Pasan las horas. La tarde ya está muy avanzada. Lleva todo el día caminando, todo el día aferrándose a la esperanza de encontrar la calle, el banco, a su amigo en el banco. Sus ideas se vuelven confusas. Se dice que se ha equivocado yéndose de ese modo. Se dice que la ciudad es demasiado grande, un monstruo que va a devorarlo o hacer que se pierda. Se dice que nunca encontrará nada, ni su país ni a su amigo ni el asilo del que ha huido. Se arrepiente. No porque esté agotado, desesperado o vencido. No, no piensa en sí mismo. Se arrepiente por su nieta. Le ha impuesto el cansancio, la marcha a trompicones, el polvo de las calles, el ruido, las burlas de la gente. ¿Qué clase de abuelo es? La vergüenza lo invade como un veneno.

Se apoya contra una pared. Lentamente, sin apenas darse cuenta, resbala hasta el suelo. Es como una caída que durara un segundo o bien una vida entera, una lenta caída lenta hacia la acera. Ya está en el pavimento, con la niña en el regazo. La cabeza del señor Linh está llena de cansancio, de sufrimiento, de desilusiones. Le pesa demasiado. Demasiadas derrotas y demasiadas huidas. ¿Qué es la vida sino un collar de heridas que cada hombre se cuelga del cuello? ¿De qué sirve ir de ese modo por los días, los meses, los años, cada vez más débil, cada vez más hundido? ¿Por qué ha de ser cada día más amargo que el anterior, que ya lo era bastante?

Las ideas se atropellan en su mente. Hasta el último momento no ve los pies de un hombre, muy cerca de él. Levanta la cabeza. El hombre es alto. Le habla, señala su pie descalzo, señala a la niña. Su expresión no es hostil. Vuelve a hablar. Por supuesto, el señor Linh no entiende nada. El hombre busca algo en un bolsillo de su chaqueta, se agacha y lo deposita en la mano derecha del anciano. Luego le cierra la mano con suavidad, se incorpora, hace un gesto con la cabeza y se va.

El señor Linh abre la mano y mira lo que el desconocido ha dejado en ella. Son tres monedas, tres monedas que brillan al sol. El hombre le ha dado limosna. Lo ha tomado por un mendigo. El anciano siente resbalar las lágrimas por sus resecas mejillas.

Después, mucho rato después, vuelve a ponerse en pie, vuelve a andar. Ya no piensa en nada, sólo en abrazar con sus escasas fuerzas a su nieta, que sigue allí, igual de tranquila, preciosa con su vestido de seda rosa. El señor Linh camina. Es un autómata que vacila, avanza lentamente, se tambalea y se deja arrastrar por la muchedumbre cada vez más apresurada y compacta que lo rodea y asfixia. Ya no ve nada, ya no oye nada. Camina mirando el suelo. Es como si sus ojos fueran de plomo y lo arrastraran a la contemplación de ese suelo que no es el de su país, que nunca será el suyo, sobre el que se ve obligado a avanzar como un condenado a marchas forzadas. Durante horas.

Todo se confunde. Los sitios, los días, las caras. El anciano vuelve a ver su aldea, los arrozales y su damero mate o resplandeciente, según las horas, las gavillas de arroz paddy, los mangos maduros, los ojos de su amigo el hombre gordo, sus fuertes y amarillentos dedos, las facciones de su hijo, el cráter de la bomba, los cuerpos destrozados, la aldea en llamas… Avanza. Tropieza con los años y con la gente, que corre no se sabe adónde, que no para de correr, como si lo propio del hombre fuera correr, correr hacia un gran precipicio sin detenerse jamás.

De pronto, un fuerte golpe en el hombro lo saca del torbellino en que había empezado a girar sin remedio. Un joven con una caja de cartón en los brazos acaba de chocar con él. Lo mira apurado. Le habla, le pregunta si está bien. El anciano no ha soltado a la niña. Se la coloca bien. El joven espera unos instantes una respuesta que no llega y después se va.

El señor Linh se recupera y mira alrededor. Hay cientos de personas, hombres, mujeres, niños, familias enteras que cruzan, alegres, una verja abierta de par en par. Al otro lado de la verja, se ven grandes árboles, macizos, senderos, jaulas… Jaulas.

El corazón se le acelera. Jaulas. Con animales. Los ve. Leones. Monos. Osos. De pronto tiene la sensación de estar dentro de una imagen que ha contemplado a distancia muchas veces. ¡El parque! ¡Está ante la entrada del parque! ¡El parque de los caballitos de madera! Pero entonces, si el parque está ahí, enfrente, enfrente… ¡Claro que sí! Allí, al otro lado de la calle por la que pasan centenares de coches, está el banco. Y en el banco, como una aparición, como una aparición maciza, sólida, sumamente real, está el hombre gordo, su amigo. Su amigo, esperándolo.

El señor Linh se olvida de todo. De su enorme cansancio, de su pie descalzo, de su bata sucia y maloliente, de la inmensa desesperación que lo abrumaba unos segundos antes… El sol nunca ha brillado tanto. El cielo nunca ha sido tan puro al acercarse el atardecer. El anciano no experimenta una alegría tan intensa desde hace mucho tiempo.

Avanza temblando hacia la calle y grita. Grita las únicas palabras que conoce del idioma del país. Las grita con fuerza, para que vuelen por encima de los coches, para que se impongan al ruido de la calle.

—¡Buenos días! ¡Buenos días! —le grita a su amigo, que sigue sentado en el banco a menos de cien metros de distancia—. ¡Buenos días! —le grita como si su vida ya sólo dependiera de esas dos palabras.