Sascha Duncan no era capaz de leer ni una sola palabra del informe que parpadeaba en la pantalla de su agenda electrónica. El temor empañaba su visión aislándola de la fría eficiencia del despacho de su madre. Ni siquiera el sonido de la voz de Nikita terminando de atender una llamada conseguía penetrar en su mente paralizada por el miedo. Estaba aterrorizada.
Esa mañana se había sorprendido al despertar hecha un ovillo en la cama, gimoteando. Un psi normal no gimoteaba, no mostraba emoción alguna, no sentía nada. Sin embargo, Sascha sabía desde niña que ella no era normal. Había logrado ocultar su defecto de forma satisfactoria durante veintiséis años, pero las cosas comenzaban a ir mal. Muy, muy mal.
Su mente se estaba deteriorando a un ritmo tan alarmante que había comenzado a experimentar efectos secundarios físicos: espasmos musculares, temblores, ritmo cardíaco anormal y ataques de llanto después de unos sueños que nunca recordaba.
Pronto le sería imposible ocultar su psique fragmentada. Ser descubierta supondría la reclusión en el Centro. Naturalmente, nadie lo llamaba prisión. Calificado «centro de rehabilitación», proporcionaba un método extremadamente efectivo a los psi para apartar a los débiles del rebaño.
Si tenía suerte una vez hubieran concluido con ella, sería un cuerpo babeante sin conciencia. Si no era tan afortunada, conservaría la suficiente capacidad de raciocinio como para convertirse en un zángano más en la vasta red empresarial de los psi, un robot con solo las suficientes neuronas operativas para clasificar el correo o barrer los suelos.
Sentir que su mano aferraba con fuerza la agenda la devolvió de golpe a la realidad.
Allí, sentada frente a su madre, era el lugar menos indicado para derrumbarse. Quizá Nikita Duncan fuera sangre de su sangre, pero también era un miembro del Consejo de los Psi.
Sascha no estaba segura de si, llegado el caso, Nikita dudaría en sacrificar a su hija con tal de conservar su puesto en el organismo más poderoso del mundo.
Con férrea determinación, comenzó a reforzar los escudos psíquicos que protegían los corredores secretos de su mente. Era lo único en lo que destacaba y, para cuando su madre finalizó la llamada, Sascha mostraba la misma emoción que una escultura tallada en hielo ártico.
—Tenemos una reunión con Lucas Hunter dentro de diez minutos. ¿Estás lista? —Los ojos almendrados de Nikita no denotaban otra cosa que no fuera un sereno interés.
—Por supuesto, madre.
Sascha se obligó a enfrentarse a la mirada impávida de Nikita sin pestañear, procurando no pensar en si la suya la estaría delatando. Ayudaba el hecho de que, a diferencia de su madre, ella tenía los ojos negros de un psi cardinal: un infinito campo negro salpicado de motas de un gélido fuego blanco.
—Hunter es un cambiante alfa, así que no lo subestimes. Ese hombre piensa como un psi.
Nikita se volvió para sacar la pantalla de su ordenador, un panel plano que se deslizaba de la superficie de su mesa.
Sascha accedió a la información pertinente en su agenda. El ordenador en miniatura contenía todas las notas que pudiera necesitar para la reunión y era lo bastante compacto como para llevarlo en el bolsillo. Si Lucas Hunter se ceñía al perfil, aparecería con copias de todo en papel.
De acuerdo con la información de que disponía, Hunter se había convertido en el alfa del clan de leopardos de los DarkRiver a los veintitrés años. Durante la década siguiente, los DarkRiver habían consolidado su control sobre San Francisco y las regiones limítrofes hasta el punto de que, en la actualidad, eran los depredadores dominantes en aquella zona. Los cambiantes foráneos que deseaban trabajar, vivir o jugar en territorio DarkRiver tenían que recibir su autorización. De lo contrario, las leyes territoriales de los cambiantes se imponían por la fuerza y el resultado era brutal.
Lo que había sorprendido a Sascha en la primera lectura del material era que los DarkRiver habían negociado un pacto de no agresión con los SnowDancer, el clan de lobos que controlaba el resto de California. Dado que los SnowDancer eran conocidos por su ferocidad y por mostrarse implacables con cualquiera que se atreviese a imponerse por la fuerza en su territorio, aquello hacía que se cuestionara la imagen civilizada de los DarkRiver. Nadie sobrevivía a los lobos apelando a la amabilidad.
Se escuchó el sonido de una campanilla.
—¿Nos vamos, madre?
La relación de Nikita con Sascha no era, ni había sido nunca, maternal en ningún aspecto, pero el protocolo dictaminaba que debía recibir el tratamiento familiar.
Nikita asintió y se puso en pie irguiéndose con elegancia en toda su estatura de un metro y setenta y seis centímetros. Vestida con un traje de pantalón negro y camisa blanca, con el cabello justo por debajo de las orejas en un corte desfilado que le sentaba bien, presentaba la imagen de la mujer de éxito que era. Una mujer bella y, además, letal.
Sascha sabía que cuando caminaban juntas, como en esos momentos, nadie las tomaba por madre e hija. Tenían la misma estatura, pero ahí terminaban las semejanzas.
Nikita había heredado los ojos asiáticos, el cabello lacio y la piel de porcelana de su madre, que era mitad japonesa. Cuando los genes pasaron a Sascha, lo único que sobrevivió fue él ligero almendramiento de los ojos.
En lugar de la melena lisa y negro azulada de su madre, Sascha tenía el cabello de un intenso color ébano que absorbía la luz como si fuera tinta y un rizo tan rebelde que se veía obligada a recogérselo en una austera trenza todas las mañanas. Su piel era de un tono miel oscuro en lugar de marfil, indicio de los genes de su padre desconocido. En la partida de nacimiento de Sascha figuraba que este era de ascendencia anglo-hindú.
Aminoró ligeramente el paso a medida que se aproximaban a la puerta de la sala de juntas. Detestaba las reuniones con los cambiantes, y no debido a la repulsa general de los psi ante su manifiesta naturaleza emocional, sino porque le parecía que ellos lo sabían. Que, de algún modo, podían sentir que no era como los demás, que era imperfecta.
—Señor Hunter.
Sascha alzó la mirada al escuchar la voz de su madre y se encontró a escasa distancia del varón más peligroso que jamás había visto. No existía otra palabra para describirlo. Con una estatura muy superior al metro ochenta, tenía la constitución de la máquina de combate que era en su hábitat natural; puro músculo, fuerza y vigor.
El cabello negro le llegaba a los hombros, pero no había nada suave en él. En cambio, dejaba entrever la pasión incontrolada y el hambre oscura del leopardo que moraba bajo su piel. No tenía la menor duda de que se encontraba en presencia de un depredador.
Entonces él volvió la cabeza y Sascha vio la parte derecha de su rostro. Cuatro líneas irregulares, semejantes a las cicatrices de la garra de alguna gran bestia, marcaban su suave piel dorada. Sus ojos eran de un hipnótico color verde, pero fueron aquellos zarpazos lo que le llamó la atención. Nunca antes había tenido tan cerca a uno de los cazadores cambiantes.
—Señora Duncan. —Su voz era grave y un tanto ronca, como si estuviera a punto de gruñir.
—Esta es mi hija, Sascha. Ella será el enlace para este proyecto.
—Encantado, Sascha. —Inclinó la cabeza, aunque su mirada se demoró un segundo más de lo necesario.
—Igualmente.
¿Podría él escuchar el errático latido de su corazón? ¿Sería cierto que los sentidos de los cambiantes eran muy superiores a los de cualquier otra raza?
—Por favor.
Con un gesto les indicó que tomaran asiento junto a la mesa de cristal y permaneció en pie hasta que ellas se sentaron. A continuación eligió la silla que quedaba enfrente de Sascha.
Se obligó a sostenerle la mirada, sin dejar que su caballerosidad la engañase y le hiciera bajar la guardia. Los cazadores estaban adiestrados para olfatear cualquier punto débil en su presa.
—Hemos estudiado su oferta —comenzó Sascha.
—¿Qué les parece?
Aquel hombre tenía unos ojos extraordinariamente claros, tan serenos como el océano más profundo. No había nada en él que fuera frío o práctico, nada que contradijera la primera impresión que se había formado: que era una criatura salvaje, que se contenía a duras penas.
—Debe saber que las alianzas comerciales entre psi y cambiantes raras veces funcionan. Conflicto de intereses. —La voz de Nikita carecía completamente de matices comparada con la de Lucas.
La sonrisa que este esbozó en respuesta era tan pícara que a Sascha le fue imposible apartar la mirada.
—En este caso, creo que tenemos los mismos. Usted necesita ayuda para diseñar y construir viviendas que atraigan a los cambiantes. Yo quiero acceso directo a nuevos proyectos psi.
Sascha sabía que ese no podía ser el único motivo. Lo necesitaban, pero él no las necesitaba a ellas, no cuando los negocios de los DarkRiver eran lo bastante extensos como para rivalizar con los suyos. El mundo estaba cambiando ante los mismísimos ojos de los psi; humanos y cambiantes ya no se conformaban con ser segundones. Era un claro indicio de arrogancia que la mayor parte de su gente continuara ignorando el progresivo cambio en la balanza del poder.
Estar tan cerca de Lucas Hunter, de aquel hombre que era pura furia contenida, hizo que se sorprendiera de la incapacidad de su raza para ver aquello.
—Si hacemos tratos con usted, esperaremos el mismo nivel de fiabilidad que obtendríamos si los hiciéramos con una constructora y un estudio de arquitectura psi.
Lucas miró a Sascha Duncan, tan gélida y perfecta, y deseó saber qué era lo que tanto le perturbaba de ella. Su bestia interior gruñía y se paseaba inquieta en la jaula de su mente, lista para abalanzarse sobre la psi y olfatear su sobrio traje sastre gris oscuro.
—Naturalmente —dijo fascinado por las diminutas chispas de luz blanca que centelleaban en la oscuridad de sus ojos.
Pocas veces había estado cerca de un psi cardinal. Eran tan raros que no se mezclaban con las masas, pues ocupaban altos cargos en el Consejo de los Psi en cuanto alcanzaban la madurez necesaria. Sascha era joven, pero nada en ella indicaba inexperiencia. Parecía igual de despiadada que el resto de su raza, igual de insensible y fría.
Podría esconder a un asesino.
Cualquiera de ellos podría. Por ese motivo los DarkRiver habían estado siguiendo a algunos psi de alto rango durante meses, buscando el modo de penetrar en sus defensas. El proyecto Duncan era una oportunidad inestimable. Nikita, además de ser poderosa por sí sola, era miembro del círculo más secreto: el Consejo de los Psi.
Una vez que Lucas estuviera dentro, debía descubrir la identidad del sádico psi que había quitado la vida a una de las mujeres DarkRiver… y ejecutarlo.
Sin piedad, sin clemencia.
Delante de él, Sascha echó un vistazo a la delgada agenda electrónica que llevaba.
—Estamos dispuestos a ofrecer siete millones.
Él aceptaría un centavo si con ello conseguía acceder a los secretos corredores del mundo de los psi, pero no podía permitirse que sospecharan.
—Señoras… —Imprimió en aquella única palabra toda la sensualidad que formaba parte tanto de él como de su bestia. La mayoría de los cambiantes y de los humanos habrían reaccionado a la promesa de placer implícita en su tono de voz, pero las dos mujeres que tenía delante permanecieron impertérritas—. Todos sabemos que la operación no vale menos de diez millones. No malgastemos el tiempo.
Lucas podría haber jurado que una chispa centelleó en los ojos negros de Sascha, una chispa que hablaba de un desafío aceptado. La pantera que moraba en él gruñó suavemente en respuesta.
—Ocho. Y queremos tener derecho a autorizar cada fase del proyecto, de principio a fin.
—Diez. —Mantuvo un tono de voz sedoso y suave—. Su solicitud provocará una considerable demora. No puedo trabajar con eficacia si tengo que acercarme hasta aquí cada vez que quiera realizar un cambio insignificante.
Tal vez las visitas frecuentes pudieran permitirle recabar algo de información sobre el rastro frío del asesino, pero lo dudaba. Era poco probable que Nikita fuera dejando documentos importantes del Consejo por ahí tirados.
—Concédanos un momento. —La mujer de más edad miró fijamente a la joven.
A Lucas se le erizó el vello de la nuca, algo que siempre le sucedía cuando estaba en presencia de un psi que utilizaba activamente sus poderes. La telepatía no era más que una de las muchas habilidades de esa raza, pero reconocía que dicho don resultaba sumamente útil durante las negociaciones comerciales. Pero sus habilidades también les impedían ver todo lo demás. Hacía mucho tiempo que los cambiantes habían aprendido a aprovecharse del complejo de superioridad de los psi.
Pasó casi un minuto hasta que Sascha se dirigió de nuevo a él:
—Es importante para nosotros controlar cada fase.
—Su dinero, su tiempo. —Colocó las manos sobre la mesa y unió las yemas de los dedos, reparando en que los ojos de la joven se fijaban en ellos. Qué interesante. Según su experiencia, los psi nunca mostraban señal alguna de ser conscientes del lenguaje corporal. Parecían seres completamente intelectuales, encerrados en sus mentes—. Pero si insisten en implicarse tanto, no puedo prometerles que cumplamos con el plazo previsto. De hecho, les garantizo que no lo haremos.
—Tenemos una contraoferta.
Aquellos ojos negros se enfrentaron a los suyos y Lucas enarcó una ceja.
—La escucho.
Y también la pantera de su interior. Tanto hombre como bestia encontraban a Sascha cautivadora de un modo que ninguno de los dos seres acertaba a comprender.
Una parte de él deseaba acariciarla… y la otra, morderla.
—Nos gustaría trabajar codo con codo con los DarkRiver. Para facilitar las cosas, solicito que me proporcione un despacho en su edificio.
Lucas se puso en tensión al instante. Acababan de concederle acceso casi total a un psi cardinal.
—¿Quiere pegarse a mí como una lapa, encanto? Me parece bien. —Sus sentidos captaron un cambio en el ambiente, aunque fue tan sutil que desapareció antes de que pudiera identificarlo—. ¿Tiene poder para autorizar los cambios?
—Sí. Incluso si tuviera que consultar con mi madre, no tendría que abandonar el lugar.
Aquello era un recordatorio de que era una psi, un miembro de una raza que había sacrificado su humanidad mucho tiempo atrás.
—¿A qué distancia puede comunicarse un cardinal?
—La suficiente. —Presionó en su diminuta pantalla—. ¿Quedamos en ocho?
Lucas esbozó una amplia sonrisa ante el intento de Sascha de pillarle desprevenido, divertido con aquella astucia casi felina.
—Diez, o me marcho y se busca algo de calidad inferior.
—No es usted el único experto que hay en lo que a los gustos y las manías de los cambiantes se refiere. —Se inclinó ligeramente hacia delante.
—No. —Intrigado por aquella psi que parecía utilizar su cuerpo tanto como su mente, imitó deliberadamente aquel movimiento—. Pero yo soy el mejor.
—Nueve.
No podía permitirse dejar que los psi le creyeran débil; ellos solo respetaban la fortaleza más fría, la más cruel.
—Nueve y la promesa de otro millón si las viviendas se han vendido antes de la inauguración.
El vello de la nuca volvió a erizársele cuando se hizo de nuevo el silencio. Dentro de su mente la bestia rasgaba el aire con sus garras como si tratara de atrapar las chispas de energía. La mayoría de los cambiantes no podían sentir las tormentas eléctricas generadas por los psi, pero era un don que tenía su utilidad.
—De acuerdo —declaró Sascha—. Asumo que dispone de contratos en papel.
—Por supuesto. —Abrió una carpeta y sacó varias copias del mismo documento que, sin duda, ellas tenían en la pantalla de sus agendas electrónicas.
Sascha las tomó y le pasó una a su madre.
—Un contrato electrónico sería mucho más práctico.
Había escuchado aquello cientos de veces de boca de distintos psi. Una de las razones por las que los cambiantes no se habían dejado llevar del todo por la era tecnológica era mera tozudez; la otra era la seguridad: su raza llevaba décadas entrando de forma clandestina en las bases de datos de los psi.
—Prefiero algo que pueda palpar, tocar y oler; algo que agrade a mis sentidos.
Aquella era una insinuación que sin duda ella había entendido, pero lo que Lucas buscaba era su reacción. Nada. Sascha Duncan era una psi igual de fría que todos los que había conocido; tendría que descongelarla lo suficiente para obtener información acerca de si los psi estaban escondiendo a un asesino en serie.
Se sentía extrañamente atraído por la idea de relacionarse con aquella psi en particular aunque, hasta el momento, los había considerado máquinas sin sentimientos.
Entonces ella alzó la vista para enfrentarse a su mirada y la pantera que habitaba en su interior abrió las fauces en un rugido mudo.
La cacería había comenzado y Sascha Duncan era la presa.
Dos horas más tarde, Sascha cerró la puerta de su apartamento y realizó un registro del lugar. Nada. Ubicado en el mismo edificio que su despacho, el apartamento contaba con una seguridad excelente, pero ella había utilizado sus dotes para blindar las habitaciones con un nivel de protección mayor. Precisó de una ingente cantidad de su escasa fuerza psíquica, pero necesitaba sentirse segura en alguna parte.
Una vez comprobó de forma satisfactoria que nadie había entrado en su apartamento, revisó sistemáticamente cada uno de sus escudos internos contra la PsiNet.
Todos funcionaban. Nadie podía penetrar en su mente sin que ella lo supiera.
Solo entonces se permitió el lujo de derrumbarse y hacerse un ovillo sobre la alfombra azul ártico, un color frío que le hizo temblar.
—Ordenador, eleva la temperatura cinco grados.
«Ejecutando orden.»
La voz carecía de inflexión, pero era algo esperado, ya que se trataba de una respuesta mecánica del potente ordenador que gobernaba el edificio. Las casas que iba a construir con Lucas Hunter no dispondrían de tal sistema computerizado.
«Lucas…»
El aliento surgió entrecortado cuando dejó que su mente se inundara de todas las emociones que había tenido que sepultar durante la reunión.
Miedo.
Diversión.
Hambre.
Lujuria.
Deseo.
«Necesidad.»
Tras abrir el pasador que sujetaba el extremo de su trenza, se ahuecó los rizos con los dedos antes de despojarse de la chaqueta y arrojarla a un lado. Sentía doloridos los pechos, apretados contra las copas del sujetador. No había nada que deseara más que desnudarse y frotarse contra algo caliente, duro y masculino.
De su garganta escapó un gemido mientras cerraba los ojos y se mecía tratando de controlar las imágenes que bombardeaban su cabeza. Aquello no debería estar sucediendo.
Por graves que hubieran sido los episodios de falta de control que había sufrido con anterioridad, jamás habían sido así de críticos, así de sexuales. En cuanto admitió aquello, la avalancha pareció disminuir y logró reunir las fuerzas necesarias para escapar de aquella poderosa ansia.
A continuación, se levantó del suelo, se encaminó a la cocina americana y se sirvió un vaso de agua. Mientras bebía vio su reflejo en el espejo ornamental que colgaba junto a la nevera empotrada. Había sido un regalo de un asesor de raza cambiante en otro proyecto y lo conservaba a pesar de la mirada inquisitiva que le había dirigido su madre. Había puesto como excusa que intentaba comprender a esa otra raza. En realidad, simplemente le gustaba el vistoso colorido del marco.
No obstante, en ese preciso momento, deseaba no haberse aferrado al espejo, pues reflejaba con demasiada nitidez aquello que no deseaba ver. Su rebelde melena oscura hablaba de pasión y deseo animal, cosas que ningún psi debería conocer. Tenía el rostro enrojecido como si tuviera fiebre, las mejillas encendidas y los ojos… Que Dios se apiadase de ella, sus ojos eran negros como la noche.
Dejó el vaso y se retiró el cabello para examinarse mejor. No, no se había equivocado. No había luz en la oscuridad de sus pupilas. Supuestamente aquello solo sucedía cuando un psi estaba utilizando una gran cantidad de poder psíquico.
A ella no le había ocurrido jamás.
Tal vez sus ojos la marcasen como cardinal, pero los poderes de los que disponía eran humillantemente débiles. Tanto que aún no la habían invitado a formar parte de las filas de aquellos que trabajaban directamente para el Consejo.
Su carencia de poder psíquico real había desconcertado a los instructores que la habían adiestrado. Todos le decían siempre que dentro de su mente había un gran potencial en estado puro, más que suficiente para un cardinal, pero nunca se había manifestado.
Hasta ese momento.
Sacudió la cabeza. No, no había gastado energías psíquicas, de modo que la causa de aquella oscuridad tenía que ser otra, algo que los demás psi desconocían porque ellos no sentían. Su mirada se desvió hacia el panel de comunicación instalado en la pared junto a la cocina. Una cosa estaba clara, no podía ir a ningún lado en esas condiciones. Cualquiera que la viera la enviaría a rehabilitación sin pestañear.
El miedo se apoderó de ella.
Siempre y cuando estuviera libre, podría descubrir un día un modo de escapar, un modo de cortar su vínculo con la PsiNet sin que su cuerpo quedara paralizado y pereciera.
O incluso podría descubrir un modo de arreglar el defecto que la marcaba.
Pero en cuanto la ingresaran en el Centro, su mundo se convertiría en una oscuridad infinita y silenciosa.
Con sumo cuidado, retiró la tapa del panel de comunicación y toqueteó los circuitos.
Solo después de haber colocado la pieza nuevamente en su lugar introdujo el código de Nikita. Su madre vivía en el ático, varios pisos más arriba.
La respuesta llegó al cabo de unos segundos.
—Sascha, tu pantalla está desconectada.
—No me había dado cuenta —mintió—. Espera… Hizo una pausa para darle mayor efecto e inspiró pausadamente- . Creo que es un fallo de funcionamiento. Me ocuparé de que lo examine un técnico.
—¿Por qué has llamado?
—Me temo que tengo que cancelar nuestra cena. Lucas Hunter me ha enviado algunos documentos que me gustaría empezar a revisar antes de la reunión con él mañana.
—Muy rápido para tratarse de un cambiante. Te veré mañana por la tarde para una reunión informativa. Buenas noches.
—Buenas noches, madre. —Pero su madre ya había colgado.
Aquello dolía, a pesar de que Nikita no hubiera sido más madre para ella que la computadora que controlaba su apartamento. Pero esa noche aquel pesar estaba enterrado bajo emociones mucho más peligrosas.
Apenas había comenzado a relajarse cuando el panel avisó de que tenía una llamada entrante. Dado que el identificador había quedado deshabilitado junto con la pantalla, no tenía forma de saber quién era.
—Sascha Duncan al habla —dijo tratando de no dejarse llevar por el pánico en caso de que Nikita hubiera cambiado de parecer.
—Hola, Sascha.
Las rodillas estuvieron a punto de ceder al escuchar aquella voz suave como la miel, más parecida a un ronroneo que a un gruñido.
—Señor Hunter.
—Lucas. Al fin y al cabo, somos colegas.
—¿A qué debo tu llamada? —El frío pragmatismo era el único modo que tenía de bregar con el tumulto de emociones que la embargaban.
—No puedo verte, Sascha.
—Es un fallo de la pantalla.
—No es muy eficiente.
¿Era un deje de humor lo que percibía en la voz de aquel hombre?
—Imagino que no has llamado para charlar.
—Quería invitarte a un desayuno de negocios mañana con el equipo del proyecto.
—El tono empleado por Lucas era pura seda.
Sascha desconocía si la voz del cambiante siempre transmitía la sensación de que estaba invitando a pecar o si lo estaba haciendo adrede para ponerla nerviosa. Y esa idea sí que la inquietaba. Si él llegaba a sospechar siquiera que había algo raro en ella, bien podría firmar su sentencia de muerte. Ser internado en el Centro era, ni más ni menos, la muerte en vida.
—¿A qué hora?
Se rodeó el abdomen fuertemente con los brazos y se esforzó para que su voz sonara firme. Los psi se cuidaban mucho de no mostrar al mundo sus errores, ni a sus miembros imperfectos. Nunca nadie había logrado hacer cambiar de idea al Consejo después de haber sido incluido en la lista para rehabilitación.
—A las siete y media. ¿Te parece bien?
¿Cómo podía hacer que la invitación más formal pareciera toda una tentación?
—¿Lugar?
—En mi despacho. ¿Sabes dónde está?
—Por supuesto. —Los DarkRiver habían establecido su sede central cerca del caótico ajetreo de Chinatown, ocupando un edificio de oficinas de tamaño medio—. Allí estaré.
—Y yo estaré esperando.
A sus agudizados sentidos aquello les pareció más una amenaza que una promesa.