10

Angalo miró a su alrededor.

—¡Gurder, vamos!

Gurder se apoyó en un matojo de hierbas tratando de recobrar el aliento.

—Es inútil —dijo resollando—. ¿Qué piensas hacer? ¡No podemos enfrentarnos solos a los humanos!

—Tenemos a Pion. Y esta hacha no está mal.

—¡Sí, seguro que va a asustarlos! Un hacha de piedra. Si tuvieras dos, supongo que se rendirían nada más verte.

Angalo blandió el arma hacia adelante y hacia atrás. Empuñarla le producía una sensación reconfortante.

—Es preciso intentarlo —se limitó a decir—. Vamos, Pion. ¿Qué estás mirando? ¿Los gansos?

Pion tenía el rostro vuelto hacia el cielo.

—Ahí arriba hay un puntito —dijo Gurder, con los ojos entrecerrados.

—Será algún pájaro —murmuró Angalo.

—No parece un pájaro.

—Entonces, será un avión.

—Tampoco parece un avión.

Ahora, los tres miraban hacia arriba. Sus rostros boquiabiertos formaban un triángulo.

Allá arriba había un punto.

—No pensarás que realmente lo ha conseguido, ¿verdad? —murmuró Angalo con un titubeo.

Lo que momentos antes era un punto, se había convertido en un pequeño círculo negro.

—Pero no se mueve —dijo Gurder.

—Al menos, no se desplaza de lado —añadió Angalo, sin subir el tono de voz—. Se mueve, más bien, como si cayera.

El pequeño círculo negro de momentos antes era ahora un círculo mucho mayor, en torno a cuyos bordes parecían apreciarse unas trazas de humo o de vapor.

—Podría ser algún fenómeno meteorológico —apuntó Angalo—. Alguna particularidad de «Floridia», ¿no?

—¿Ah, sí? ¿Una especie de gran pedrisco, o algo parecido? ¡Qué va! ¡Es la Nave, que ha venido a buscarnos!

Ya era muchísimo más grande y aún…, aún estaba lejísimos.

—Pues no me importaría que viniera a buscarnos un poco más allá —declaró Gurder con voz trémula—. De veras, no me importaría tener que andar un poco.

—Sí —concedió Angalo, con un primer asomo de inquietud—. Más que venir, parece que esté…, que esté…

—… cayendo —terminó la frase Gurder, volviéndose hacia su compañero—. ¿Echamos a correr?

—Será mejor intentarlo —asintió Angalo.

—¿Hacia adonde, Angalo?

—Sigamos a Pion, ¿te parece? Él ya hace rato que ha escapado a la carrera.

Masklin hubiera sido el primero en reconocer que no estaba demasiado familiarizado con los medios de transporte, pero lo que todos ellos parecían tener en común era una parte frontal, que estaba delante, y una parte posterior, que quedaba detrás. El asunto principal era que la parte frontal apuntaba en la dirección en que avanzaban.

El objeto que caía del cielo era un disco, una simple tapa unida a un fondo, con bordes redondos en los lados. No emitía ningún ruido, pero parecía producir una impresión tremenda a los humanos.

—¿Es eso? —preguntó.

Sí.

—¡Oh!

Y, en ese momento, las cosas parecieron quedar enfocadas.

No es que la Nave fuese grande; es que sus dimensiones precisaban una nueva palabra. No era que cayese entre los finos jirones de nubes sino que, simplemente, los apartaba de su paso. Cuando uno creía haberse hecho una cierta idea de su tamaño, alguna nube pasaba ante el objeto y la perspectiva tenía que reacomodarse. Sí, tenía que existir una palabra especial para una cosa tan inmensa.

—¿Va a estrellarse? —susurró el gnomo.

La haré aterrizar en la maleza, respondió la Cosa. No quiero asustar a los humanos.

—¡Corre!

—¿Qué crees que estoy haciendo?

—¡Aún sigue encima de nuestras cabezas!

—¡Ya corro! ¡Ya corro!

Una sombra cayó sobre los tres gnomos fugitivos.

—Viajar tan lejos y llegar a «Floridia» para terminar aplastados bajo nuestra propia nave… —se lamentó Angalo—. Tú nunca has creído de veras que la Nave vendría, ¿verdad? ¡Bien, pues ahora vas a tener una prueba realmente contundente!

La sombra se intensificó. La vieron deslizarse por el suelo delante de ellos, gris en los bordes y con la negrura de plena noche cerrada en el centro. De su propia noche privada.

—Los demás aún están ahí fuera, en alguna parte —apuntó Masklin.

¡Ah, sí!, contestó la Cosa. Lo había olvidado.

—¡Pues no deberías olvidar cosas así!

Últimamente he estado muy ocupada y no puedo pensar en todo. Sólo en casi todo.

—¡Pues no vayas a aplastar a nadie! —insistió Masklin.

Detendré la Nave antes de que toque tierra, no te preocupes.

Todos los humanos hablaban a la vez. Algunos habían empezado a correr hacia la Nave que caía. Otros también corrían, pero huyendo de ella.

Masklin se arriesgó a volver la mirada hacia el rostro de Su Nieto Richard. Éste contemplaba la Nave con una expresión extraña, extasiada.

Mientras Masklin lo contemplaba, los grandes ojos del humano se volvieron lentamente. Después, fue la cabeza la que se volvió, y Su Nieto Richard se quedó mirando al gnomo instalado en su hombro.

El humano lo veía por segunda vez. Y, en esta ocasión, Masklin no tenía adonde huir.

Masklin dio unos golpecitos en la tapa de la Cosa.

—¿Puedes hacer más lenta mi voz? —preguntó rápidamente. En la cara del humano estaba cobrando forma una expresión de asombro.

¿Qué quieres decir?

—Que si puedes repetir lo que yo vaya diciendo, pero más despacio. Y más alto. Para que…, para que él pueda entenderme…

¿Quieres comunicarte? ¿Con un humano?

—Sí. ¿Puedes hacerlo?

¡Te aconsejo enfáticamente que no lo hagas! ¡Podría ser muy peligroso!

—¿Comparado con qué? —replicó Masklin, apretando los puños—. ¿Comparado con qué? ¿Más peligroso que no comunicarme? ¡Hazlo, Cosa! ¡Ahora mismo! ¡Dile…, dile que no queremos hacer ningún daño a los humanos!

El gnomo acercó la caja hasta la oreja de Su Nieto Richard.

La Cosa empezó a hablar en el tono de voz grave y lento de los humanos. A Su Nieto Richard se le heló la expresión.

—¿Qué le has dicho? ¿Qué le has dicho? —inquirió Masklin.

Le he advertido que, si te hace algún daño, estallaré y le haré pedazos la cabeza, respondió la Cosa.

—¡No!

Sí.

—¿Y a eso lo llamas comunicarse? Sí. Lo considero una forma de comunicación muy eficaz.

—Pero… ¿por qué tienes que hacer una amenaza tan espantosa? Y, además… ¡nunca me has dicho que podías estallar!

No puedo, respondió la Cosa. Pero él no lo sabe. Sólo es un humano.

La Nave frenó su caída y flotó sobre la maleza hasta encontrarse con su propia sombra. A su lado, la torre desde la que había sido lanzado el Transbordador parecía un alfiler colocado junto a un enorme disco negro.

—¡La has posado en el suelo y habías dicho que no lo harías! —se lamentó Masklin.

No está en el suelo. Flota justo por encima de éste.

—¡Pues a mí me parece perfectamente posada en el suelo!

La Nave flota por encima del suelo, te lo repito, insistió la Cosa con paciencia.

Su Nieto Richard seguía observando fijamente a Masklin. Parecía desconcertado.

—¿Cómo hace para flotar? —preguntó Masklin.

La Cosa se lo dijo.

—¿Qué tía? ¿Hay parientes a bordo?

Tía no. Anti.[7] Anti-gravedad.

—¡Pero no hay llamas ni humo!

Las llamas y el humo no son imprescindibles.

Una serie de vehículos se dirigía hacia la mole de la Nave, entre aullidos.

—Hum. ¿A qué distancia del suelo la has detenido, exactamente? —quiso saber Masklin.

Diez centímetros. Me ha parecido suficiente con eso.

Angalo yacía con la cara contra el suelo arenoso.

Para su propia sorpresa, seguía vivo. O, al menos, si estaba muerto, aún era capaz de pensar. Quizá sí estaba muerto, y aquél era el sitio adonde uno iba cuando terminaba su existencia.

Y el lugar donde se encontraba era muy parecido al que había dejado atrás.

«Un momento», se dijo. Había vuelto la vista hacia aquel gran objeto que caía del cielo hacia su cabeza y se había arrojado al suelo, pensando que en cualquier instante se vería convertido en una simple manchita grasienta en un inmenso y profundo agujero.

No; probablemente, no había muerto. Seguro que se acordaría de una cosa tan importante.

—¿Gurder? —se aventuró a decir.

—¿Eres tú? —le llegó la voz del antiguo Abad.

—Espero que sí. ¿Pion?

—¡Pion! —respondió éste desde algún punto de la oscuridad.

Angalo se incorporó a cuatro patas.

—¿Alguna idea de dónde estamos? —preguntó.

—¿En la Nave? —sugirió Gurder.

—No lo creo. Aquí hay tierra, hierbas y esas cosas.

—Entonces, ¿dónde está la Nave? ¿Por qué está todo a oscuras?

Angalo se sacudió el polvo de la ropa.

—No lo sé. Quizá…, quizá nos ha perdido. Puede que nos hayamos quedado inconscientes y que ya sea de noche…

—Distingo un poco de luz en el horizonte —dijo Gurder—. Eso no es normal, ¿verdad? No es así como se supone que son las noches.

Angalo miró a su alrededor. En efecto, se distinguía una línea de luz en la distancia. Y también había un extraño sonido, tan mortecino que podía pasar inadvertido pero que, una vez que se lo percibía, parecía también llenar el mundo.

Se puso en pie para tener una mejor perspectiva.

Se oyó un leve ruido sordo.

—¡Oug!

Angalo levantó la mano y se frotó la cabeza. La mano rozó algo metálico. Inclinándose ligeramente, se arriesgó a volver la cabeza para ver con qué se había golpeado.

Durante unos instantes, permaneció muy pensativo. Después, empezó a decir:

—Gurder, esto te va a resultar muy difícil de creer, pero…

—Esta vez quiero que traduzcas mis palabras fielmente, ¿entendido? —dijo Masklin a la Cosa—. ¡No intentes asustarlo!

Los humanos habían rodeado la nave. Al menos, estaban tratando de rodearla, pero se requería un número enorme de humanos para rodear algo del tamaño de la Nave. Así pues, sólo la estaban rodeando en algunos puntos.

Y seguían llegando más humanos en camiones, muchos de los cuales hacían sonar sus sirenas. Su Nieto Richard se había quedado solo, mirándose el hombro con aire nervioso.

—Además, estamos en deuda con él —añadió Masklin—. Hemos utilizado su satélite. Y le robamos cosas.

Tú mismo decías que querías hacer las cosas a tu manera. Sin ayuda de los humanos, decías, replicó la Cosa.

—Ahora, las cosas son distintas. Está la Nave. Lo hemos conseguido. Ya no tenemos que suplicar.

¿Puedo señalar que eres tú quien está sentado en su hombro, y no él en el tuyo?

—Eso no importa —insistió Masklin—. Dile…, quiero decir, pídele que camine hacia la Nave. Y pídeselo por favor. Y asegúrale que no queremos que nadie sufra ningún daño. Incluido yo —añadió.

La respuesta de Su Nieto Richard pareció tardar largo rato. Pero, al fin, echó a andar hacia la multitud congregada junto a la Nave.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Masklin, agarrándose con fuerza al suéter.

No lo creo, transmitió la Cosa.

—¿Que no me cree?

También ha dicho que su abuelo siempre hablaba de la gente menuda, pero que nunca le había creído, hasta ahora. Ha preguntado: ¿sois como los de la vieja Tienda?

Masklin se quedó boquiabierto. Su Nieto Richard lo miraba fijamente.

—Dile que sí —murmuró con voz ronca.

Muy bien, pero no creo que sea una buena idea,

La Cosa respondió con voz atronadora. Su Nieto Richard replicó con otro largo trueno.

Dice que su abuelo hacía bromas acerca de los duendes de la Tienda. Decía que le traían suerte.

Masklin notó en el estómago aquella horrible sensación que significaba que el mundo estaba cambiando otra vez, justo cuando creía haberlo entendido.

—¿Su abuelo vio alguna vez a un gnomo? —quiso saber.

Dice que no, pero que cuando su abuelo y el hermano de su abuelo estaban empezando con la Tienda y se quedaban hasta tarde todas las noches para hacer el trabajo de oficina, solían oír ruidos en las paredes y se decían que había duendes. Era una especie de broma. Dice que, cuando era pequeño, su abuelo le hablaba de los duendes que salían por la noche a jugar con los juguetes.

—¡Pero los gnomos de la Tienda nunca han hecho cosas así! —protestó Masklin.

Yo no he dicho que esas historias fueran ciertas, replicó la Cosa.

La Nave ya estaba mucho más cerca. No parecía tener puertas ni ventanas por ninguna parte. Era tan lisa como un huevo.

La mente de Masklin estaba hecha un lío. Siempre había creído que los humanos eran bastante inteligentes. Al fin y al cabo, los gnomos eran muy inteligentes. Las ratas lo eran bastante y los zorros, más o menos. Tenía que haber suficiente inteligencia esparcida por el mundo como para que a los humanos les hubiera correspondido una parte. Pero lo que ahora oía era otra cosa que estaba más allá de la inteligencia.

Recordó el libro titulado Los viajes de Gulliver. Había constituido una gran sorpresa para los gnomos. Pero nunca había existido una isla de gente pequeña, de eso estaba seguro. Era una…, una historia inventada. En la Tienda habían encontrado montones de libros de esa clase. Y habían causado un sinfín de problemas entre los gnomos. Por alguna razón, los humanos necesitaban cosas que no eran ciertas.

«Nunca creyeron que los gnomos existieran de verdad —se dijo—, pero lo deseaban.»

—Dile —añadió—, dile que debo entrar en la Nave.

Su Nieto Richard cuchicheó algo. Para Masklin, fue como escuchar una tempestad.

Dice que hay demasiada gente.

—¿Por qué están todos esos humanos alrededor de ella? —preguntó el gnomo, desconcertado—. ¿Cómo es que no están asustados?

La respuesta de Su Nieto Richard fue otra tormenta.

Dice que creen que unos seres de otro mundo saldrán a hablar con ellos.

—¿Por qué?

No lo sé, reconoció la Cosa. Tal vez no quieren estar solos.

—¡Pero ahí no hay nadie! Y la Nave es nuestra… —inició una protesta Masklin.

Se alzó un lamento y la multitud se llevó las manos a los oídos.

Aparecieron unas luces en la oscuridad de la Nave, parpadeando a lo largo del casco en unos dibujos que corrían en una dirección y otra, para desaparecer a continuación. Se escuchó otro lamento.

—Porque no hay nadie ahí dentro, ¿verdad? —insistió Masklin—. ¿No quedaría encerrado algún gnomo en hibernación, o algo semejante…?

En lo alto de la nave se abrió un orificio redondo. Se escuchó un sonido silbante y un rayo de luz roja salió disparado y prendió fuego en una extensión de matorrales a varios cientos de metros de distancia.

Los humanos echaron a correr.

La Nave se alzó unos palmos, oscilando alarmantemente, y se deslizó un poco hacia un lado. Luego, se elevó tan deprisa que su silueta se hizo confusa y se detuvo de golpe sobre la multitud. Y, entonces, se puso boca abajo. Y después se sostuvo de canto durante un rato.

Por último, volvió a descender y flotó casi a ras de suelo antes de posarse, más o menos. Es decir, con un lado apoyado en el suelo y el otro en el aire, sin sostenerse en nada.

La Nave habló, en voz muy alta.

Para los humanos, debió de sonar como un agudísimo parloteo. Y lo que dijo en realidad fue:

—¡Lo siento! ¡Lo siento! ¿Esto es un micrófono? No encuentro el botón que abra la puerta… Probemos éste…

Otro agujero, éste cuadrado, se abrió en la superficie de la Nave. Una brillante luz azulada surgió de él.

La voz volvió a atronar el aire.

—¡Ya lo tengo! —Se escuchó el ruido sordo, repetido y desfigurado de quien no está seguro de que el micrófono funciona y le da unos golpecitos de prueba—. ¿Masklin, estás ahí fuera?

—¡Es Angalo! —exclamó Masklin—. ¡Nadie más conduce así! ¡Cosa, dile a Su Nieto Richard que debo entrar en la Nave! Pídeselo por favor.

El humano asintió.

En torno a la base de la Nave se arremolinaban los humanos, pero la escotilla estaba demasiado alta para que la alcanzaran.

Con Masklin colgado de él precariamente, Su Nieto Richard se abrió paso entre la muchedumbre.

La Nave emitió un nuevo aullido.

—Esto… —se oyó la voz de Angalo, enormemente amplificada. Al parecer, estaba discutiendo con alguien más—. No estoy muy seguro, pero tal vez este interruptor sea… ¡Pues claro que voy a pulsarlo! ¿Por qué no habría de hacerlo? Está situado al lado del botón de la puerta, de modo que no debe de ser peligroso. ¡Escucha, cierra la boca, y…!

Una rampa plateada se extendió desde la abertura de la Nave. Parecía tener el tamaño suficiente para un humano.

—¿Lo ves? ¿Lo ves? —dijo la voz de Angalo.

—¿Puedes hablar con Angalo, Cosa? —preguntó Masklin—. Dile que estoy aquí fuera, intentando entrar en la Nave.

No puedo. Angalo parece estar pulsando botones al azar. Es de esperar que no accione los que no debe.

—¡Pensaba que podías decirle a la Nave lo que tenía que hacer!

La Cosa pareció dar un tono estupefacto a su respuesta.

Si hay algún gnomo a bordo, no puedo, respondió. No puedo decirle a la Nave que deje de cumplir la orden que le da un gnomo. Ésta es una de las características fundamentales de las máquinas como yo.

Su Nieto Richard se estaba abriendo paso entre la masa compacta y chillona de humanos, pero el avance era difícil.

Masklin suspiró.

—Pídele a Su Nieto Richard que me deje en el suelo —ordenó a la Cosa, y añadió rápidamente—: Y pídeselo por favor. Dile…, dile que me habría gustado conversar con él un poco más.

La Cosa efectuó la traducción.

Su Nieto Richard puso cara de sorpresa. La Cosa volvió a hablar y, tras esto, el humano alzó una de sus manos hacia el gnomo.

Si hubiera tenido que hacer una lista de los momentos más terribles de su vida, Masklin habría colocado aquél en el número uno. El gnomo había hecho frente a los zorros, había ayudado a conducir el Camión y había volado a lomos de un ganso, pero ninguna de aquellas cosas había sido, ni con mucho, tan terrible como permitir que un ser humano lo tocara. Los enormes dedos de la mano se abrieron y lo rodearon por la cintura. Masklin cerró los ojos.

La voz resonante de Angalo volvió a atronar el aire en tono amenazador:

—¿Masklin? ¿Masklin? Si te ha sucedido algo malo, las cosas no van a quedar así…

Los dedos de Su Nieto Richard asieron a Masklin con mucha suavidad, como si sostuvieran algo muy frágil. Masklin se notó transportado lentamente hasta el suelo. Cuando abrió los ojos, lo rodeaba una jungla de piernas de humanos.

Alzó la vista hacia el enorme rostro de Su Nieto Richard y, tratando de articular con una voz lo más grave y lenta posible, pronunció la única palabra que un gnomo decía directamente a un humano en más de cinco mil años:

—Adiós.

A continuación, Masklin echó a correr entre el laberinto de pies.

Varios humanos con pantalones de aspecto oficial y grandes botas se hallaban al pie de la rampa. El gnomo se escurrió entre ellos y continuó corriendo, rampa arriba.

Delante de él, una luz azulada emergía de la escotilla abierta. Mientras corría, distinguió dos puntitos al borde de la entrada.

La rampa era larga y Masklin no había dormido desde hacía muchas horas. Deseó haber echado alguna cabezada mientras los humanos lo estudiaban; la cama que le habían preparado había parecido muy cómoda.

De pronto, lo único que deseaban sus piernas era llegar a algún lugar cercano y dejarse caer allí.

Continuó avanzando hacia lo alto de la rampa con paso tambaleante y los puntitos se convirtieron en las cabezas de Gurder y de Pion, que lo ayudaron a terminar la ascensión y a entrar en la Nave.

Masklin volvió la cabeza y contempló el mar de rostros humanos que aparecía allá abajo. Nunca hasta entonces había tenido ocasión de ver a un humano desde arriba.

Probablemente, ni siquiera lo veían. «Están esperando a esos hombrecillos verdes», pensó.

—¿Te encuentras bien? —se apresuró a decir Gurder—. ¿Te han hecho algo?

—Estoy bien, estoy bien —murmuró Masklin—. Nadie me ha maltratado.

—Tienes un aspecto horrible.

—Deberíamos haber hablado con ellos, Gurder —declaró Masklin—. Nos necesitan, ¿sabes?

—¿Estás seguro de que te encuentras bien? —replicó Gurder, observándolo con inquietud. Masklin sintió como si tuviera la cabeza llena de algodón en rama.

—En la Tienda, vosotros creíais en la existencia de Arnold Bros (fund. en 1905), ¿verdad? —consiguió balbucir.

—Sí —confirmó Gurder.

Masklin le dedicó una sonrisa radiante, triunfal.

—¡Pues bien, él también creía en vosotros! ¿Qué te parece eso?

Y, tras esta revelación, Masklin se desplomó muy lentamente.