Pasan los días. El anciano ha aprendido a conocer su nueva casa, el dédalo de pasillos y escaleras, la situación del comedor y la sala de los sillones, como la llama él, porque en esa habitación no hay otra cosa. Sillones que esperan. También se ha aprendido las horas en que debe ir al comedor. Se sienta siempre en el mismo sitio, en la misma mesa, con los mismos viejos mudos. Se ha acostumbrado a la bata azul, hasta tal punto que ahora la tela sobrante le parece una ventaja, porque le permite arropar a la niña cuando la pasea por la mansión y hace un poco de frío.

Lo más chocante de su nuevo hogar es que todos visten exactamente igual pero muestran una absoluta indiferencia hacia los demás, como los viandantes en las aceras de la ciudad. Nadie mira a nadie. Nadie habla con nadie. Muy de vez en cuando estalla una pelea entre dos internos, que discuten no se sabe por qué, hasta que aparece una mujer de blanco y los separa.

El señor Linh hace todo lo posible por evitar a una anciana que lo siguió por el parque. Se acercó a él sin que se diera cuenta, agarró a la niña e intentó arrebatársela. Tiraba de ella y se reía, pero el señor Linh consiguió rechazarla y se alejó a toda prisa, mientras la vieja lo perseguía chillando por los senderos. Él se escondió detrás de unos arbustos y tranquilizó a la niña susurrándole al oído. La vieja pasó de largo. Desde entonces, en cuanto ve a esa loca, el señor Linh da media vuelta.

El parque es enorme y el tiempo cada día es más cálido. El señor Linh pasa la mayor parte del día fuera, al sol. A veces se quita la bata y se queda en pijama —el pijama de día, porque le han hecho entender que hay un pijama para el día y otro para la noche—, pero enseguida aparece una mujer de blanco que le dice que tiene que ponerse la bata. Él se la pone sin rechistar.

Cuando contempla la ciudad, siempre piensa en su amigo el hombre gordo. Y cuando mira el mar, siempre piensa en su lejano país. De modo que tanto ver el mar como ver la ciudad lo ponen triste. El tiempo pasa y va creando un doloroso vacío en su interior. Por supuesto, tiene a su nieta y debe ser fuerte por ella, poner buena cara y cantarle la canción como si tal cosa. Tiene que mostrarse alegre, sonreírle, hacerle comer, procurar que duerma bien, que crezca, que se convierta en una hermosa niña. Pero el tiempo pasa y hiere el alma del anciano, le roe el corazón y le acorta el aliento.

Le gustaría tanto volver a ver a su amigo… Tendría que preguntarle a la intérprete qué hacer para volver a verlo, pero ni la joven ni la mujer del muelle han regresado. Así que, después de pensarlo mucho, decide apañárselas solo, volver a la ciudad, buscar la calle del dormitorio común, del banco y el parque, y quedarse en el banco el tiempo que haga falta hasta volver a ver a su amigo.

El señor Linh espera un día favorable, un día muy soleado. Y ese día llega. Él lo tiene todo previsto. Se irá después de la comida del mediodía. Llega al comedor entre los primeros, se acaba su plato y repite dos veces, porque sabe que necesitará fuerzas. Una de las mujeres de blanco se acerca, le pone la mano en el hombro y sonríe viéndolo comer. Sus compañeros de mesa se muestran tan indiferentes como de costumbre; sus pupilas son como cuentas de cristal en el centro de charquitos de agua con los bordes un poco enrojecidos. Se desentiende de ellos y come y come hasta sentirse lleno, lleno y fuerte. Ya puede irse. Sí, ya puede irse.

Sang Diu se ha quedado dormida sobre su hombro. El anciano ha salido del comedor y camina con paso vivo por la avenida principal del parque, la que recorrió en coche el día de su llegada. A medida que se aleja de la mansión, va dejando de cruzarse con internos y ya sólo ve pájaros que salen volando de los bosquecillos, cazan lombrices en los cuadros de césped y brincan por la gravilla silbando de vez en cuando.

Ve la alta verja de hierro forjado, junto a la que se alza una pequeña garita. La verja está cerrada, pero en el muro, a unos tres metros de ella, hay una portezuela entreabierta. Se dirige hacia allí. Pero en el preciso instante en que pone la mano en el picaporte y empuja la portezuela, alguien grita a sus espaldas. Al volverse ve a un hombre que sale de la garita y avanza rápidamente hacia él. El hombre le habla, pero el señor Linh tiene la sensación de que le ladra. Lo reconoce: es el que abrió las dos hojas de la verja el día de su llegada, después de cambiar unas palabras con el taxista.

El señor Linh no se amilana y sigue empujando la puerta. Ya ve la calle, pero el hombre de la garita, que no se cansa de ladrar, se abalanza sobre la puerta, la cierra de golpe, se planta delante y le da un empujón.

—Quiero salir —dice el anciano—. Tengo que ver a un amigo.

Por supuesto, el hombre no lo entiende. No conoce la lengua de su país, pero él sigue hablándole de todos modos, diciéndole que necesita salir, que debe hacer algo, que tiene que dejarlo pasar.

El hombre de la garita lo mantiene alejado con el brazo extendido y la mano apoyada en su frágil pecho. Al mismo tiempo, habla por un aparato que sostiene en la otra mano y que crepita de vez en cuando. Al cabo de unos instantes se oyen pasos precipitados en el sendero que viene de la mansión. Son dos mujeres de blanco, seguidas por un hombre, también de blanco.

—Quiero salir —repite el señor Linh.

Lo rodean. Las dos mujeres tratan de calmarlo y llevárselo, pero él no se deja. Agarra el picaporte con una mano, mientras con la otra sujeta a la niña por la cintura para que no se caiga.

Las dos mujeres empiezan a perder la sonrisa y la paciencia. En ese momento, el hombre de blanco se acerca y, uno tras otro, desprende del picaporte los dedos del señor Linh. Ahora lo tienen sujeto entre todos, pero él se debate con todas sus fuerzas. Una de las mujeres saca del bolsillo de la bata una cajita metálica de forma rectangular. La abre y extrae una jeringuilla, cuyo nivel comprueba haciendo salir unas gotas por la aguja. Levanta la manga izquierda de la bata del señor Linh, luego la del pijama y le pincha en el brazo.

Poco a poco, el anciano deja de forcejear y de hablar. Siente que su cuerpo se afloja y se llena de calor. Los árboles giran a su alrededor. Las caras que lo rodean se deforman y se alargan. Las voces adquieren una resonancia algodonosa, y la avenida de gravilla se convierte en una culebra de agua cuyas escamas relucen perezosamente en el azul de cielo. Antes de desvanecerse del todo, le da tiempo a ver que una de las mujeres, no la que lo ha pinchado sino la otra, se apodera de Sang Diu y la coge en brazos. Más tranquilo al saber que la niña no va a caerse, el señor Linh se deja ir por la empinada pendiente del sueño artificial.