Busca un planeta azul…
Enfoca.
Esto es un planeta. La mayor parte de él está cubierta de agua, pero, aun así, se llama Tierra.
Busca un país.
Enfoca.
… azules y verdes y pardos bajo el sol, y largos jirones de nubes de lluvia desgarradas por las montañas…
Enfoca.
… una montaña, verde y húmeda, y en ella…
Enfoca.
… un árbol envuelto en musgo y cubierto de flores y…
Enfoca.
… una flor con un pequeño charco en su centro. Es una bromelia epífita.
Sus hojas, aunque sean pétalos, apenas se mueven cuando tres ranitas minúsculas y muy doradas asoman la cabeza y miran con asombro el agua fresca y clara. Dos de ellas miran a su líder, esperando que diga algo acorde con lo histórico del momento.
Algo que va a ser: «.-.-. mipmip .-.-.».
Y, a continuación, las ranitas se deslizan por la hoja hasta el agua.
Aunque las ranas saben distinguir entre el día y la noche, no tienen muy clara la idea general del Tiempo. Saben que unas cosas suceden si existe algo que impide que todas las cosas sucedan al mismo tiempo, pero eso es lo máximo que pueden aproximarse a la idea.
Por eso es difícil decir, desde el punto de vista de una rana, cuánto tiempo pasó hasta que una extraña noche sobrevino en mitad del día…
Una amplia sombra negra cubrió la copa de los árboles y se detuvo sobre ellas. Al cabo de un rato, se oyeron voces. Las ranas las escucharon aunque no sabían qué significaban, ni qué eran. No sonaban como las voces a que las ranitas estaban habituadas.
Lo que oyeron las ranas fue esto:
—¿Cuántas montañas hay, además? ¡Es ridículo, quiero decir! ¿Quién necesita tantas montañas? Yo llamo a esto ineficacia. Con una habría bastado. Si veo una montaña más, me volveré loco. ¿Cuántas más tendremos que explorar?
—A mí me gustan.
—Y algunos árboles no tienen la altura debida.
—Los árboles también me gustan, Gurder.
—Y no me fío de que Angalo sepa pilotar la Nave.
—Pues a mí me parece que cada vez lo hace mejor, Gurder.
—En fin —insistió éste—, sólo espero que no aparezcan, más aviones volando a nuestro alrededor, eso es todo.
Gurder y Masklin colgaban de una tosca cesta confeccionada con fragmentos de metal y alambre, suspendida de un orificio cuadrangular abierto bajo la Nave.
Aún quedaban enormes salas de ésta que los gnomos todavía no habían explorado. Por todas partes había extrañas máquinas. La Cosa había dicho que la Nave había sido utilizada para realizar exploraciones.
Masklin no confiaba aún por completo en todo aquello. Probablemente, habría encontrado máquinas adecuadas para hacer descender la cesta y para recuperarla luego con facilidad, pero había preferido atar el cable en torno a una columna del interior de la Nave, y, con la ayuda de Pion desde dentro, descender e izarse en la cesta empleando sólo la fuerza de los músculos.
La cesta se bamboleó suavemente sobre la rama del árbol.
El problema era que los humanos no los dejaban en paz. Apenas localizaban una montaña de aspecto prometedor, aviones y helicópteros empezaban a zumbar en torno a la Nave como insectos alrededor de un águila. Su presencia resultaba perturbadora.
Masklin contempló la rama. Gurder tenía razón, se dijo. Aquélla tenía que ser la última montaña.
Pero era evidente que allí había flores.
Se arrastró por la rama hasta alcanzar la más próxima. Medía tres veces la estatura de un gnomo. Encontró un asidero y se encaramó a la flor.
En su centro había un charco de agua. Y, desde él, seis ojillos amarillos lo contemplaron.
Masklin les devolvió la mirada.
De modo que era cierto, después de todo…
Se preguntó si habría algo que pudiera decirles, si habría algo que pudieran entender.
Era una rama muy larga y muy gruesa, pero en la Nave había herramientas y cosas así. Podían tirar nuevos cables para sujetar e izarla, una vez cortada. Les llevaría algún tiempo, pero tanto daba. Se trataba de un asunto muy importante.
La Cosa les había explicado que había maneras de cultivar plantas bajo unas luces del mismo color que el sol, en macetas llenas de una especie de caldo que ayudaba a crecer a las plantas. Mantener con vida una rama tenía que ser sencillísimo. Lo más sencillo… del mundo.
Si lo hacían con cuidado y con suavidad, las ranas no se enterarían de lo sucedido.
Si el mundo hubiera sido una bañera, el avance de la Nave habría sido como el jabón, siempre disparado de un sitio a otro y siempre en el sitio donde nadie lo esperaba. Uno podía saber dónde había estado momentos antes la Nave, gracias a los aviones y helicópteros que despegaban a toda prisa.
O podía compararse a la bola de una ruleta, que rebotaba de un lado a otro en busca del número adecuado…
O tal vez, simplemente, se había perdido.
Siguieron buscando toda la noche. Si realmente existía una noche, cosa difícil de concretar. La Cosa intentó explicar que la Nave viajaba más deprisa que el sol, aunque éste, en realidad, permanecía quieto. En unas partes del mundo era de noche, mientras en otras partes era de día. Todo un ejemplo de mala organización, según Gurder.
—En la Tienda —decía— siempre era de noche cuando le tocaba. Aunque sólo fuera algo construido por los humanos —añadió. Era la primera vez que lo oían admitir que la Tienda fuera obra de los humanos.
No parecía haber ningún lugar conocido.
Masklin se frotó la barbilla.
—La Tienda estaba en un lugar llamado Blackbury —explicó—. De eso estoy seguro. Así pues, la cantera no debería estar muy lejos de ahí.
Angalo agitó la mano en dirección a las pantallas con gesto irritado.
—Sí —protestó—, pero esto no es como el mapa. ¡Aquí no hay nombres escritos sobre los lugares! ¡Es ridículo! ¿Cómo puede saber nadie dónde está ningún sitio?
—De acuerdo, Angalo —concedió Masklin—, pero no vuelvas a descender como antes para intentar leer las indicaciones de las señales de tráfico. Cada vez que lo haces, los humanos salen a las calles despavoridos y captamos un montón de gritos por la radio.
Exacto, intervino la Cosa. Los humanos suelen mostrarse tremendamente inquietos cuando ven que una nave estelar de diez millones de toneladas intenta posarse en plena calle.
—La última vez lo he hecho con muchísimo cuidado —replicó Angalo con terquedad—. Incluso me he detenido cuando el semáforo estaba rojo. No veo a qué viene tanto alboroto. Además, supongo que habréis visto cómo todos esos coches y camiones empezaban a estrellarse unos contra otros. ¡Y aún me llamaréis mal conductor!
Gurder se volvió hacia Pion, que estaba aprendiendo rápidamente el idioma de sus compañeros de expedición. Los gnomos de los gansos tenían una gran facilidad para los idiomas, pues estaban acostumbrados a encontrarse con otros grupos que hablaban lenguas diferentes.
—Vuestros gansos no se perdían nunca —dijo—. ¿Cómo lo conseguían?
—Sencillamente, no se perdían —respondió Pion—. Siempre sabían adonde iban.
—No es una cosa extraordinaria, entre animales —apuntó Masklin—. Estos poseen algo llamado instinto. Es como conocer cosas sin saber que las conoces.
—¿Cómo es que la Cosa no sabe adonde ir? —preguntó Gurder—. Si fue capaz de encontrar «Floridia», no debería tener problemas en localizar un sitio realmente importante como Blackbury.
No encuentro ningún mensaje de radio referido a Blackbury. En cambio, hay muchos acerca de Florida, informó la Cosa.
—Al menos, aterriza en alguna parte —apuntó Gurder. Angalo pulsó un par de botones.
—Ahora mismo, debajo de nosotros sólo hay mar —explicó—. Y… ¿qué será eso?
Debajo de la Nave, a gran distancia, algo blanco y delgado asomó sobre las nubes.
—Podrían ser gansos —aventuró Pion.
—Yo… no lo creo… —respondió Angalo cuidadosamente, al tiempo que hacía girar un tirador—. Cada vez domino mejor todo esto —añadió.
La imagen de la pantalla parpadeó un poco y luego se amplió.
Un dardo blanco se deslizaba por el cielo.
—¿Es el Concorde? —preguntó Gurder.
—Sí —respondió Angalo.
—Va un poco lento, ¿verdad?
—Sólo en comparación con nosotros.
—Síguelo —indicó Masklin.
—Pero si no sabemos adonde va —protestó Angalo con un tono de voz cargado de sensatez.
—Yo, sí —respondió Masklin—. Cuando estábamos a bordo del Concorde, echaste un vistazo por la ventana e íbamos hacia el sol, ¿verdad?
—Sí. Se estaba poniendo —asintió Angalo—. ¿Y bien?
—Ahora es por la mañana y el Concorde vuelve a volar hacia el sol —indicó Masklin.
—¿Y bien? ¿Qué significa esto?
—Significa que vuelve a casa.
Angalo se mordió el labio mientras meditaba sobre lo que acababa de oír.
—No entiendo por qué el sol tiene que salir y ponerse por sitios distintos —comentó Gurder, que se había negado incluso a intentar comprender los rudimentos de la astrología.
—Volver a casa… —murmuró Angalo, sin hacerle caso—. Está bien. Ya lo entiendo. De modo que vamos a seguirlo, ¿no es eso?
—Sí.
Angalo pasó la mano por los controles de la Nave.
—De acuerdo. Allá vamos —dijo—. Supongo que los conductores del Concorde se alegrarán de tener compañía aquí arriba.
La Nave se colocó a la altura del avión.
—Está desviándose mucho —informó Angalo—. Y empieza a ir más deprisa, también.
—Me parece que les preocupa la presencia de la Nave —sugirió Masklin.
—No entiendo por qué. No lo entiendo en absoluto. Lo único que pretendemos es seguirlos —dijo Angalo.
—Ojalá tuviéramos ventanas de verdad —intervino Gurder con aire apenado—. Así podríamos saludarlos agitando la mano.
—¿Es que los humanos no han visto nunca una Nave como ésta? —preguntó Angalo a la Cosa.
No. Pero han inventado historias sobre naves parecidas, procedentes de otros mundos.
—Sí, es muy propio de ellos —murmuró Masklin, medio para sí—. Es precisamente lo que cabría esperar de los humanos.
A veces dicen que en esas naves viaja gente amistosa…
—Nosotros, por ejemplo —apuntó Angalo.
…y otras veces dicen que las naves contienen monstruos de largos tentáculos ondulantes y enormes dientes.
Los gnomos se miraron entre ellos.
Gurder volvió la mirada por encima del hombro en gesto aprensivo. De inmediato, todos escrutaron los pasadizos que salían de la sala de control en todas direcciones.
—¿Como los caimanes? —apuntó Masklin.
Peores.
—Eh… —murmuró Gurder—, ¿seguro que hemos mirado en todas las estancias, verdad?
—Tranquilízate, Gurder. Son historias inventadas por los humanos. No son reales —insistió Masklin.
—¿Quién querría inventar cosas así?
—Los humanos —afirmó Masklin.
—¡Ah! —contestó Angalo, tratando de volverse en el asiento con disimulo por si alguna criatura con tentáculos y dientes pretendía acercarse a él sigilosamente—. Sigo sin entender por qué.
—Me parece que yo sí lo entiendo. He estado pensando mucho en los humanos.
—¿No puede la Cosa enviar un mensaje a los conductores del Concorde? —sugirió Gurder—. Algo así como: «No os preocupéis; os garantizamos que no tenemos dientes ni tentáculos».
—Lo más probable es que no nos creyeran —contestó Angalo—. Si yo tuviera dientes y tentáculos por todas partes, ése sería precisamente el mensaje que enviaría. Sería lo más astuto.
El Concorde emitió un gemido en lo más alto del cielo, batiendo el récord trasatlántico. La Nave se deslizó detrás de él.
—Me parece —apuntó Angalo, observando el avión— que los humanos apenas son lo bastante inteligentes como para estar chiflados.
—Pues yo —replicó Masklin— creo que tal vez son lo bastante inteligentes como para querer estar solos.
El avión tomó tierra con un chirrido de los neumáticos. Varios coches de bomberos corrieron por las pistas del aeropuerto, seguidos de otros vehículos.
La gran Nave negra pasó sobre ellos, giró en el cielo como un disco playero y aminoró la velocidad.
—¡Ahí está el embalse! —exclamó Gurder—. ¡Justo debajo de nosotros! ¡Y la vía del ferrocarril! ¡Y eso es la cantera! ¡Sigue ahí!
—Pues claro que sigue ahí, idiota —murmuró Angalo mientras dirigía la Nave hacia las montañas, que aparecían moteadas de nieve.
—Una parte, al menos —precisó Masklin.
Sobre la cantera se elevaba un penacho de humo negro. Cuando se aproximaron, vieron que se alzaba de un camión en llamas. Había más camiones alrededor, y también varios humanos que echaron a correr cuando vieron la sombra de la Nave.
—Solitaria, ¿eh? —masculló Angalo—. ¡Si le han hecho daño a un solo gnomo, desearán no haber nacido!
—Si le han hecho daño a algún gnomo, desearán que yo no hubiera nacido —lo rectificó Masklin—. Pero no creo que quede ninguno de los nuestros ahí abajo. Seguro que no se habrán quedado, si han visto llegar a los humanos. ¿Y quién le prendería fuego al camión?
—¡Yay! —exclamó Angalo, agitando el puño en alto.
Masklin estudió el terreno que tenía debajo de él. Por alguna razón, no lograba imaginarse a gente como Grimma y Dorcas encogida en agujeros, esperando a que los humanos se adueñaran del lugar. Los camiones no se prendían fuego a sí mismos. Un par de edificios parecían haber sufrido daños, también. Los humanos no harían algo semejante, ¿verdad?
Contempló el campo contiguo a la cantera. La verja había sido derribada y un par de anchas roderas partían de ella entre el barro y la nieve semifundida.
—Creo que han escapado en otro camión —apuntó.
—¿Qué significa ese “¡yay!”? —preguntó Gurder, algo rezagado en la conversación.
—¿A través de los campos? —dijo Angalo—. Se quedaría atascado, ¿no crees?
Masklin movió la cabeza en gesto de negativa. Tal vez incluso los gnomos tenían instintos.
—Sigue esas huellas —indicó en tono imperioso—. ¡Y hazlo deprisa!
—¿Deprisa? ¿Deprisa? ¿Sabes lo difícil que resulta hacer avanzar la Nave despacio? —Angalo rozó una palanca y la Nave avanzó ladera arriba, conteniendo a duras penas su potencia.
Masklin recordó que ya había subido allí, a pie, meses atrás. Era difícil de creer.
La parte superior de las montañas era completamente plana y formaba una especie de meseta, desde la cual se dominaba el aeropuerto. Contemplaron el campo donde habían crecido las patatas, la zona de matorrales donde habían cazado y el bosque donde habían matado a un zorro por comerse a un gnomo.
Y allí…, allí abajo se distinguía un objeto pequeño, amarillo, que avanzaba sobre ruedas por los campos.
Angalo alargó el cuello.
—Parece algún tipo de máquina —reconoció, buscando a tientas las palancas sin apartar los ojos de la pantalla—. Pero de una especie muy rara.
En las carreteras próximas había otros vehículos en movimiento, con luces centelleantes sobre el techo.
—Esos coches lo están persiguiendo, ¿verdad? —inquirió el piloto de la Nave.
—Tal vez quieren hablar con el que huye acerca de ese camión en llamas —apuntó Masklin—. ¿Puedes llegar hasta él antes que ellos?
Angalo entrecerró los ojos.
—Escucha —le replicó—, estoy seguro de que llegaríamos antes, incluso si viajáramos vía «Floridia».
Buscó otra palanca y le dio un leve toque.
Se produjo un ligerísimo parpadeo en el paisaje y el vehículo quedó justo delante de la Nave.
—¿Lo ves? —comentó Angalo.
—Acércate más —insistió Masklin. Angalo pulsó un botón.
—¿Ves?, la pantalla te muestra lo que hay debajo de… —empezó a decir.
—¡Está lleno de gnomos! —exclamó Gurder.
—¡Sí! ¡Y los coches se están retirando! —gritó Angalo—. ¡Esto es, huid! ¡De lo contrario, os caerán encima unas cosas llenas de dientes y de tentáculos!
—Mientras los gnomos no piensen lo mismo… —replicó Gurder—. Masklin, ¿tú crees que…?
Una vez más, Masklin había desaparecido.
«Debería haber pensado antes en esto», se dijo Masklin.
El fragmento de rama medía treinta veces la estatura de un gnomo. La habían mantenido bajo las luces y parecía crecer perfectamente, con un extremo en un recipiente de agua especial para plantas. Los gnomos que ocupaban la Nave antiguamente habían, sin duda, cultivado muchas plantas por aquel sistema.
Pion lo ayudó a arrastrar el recipiente hacia la escotilla. Las ranitas observaron a Masklin con interés.
Cuando la hubieron colocado lo mejor que podían, Masklin pulsó el botón de apertura. La escotilla no era de las que se deslizaban a un lado. Los antiguos gnomos la habían utilizado como una especie de ascensor, aunque sin cables: la plataforma descendía y ascendía gracias a una fuerza misteriosa como la «tía-grave» o como quiera que se dijese.
La plataforma inició el descenso. Masklin miró hacia abajo y vio que el vehículo amarillo se detenía. Cuando se incorporó, descubrió que Pion lo observaba con expresión de desconcierto.
—¿La flor es un mensaje? —chapurreó el muchacho.
—Sí. Más o menos.
—¿No usarás palabras?
—No —dijo Masklin.
—¿Por qué no?
Masklin se encogió de hombros.
—No sé cómo explicárselo.
La historia casi termina aquí…
Pero no debemos dejarla todavía.
Los gnomos invadieron toda la Nave. Si de verdad hubiera habido en ella algún monstruo con dientes y tentáculos, sin duda habría sido derrotado por los gnomos por pura superioridad numérica.
Jóvenes gnomos llenaron la sala de control, donde se dedicaron afanosamente a intentar pulsar botones. Dorcas y sus aprendices de mecánico habían desaparecido en busca de los motores de la Nave. Voces y risas resonaban por los grises corredores.
Masklin y Grimma se sentaron a solas, contemplando las ranitas en la flor.
—Tenía que comprobar si era cierto —explicó Masklin.
—Es lo más maravilloso del mundo —afirmó Grimma.
—No. Creo que debe de haber otras cosas aún más maravillosas en el mundo —dijo Masklin—. Pero es muy bonito, de todos modos.
Grimma le contó los acontecimientos de la cantera: la lucha con los humanos y el robo de Jekub, la excavadora, para escapar. Los ojos le brillaban cuando narraba el enfrentamiento con los humanos. Masklin la contempló, boquiabierto de admiración. Estaba sucia de barro, pero ardía por dentro con una energía tal que parecía a punto de irradiar chispas. «Menos mal que hemos llegado a tiempo —pensó—. Los humanos deberían estarme agradecidos.»
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Grimma.
—No lo sé —respondió Masklin—. Según la Cosa, ahí fuera hay otros mundos habitados por gnomos. Sólo por gnomos, quiero decir. O podemos buscarnos uno sólo para nosotros.
—¿Sabes una cosa? —preguntó Grimma—. Creo que los gnomos de la Tienda serían más felices quedándose en la Nave. Es como la Tienda; por eso les gusta tanto. Todo el Exterior queda fuera.
—Entonces, será mejor que me asegure de que siguen recordando que existe un Exterior. Es el trabajo que me toca, supongo. Y, cuando hayamos encontrado un lugar para nosotros, quiero volver con la Nave.
—¿Por qué? ¿Qué necesitas de aquí? —quiso saber la gnoma.
—Los humanos —dijo Masklin—. Debemos hablar con ellos.
—¿Eh?
—En el fondo, ellos desean creer realmente en… Quiero decir, se pasan todo el rato inventando historias sobre cosas que no existen. Creen que no existe nadie más en el mundo. Nosotros nunca hemos creído tal cosa; siempre hemos sabido que existían los humanos. Pero ellos están terriblemente solos y no lo saben. —Hizo un vago gesto con las manos y añadió—: Es sólo que creo que podríamos llevarnos bien con ellos.
—¡Nos convertirían en duendes!
—No lo harán, si volvemos con la Nave. Si algo puede resultar evidente incluso para los humanos, es que la Nave no parece cosa de duendes.
Grimma alargó la mano y asió la de él.
—Bueno…, si eso es lo que de verdad quieres hacer…
—Lo es.
—Entonces, yo vendré contigo.
Detrás de ellos se oyó un ruido. Era Gurder. El Abad llevaba una bolsa colgada al hombro y tenía la expresión decidida y ceñuda de quien está dispuesto a Ver Terminada Su Labor, sea cual sea.
—Eh…, he venido a despedirme —anunció.
—¿A qué te refieres? —inquirió Masklin.
—Te he oído decir que piensas regresar con la Nave, ¿no es eso?
—Sí, pero…
—Por favor, no discutas. —Gurder miró a su alrededor—. He estado pensándolo desde que entramos en la Nave. Ahí fuera hay otros gnomos. Alguien debería encargarse de anunciarles el regreso de la Nave. No podemos llevárnoslos ahora, pero alguien debería encontrar a todos los demás gnomos del mundo y asegurarse de que conocen la existencia de la Nave. Alguien debería contarles la auténtica verdad del mundo. Y ese alguien debería ser yo, ¿no te parece? Tengo que ser útil para algo.
—¿Tú solo? —replicó Masklin.
Gurder rebuscó en la bolsa.
—No; me llevo la Cosa —explicó, sacando el cubo negro.
—Pero… —inició una protesta Masklin.
No te preocupes, intervino la Cosa. Me he copiado en los ordenadores de la propia Nave. Así puedo estar aquí y allá al mismo tiempo.
—Eso es algo que me gustaría de veras poder hacer —murmuró Gurder con impotencia.
Masklin pensó por un momento en oponerse y luego se dijo: «¿Por qué?». Probablemente, Gurder sería más feliz de aquel modo. En todo caso, era cierto: la Nave pertenecía a todos los gnomos. Ellos sólo la habían tomado prestada por un tiempo. De modo que Gurder tenía razón. Tal vez alguien debía buscar al resto de los gnomos, donde quiera que vivieran en aquel mundo, para contarles la verdad sobre los gnomos. Y a Masklin no se le ocurrió nadie mejor para ello que Gurder. Aquel mundo era enorme y se necesitaba para la tarea a alguien realmente dispuesto a creer.
—¿Quieres que te acompañe alguien? —preguntó.
—No. Quizás encuentre ahí abajo a algunos gnomos que me quieran ayudar. —Gurder se inclinó hacia él y añadió en voz baja—: A decir verdad, lo espero con ansia.
—Eh…, sí, claro. Pero el mundo es muy grande…
—Lo he tenido en cuenta. He estado charlando con Pion.
—¡Ah! Bien, si estás seguro de lo que haces…
—Sí. Más seguro de lo que he estado nunca respecto a nada —afirmó Gurder—. Y, como bien sabes, he estado muy seguro de un montón de cosas, en mi vida.
—Será mejor que busquemos un buen lugar para el descenso.
—Tienes razón —asintió Gurder, tratando de mostrar valor—. Un sitio con un montón de gansos —añadió.
Dejaron a Gurder al atardecer, junto a un lago. La despedida fue breve. Si la Nave permanecía en un mismo lugar más allá de unos minutos, los humanos no tardaban en congregarse en torno a ella.
Lo último que Masklin vio de él fue una pequeña figura que agitaba la mano en la orilla. Después, sólo distinguió el lago convirtiéndose en un punto verde de un paisaje menguante. Todo un mundo apareció ante sus ojos, con un gnomo invisible en su centro.
Y, luego, no hubo nada.
La sala de control estaba llena de gnomos que veían desplegarse el paisaje mientras la Nave ascendía.
Grimma contempló la imagen.
—No me había dado cuenta de que tuviera ese aspecto —comentó—. ¡Y qué grande es!
—Sí, es muy grande —asintió Masklin.
—Cualquiera pensaría que un mundo es lo bastante grande para todos nosotros —continuó Grimma.
—Bueno, no lo sé —respondió él—. Quizás un mundo no sea lo bastante grande para nadie. ¿Adonde nos llevas, Angalo?
Angalo se frotó las manos y tiró de todas las palancas, una tras otra.
—Tan arriba —contestó, satisfecho—, que allí no hay abajo.
La Nave trazó una curva hacia las estrellas. Abajo, el mundo dejó de desplegarse porque había llegado a sus límites y se convirtió en un disco negro contra el sol.
Gnomos y ranas lo contemplaron.
Y la luz del sol lo iluminó e hizo brillar sus bordes, enviando hacia la oscuridad unos rayos que le dieron el aspecto exacto de una flor.