Cuando llega al dormitorio común, la mujer del muelle está esperándolo acompañada por la joven intérprete. Estaban preocupadas por su tardanza. Es lo que le dice la joven. El señor Linh les cuenta su paseo. También les habla del banco y del hombre gordo del banco. Ellas se quedan más tranquilas. Por medio de la joven, la mujer del muelle le pregunta si todo va bien, si necesita algo. El señor Linh se apresura a decir que no, pero luego se lo piensa mejor y le pregunta a la intérprete si tiene derecho a cigarrillos. Sí, le gustaría tener cigarrillos.
—No sabía que fumara, tío —le dice la joven, y a continuación traduce su petición.
La mujer del muelle lo escucha todo sonriendo. De acuerdo, tendrá un paquete de cigarrillos al día.
Cuando están a punto de marcharse, la mujer del muelle se vuelve y habla con la intérprete. La joven asiente un par de veces. Luego se dirige al señor Linh:
—Tío, no podrá quedarse siempre aquí, en este dormitorio. Es una solución provisional. La oficina para los refugiados no tardará en estudiar su caso, como hace con todos. Verá a personas que le harán preguntas, y también a un médico. No se apure, yo estaré con usted. Después propondrán algo definitivo, y le encontrarán un sitio donde estará más tranquilo. Todo irá bien.
El señor Linh ha escuchado a la joven. No sabe qué decir, así que no dice nada. No se atreve. No se atreve a decirle que, a pesar de aquellas familias, se siente bastante a gusto en ese dormitorio, que la pequeña se ha acostumbrado al sitio y parece gustarle. En su lugar hace una pregunta, sólo una: le pregunta a la joven cómo se dice «buenos días» en el idioma de ese país. La chica se lo dice. Él lo repite varias veces, para retenerlo en la memoria. Para concentrarse, cierra los ojos. Cuando vuelve a abrirlos, ve que las dos mujeres lo miran sonriendo. Entonces le pregunta a la chica en qué provincia nació.
—Nací aquí —responde ella—. Cuando mis padres llegaron en un barco, como usted, estaba en el vientre de mi madre.
El anciano se queda boquiabierto, como si le hubieran contado un milagro. Nacer allí… Para él no tiene sentido. A continuación le pregunta a la chica cómo se llama.
—Sara —responde ella.
El señor Linh arruga el ceño. No conoce ese nombre.
—¿Y qué quiere decir? —murmura intrigado.
—Quiere decir Sara, tío. Sólo eso.
Él menea la cabeza, pensando que un país donde los nombres no significan nada es un país muy extraño.
Las dos mujeres están junto a la puerta. Le tienden la mano. El señor Linh se las estrecha y luego se inclina, con la niña dormida todavía en sus brazos. Ahora tiene que darle de comer. Va hasta la esquina del dormitorio en que está su cama. Deja a Sang Diu sobre el colchón. La desnuda. Ella abre los ojos. El anciano le murmura la canción. Después le pone la ropa ligera que llevaba en su país, una camisa de algodón que ha perdido el color. El la lava todas las mañanas y la extiende cerca del radiador. Por la tarde está seca.
Luego se quita todas las capas de ropa que lleva encima. Dobla las prendas una tras otra, salvo el abrigo, que utiliza como manta suplementaria durante la noche, porque le da miedo que la niña coja frío.
Las familias comen en círculo a diez metros de él. Las mujeres y la mayoría de los niños le dan la espalda. Los dos hombres le lanzan miradas de vez en cuando y luego vuelven a su comida, que devoran con ansia. Sólo se oye el ruido de las bocas, las lenguas y los palillos. Junto al colchón, el señor Linh ve un cuenco de arroz, una sopa de fideos y un trozo de pescado. Da las gracias y se inclina dos veces. Nadie le presta atención.
Se mete el arroz en la boca, lo convierte en una papilla no muy espesa y se lo da a su nieta. Luego coge una cucharada de sopa y, tras soplarla varias veces para que no le queme los delicados labios, se la introduce en la boca. También desmenuza un trocito de pescado y se lo da poco a poco, pero la niña parece estar llena y enseguida deja de tragar. Tiene sueño, se dice el señor Linh, recordando la época en que contemplaba a su mujer haciendo esos mismos gestos para alimentar a su hijo, ese hijo que ahora está muerto. Piensa en los suaves gestos de su mujer, y esos recuerdos lo ayudan a encontrar la sabiduría y las palabras que le permiten ocuparse de Sang Diu.
Los dos hombres han reanudado las partidas de mah-jong. Se sirven vasitos de aguardiente de arroz que beben de un trago. Las mujeres lavan los cuencos, los platos y las cacerolas. Los niños riñen. Los más pequeños bostezan y se frotan los párpados.
El señor Linh se tumba en el colchón, rodea con los enflaquecidos brazos a su nieta, cierra los ojos y se reúne con ella en el sueño.