Cuando se oculta el sol, la mujer de blanco vuelve a la habitación. Le trae un pijama y una bata azul. Le hace entender que tiene que ponerse esa ropa. Cruza los brazos y se queda esperando. El señor Linh deja a su nieta en la cama y se dirige al lavabo. Se pone el pijama y la bata, que le sienta demasiado grande. Le llega casi al suelo. Es una prenda curiosa. Cuando vuelve a la habitación, la mujer de blanco lo mira y sonríe, pero la suya no es una sonrisa burlona, sino divertida y afectuosa. Coge la ropa vieja que llevaba el señor Linh y se va.
El anciano se siente raro. Detrás de la puerta de la habitación hay un espejo grande. Se mira y ve una marioneta con un largo vestido azul. La marioneta parece perdida dentro del vestido, cuyas mangas le ocultan las manos. Su cara es infinitamente triste.
Cae la noche. El señor Linh se ha sentado en la cama y ha cogido en brazos a su nieta. La mece. La mujer de blanco vuelve y le indica que la siga. Camina muy deprisa. Él trota detrás de ella procurando no pisar los faldones de la bata, que se abren y se cierran una y otra vez. Recorren infinidad de pasillos y escaleras hasta llegar a una gran sala. Hay unas treinta mesas y, sentados a su alrededor, decenas y decenas de ancianos y ancianas, todos vestidos con idénticas batas azules y tomando sendos platos de sopa.
La mujer de blanco lo acompaña hasta un sitio libre. El señor Linh se sienta entre dos hombres. Frente a él, otros dos hombres flanquean a una mujer. Nadie levanta los ojos. Le traen un plato de sopa. Tiene a Sang Diu sentada en las rodillas. Le pone la servilleta alrededor del cuello, pero la niña parece tan desganada como él: la sopa le rebosa de los labios y le resbala por la barbilla. Él le limpia la cara, vuelve a intentarlo y, para darle ejemplo, se toma varias cucharadas.
Los demás comensales no le prestan la menor atención. No miran nada. La mayoría tiene la cabeza inclinada sobre el plato. Otros, la mirada perdida en un punto muy lejano de la sala. Algunos, presa de un perpetuo tembleque, se ponen perdidos de sopa. Nadie habla. Reina un silencio extraño. No se oye más que el tintineo de las cucharas en los platos, ruidos de bocas que sorben y algún que otro estornudo. Nada más.
El señor Linh se acuerda del dormitorio común, de las maliciosas mujeres, de sus maridos jugadores, de sus bulliciosos hijos, y se sorprende echándolos de menos, echando de menos a aquellas dos familias que hablaban su lengua, aunque prácticamente no le dirigían la palabra. Pero al menos seguía escuchando la cadencia de las palabras de su tierra, su hermosa melopea aguda y nasal. Todo eso ha quedado atrás. ¿Por qué se ve obligado a alejarse de tantas cosas? ¿Por qué el final de su vida no es más que desaparición, muerte, entierro?
Recuesta a la niña contra su pecho. La cena ha terminado. Los viejos se levantan arrastrando las sillas y se van unos tras otros. La sala se vacía. El señor Linh no tiene fuerzas para levantarse. Es la mujer de blanco quien viene a buscarlo y lo acompaña a su habitación. Le dice unas palabras y se va.
El anciano se acerca a la ventana. El viento ya no agita el árbol, pero la noche ha hecho brotar en la ciudad miles de luces que titilan y parecen desplazarse. Son como estrellas caídas que intentasen alzar el vuelo para regresar al firmamento. Pero no pueden. No es posible volver a lo que se ha perdido, piensa el señor Linh.