Es el tercer día de la primavera. Temprano, el señor Linh sale del comedor el primero después de tomarse el desayuno. Los demás internos aún están mojando pan en su té o café cuando él avanza a buen paso por el césped. Sabe que a esa hora de la mañana las mujeres y los hombres de blanco se reúnen en una pequeña sala contigua al comedor. También ellos toman té y café, charlan, bromean… A esa hora la vigilancia se relaja.

No se dirige hacia la verja, sino que se adentra en un bosquecillo que se ve desde la ventana de su habitación. Sabe que en ese lugar el muro que rodea el parque es menos alto y que la rama de un árbol casi lo toca.

Camina deprisa. La niña, acurrucada contra su hombro, abre los ojos de vez en cuando como para preguntarle qué se trae entre manos. Ahí está el muro. No se había equivocado. No es demasiado alto. Le llega a la altura de la frente, porque la parte superior se ha desmoronado. ¿Y ahora qué? La rama que veía desde su ventana no le sirve. Está demasiado alta. No obstante, en el suelo ve un tronco seco erizado de ramas. Deposita a Sang Diu a un lado y arrastra el tronco para apoyarlo contra el muro. Lo utilizará como escalera de mano. Hace una prueba. Sí, funciona: ha llegado a lo alto con facilidad. Pero ¿cómo bajará al otro lado? ¿Con la niña en brazos?

Entonces se acuerda de las mujeres de su aldea y de cómo llevan a sus pequeños cuando van a trabajar a los arrozales o a recoger leña al bosque. Se quita la bata y coloca a la niña encima, después de asegurarse de que la fotografía y el saquito de tierra de su país no se caerán del bolsillo en que los ha metido. A continuación se anuda la bata alrededor del cuerpo, de tal modo que la niña queda apoyada contra su espalda. No puede caerse. El anciano trepa por la improvisada escalera. Al llegar a lo alto del muro, sube el tronco, recupera el aliento, echa un vistazo al parque y comprueba que nada se mueve y que nadie lo observa. Pasa el tronco al otro lado y lo apoya contra el muro. Baja rápidamente y se encuentra en la acera de una calle desierta. Es libre. En total han sido unos minutos. Es libre y está en pijama, con una criatura en una bata atada a la espalda. Feliz, le falta poco para gritar de alegría. Con pasitos rápidos, se aleja de la mansión. Se siente como si tuviera veinte años.

El señor Linh avanza rápidamente y desciende hacia la ciudad. Ha vuelto a ponerse la bata y ha cogido a su nieta en brazos. Las calles del barrio que atraviesa están desiertas. Sólo se cruza con un hombre que ha sacado el perro a pasear y con los empleados de la limpieza, que barren los bordillos de las aceras sin levantar la cabeza ni prestarle atención.

Cuando considera que está lo bastante lejos de la mansión, se sienta en un banco, descansa un poco y luego le pone a Sang Diu el gracioso vestidito que le regaló el hombre gordo y que no ha olvidado traer consigo, plegado con esmero. Mira a su nieta. Está para comérsela. Se siente orgulloso de ser el abuelo de semejante preciosidad.

Desde la ventana de su habitación ha tenido tiempo de observar la ciudad, de intentar comprenderla, de estudiar el trazado de sus arterias, de deducir la situación del barrio en que estaba el edificio del dormitorio común, el café al que iba con su amigo, el banco donde se encontraban… Así pues, mientras camina está convencido de que va en la buena dirección y no tardará en encontrar todos esos sitios que tan familiares se le habían hecho.

Piensa en la cara que pondrá su amigo cuando lo vea, porque no duda ni por un segundo que volverán a verse. La ciudad es grande, sí, inmensa, pero no frustrará ese reencuentro que hace sonreír al anciano cada vez que piensa en él.

Poco a poco, las casitas con jardín desaparecen. Ahora lo que hay son amplias avenidas flanqueadas de almacenes y naves industriales de colores apagados y metálicos, ante cuyas puertas aguardan grandes camiones. Al lado de los camiones, los conductores matan la espera charlando. Algunos ven pasar al señor Linh. Le silban. Parece que le hablan con sus vozarrones y ríen. El anciano los saluda con la cabeza y aprieta el paso.

Las avenidas son interminables. No se les ve el fin. Y continúan las hileras de misteriosas construcciones hacia las que se dirigen camiones y de las que salen camiones, en una coreografía ensordecedora y acompañada por los gases de los tubos de escape y los prolongados toques de claxon. Al señor Linh empieza a dolerle la cabeza. Temiendo que su nieta se asuste, le tapa los oídos con las manos. Pero, fiel a su buen carácter, la niña no se queja. Abre los ojos y los vuelve a cerrar. Está muy tranquila. No se inmuta por nada.

Ahora le duelen las piernas y los pies. No es de extrañar yendo en zapatillas. Y la bata le da demasiado calor, porque el sol, cada vez más alto, empieza a pegar con fuerza. Por primera vez siente una pizca de inquietud, una duda. ¿Y si se ha equivocado de dirección? ¿Y si se ha perdido? Se detiene y mira en derredor. No le sirve de nada. A lo lejos no se ve gran cosa, aparte de las grúas que sobresalen de los tejados de grandes edificios sin ventanas y, por encima de esos penachos de acero, pájaros blancos que revolotean en apretadas bandadas.

Viendo todo eso, el anciano se acuerda del día gris de su llegada a aquel país, a aquella ciudad. Pese al calor, se estremece. De pronto, es como si sobre su piel cayera de nuevo la fina lluvia helada de aquella tarde, reciente y a la vez lejana. Las grúas se lo han recordado. Las grúas del puerto. Reflexiona, se detiene. Si el gran puerto está por allí, es que el pequeño puerto de los pescadores está más allá, y si está más allá, entonces el banco del hombre gordo sólo puede estar en esa dirección.

El señor Linh tuerce a la izquierda. Vuelve a animarse. Incluso ríe para sus adentros pensando en todos los hombres y mujeres de blanco que estarán buscándolo por la mansión, registrando todos los rincones del edificio, todos los escondrijos del parque. ¡Qué caras deben de tener!

Tan regocijado va que no ve un bache lleno de agua aceitosa. Mete todo el pie izquierdo. Pierde el equilibrio y está a punto de caer, pero lo evita dando un saltito. Tiene el pie descalzo. La zapatilla se ha quedado en el charco, enganchada en la rejilla de un desagüe. Sujetando a la pequeña con una mano, intenta recuperarla con la otra. Está en el fondo del charco, bien enganchada. Tira. Consigue que ceda. Saca la mano del agua con una zapatilla desgarrada y chorreando agua pringosa. Inservible. Se queda consternado. La escurre lo mejor que puede y vuelve a ponérsela: los dedos le asoman fuera. Reanuda la marcha. Ahora avanza más despacio. Arrastra una pierna como si cojeara. Un hedor repugnante lo acompaña. No ha tenido cuidado con la manga de la bata, ni con los faldones, que se han empapado de agua inmunda mientras trataba de recuperar la zapatilla. De pronto, el sol le parece menos cómplice y el cansancio menos llevadero. Sang Diu no se ha enterado de nada. Duerme como una bendita, ajena a las tribulaciones de su abuelo.

Ya no está solo en la acera. Todavía no es la apresurada muchedumbre de la calle del banco, pero cada vez se encuentra con más hombres y mujeres, niños que van cogidos de la mano, que corren, que se empujan… También advierte que ha dejado atrás la zona de las naves industriales.

Ahora a su alrededor hay edificios no muy altos, en muchos casos con tiendas en la planta baja: ultramarinos, lavanderías, pescaderías… Grupos de jóvenes charlan en las esquinas. Pasan coches de policía con las sirenas encendidas. La gente lo mira, pero sin animosidad, más bien con asombro. El anciano ve que algunos intercambian comentarios al verlo pasar. Comprende que no debe de tener muy buen aspecto, con la bata manchada y la zapatilla desgarrada. Baja la cabeza e intenta apretar el paso.

Vaga por ese barrio durante más de tres horas creyendo avanzar, cuando lo cierto es que vuelve una y otra vez al mismo cruce, por el que ya ha pasado cuatro veces. Los ruidos, la música que sale por las ventanas abiertas de los pisos o de los enormes aparatos de radio que algunos adolescentes llevan al hombro, el humo de los coches, el rugido de los motores, el olor a fritanga, a fruta podrida arrojada a la acera, lo aturden y hacen más pesada la caminata.

Ahora avanza muy lentamente. A fuerza de cojear y arrastrar la pierna, un dolor le traspasa la cadera. En sus brazos, Sang Diu pesa toneladas. El señor Linh tiene sed. Y hambre. Se detiene un instante, se apoya contra una farola y saca del bolsillo una bolsita de plástico en la que ha metido un trozo de bollo empapado en leche y agua. Intenta dárselo a la niña sin mancharle el vestidito. Él también lo mordisquea.

Pero, de pronto, de la floristería ante la que se ha detenido sale una mujer. Va directa hacia él. Parece la dueña. Empuña una escoba que blande con aire amenazador. Grita. Señala al señor Linh con la escoba. Pone a los transeúntes por testigos, les muestra el pie del anciano, descalzo en la zapatilla rota, las malolientes manchas de su bata. Le hace gestos de que se largue, de que no quiere volver a verlo por allí. Le señala el final de la calle, la lejanía. Se ha formado un corro. El señor Linh se siente avergonzado. La mujer, animada por las risas de los mirones, se envalentona. Se pavonea. Parece una gorda gallina de Guinea arañando rabiosa la tierra del corral. El anciano se apresura a guardarse la bolsa de plástico y se marcha. La gente se ríe al verlo alejarse, arrastrando un pie como un animal herido. La mujer de la escoba aún le lanza unas palabras que le llueven como piedras. En cuanto a las risas, son como cuchillos, afilados cuchillos que encuentran su corazón y lo despedazan.

El señor Linh ya no ve el sol ni siente el primer calor de la primavera, tan delicado pese a todo. Camina como un autómata, empleando sus menguadas fuerzas en estrechar a la niña y poner un pie delante del otro. Ya no se fija ni en las calles ni en las casas.

Sólo es un vagabundo asustado.