, delicadamente, empezaba a sonar la melodía de aquella mañana, la música del mal, del enemigo, pero muy débil. Y Kino miró a sus vecinos para ver quién podía haber traído tal música consigo.
Pero el sacerdote hablaba de nuevo.
—Me he enterado de que has encontrado una gran fortuna, una gran perla.
Kino abrió su mano y la exhibió, y el cura aspiró con fuerza al ver el tamaño y belleza de la perla. Luego dijo:
—Espero que te acordarás de dar gracias, hijo mío, a Quien te ha concedido este tesoro, y que rogarás su protección para el futuro.
Kino inclinó la cabeza torpemente, y fue Juana la que habló en voz baja:
—Sí, Padre. Y nos casaremos. Kino lo ha dicho.
Miró a los vecinos buscando su testimonio y ellos confirmaron sus palabras solemnemente.
El cura contestó:
—Es placentero ver que vuestros primeros pensamientos son tan buenos. Dios os bendiga, hijos míos —y volvióse, se alejó calladamente, y la gente se apartó para hacerle paso.
Pero la mano de Kino se había cerrado fuertemente sobre la perla y miraba en torno suyo con desconfianza, porque la música maldita estaba en sus oídos, intentando ahogar la de la perla.
Los vecinos fueron escabulléndose hacia sus hogares y Juana se acercó al fuego y puso a hervir la cazuela de barro llena de legumbres. Kino fue hasta la puerta y se paró en el umbral. Como siempre, aspiraba el humo de muchos fuegos, veía las rutilantes estrellas y notaba la humedad del aire nocturno que le hacía envolverse mejor en su manta.
El perro flaco acudió a él y se tendió a sus pies. Kino bajó la vista al suelo pero no lo vio. Al traspasar los lejanos horizontes había entrado en un vasto páramo de soledad. Se sentía desamparado y aislado, y le parecía que los chirriantes grillos y las ruidosas ranas entonaban la melodía del mal. Se estremeció y trató de envolverse mejor en la manta. Llevaba todavía la perla en la mano, oprimiéndola con fuerza, y la sentía cálida, suave, contra su piel.
Tras él oía a Juana amasando las tortas antes de depositarlas en la batea del horno. Kino apreciaba detrás de sí todo el calor y toda la seguridad de su familia y oía La canción familiar como el runruneo de un gato casero.
Pero ahora, al anunciar cómo sería su futuro, lo había creado. Un proyecto es algo real, y las cosas proyectadas son como experimentadas ya. Un proyecto, una vez ideado y trazado se hace realidad, indestructible pero propicia a ser atacada. De este modo era real el futuro de Kino, pero desde el momento en que quedó plantado habían surgido otras fuerzas con el propósito de destruirlo, y esto lo sabía él muy bien, de tal modo que ya se preparaba a rechazar los ataques. También sabía que los dioses no gustan de los proyectos humanos, y que odian el éxito si no tiene lugar por mero accidente. Sabía que los dioses se vengan de un hombre cuando triunfa por sus propios méritos, y en consecuencia Kino temía a los proyectos, mas habiendo esbozado uno ya no podía anularlo. Para rechazar los ataques, Kino empezaba a envolverse en un duro caparazón que lo aislara del mundo. Sus ojos y su cerebro paladeaban el peligro antes de que hubiese aparecido.
Desde la puerta vio cómo se acercaban dos hombres; uno de ellos llevaba una linterna que iluminaba las piernas de ambos. Atravesaron la puerta del cercado y se acercaron a la choza. No tardó en ver que uno era el doctor y el otro el criado que había abierto la verja por la mañana. Los nudillos destrozados de la mano derecha de Kino parecían abrasarle al descubrir de quiénes se trataba.
El doctor empezó:
—No estaba en casa cuando vinisteis esta mañana. Pero ahora, a la primera oportunidad, he acudido a ver al pequeño.
Kino siguió obstruyendo la puerta, llenos los ojos de odio y furor, pero a la vez de miedo, pues los cientos de años de dominación habían calado muy hondo en su espíritu.
—El niño está ya casi bien —contestó con sequedad.
El doctor sonrió, pero en sus ojos saltones no había sonrisa.
—A veces, amigo mío —arguyó—, la picadura de escorpión tiene un curioso efecto. Se produce una aparente mejoría, y luego, sin previo aviso, ¡puf!
Unió los labios y simuló una pequeña explosión para indicar lo rápido del accidente, y movió su maletín negro de doctor para que la luz de la lámpara lo iluminara, pues sabía que la raza de Kino tenía gran respeto por las herramientas de cualquier índole.
—A veces —siguió en tono melifluo—, a veces el resultado es una pierna paralítica o una espalda corcovada. Oh, yo conozco bien la picadura del escorpión, amigo mío, y sé curarla.
Kino seguía sintiendo rabia y odio junto con infinito terror. Él nada sabía, y quizás el doctor sí. Y no podía correr el albur de oponer su cierta ignorancia contra la posible sabiduría de aquel hombre. Había caído en la trampa en que caía siempre su pueblo, como sucedería hasta que, como él había dicho, pudieran estar seguros de que las cosas de los libros estaban verdaderamente en ellos. No podía jugar al azar con la vida o la salud de Coyotito. Se hizo a un lado y dejó que el doctor y su criado entrasen en la cabaña.
Juana se apartó del fuego y se echó atrás al verlos entrar, cubrió el rostro de su hijo con el chal y al extender el doctor su mano, abrazó con fuerza a la criatura y miró a Kino, sobre cuyo rostro el fuego hacía danzar movibles sombras.
Kino asintió con un gesto, y sólo entonces dejó ella que el doctor cogiera al pequeño.
—Levanta la luz —ordenó el médico, y cuando el criado obedeció, miró un momento la herida en el hombro infantil. Meditó unos momentos y luego levantó el párpado del niño para mirar el globo del ojo. Movió la cabeza con gesto de aprobación mientras Coyotito se debatía en sus brazos.
—Es como suponía —declaró—. El veneno ya está dentro y no tardará en descargar su golpe mortal. ¡Mira! —volvió a levantar el párpado—. Mira, es azul.
Y Kino, que miraba lleno de ansiedad, vio que efectivamente, era un poco azul. No recordaba si siempre había sido un poco azul. Pero la trampa estaba ante él y no podía orillarla.
Los ojuelos del doctor rezumaban humedad.
—Le daré algo que tal vez anule el veneno —anunció. Y devolvió el niño a Kino.
Luego sacó de su maletín un frasquito de polvo blanco y una cápsula de gelatina. Llenó la cápsula con un poco de polvo y la cerró, envolvió esta en otra mayor y la cerró también. Entonces actuó con gran destreza. Volvió a coger al niño y le tiró del labio hasta que abrió la boca. Sus dedos colocaron la cápsula en el fondo de la boca, sobre la lengua, de donde no podía escupirla, recogió del suelo la botella de pulque y dio un trago a Coyotito, y con esto dio por terminada su actuación. Volvió a mirar el ojo de la criatura, apretó los labios y simuló meditar.
Por fin entregó a Juana su hijo y se volvió a Kino.
—Creo que el veneno atacará dentro de una hora —anunció—. La medicina puede salvar al pequeño, pero dentro de una hora estaré de vuelta. Tal vez esté a tiempo de salvarlo. —Respiró con fuerza y salió de la choza, y su criado le siguió con la linterna.
Ahora tenía Juana al niño bajo su chal, y lo miraba con ansioso temor. Kino se le acercó, levantó el borde del chal y lo miró. Adelantó una mano para levantarle el párpado y entonces se dio cuenta de que seguía llevando en ella la perla. Fue hacia un arca colocada junto a la pared, sacó un trozo de tela, envolvió en ella la perla, se dirigió a un rincón, cavó con las uñas en el suelo, colocó la perla en el agujero, lo cubrió y lo disimuló. Entonces volvió junto a Juana, que acurrucada, no apartaba los ojos de su hijo.
El doctor, de vuelta en su casa, se dejó caer en su sillón y miró el reloj. Su familia le llevó una frugal cena a base de chocolate, dulces y fruta, y él miró la comida con desagrado.
En las casas de los vecinos el mismo tema seguía dominando todas las conversaciones. Se enseñaban unos a otros el tamaño de la perla, y hacían gestos acariciadores en el aire para indicar su belleza. Desde ahora espiarían muy de cerca a Juana y a Kino para ver si la riqueza los volvía locos, como sucedía siempre. Todos sabían por qué había acudido el doctor.
No era buen histrión y comprendían muy bien su actitud.
En el estuario una bandada de pececillos corría veloz saltando de cuando en cuando sobre las olas para huir de otros mayores que pretendían devorarlos. Desde sus cabañas los pescadores oían el leve chapoteo en el agua de los pequeños y el fuerte rumor de los saltos de los mayores durante la persecución. La niebla que brotaba del Golfo iba depositándose sobre matojos y cactus dejando en ellos gotas saladas. Y los ratones nocturnos se deslizaban por el campo tratando de escapar a los milanos que se les echaban encima en profundo silencio.
El peludo can de manchas ambarinas sobre los ojos llegó a la puerta de Kino y miró hacia el interior. Sacudió sus cuartos traseros al mirarlo Kino y se tumbó perezoso cuando dejó de sentir sus ojos sobre sí. No entró en la casa, pero observó cómo devoraba Kino las legumbres de la cazuela, acompañadas de una torta de maíz y de largos tragos de pulque.
Kino terminó su cena, y estaba liando un cigarrillo cuando Juana lo llamó con voz aguda:
—Kino.
La miró, se levantó y fue hacia ella porque veía el terror en su mirada. Se detuvo a su lado y miró hacia abajo, pero la luz era demasiado escasa.
Acercó unos leños al fuego para que levantaran llama y entonces pudo ver la cara de Coyotito. La tenía enrojecida, tragaba saliva con gran esfuerzo, pero algo brotaba entre sus labios. Había empezado el espasmo de los músculos del estómago y el pobre niño padecía mucho.
Kino se arrodilló al lado de su esposa.
—El doctor lo sabía —observó, pero pensó para sí que aquel polvo blanco era muy sospechoso. Juana se balanceaba cantando la Canción de la Familia como si pudiera ahuyentar así el peligro, y la criatura vomitaba sin cesar entre sus brazos. Kino dudaba y la música del mal ahogaba en su cabeza la canción de Juana.
El doctor acabó su chocolate y recogió los trocitos de pastel caídos en el plato. Se limpió los dedos en una servilleta, miró el reloj, se levantó y tomó su maletín.
La noticia de la recaída del niño había llegado rápidamente a las cabañas, porque la enfermedad es, después del hambre, el peor enemigo de los pobres. Y alguien comentó:
—La suerte, ya veis, trae malos compañeros.
Todos se mostraron de acuerdo y se encaminaron a casa de Kino.
Atravesaron las tinieblas envueltos en sus mantas hasta que llenaron de nuevo la choza de Kino. En pie, lo observaban todo y hacían comentarios a la inoportunidad de tal desgracia en un momento de alegría, diciendo:
—Todo está en manos de Dios.
Las viejas se agachaban junto a Juana tratando de ayudarla o al menos de consolarla.
Entonces apareció el doctor, seguido de su criado, y las viejas huyeron como gallinas asustadas. Tomó al pequeño, lo examinó y palpó su cabeza.
—Ya ha actuado el veneno —anunció—. Creo que puedo vencerlo. Haré todo lo posible. —Pidió agua, y en la taza vertió tres gotas de amoníaco, abrió la boca al niño y le obligó a beber. El joven paciente se estremeció y escupió rechazando el tratamiento y Juana lo miró con ojos de terror. El doctor hablaba sin parar—. Es una suerte que yo conozca el veneno del escorpión, o de otro modo… —Se encogió de hombros pasando por alto lo que pudiera haber ocurrido.
Pero Kino tenía sospechas y no podía apartar la vista del maletín abierto del doctor, y en él el frasco de polvo blanco. Gradualmente los espasmos se redujeron y el pequeño relajó sus músculos, suspiró profundamente y se durmió, cansado de vomitar.
El doctor lo devolvió a los brazos de Juana.
—Ahora se pondrá bueno —aseguró—. He ganado la batalla. —Y Juana lo contempló con adoración.
El doctor cerraba ya su maletín.
—¿Cuándo creéis que podréis pagarme estas visitas? —inquirió con dulzura.
—Cuando haya vendido mi perla le pagaré —declaró Kino.
—¿Tienes una perla? ¿Una buena perla? —preguntó el doctor con interés.
Y entonces el coro de vecinos prorrumpió al unísono:
—Ha encontrado la Perla del Mundo —y unieron los pulgares a los índices para indicar su tamaño.
—Kino va a ser rico —exclamaron—. Es una perla como no se ha visto otra igual.
El doctor parecía sorprendido.
—No me había enterado. ¿Guardas esa perla en lugar seguro? ¿No quieres que te la guarde en mi caja de caudales?
Los ojos de Kino casi habían desaparecido y la piel de sus mejillas estaba tensa.
—La tengo bien guardada —contestó—. Mañana la venderé y entonces le pagaré.
El doctor se encogió de hombros pero sus ojos no se separaron de los de Kino. Sabía que la perla tenía que estar escondida en la casa y suponía que Kino había de mirar hacia el sitio en que la había enterrado.
—Sería una irrisión que te robasen antes de que pudieras venderla —insistió el doctor, y vio que los ojos de Kino se volvían involuntariamente hacia el suelo cerca del rincón extremo de la cabaña.
Cuando se hubo marchado el médico y todos los vecinos hubieron vuelto a sus hogares a regañadientes, Kino se acurrucó junto a las brasas del fogón y escuchó los ruidos nocturnos, el suave rodar de las olas en la playa y los lejanos ladridos de unos perros, el silbido de la brisa entre las ramas del tejado y las ahogadas conversaciones de sus vecinos.
Porque aquella gente no duerme toda la noche; se despiertan a ratos, charlan un poquito y luego vuelven a dormirse. No había pasado mucho tiempo cuando Kino se incorporó y fue hasta la puerta.
Aspiraba los aromas de la brisa y escuchaba intentando captar algún extraño rumor de seres arrastrándose, porque la música del mal llenaba su alma y tenía miedo a la vez que furia combativa. Después de escudriñar la noche con sus cinco sentidos se dirigió al rincón en que estaba enterrada la perla, la extrajo, la llevó a su jergón y bajó este cavó otro agujero donde la guardó.
Juana, sentada junto al fuego, lo miraba con ojos interrogantes y al verle enterrar la perla, preguntó:
—¿A quién temes?
Kino buscó en su cerebro la verdadera respuesta y dijo al cabo:
—A todos —y le pareció que su cuerpo se envolvía en una dura coraza.
Al cabo de un rato ambos yacían juntos sobre el jergón. Juana no había puesto al pequeño en su cuna colgante, sino que lo tenía en sus brazos cubriéndole la cara con su chal… Por fin se apagó el último destello del hogar.
Pero el cerebro de Kino ardía aún durante el sueño, y soñaba que Coyotito sabía leer en un libro grande como una casa, con letras del tamaño de perros, y las palabras galopaban y danzaban por todo el libro. Luego la oscuridad se extendió sobre la página y con ella volvió otra vez la música maldita y Kino se agitó en su lecho. Al sentir su agitación, Juana abrió los ojos en las tinieblas. Entonces se despertó él, ensordecido por la música del mal, y siguió tumbado con los oídos alerta.
En este momento, del rincón les vino un leve rumor que podía ser simple ilusión, un movimiento furtivo, el roce de un pie sobre la tierra o el susurro casi inaudible de una respiración. Kino contuvo la suya para escuchar y se dio cuenta de que el maligno ser que había entrado en su casa la contenía también para escuchar. Durante un rato no les llegó sonido alguno de aquel rincón de la cabaña. Kino llegó a pensar que había soñado en aquel ruido, pero la mano de Juana subió por su hombro como avisándole, y entonces oyó de nuevo el rumor de unos pies sobre la tierra y unas uñas escarbando en el suelo.
Un furor salvaje llenó el pecho de Kino, su mano buscó entre las ropas su cuchillo y saltó como un gato rabioso, buscando a tientas al intruso que ocupaba aquel rincón de su casa. Tocó tela, le dirigió un golpe con su cuchillo y lo erró, descargó otro, y entonces su cabeza pareció estallar de dolor y vio extrañas lucecitas. Algo se escurrió velozmente por el umbral, se oyeron pasos precipitados, y luego silencio.
Kino notaba que por la frente le corría la sangre y oía a Juana llamándolo:
—¡Kino, Kino! —Y su voz estaba llena de terror.
Volvió a sentirse sereno con la misma rapidez con que se había enfurecido y contestó:
—Estoy bien. Ya se ha ido.
Volvió a su lecho. Juana encendía ya el fuego. En las cenizas calientes prendió una ramita, inflamó un poco de paja y cortezas y consiguió que una débil luz azul llenara la cabaña. Entonces de un lugar escondido sacó una vela bendita, la encendió y la puso en pie sobre una piedra. Actuaba rápidamente, musitando algo mientras se movía. Humedeció el borde de su chal y lavó la sangre de la frente de Kino.
—No es nada —protestó él, pero su voz era áspera y su alma estaba llena de odio.
La tensión nerviosa que había ido acumulándose en el espíritu de Juana brotó de pronto hirviente en la superficie.
—Esto es algo maldito —gritó con frenesí—. ¡Esta perla es pecado! Nos destruirá —y su voz tenía registros muy agudos—. Tírala, Kino, o déjame romperla entre dos piedras. Enterrémosla y olvidemos el sitio. Devuélvela al mar. Nos ha traído el mal. Kino, esposo mío, nos destruirá. —A la luz de la vela sus ojos y sus labios temblaban de miedo.
Pero el rostro de Kino, su mente y su voluntad eran ya inconmovibles.
—Es nuestra única oportunidad —contestó—. Nuestro hijo debe ir a la escuela. Debe romper la trampa que nos ahoga.
—Nos destruirá —siguió gimiendo Juana—. Y a nuestro hijo también.
—Calla —ordenó Kino—. No digas más. Por la mañana venderemos la perla y entonces el mal se habrá ido y quedará el bien. Ahora calla, mujer.
Sus ojos contemplaban el fuego y entonces se dio cuenta que tenía el cuchillo en la mano. Lo levantó y vio la hoja de acero manchada de sangre.
Hizo un gesto como para limpiarla en sus pantalones pero luego lo clavó en tierra y así quedó limpio.
Gallos lejanos empezaron a cantar y un aire nuevo anunció la aurora. El viento del amanecer rizaba las aguas del estuario y suspiraba bajo los mangles. El golpeteo de las olas sobre la arena había cobrado mayor fuerza.
Kino levantó el jergón, descubrió su perla y la puso ante sí para contemplarla. Y su belleza, reluciente a la luz de la vacilante bujía, fascinó su cerebro. Era tan hermosa, tan suave, tan musical, una música de delicada promesa, garantía del futuro, la comodidad, la seguridad… Su cálida luminiscencia era un antídoto a la enfermedad y un muro frente a la insidia. Era una puerta que se cerraba sobre el hambre. Mientras la miraba, los ojos de Kino se dulcificaban y su rostro perdía rigidez. Veía la imagen de la perla, y oía de nuevo la hermosa música del fondo del mar, de las luces verdes de las praderas submarinas. Juana, mirándolo a hurtadillas, lo vio sonreír. Y como eran una sola persona y una sola voluntad, ella sonrió con él.
El día empezaba lleno de esperanzas.