8

Al cabo de un rato, cuando el suelo dejó de temblar, los gnomos se incorporaron y se miraron, confusos.

—¡…! —dijo Gurder.

—¿Qué? —replicó Masklin. Su propia voz le sonó muy lejana y amortiguada.

—¿…? —añadió Gurder.

—¿…? —intervino Angalo.

—¿Qué? ¡No os oigo! ¿Y vosotros? ¿Me oís a mí?

—¿…?

Masklin vio que Gurder movía los labios. Se señaló las orejas y sacudió la cabeza en gesto de negativa.

—¡Nos hemos quedado sordos!

—Sordos, he dicho. —Masklin alzó la vista. Una nube de humo se hinchó sobre sus cabezas, y, elevándose en su centro a gran velocidad incluso para los acelerados sentidos de los gnomos, apareció una larga nube vertical en cuyo extremo se advertía una punta de fuego.

Masklin se introdujo el dedo en un oído y lo agitó enérgicamente.

La ausencia de sonidos fue reemplazada por el terrible siseo del silencio.

—¿Me oye alguien? —se aventuró a decir—. ¿Oís lo que estoy diciendo?

—¡Vaya! —La voz de Angalo le llegó confusa y llena de una calma innatural—. ¡Eso sí que ha sonado fuerte! ¡Me parece que no debe de haber muchas cosas que armen tanto ruido!

Masklin asintió. Se sentía como si algo le hubiera dado un mazazo.

—Tú que conoces de estas cosas, Angalo —dijo débilmente—: los humanos viajan en esos vehículos, ¿verdad?

—¡Oh, sí! En lo más alto.

—¿Y nadie los obliga a hacerlo?

—Hum… me parece que no. Creo que en el libro decía que son muchos los humanos que quieren viajar en ellos.

—¿Que quieren, dices?

—Según el libro, sí. —Angalo se encogió de hombros.

Masklin alzó la vista al Transbordador. Ahora no era más que un punto lejano, en el extremo de una nube de humo blanco cada vez más amplia.

«Debemos de estar locos —se dijo—. Somos gente diminuta en un mundo enorme y nunca nos detenemos el tiempo suficiente para estudiar dónde estamos, antes de marcharnos a otra parte. Al menos, cuando vivía en un agujero, sabía todo lo que hay que saber sobre cómo vivir en un agujero; desde entonces ha transcurrido un año y me encuentro tan lejos de allí que ni siquiera sé a qué distancia estoy, presenciando cómo algo que no entiendo se dirige hacia un lugar tan, tan alto, que allí no existe un abajo. Y ahora no puedo volver atrás; tengo que seguir hasta el final de todo esto, sea lo que sea, porque no puedo volver atrás. Ni siquiera puedo detenerme.»

A eso debía de referirse Grimma cuando hablaba de las ranitas. Una vez que uno conoce algo, pasa a ser una persona diferente. No se puede evitar.

Volvió la cabeza y miró hacia el suelo. Echaba algo de menos.

La Cosa…

Retrocedió a toda prisa hacia el lugar del que habían salido huyendo. El cubo negro seguía donde lo había dejado. Las sondas estaban recogidas y no se apreciaba ninguna lucecita.

—¿Cosa? —preguntó, vacilante.

Una luz roja se encendió débilmente. De pronto, Masklin sintió un escalofrío pese al calor del ambiente.

—¿Estás bien?

La luz parpadeó.

Demasiado deprisa. He utilizado demasiada ener…, respondió.

—¿«Ener»? —repitió Masklin, esforzándose por no preguntarse por qué la palabra había sonado poco más que como un gruñido.

La lucecita perdió intensidad.

—¿Cosa? ¡Cosa! —Dio unos ligeros golpecitos en el dado—. ¿Lo has conseguido? ¿Viene la Nave? ¿Qué hacemos ahora? ¡Despierta! ¿Cosa?

La lucecita se apagó.

Angalo y Gurder acudieron apresuradamente, seguidos por Pion.

—¿Ha funcionado el plan? —preguntó Angalo—. Aún no veo ninguna Nave.

Masklin se volvió hacia sus compañeros.

—La Cosa se ha parado —anunció.

—¿Parado?

—¡Se han apagado todas las luces!

—Bueno, ¿y qué significa eso? —Angalo empezaba a poner cara de pánico.

—¡No lo sé!

—¿Está muerta? —inquirió Gurder.

—¡La Cosa no puede morir! ¡Ha existido durante miles de años!

—Precisamente, parece una buena razón para morir —comentó Gurder, sacudiendo la cabeza.

—Pero si es una… una cosa.

Angalo se sentó en el suelo con las rodillas encogidas y las manos entrelazadas en torno a ellas.

—¿Ha dicho si ha conseguido lo que se proponía? ¿Cuándo vendrá la Nave?

—Escúchame, ¿quieres? ¡La Cosa se ha quedado sin «ener»!

—¿«Ener»?

—Debe de referirse a la electricidad. La absorbe de los cables y otras cosas. Y creo que también puede almacenarla durante un rato. Ahora debe de haberse quedado sin reservas.

Los gnomos contemplaron el cubo negro. Durante miles de años, la Cosa había pasado de generación en generación sin decir una sola palabra ni encender una sola luz. Sólo había despertado otra vez cuando había sido llevada a la Tienda, cerca de la electricidad.

—Verla ahí quieta, sin hacer nada, produce escalofríos —dijo Angalo.

—¿No podemos encontrarle un poco de electricidad? —sugirió Gurder.

—¿Aquí? ¡No sé cómo! ¡Estamos en medio de ninguna parte! —soltó Angalo. Masklin se incorporó y miró a su alrededor. A lo lejos se divisaban algunos edificios y observó un movimiento de vehículos en sus proximidades.

—¿Qué hay de la Nave? —insistió Angalo—. ¿Viene hacia aquí, o no?

—¡No lo sé!

—¿Cómo va a encontrarnos?

—¡No lo sé!

—¿Quién la conduce?

—¡No lo…! —Masklin se interrumpió a media frase, horrorizado—. ¡Nadie! Es decir, ¿quién podría conducirlo? ¡Hace miles de años que no hay nadie en ella!

—¿Quieres decir que viene hacia aquí y que no la conduce nadie?

—¡Sí! ¡No! ¡No lo sé!

Angalo escrutó el cielo azul entrecerrando los ojos.

—¡Oh, vaya! —murmuró con aire sombrío.

—Necesitamos encontrar electricidad para la Cosa —dijo Masklin—. Aunque haya conseguido llamar a la Nave, aún queda decirle a ésta dónde estamos.

—Eso, si realmente se ha puesto en contacto con ella —añadió Gurder—. Quizá se ha quedado sin «ener» antes de conseguirlo.

—No podemos estar seguros —asintió Masklin—. En cualquier caso, tenemos que ayudar a la Cosa. No me gusta nada verla así.

Pion, que había desaparecido entre la maleza, regresó arrastrando un lagarto.

—¡Ah! —exclamó Gurder sin el menor entusiasmo—. ¡Ahí viene el almuerzo!

—Si la Cosa hablara, podríamos decirle a Pion que uno termina terriblemente harto de comer lagarto, con el tiempo —comentó Angalo.

—Sí. En un par de segundos —añadió el Abad.

—Vamos —dijo Masklin, fatigado—. Busquemos un lugar a la sombra y tracemos otro plan.

—Sí, un plan —asintió Gurder, como si eso fuera aún peor que el lagarto—. Me gustan los planes.

Comieron (no muy bien) y se tumbaron en el suelo a contemplar el firmamento. La breve cabezada que habían dado un rato antes no había sido suficiente y era fácil quedarse dormido.

—Debo decir que estos floridanos tienen las cosas muy fáciles —comentó Gurder con indolencia—. En nuestra tierra hace frío; en cambio, aquí siempre tienen conectado el sistema de calefacción.

—Ya te he dicho muchas veces que no hay ningún sistema de calefacción —replicó Angalo, forzando la vista en busca de la menor señal de una Nave descendiendo del cielo—. Y el viento tampoco es el aire acondicionado. Lo que nos calienta es el sol.

—¿El sol? Yo creía que eso proporcionaba la luz.

—Pues también es la fuente del calor —insistió el gnomo—. Lo leí en un libro. El sol es una gran bola de fuego mayor que el mundo.

Gurder echó un vistazo al sol con aire suspicaz.

—¿Ah, sí? —dijo—. ¿Y qué lo sostiene ahí arriba?

—Nada. Simplemente, está ahí.

Gurder echó otra ojeada a la bola de fuego.

—¿Y esto lo conoce todo el mundo? —preguntó.

—Supongo que sí. Estaba en el libro.

—¿Para que cualquiera pueda leerlo? Me parece una irresponsabilidad. Son cosas como ésta las que perturban a la gente.

—Masklin dice que ahí arriba hay miles de soles.

—Sí, me lo ha dicho —respondió Gurder con un gesto de desdén—. A eso lo llaman «glacsia», o algo parecido. Personalmente, me opongo a aceptarlo.

Angalo emitió una risilla.

—No sé qué encuentras tan divertido —replicó Gurder con frialdad.

—Díselo, Masklin —sugirió Angalo.

—A ti, todo esto te parece muy bien —masculló Gurder—. Tú sólo quieres conducir cosas lo más deprisa posible. Yo, en cambio, quiero encontrarles sentido. Tal vez existan realmente esos miles de soles, pero ¿por qué?

—No veo que eso importe mucho —repuso Angalo.

—¡Es lo único que importa! Díselo, Masklin.

Al menos, se volvieron hacia el lugar que éste ocupaba momentos antes.

Masklin había desaparecido.

Más allá de lo más alto del cielo estaba lo que la Cosa había llamado el Universo. Según la Cosa, éste lo contenía todo y nada; concretamente, contenía muy poco todo y mucha más nada de lo que nadie podría imaginar.

Por ejemplo, a menudo se decía que el cielo estaba lleno de estrellas, pero eso no era cierto. El cielo estaba lleno de cielo. Había cantidades ilimitadas de cielo, y, en comparación, muy pocas estrellas en realidad.

Era sorprendente, por tanto, que causaran tanta impresión…

Miles de ellas miraban ahora hacia abajo mientras algo redondo y reluciente daba vueltas en torno a la Tierra.

En uno de los costados, el objeto llevaba pintado el nombre Arnsat-1, lo cual era un pequeño desperdicio de pintura ya que las estrellas no saben leer.

El objeto desplegó un disco plateado.

Después, debería haber vuelto el disco hacia el planeta que tenía debajo, con el fin de emitir hacia él viejas películas y noticias.

Pero no lo hizo. El objeto tenía nuevas órdenes.

Unos pequeños chorros de gas salieron de él y lo hicieron girar, mientras buscaban en el cielo un nuevo objetivo.

Cuando por fin lo encontró, muchos humanos que se dedicaban a la transmisión de viejas películas y noticias estaban en tierra, gritándose entre ellos y por teléfono con voces coléricas; otros trataban febrilmente de dar nuevas instrucciones al satélite.

Pero a éste le daba igual, porque ya no los escuchaba.

Masklin corrió al galope entre la maleza. Sus compañeros iban a discutir y pelearse, se dijo, de modo que tenía que hacer aquello enseguida. No disponían de mucho tiempo, pensó.

Era la primera vez que estaba realmente a solas desde los días en que vivía en un agujero y tenía que salir de caza sin compañía porque no había nadie que pudiera colaborar con él.

¿Habían sido mejores las cosas entonces? En todo caso, habían sido más sencillas. Uno sólo tenía que intentar comer sin que lo comieran y el mero hecho de sobrevivir cada día era un triunfo. En esos días, todo era peligroso y penoso, pero al menos se trataba de peligros y penalidades comprensibles, a medida de los gnomos.

En aquellos tiempos, el mundo terminaba en la autopista, por un lado, y en los bosques más allá de los campos de labor, por el otro. Ahora, reflexionó Masklin, el mundo no tenía límite alguno y sí, en cambio, más problemas de los que estaba en condiciones de afrontar.

Pero, aunque más no fuera, el gnomo sabía dónde encontrar electricidad. Para ello, bastaría con acercarse a los edificios de los humanos.

Los matorrales dieron paso a un camino y Masklin lo tomó, con lo que pudo acelerar su marcha. Sólo tenía que seguir cualquier camino, y, tarde o temprano, encontraría humanos en alguna parte…

Escuchó unas pisadas a su espalda. Se volvió y encontró a Pion. El joven floridano le dirigió una sonrisa preocupada.

—¡Vete! —dijo Masklin—. ¡Vamos, lárgate! ¡Vuelve atrás! ¿Por qué me sigues? ¡Lárgate!

Pion puso una expresión dolida. Señaló el camino y dijo algo.

—¡No te entiendo! —gritó Masklin.

Pion alargó el brazo por encima de la cabeza, con la palma de la mano hacia abajo.

—¿Humanos? —interpretó Masklin—. Sí, ya lo sé. Sé lo que estoy haciendo. ¡Vuelve por donde has venido!

Pion añadió algo más. Masklin levantó la Cosa.

—Caja que habla no funciona —dijo débilmente. Después, masculló para sí—: ¡Pero bueno!, ¿por qué tengo que hablarte de esta manera, si debes de ser tan inteligente como yo, al menos? ¡Vamos, lárgate! ¡Vuelve con los demás!

Masklin se dio la vuelta y echó a correr. Cuando echó un rápido vistazo a su espalda, observó que Pion lo miraba desde donde lo había dejado.

Se preguntó cuánto tiempo tendría. En cierta ocasión, la Cosa le había dicho que la Nave volaba muy deprisa. Tal vez se presentara en cualquier momento. O tal vez no acudiera a la llamada…

Vio unas siluetas sobresaliendo de la maleza. Efectivamente, como rezaba el dicho, sólo había que seguir un camino y, tarde o temprano, uno encontraba humanos. Estaban por todas partes.

Sí, quizá la Nave no venía a su encuentro.

«Y, si es así —pensó—, lo que me dispongo a hacer es probablemente lo más estúpido que ha hecho un gnomo en toda la historia de la gnomidad.»

El camino desembocó en un gran círculo de grava, en el cual había aparcado un pequeño camión con el nombre del dios floridano, NASA, pintado en costado. Cerca de él, vio a dos humanos inclinados sobre un artilugio montado sobre un trípode.

Los humanos no advirtieron la presencia de Masklin y éste siguió acercándose, con el corazón aporreándole en el pecho.

Dejó la Cosa en el suelo.

Ahuecó las manos en torno a la boca en forma de bocina.

Intentó gritar lo más lenta y claramente posible.

—¡Eh, vosotros! ¡Eh, humanos!

—¿Que ha hecho qué? —exclamó Angalo.

Pion repitió su pantomima de gesticulaciones.

—¿Que ha hablado con unos humanos? —dijo Angalo—. ¿Que ha subido a una cosa con ruedas?

—Sí, me ha parecido escuchar un motor de camión —apuntó Gurder.

Angalo descargó un puño sobre la palma de la otra mano.

—A Masklin le preocupaba la Cosa —murmuró—. ¡Quería encontrar electricidad para ella!

—¡Pero si debemos de estar a muchos kilómetros de cualquier edificio! —replicó Gurder.

—Tal como va Masklin, no —repuso Angalo.

—¡Estaba seguro de que terminaría haciendo algo así! —se lamentó Gurder—. ¡Dejarse ver por los humanos! ¡Nosotros nunca hicimos nada semejante en la Tienda! ¿Qué vamos a hacer ahora?

«De momento, las cosas no van tan mal», se dijo Masklin.

Los humanos no habían sabido qué hacer ante su presencia. ¡Incluso habían retrocedido al verlo! Y uno de ellos había corrido al camión y se había puesto a hablar con una máquina de la que salía una cuerda. Probablemente era una especie de teléfono, pensó el gnomo con aire experto.

Al verlo inmóvil, un humano sacó una caja de la parte trasera del camión y se acercó cautelosamente hacia él, como si pensara que Masklin iba a estallar. De hecho, cuando el gnomo agitó la mano, el humano retrocedió de un brinco.

El otro humano dijo algo y el de la caja dejó ésta en la grava, a unos palmos de Masklin.

A continuación, los dos humanos lo observaron con expectación.

El gnomo continuó sonriendo para tranquilizarlos y se encaramó a la caja. Una vez dentro, les hizo otro gesto de saludo.

Uno de los humanos alargó la mano con precaución, y, asiendo la caja, la levantó cuidadosamente, como si Masklin fuera algo muy delicado y valioso. El humano lo llevó hasta el camión, subió a la cabina, y, sosteniendo siempre la caja con exagerada prudencia, la colocó sobre sus rodillas. Unas graves voces humanas surgían de una radio.

Los humanos siguieron observándolo como si no terminaran de creer lo que veían sus ojos.

El camión se puso en marcha. Al cabo de un rato, salió a una carretera asfaltada donde esperaba otro camión. De él saltó un humano que se puso a hablar con el conductor del camión de Masklin, soltó una risotada con la habitual parsimonia de los humanos, bajo la vista hacia Masklin y, muy bruscamente, dejó de reír.

El humano regresó a su camión casi a la carrera y empezó a hablar por otro de aquellos teléfonos.

«Sabía que sucedería algo así», pensó Masklin. Aquellos seres no sabían qué hacer con un gnomo de verdad. Era asombroso. Pero mientras lo llevaran a alguna parte donde existiera el tipo de electricidad que necesitaba…

Dorcas, el inventor, había intentado en cierta ocasión explicarle la naturaleza de la electricidad, pero sin gran éxito porque el propio Dorcas no estaba muy seguro de saberla. Al parecer, había electricidad de dos clases: recta y ondulante. La recta era muy insulsa y permanecía quieta en las pilas y baterías. La electricidad ondulante se encontraba en los cables de las paredes y de las cosas, y la Cosa, de algún modo, podía robar una parte de ella si estaba lo bastante cerca. Dorcas solía hablar de la electricidad ondulante con el mismo tono de voz que Gurder empleaba para referirse a Arnold Bros (fund. en 1905). El inventor había intentado estudiarla en la Tienda. Si se conectaba a un frigorífico, enfriaba las cosas; pero si esa misma electricidad iba a parar a un horno, las calentaba. ¿Cómo podía saber qué tenía que hacer?, se preguntaba Dorcas.

Dorcas creía… Masklin se interrumpió en mitad del pensamiento. ¿Por qué pensaba en pasado? ¡Seguro que su amigo, el inventor, aún seguía en plena forma!

El gnomo se sentía aturdido y presa de un extraño optimismo. Una parte de él le decía que ello se debía a que, si por un instante pensaba seriamente en la situación en que se había metido, sería presa del pánico.

«Sigue sonriendo», se dijo.

El camión avanzó traqueteando por la carretera, seguido del otro vehículo. Masklin vio un tercer camión que avanzaba por una carretera secundaria hasta que se sumó a la comitiva. En este último viajaba un montón de humanos y la mayoría de éstos tenía la cara levantada hacia el cielo.

No se detuvieron en el edificio más cercano, sino que continuaron hasta otro de mayor tamaño, ante el cual había muchos más vehículos. Otros humanos aguardaban allí.

Uno de ellos abrió la puerta del camión con movimientos muy lentos incluso para un humano.

El humano que transportaba a Masklin descendió del camión.

Masklin alzó la vista hacia decenas de caras expectantes. Observó cada globo ocular, cada fosa nasal. Todos los humanos parecían preocupados. Al menos su ojos lo parecían. Las fosas nasales sólo parecían fosas nasales.

Los humanos estaban preocupados por él.

«Sigue sonriendo.»

Les devolvió la mirada, y, casi soltando una risilla de pánico contenido, les dijo:

—¿Puedo ayudarlos en algo, caballeros?