Gurder, Angalo y Pion estaban sentados bajo un arbusto que les proporcionaba un poco de sombra. La nube de abatimiento que los envolvía era casi tan grande como la sombra.
—Sin la Cosa, nunca podremos ni siquiera volver junto a los demás —murmuró Gurder.
—Entonces, tendremos que ir a buscar a Masklin —respondió Angalo.
—¡Eso nos llevará una eternidad!
—¿De veras? Bueno, si no podemos volver a la cantera, poco perdemos intentándolo.
Angalo había encontrado un guijarro que tenía casi la forma perfecta para atarlo a un palo con unas tiras de tela arrancadas de la ropa. El gnomo no había visto un hacha de piedra en su vida, pero tenía la nítida sensación de que con una piedra atada al extremo de un palo podían hacerse unas cuantas cosas útiles.
—Me gustaría que dejaras de jugar con eso —murmuró Gurder—. ¿Cuál es tu gran plan, entonces? ¿Enfrentarnos solos contra toda «Floridia»?
—No necesariamente. No es preciso que vengas conmigo.
—Cálmate, señor Al-Rescate. Con un idiota basta.
—No veo que propongas ninguna idea mejor. —Angalo alzó el hacha y la movió un par de veces de un lado al otro, cortando el aire con un silbido.
—No se me ocurre ninguna.
Una lucecita roja empezó a destellar en la superficie de la Cosa.
Al cabo de un rato, se abrió en ella un pequeño agujero cuadrado, y, con un leve sonido chirriante, la Cosa extendió una pequeña lente en el extremo de una pértiga. La lente empezó a girar lentamente.
A continuación, la Cosa volvió a hablar.
¿Dónde estamos?, preguntó. Movió la lente hacia arriba y la detuvo allí un momento, estudiando el rostro del humano que la observaba. ¿Y por qué?, añadió.
—No estoy seguro —contestó Masklin—. Estamos en una habitación de un gran edificio. Los humanos no me han hecho daño. Creo que uno de ellos ha estado intentando hablar conmigo.
Parece que estamos dentro de una especie de caja de cristal, comentó la Cosa.
—Incluso me han dado una cama —añadió el gnomo—. Y creo que eso de ahí es una especie de lavabo. Pero, dime, ¿qué hay de la Nave?
Espero que esté en camino, respondió la Cosa con calma.
—¿Esperas? ¿Esperas? ¿Quieres decir que no lo sabes?
Pueden haber salido mal muchas cosas. Pero, si han salido bien, no tardará en llegar.
—Si no es así, ya me veo recluido aquí el resto de mi vida —murmuró Masklin con amargura—. Ya sabes que he venido por ti…
Sí, lo sé. Gracias.
Masklin se tranquilizó un poco.
—Están siendo muy amables conmigo —afirmó. Meditó un poco lo que acababa de decir y añadió—: Al menos, eso creo. Pero es difícil saberlo con certeza.
Miró hacia la pared transparente. Un montón de humanos había pasado por allí a mirarlo en los minutos precedentes y Masklin no estaba muy seguro de si era un visitante objeto de honores, un prisionero o tal vez algo intermedio entre ambas cosas.
—En el momento de tomar la decisión, me pareció la única esperanza —explicó sin convicción.
Estoy captando unas comunicaciones.
—Siempre te oigo decir eso.
Muchas de ellas se refieren a ti. Un gran número de expertos viene a toda prisa hacia aquí para examinarte.
—¿Expertos en qué? ¿En gnomos?
Expertos en hablar con seres de otros mundos. Los humanos no han conocido a nadie procedente de otro mundo, pero ya tienen expertos en hablar con ellos.
—Hasta ahora las cosas marchan bien —murmuró Masklin sobriamente—. Ahora, los humanos ya saben que los gnomos existimos realmente.
Sí, pero no saben qué sois. Creen que acabas de llegar.
—Y es cierto.
No. No se refieren a llegar aquí. Creen que acabas de llegar al planeta. Procedente de las estrellas.
—¡Pero si llevamos aquí miles de años! ¡Si vivimos aquí!
A los humanos les resulta mucho más fácil creer en seres menudos procedentes del cielo que aceptar que personitas de vuestro tamaño puedan estar viviendo en la Tierra. Prefieren pensar en hombrecillos verdes que en duendes.
Masklin frunció el entrecejo.
—No he entendido nada de lo que acabas de decir.
No te preocupes. No tiene importancia. La Cosa hizo girar la lente para observar de nuevo la estancia.
Muy bonito. Muy científico, afirmó.
A continuación, dirigió la lente hacia una gran bandeja de plástico situada junto a Masklin.
¿Qué es eso?
—¡Ah!, fruta, nueces, carne y otras cosas —explicó Masklin—. Creo que me han estado observando para ver lo que como. Esos humanos me parecen muy listos. Sólo he tenido que llevarme la mano hacia la boca abierta y han entendido que tenía hambre.
¡Ah!, exclamó la Cosa. Llévame ante tu despensa…
—¿Cómo dices?
Me explicaré. ¿Te he dicho que estoy captando unas comunicaciones?
—Un centenar de veces.
Pues bien, acabo de escuchar un chiste: es decir, una anécdota o historia humorística que se cuentan los humanos. Dice que una Nave de otro mundo aterriza en este planeta y unas extrañas criaturas bajan de ella y le dicen a un poste de gasolina, una papelera, una máquina tragaperras o un aparato mecánico similar: «Llévame ante tu jefe». Supongo que lo dicen porque no saben todavía qué forma tienen los humanos. Yo he sustituido «jefe» por «despensa». Se trata de un juego de palabras con propósitos humorísticos, ¿entiendes?[6]
La Cosa hizo una pausa.
—¡Ah! —murmuró Masklin, reflexionando sobre lo que acababa de escuchar—. Esas extrañas criaturas deben de ser los hombrecillos verdes que antes has mencionado, ¿no?
Muy… Espera un momento. Espera…
—¿Qué…? ¿Qué sucede? —la apremió Masklin.
Puedo oír la Nave.
Masklin aguzó el oído cuanto pudo.
—Pues yo no oigo nada —dijo por fin.
No son sonidos audibles. Lo que capto es la radio.
—¿Dónde está? ¿Dónde, Cosa? Siempre has dicho que la Nave estaba ahí arriba, pero, ¿dónde?
Las tres ranitas que quedaban estaban agachadas entre el musgo para escapar del calor del sol de media tarde.
Hacia el este, a baja altura en el cielo, había aparecido una línea curva y blanca, muy fina.
Sería bonito pensar que las tres ranitas tenían leyendas sobre aquel objeto. Sería bonito pensar que aquellos animales concebían el sol y la luna como dos flores lejanas, una amarilla que aparecía durante el día y otra blanca que asomaba de noche. Sería bonito pensar que tenían leyendas acerca de ellas y que, según esas leyendas, cuando una ranita buena moría, su alma se convertía en una gran flor en el cielo…
El problema es que estamos hablando de ranas. Porque, para una rana, el sol es «.-.-. mip-mip .-.-.», y la luna también es «.-.-. mipmip .-.-.». Para una rana, todo es «.-.-. mipmip .-.-.» y, cuando uno dispone de un vocabulario reducido a una palabra, resulta bastante difícil tener leyendas acerca de nada.
Con todo, la ranita que lideraba el grupo era consciente de que la luna tenía algo raro. Brillaba más de lo habitual.
—¿Que dejamos la Nave en la Luna? —dijo Masklin—. ¿Por qué?
Porque eso fue lo que decidieron tus antepasados, respondió la Cosa. Para poder vigilarla, supongo yo.
A Masklin se le iluminó el rostro lentamente, como las nubes al amanecer.
—¿Sabes? —comentó con excitación—. Antes de todo esto, cuando vivíamos en la vieja madriguera junto a la autopista, yo solía sentarme de noche al aire libre a contemplar la luna. Tal vez por dentro ya sabía, de algún modo, que allí arriba…
No. Lo que experimentabas en esa situación era, probablemente, una superstición primitiva, replicó la Cosa.
—¡Oh, vaya! Lo siento… —murmuró el gnomo, desinflado.
Y ahora, por favor, guarda silencio. La Nave se siente perdida y quiere que le digan qué ha de hacer. Acaba de despertar de un sueño de quince mil años.
—Yo tampoco estoy muy lúcido por las mañanas —asintió Masklin.
En la luna no hay sonidos, pero no importa, porque tampoco hay nadie que pudiera escucharlos. Los sonidos serían un derroche inútil.
En cambio, hay luz.
Una masa de fino polvo lunar se esparció sobre las viejas planicies a oscuras del cuarto creciente, y se expandió en enormes nubes que se alzaron hasta atrapar los rayos del sol, que las hicieron brillar.
Abajo, algo estaba desenterrándose.
—¿La dejaron en un agujero? —preguntó Masklin.
Una serie de luces recorrió todas las caras del pequeño dado negro.
No se te ocurra decir que por eso habéis vivido siempre en agujeros, se apresuró a contestar. Muchos gnomos no viven en ellos, ni lo han hecho nunca.
—Tienes razón —asintió el gnomo—. Tengo que dejar de pensar sólo en…
De pronto, se calló y volvió la vista hacia el exterior de la caja de cristal, donde un humano intentaba llamar su atención hacia unas marcas escritas en una pizarra.
—Tienes que detenerla —murmuró—. Ahora mismo. Detén la Nave. No hemos entendido nada. ¡No podemos marcharnos, Cosa! ¡La Nave no nos pertenece sólo a nosotros! ¡No podemos llevárnosla!
Los tres gnomos que acechaban en las cercanías de la base de lanzamiento del Transbordador observaron el cielo. Mientras el sol se aproximaba al horizonte, la luna brillaba como un adorno navideño.
—¡Debe de ser cosa de la Nave! —exclamó Angalo—. ¡Sí, eso tiene que ser! —Dirigió una radiante sonrisa a sus compañeros y añadió—: ¡Ya está, pues! ¡Ya viene!
—No esperaba que diera resultado… —empezó a decir Gurder.
Angalo dio unas palmaditas en la espalda a Pion y señaló la luna.
—¿Ves eso, muchacho? —le dijo—. ¡Es la Nave, sí, señor! ¡Es nuestra Nave!
Gurder se acarició el mentón y asintió, mirando a Pion con aire pensativo.
—Sí —dijo al floridano—. Tiene razón. Nuestra…
—Masklin dice que ahí arriba hay toda clase de cosas —continuó Angalo con aire soñador—. Y grandes extensiones de espacio. Por eso es conocido el espacio, por sus grandes extensiones. Masklin también dice que la Nave se mueve más deprisa que la luz, aunque en eso se equivoca, probablemente. De lo contrario, ¿cómo iba uno a ver nada? Uno conectaría las luces y la claridad se quedaría atrás, fuera de la habitación. De todos modos, seguro que la Nave viaja muy deprisa…
Gurder observó de nuevo el cielo. Desde lo más profundo de su mente, algo se estaba abriendo paso y le producía una curiosa sensación de tristeza.
—Nuestra Nave —murmuró—. La que trajo aquí a los gnomos.
—Sí, exacto —corroboró Angalo, casi sin prestarle atención.
—Y la que ahora nos ha de llevar… —continuó Gurder.
—Eso es lo que dice Masklin, y…
—… a todos los gnomos —terminó la frase Gurder, con una voz apagada y pesada como una plancha de plomo.
—Claro. ¿Por qué no? Espero descubrir pronto el modo de conducirla a la cantera para recoger allí a todos los demás. Y nos llevaremos también a Pion, por supuesto.
—¿Y el pueblo de Pion? —preguntó Gurder.
—¡Oh, pueden venir también! —dijo Angalo efusivamente—. Quizás incluso haya sitio para sus gansos.
—¿Y los demás?
Angalo lo miró con aire sorprendido.
—¿Los demás?
—Arbusto nos dijo que había muchos otros grupos de gnomos. Por todas partes.
Angalo puso una cara inexpresiva.
—¡Ah, ésos! Bueno, no sé qué harán ellos. Pero nosotros necesitamos la Nave. Ya sabes cómo nos han ido las cosas desde que dejamos la Tienda.
—Pero, si nos llevamos la Nave, ¿qué les quedará a ellos, en caso de necesidad?
Masklin acababa de formular la misma pregunta.
La Cosa respondió:
010011010101011101010100101101011101 010.
—¿Qué has dicho?
Si pierdo la concentración, quizá no haya Nave para nadie. La voz de la Cosa sonó irascible. Estoy enviando quince mil instrucciones por segundo.
Masklin no dijo nada.
Y eso es un número enorme de instrucciones, insistió la Cosa.
—La Nave debe pertenecer, por derecho, a todos los gnomos del mundo… —apuntó Masklin.
010011001010010010…
—¡Vamos, deja eso y dime cuándo va a llegar la Nave!
0101011001… ¿Cuál de las dos cosas quieres que haga…? 01001100.
—¿Qué dos?
O me callo y doy instrucciones a la Nave, o te digo cuándo va a llegar. No puedo hacer ambas cosas a la vez.
—Por favor, dime primero cuándo llegará —respondió Masklin pacientemente—. Luego, puedes guardar silencio, si quieres.
Cuatro minutos.
—¡Cuatro minutos!
Con un margen de error de tres segundos, añadió la Cosa. Pero, según mis cálculos, llegará en cuatro minutos. Aunque ahora ya son sólo tres minutos y treinta y ocho segundos. Faltarán tres minutos y treinta y siete segundos en… este preciso instante.
—¡No puedo quedarme aquí si falta tan poco! —exclamó Masklin, olvidando por completo, durante unos momentos, sus obligaciones para con los demás gnomos del mundo—. ¿Cómo puedo escapar de aquí? Este lugar está cerrado con una tapa.
¿Quieres que me calle ya, o prefieres que te saque de aquí y luego enmudezca?
—¡Lo segundo, por favor!
¿Te han visto en movimiento?, preguntó la Cosa.
—¿A qué te refieres?
¿Saben esos humanos a qué velocidad eres capaz de correr?
—Lo ignoro —respondió Masklin—. Supongo que no.
Entonces, prepárate para echar una carrera. Pero, antes, cúbrete los oídos con las manos.
Masklin pensó que era preferible obedecer. La Cosa podía ser, en ocasiones, deliberadamente exasperante, pero no era conveniente hacer caso omiso de sus consejos.
Las lucecitas de la superficie de la Cosa dibujaron por un instante la figura de una estrella.
El dado negro inició un gemido agudo cuya frecuencia fue creciendo hasta hacerse inaudible. El gnomo, sin embargo, siguió notando su efecto incluso con los oídos protegidos con las manos. El sonido parecía formar unas desagradables burbujas en su cabeza.
Abrió la boca para quejarse, pero, en ese mismo instante, las paredes que lo tenían encerrado estallaron en mil pedazos. Donde antes había habido un muro de cristal, un segundo después sólo había fragmentos que volaban en todas direcciones como un rompecabezas en el que cada pieza hubiera decidido, de pronto, buscar un espacio propio. La tapa de la urna estuvo a punto de aplastar al gnomo en su caída.
Ahora, recógeme y echa a correr, ordenó la Cosa antes de que los fragmentos de cristal terminaran de esparcirse por la mesa.
Los humanos presentes en la estancia aún estaban volviendo la vista hacia la urna con su habitual torpeza y lentitud de movimientos.
Masklin agarró la Cosa y emprendió una carrera sobre la pulida superficie.
—¡Hemos de bajar! —exclamó el gnomo—. ¡Esto es demasiado alto! ¿Cómo hacemos para bajar hasta el suelo?
Miró a su alrededor con desesperación. En el otro extremo de la mesa había una especie de máquina cubierta de luces y pequeños discos de marcar, que Masklin había visto utilizar a uno de los humanos.
—¡Los cables! —murmuró—. ¡Estos aparatos siempre tienen cables!
Avanzó rápidamente por la mesa, esquivó con facilidad una mano gigante que intentaba atraparlo y continuó su carrera.
—Tendré que arrojarte al suelo desde aquí —dijo entrecortadamente—. ¡No puedo bajar y sujetarte al mismo tiempo!
No te preocupes. No me pasará nada.
Masklin se detuvo patinando al borde de la mesa y lanzó la Cosa al fondo del precipicio. En efecto, había unos cables que descendían hacia el suelo. De un salto, se agarró a uno de ellos y, oscilando a un lado y a otro enérgicamente, se deslizó por él.
Los humanos corrieron hacia él desde todas direcciones. Masklin recogió la Cosa, la apretó contra su pecho y reanudó la huida a toda velocidad. Frente a él apareció un pie: un zapato marrón y un calcetín azul marino. Lo esquivó zigzagueando. Surgió otro par de pies: zapatos negros, calcetines también negros. El gnomo advirtió que estaban a punto de tropezar con el primero…
Se escabulló serpenteando.
Cada vez había más pies, y manos que descendían hacia él tratando en vano de atraparlo. Masklin era una figurilla borrosa que corría y esquivaba aquellos pies que podrían haberlo aplastado.
Y, de pronto, sólo encontró ante él una extensión de suelo completamente libre de obstáculos.
En alguna parte se disparó una alarma, cuyo agudo sonido llegó grave e imponente a los oídos de Masklin.
Dirígete hacia la puerta, le sugirió la Cosa.
—¡Pero…! ¡Seguro que vendrán más humanos! —protestó Masklin con un siseo.
Estupendo, porque lo que queremos es salir de aquí.
Masklin alargó la mano hacia la puerta en el preciso momento en que ésta se abría unos centímetros, dejando a la vista otro montón de pies al otro lado.
—¿Hacia adonde, ahora?
Hacia el exterior. A campo abierto.
—¿Por dónde se va?
Por cualquier sitio.
—¡Vaya! ¡Muchas gracias!
Numerosas puertas se estaban abriendo a lo largo del pasillo y de cada una salía algún humano. El problema no era evitar la captura (sólo un humano muy alerta sería capaz, no ya de atrapar, sino incluso de ver a un gnomo lanzado a la carrera); lo difícil era, simplemente, evitar ser pisoteado por accidente.
—¿Por qué no tienen agujeros de ratones? ¡Todos los edificios deberían tenerlos! —protestó Masklin.
Una bota holló el suelo a un par de centímetros de él, y el gnomo dio un brinco.
El pasillo se estaba llenando de humanos. Empezó a sonar otra alarma.
—¿A qué viene todo esto? Seguro que yo no soy el causante de esto. ¡Es imposible que los humanos armen todo este alboroto por un simple gnomo!
Es la Nave. Han visto la Nave.
Un zapato estuvo a punto de proporcionarle a Masklin el premio al gnomo más perfectamente planchado de Florida. En realidad, fue él quien casi se metió bajo la suela.
A diferencia de la mayoría de zapatos, aquél llevaba un nombre escrito. Era un Fabuloso Zapato de Paseo con Suela de Goma Auténtica, Pat. El calcetín que asomaba de él podía ser muy bien un Gran Estilo a Prueba de Olores, Garantizados ochenta y cinco por ciento de Poliamida, los calcetines más caros del mundo.
Masklin alzó más la vista. Más allá de la gran extensión de pantalones azules y de las distantes nubes del jersey, había una barba.
Aquel humano era Su Nieto Richard, de treinta y nueve.
Cuando más convencido estaba uno de que no existía nadie que vigilara y protegiera a los gnomos, el universo decidía sacarlo de su error…
Masklin se impulsó hacia arriba con todas sus fuerzas y aterrizó en la pernera del pantalón en el preciso instante en que el pie avanzaba. Aquél era el lugar más seguro, pues los humanos no solían pisarse unos a otros.
El pie avanzó un paso y se apoyó de nuevo en el suelo. Masklin se bamboleó atrás y adelante, tratando de escalar por la áspera tela. A poca distancia de su mano había una costura y logró agarrarse a ella; las puntadas de la costura permitían asirse mucho mejor.
Su Nieto Richard, de treinta y nueve, estaba entre una multitud que avanzaba en la misma dirección. Varios humanos chocaron con él y casi hicieron saltar a Masklin de su posición. El gnomo se quitó las botas e intentó agarrarse con los dedos de los pies.
Cuando los zapatos de Su Nieto Richard tocaban el suelo, se oían unos golpes sordos y potentes.
Masklin alcanzó un bolsillo, encontró allí un asidero decente para los pies y continuó la ascensión. Una abultada etiqueta lo ayudó a llegar al cinturón. El gnomo estaba habituado a las etiquetas de la Tienda, pero aquélla era enorme incluso para lo que se entendía por una etiqueta grande. Estaba cubierta de letras e iba cosida a los pantalones, como si Su Nieto Richard fuera una especie de máquina.
—«Grossberger Haggler, la Primera Marca en Téjanos» —leyó—. Y un montón de cosas sobre lo buenos que son, y dibujos de vacas y otras cosas. ¿Por qué llevará tantas etiquetas encima?
Tal vez, si no las lleva, no sabe qué ropa es la suya, aventuró la Cosa.
—Tienes razón. Y, probablemente, acabaría con los zapatos en la cabeza. —Masklin echó una nueva ojeada a la etiqueta mientras se asía al suéter—. Aquí dice que estos téjanos obtuvieron una medalla de oro en la Exposición de Chicago de 1910 —añadió—. Desde luego, hay que ver lo que han durado…
Los humanos salían del edificio atropelladamente.
El suéter resultaba mucho más fácil de escalar y Masklin se encaramó por él rápidamente. Su Nieto Richard tenía el cabello bastante largo, lo cual lo ayudó también cuando llegó el momento de subirse al hombro.
El marco de una puerta pasó deprisa por encima de su cabeza y dio paso al azul intenso del cielo.
—¿Cuánto falta, Cosa? —susurró. La oreja de Su Nieto Richard estaba a unos centímetros de él.
Cuarenta y tres segundos.
Los humanos se esparcieron por la amplia explanada de asfalto frente al edificio. Algunos más salieron del edificio transportando artefactos y máquinas. Masklin los vio tropezar unos con otros por no apartar sus ojos del cielo.
Otro grupo estaba reunido en torno a un humano de aspecto muy preocupado.
—¿Qué sucede, Cosa? —cuchicheó Masklin.
El humano del centro del grupo es el más importante de los presentes. Había venido a ver el lanzamiento del Transbordador, y, ahora, todos los demás le están diciendo que tiene que ser él quien dé la bienvenida a la Nave.
—¡Qué frescura! ¡La Nave no es suya!
No, pero los humanos creen que ha venido para hablar con ellos.
—¿Y por qué piensan eso?
Porque se creen los seres más importantes del planeta.
—¡Ja!
Increíble, ¿no?, dijo la Cosa.
—Todo el mundo sabe que los gnomos somos más importantes —declaró Masklin—. Al menos, todos los gnomos lo saben… —Meditó brevemente sobre lo que acababa de decir y sacudió la cabeza—. De modo que ése es el líder de los humanos. ¿Es un gran sabio, o algo parecido?
No lo creo. Los humanos que lo rodean están tratando de explicarle qué es un planeta.
—¿No lo sabe?
Muchos humanos lo ignoran. El «Señorvicepresidente» es uno de ellos. 001010011000.
—¿Estás hablando con la nave otra vez?
Sí. Seis segundos.
—¿De veras viene hacia aquí…?
Si.