11

La rampa se replegó, la escotilla se cerró y la Nave se elevó hasta quedar por encima de los edificios.

Y allí permaneció mientras se ponía el sol.

Desde el suelo, los humanos probaron a comunicarse con radiantes luces de colores, tocando ciertas melodías, y, finalmente, con mensajes hablados en todos los idiomas terrestres conocidos.

La Nave no dio muestras de reaccionar en absoluto.

Masklin despertó.

Se encontró en una cama muy incómoda, por lo mullida. No le gustaba acostarse en una superficie más blanda que el suelo. Los gnomos de la Tienda preferían dormir sobre gruesos retales de moqueta, pero Masklin siempre había utilizado como lecho una plancha de madera. Incluso el retal de tela que empleaba para cubrirse le parecía un lujo.

Se incorporó en la cama y observó la habitación. Estaba casi vacía. Sólo contenía el lecho, una mesa y una silla.

Una mesa y una silla.

En la Tienda, los gnomos habían utilizado como muebles las cajas de cerillas y los carretes de hilo; los que vivían en el Exterior ni siquiera habían sabido qué era un mueble.

Lo que ahora veía en la estancia era mobiliario parecido al humano, pero del tamaño adecuado para un gnomo.

Masklin saltó de la cama y dio unos pasos por el suelo metálico hasta la puerta. También ésta era de la medida de un gnomo. Una puerta construida por gnomos para ser utilizada por gnomos.

La puerta daba a un pasillo, a ambos lados del cual se abrían otras. Todo aquello producía una extraña sensación. No se observaba un asomo de suciedad, una sola mota de polvo. Aquel lugar parecía haber permanecido absolutamente limpio durante mucho, muchísimo tiempo.

Algo se acercó traqueteando hacia él. Era un pequeño cubo negro, bastante parecido a la Cosa, montado sobre unas ruedecillas. En la parte frontal, un pequeño cepillo redondo giraba lentamente, barriendo el polvo hacia una ranura. Al menos, eso habría hecho de haber encontrado polvo alguno que barrer. Masklin se preguntó cuántas veces habría limpiado concienzudamente aquel pasillo mientras aguardaba el regreso de los gnomos…

El cubo chocó con su pie, le pidió paso con unos pitidos, y, a continuación, se alejó en dirección contraría. El gnomo lo siguió.

Al cabo de un rato, pasó ante otro dado. Éste se desplazaba por el techo con un leve traqueteo, procediendo a la limpieza.

Dobló un ángulo del pasillo y casi tropezó con Gurder.

—¡Ya has despertado!

—Sí —dijo Masklin—. Eh…, estamos en la Nave, ¿verdad?

—Es asombroso… —empezó a decir Gurder. Tenía una mirada muy agitada y llevaba el cabello revuelto en todas direcciones.

—Estoy seguro de ello —asintió Masklin con voz tranquilizadora.

—Pero están todas esas… y ese gran… y los inmensos… No imaginarías nunca lo amplios que son… ¡Y hay tantísimo…!

Gurder dejó las frases a medio terminar, como si tuviera que aprender nuevas palabras para describir las cosas.

—¡Es demasiado grande! —consiguió balbucir—. ¡Vamos!

Asiendo del brazo a Masklin, obligó a éste a apresurar el paso por el corredor.

—¿Cómo habéis hecho para entrar en la Nave? —quiso saber Masklin, tratando de sostenerse en pie.

—¡Ha sido asombroso! Angalo ha tocado esa cosa, el panel, y de pronto se ha deslizado a un lado y nos hemos encontrado dentro. Había una especie de ascensor que nos ha traído a la sala grande del sillón, y Angalo se ha instalado en ella y todas esas luces se han encendido y él ha empezado a pulsar botones y a mover cosas.

—¿Y tú? ¿No has intentado impedírselo?

Gurder puso los ojos en blanco.

—Ya sabes cómo es Angalo con las máquinas —respondió—. Pero la Cosa está intentando que sea razonable. De lo contrario, ya estaríamos chocando con alguna estrella —añadió con aire sombrío.

El Abad lo hizo pasar bajo otro arco para salir a…

Bueno, tenía que ser una estancia. Se encontraba en el interior de la Nave. Menos mal que estaba seguro de ello, se dijo Masklin, pues de lo contrario habría pensado que estaba en el Exterior. Aquel lugar se extendía ante él, grande al menos como un departamento de la Tienda.

Enormes pantallas y paneles de aspecto complicado cubrían las paredes. La mayoría de ellos estaban apagados. Una penumbra salpicada de sombras más densas se extendía en todas direcciones, salvo un pequeño charco de luz en el centro mismo de la estancia.

La luz iluminaba a Angalo, casi perdido en el gran sillón acolchado. Delante de él estaba la Cosa, sobre un tablero metálico inclinado y tachonado de interruptores. Era evidente que el gnomo había tenido una discusión con el pequeño cubo negro, pues, cuando Masklin se acercó,

Angalo le dirigió una mirada furibunda y exclamó:

—¡Se niega a hacer lo que le digo!

La Cosa se mostró en ese momento lo más pequeña, negra y cúbica que pudo.

Quiere pilotar la Nave, explicó.

—¡Tú eres una máquina! ¡Tienes que hacer lo que te ordenan! —replicó Angalo.

¡Soy una máquina inteligente y no quiero terminar aplastada en el fondo de un hoyo!, declaró la Cosa. Tú aún no puedes pilotar la Nave.

—¿Cómo lo sabes? ¡No me quieres dejar probarlo, eso es todo! Al fin y al cabo, conduje el Camión, ¿no? Y no fue culpa mía que se pusieran en medio del camino aquellos árboles y las farolas —añadió cuando advirtió que Masklin lo miraba fijamente.

—Supongo que llevar la Nave es más difícil —terció Masklin.

—Pero cada vez sé un poco más —insistió Angalo—. Es fácil. Cada botón lleva debajo un pequeño grabado. Mira…

Pulsó uno de los botones y se iluminó una gran pantalla, en la que se veía a la multitud congregada en torno a la nave.

—Llevan muchísimo tiempo esperando ahí fuera —dijo Gurder.

—¿Qué querrán? —preguntó Angalo.

—A mí no me preguntes —respondió el Abad—. ¿Quién sabe qué quieren los humanos?

Masklin observó la muchedumbre reunida bajo la Nave.

—Han probado mil y una cosas —le informó Angalo—. Luces centelleantes y música y cosas así. Incluso la radio, dice la Cosa.

—¿No habéis intentado contestar?

—No. No tenemos nada que decir. —Angalo dio unos golpecitos a la Cosa con los nudillos—. Muy bien, doña Lista, si no me encargo yo de conducir, ¿quién lo hará?

Yo.

—¿Cómo?

Hay una ranura junto al asiento.

—Ya la veo. Tiene el mismo tamaño que tú.

Colócame en ella.

Angalo se encogió de hombros y levantó la Cosa del tablero. Al insertarla en la ranura, encajó en ella hasta mostrar sólo la cara superior.

—Eh… ¿y yo? —dijo Angalo, dubitativo—. ¿No podría hacer algo? Encargarme de los limpiaparabrisas, o algo así… Me sentiría un completo inútil, aquí sentado sin hacer nada.

La Cosa no pareció escucharlo. Sus luces parpadearon un instante, como si estuviera desentumeciéndose, a su manera mecánica. Luego, en una voz mucho más profunda de la que había usado nunca hasta entonces, declaró:

YA ESTÁ.

Por toda la Nave empezaron a encenderse luces, que se extendían desde la Cosa como una ola: los paneles se iluminaron como pequeños cielos llenos de estrellas, las grandes lámparas del techo cobraron vida con un parpadeo, se escucharon unos lejanos ruidos sordos y unos zumbidos al desperezarse la electricidad, y el aire empezó a oler a tormenta de rayos y truenos.

—¡Es como la Tienda en la Campaña de Navidad! —exclamó Gurder.

TODOS LOS SISTEMAS EN FUNCIONAMIENTO, anunció la Cosa. INDICAR DESTINO.

—¿Qué? —dijo Masklin—. Y no grites.

¿Adonde vamos?, preguntó la Cosa. Tenéis que indicar el punto de destino.

—Sí, claro. Vamos a la cantera, eso es.

¿Dónde está?

—Está… —Masklin movió el brazo en un gesto impreciso—. Bueno, está hacia allá, en alguna parte.

¿En qué dirección?

—¿Cómo voy a saberlo? ¿Cuántas direcciones hay?

—Cosa, ¿nos estás diciendo que no conoces el camino de vuelta a la cantera? —inquirió Gurder.

Exacto.

—¿Nos hemos perdido?

No. Sé perfectamente en qué planeta estamos, replicó la Cosa.

—No podemos habernos perdido —intervino Gurder—. Sabemos perfectamente dónde estamos: aquí. Lo que no sabemos es dónde están los demás sitios.

—¿No podrías encontrar la cantera si nos eleváramos lo suficiente? —propuso Angalo—. Si asciendes lo suficiente, deberías poder verla.

Muy bien.

—¿Puedo hacerlo yo? —suplicó Angalo—. ¡Por favor…!

Pulsa el pedal de la izquierda y, a continuación, tira de la palanca verde, concedió la Cosa.

Más que un ruido, hubo un cambio en el tipo de silencio. A Masklin le pareció sentirse muy pesado durante un momento, pero la sensación pasó pronto.

La imagen de la pantalla se hizo más pequeña.

—Bien, esto es lo que yo llamo volar de verdad —murmuró Angalo, feliz—. Sin ruidos y sin ese estúpido aleteo.

—Por cierto, ¿dónde está Pion? —preguntó Masklin.

—Está deambulando por ahí —contestó Gurder—. Creo que iba a buscar algo que comer.

—¿Comida en una máquina en la que no ha habido ningún gnomo en quince mil años?

Gurder se encogió de hombros y respondió:

—Bueno, quizás haya algo en un rincón de alguna alacena. Querría comentar una cosa contigo, Masklin.

—¿Sí?

Gurder se le acercó un poco más y echó una mirada furtiva a Angalo, que seguía recostado en el asiento de control con una expresión de soñadora satisfacción. Bajando el tono de voz, dijo:

—No deberíamos estar haciendo esto. Sé que es horrible decirlo, después de todo lo que hemos pasado, pero esta Nave no es sólo nuestra. Pertenece a todos los gnomos del mundo.

Gurder pareció aliviado al observar que Masklin asentía.

—Hace un año, ni siquiera hubieras creído que existían más gnomos en ninguna parte —fue la respuesta de éste. Gurder pareció avergonzado.

—Sí, bien…, eso era entonces. Ahora es ahora, y ya no sé ni qué creo. Sólo sé que puede haber miles de gnomos ahí fuera, de los que no tenemos noticia. ¡Incluso podría haber otros gnomos viviendo en Tiendas! Nosotros sólo somos los afortunados depositarios de la Cosa, y, si nos vamos con la Nave, a los demás no les quedará ninguna esperanza.

—Lo sé, lo sé —dijo Masklin, abrumado—. Pero, ¿qué podemos hacer? Nosotros necesitamos la Nave precisamente ahora. De todos modos, ¿cómo podríamos encontrar a esos otros gnomos?

—¡Tenemos la Nave!

Masklin señaló la pantalla, donde el paisaje se estaba ampliando y cubriéndose de bruma.

—Tardaríamos toda la vida en encontrar a los gnomos ahí abajo. Ni siquiera con la Nave podríamos. Tendríamos que buscarlos en el suelo, porque los gnomos viven ocultos. Vosotros, en la Tienda, no conocíais la existencia de mi pueblo y sólo vivíamos a unos kilómetros de distancia. Sólo por casualidad encontramos al pueblo de Pion. Además… —Masklin no pudo evitar aguijonear un tanto a Gurder—, además existe otro problema mayor. Ya sabes cómo somos los gnomos. Probablemente, esos otros grupos de gnomos ni siquiera creerían en la Nave.

Lamentó de inmediato haber hecho aquel comentario. Gurder parecía más desgraciado que nunca.

—Es cierto —asintió el Abad—. Yo mismo no lo hubiera creído. Ni siquiera estoy seguro de creerlo ahora, y estoy montado en ella…

—Tal vez, cuando hayamos encontrado un lugar donde vivir, podremos enviar de vuelta la Nave para que recoja a todos los demás gnomos que podamos encontrar —aventuró Masklin—. Estoy seguro de que a Angalo le gustaría hacerlo.

Gurder empezó a mover los hombros convulsivamente. Por un instante, Masklin pensó que el gnomo se estaba riendo, pero luego vio rodar unas lágrimas por el rostro del Abad.

—Hum —murmuró, sin saber qué más decir.

Gurder apartó la cara.

—Lo siento —balbuceó—. Es sólo que hay tantos… cambios… ¿Por qué no se quedan las cosas como están, aunque sólo sea cinco minutos? Cada vez que consigo entender una idea, se transforma de pronto en otra cosa distinta y me siento un estúpido. ¡Lo único que quiero es algo real en que creer! ¿Qué hay de malo en eso?

—Me parece que tienes que tener una mente flexible —apuntó Masklin, pero en el mismo momento de pronunciarlas se dio cuenta de que sus palabras no iban a ser de gran ayuda.

—¿Flexible? ¿Flexible, dices? ¡Tengo una mente tan flexible que podría sacármela por los oídos y atármela bajo la barbilla! —soltó Gurder—. ¡Y no me ha servido de mucho tenerla, déjame decírtelo! ¡Mejor habría hecho limitándome a creer todo lo que me enseñaron cuando era joven! ¡Al menos, sólo me habría equivocado una vez! ¡De esta manera, me estoy equivocando continuamente!

Tras esto, Gurder se alejó por uno de los pasillos con enérgicas zancadas.

Masklin lo vio alejarse. No era la primera vez que deseaba creer en algo con la misma intensidad que creía Gurder, para así poder quejarse a ello por la vida que llevaba. Deseó estar de vuelta en casa; sí, aunque fuera volver a la madriguera junto a la autopista. Allí no se estaba tan mal, aparte de pasar frío y mojarse y correr peligro constante de ser devorado. Al menos, allí habría estado con Grimma. Habrían padecido juntos el frío y el hambre y la humedad. No se sentiría tan solo…

Notó un movimiento cerca de él. Resultó ser Pion, que venía con una bandeja de algo que debía de ser… fruta, decidió finalmente. Dejó para otro momento la sensación de soledad y advirtió que el hambre había estado aguardando una oportunidad para manifestarse. Nunca había visto fruta de aquella forma y color.

Tomó una rodaja de la bandeja que le ofrecía Pion. Sabía a limón y a nueces.

—Se conserva bien, considerando el tiempo transcurrido —comentó con un hilo de voz—. ¿De dónde la has sacado?

Resultó proceder de una máquina situada en un pasillo cercano. Parecía bastante sencillo. Había cientos de imágenes de distintos tipos de comida. Cuando uno tocaba una de las imágenes, se producía un breve zumbido y la comida caía en la bandeja por una ranura. Masklin probó varios grabados al azar y obtuvo diferentes tipos de fruta, una verdura larga y fina y un pedazo de carne cuyo sabor recordaba el salmón ahumado.

—¿Cómo lo hará? —se preguntó en voz alta.

Otra voz procedente de la pared le respondió:

¿Entenderías algo si te hablo de desintegración y reconstrucción moleculares de una amplia gama de materias primas?

—No —reconoció Masklin en una muestra de sinceridad.

Entonces, digamos que se consigne mediante la Ciencia.

—¡Ah! Bueno, entonces está bien. Eres tú, Cosa, ¿verdad?

Sí.

Sin dejar de mascar aquella carne-pescado, Masklin se dirigió a la sala de control y ofreció parte de la comida a Angalo. La gran pantalla no mostraba otra cosa que nubes.

—Con todo esto, no se verá la cantera —comentó el gnomo. Tiró ligeramente de una de las palancas y experimentaron de nuevo la breve sensación de pesar más.

Contemplaron la pantalla.

—¡Guau! —exclamó Angalo.

—Esto me suena familiar —murmuró Masklin. Se palpó la ropa hasta encontrar el mapa, doblado y arrugado, que había llevado consigo desde la Tienda.

Lo desplegó y lo comparó con la imagen de la pantalla. Ésta mostraba un disco compuesto, principalmente, de diversos tonos de azul y vaporosos trazos de nubes.

—¿Tienes alguna idea de qué es? —preguntó Angalo.

—No, pero sé cómo se llaman algunas partes. Ésa que tiene la parte superior gruesa y el extremo de abajo muy delgado se llama América del Sur. Fíjate, es igual que en el mapa, sólo que debería tener escritas encima las palabras «América del Sur».

—De todos modos, sigo sin ver la cantera.

Masklin observó la imagen que tenían delante. América del Sur. Grimma había mencionado América del Sur, ¿verdad? Allí era donde las ranas vivían en flores. Grimma había dicho que, cuando una se enteraba de que hay cosas como unas ranas que viven en flores, nunca más volvía a ser la misma persona.

Masklin empezaba a entender a qué se refería.

—De momento, no te preocupes por la cantera —declaró—. La cantera puede esperar.

Deberíamos llegar allí lo antes posible, por el bien de todos, replicó la Cosa.

Masklin meditó un rato sus palabras. Era cierto, tenía que reconocerlo. Allá, en la cantera, podían estar sucediendo toda clase de cosas. Tenía que llevar la Nave allí rápidamente, por el bien de todos.

Y luego pensó: «He pasado mucho tiempo haciendo las cosas por el bien de los demás. Por una sola vez, voy a hacer algo para mí mismo. No creo que podamos encontrar más gnomos con esta Nave, pero al menos sé dónde buscar ranas.»

—Cosa —dijo, pues—, llévanos a América del Sur. Y no discutas.