7

No fue la Cosa quien despertó a Masklin, sino la voz de Gurder.

Masklin permaneció acostado con los ojos entrecerrados, escuchando. Gurder estaba hablando con la Cosa en voz baja.

—Yo creía en la Tienda —decía— y resultó ser sólo una cosa construida por los humanos. Después pensé que Su Nieto Richard era una persona especial, y ha resultado ser un humano que canta mientras se moja…

mientras se ducha

—… ¡Y ahora resulta que hay miles de gnomos en el mundo! ¡Miles! ¡Y cada grupo cree en algo distinto! Ese estúpido viejo del copete cree que los Transbordadores que despegan en vertical están construyendo el cielo. ¿Sabes qué pensé la primera vez que oí tal cosa? Pensé que, si fuera él quien hubiese llegado a mi mundo en lugar de yo al suyo, me habría tomado por un completo estúpido. Y habría tenido razón: ¡soy un completo estúpido! ¿Cosa?

Sólo estoy guardando un discreto silencio.

—Angalo cree en esas estúpidas máquinas y Masklin cree en…, en quién sabe qué. Yo, en cambio, me esfuerzo por creer en cosas importantes y no me duran ni cinco minutos. ¿Es eso justo?

Respecto a eso, sólo cabe guardar otro silencio discreto y comprensivo.

—Yo sólo quería encontrarle algún sentido a la vida.

Un propósito muy encomiable.

—Lo que pretendo es saber cuál es la verdad de las cosas.

Se produjo una pausa, y, a continuación, la Cosa comentó:

Recuerdo tu conversación con Masklin sobre el origen de los gnomos. Entonces quisiste preguntarme una cosa y ahora puedo responderte. Yo fui fabricada, eso lo sé con certeza. Sé que soy un objeto hecho de plástico y metal, pero también sé que soy algo que vive dentro de ese metal y de ese plástico. Me resulta imposible no estar completamente segura de ello, lo cual es un gran consuelo. Respecto a los gnomos, tengo datos según los cuales sois originarios de otro mundo y llegasteis aquí hace millones de años. Esto puede ser verdad o puede no serlo. No estoy en posición de juzgar.

—Allá, en la Tienda, yo sabía dónde estaba —insistió Gurder, medio para sí—. En la cantera, incluso, las cosas no iban tan mal. Yo tenía un cargo de honor y era importante entre los míos. ¿Cómo voy a volver ahora, sabiendo que todo lo que creía respecto a la Tienda, a Arnold Bros y a Su nieto Richard sólo…, son sólo opiniones?

No puedo aconsejarte nada. Lo siento.

Masklin decidió que era el momento diplomático para despertarse y emitió un gruñido para asegurarse de que Gurder lo oía.

El Abad estaba sonrojado como un tomate.

—No podía dormir… —se apresuró a murmurar.

Masklin se incorporó.

—¿Cuánto tiempo queda, Cosa?

Veintisiete minutos.

—¿Por qué no me has despertado como te dije?

Quería que descansarais y os recuperarais.

—¡Pero todavía nos queda un buen trecho! No llegaremos a tiempo de colocarte en el Transbordador. ¡Eh, tú, despierta! —Masklin sacudió a Angalo con el pie—. ¡Vamos! Tendremos que correr. ¿Dónde está Pion? ¡Ah!, estás aquí… Ánimo, Gurder, date prisa.

Los gnomos reanudaron su marcha al trote entre la maleza. A lo lejos se oía el ronco lamento de unas sirenas.

—Has calculado el tiempo demasiado justo, Masklin —dijo Angalo.

—¡Deprisa! ¡Corred más!

Ahora que estaban más cerca, Masklin podía observar el Transbordador. Era altísimo y no parecía tener ninguna entrada practicable a nivel del suelo.

—Espero que tengas algún buen plan, Cosa —murmuró entrecortadamente mientras los cuatro seguían avanzando en hilera entre los arbustos—, porque me temo que no voy a poder llevarte hasta ahí arriba.

No te preocupes. Ya casi estamos lo bastante cerca.

—¿Qué se propone? ¿Encaramarse ahí de un salto? —preguntó Angalo.

Déjame en el suelo.

Masklin obedeció y depositó el cubo negro sobre la tierra. La Cosa extendió varias de sus sondas, que giraron lentamente durante un rato hasta quedar apuntando hacia el Transbordador.

—¿A qué juegas? —exclamó Masklin—. ¡Estamos perdiendo el tiempo!

Gurder se echó a reír, aunque no pareció que fuera de felicidad, y comentó:

—Ya entiendo lo que pretende. Se está enviando a sí misma al Transbordador, ¿no es eso, Cosa?

Estoy transmitiendo un subprograma de instrucciones al ordenador del satélite de comunicaciones, informó la Cosa.

Los gnomos no dijeron nada.

En otras palabras…, sí, estoy convirtiendo el ordenador del satélite en una parte de mí. Aunque una parte no muy inteligente…

—¿De veras puedes hacer eso? —inquirió Angalo.

Desde luego.

—¡Guau! ¿Y no echarás de menos la parte que estás enviando?

No. Porque no me desprenderé de ella.

—¿Quieres decir que la estás enviando y, al mismo tiempo, la conservas?

Sí.

Angalo miró a Masklin.

—¿Tú entiendes algo? —quiso saber.

—Yo, sí —intervino Gurder—. La Cosa intenta decir que no es una simple máquina, sino una especie de…, una especie de conjunto de pensamientos eléctricos que viven en una máquina. Me parece.

Unas luces parpadearon en círculo en la cara superior de la Cosa.

—¿Necesitas mucho tiempo para hacer lo que te propones? —preguntó Masklin.

Sí. Por favor, absteneos de ocupar canales de comunicación indispensables para llevar a cabo mi trabajo.

—Con eso quiere decir que no le hablemos, creo —dijo Gurder—. Se está concentrando.

—¡De modo que nos ha hecho venir hasta aquí a la carrera para, ahora, tenernos esperando! —exclamó Angalo.

—Probablemente, tenía que acercarse hasta esta distancia para…, para hacer lo que está haciendo, sea lo que sea —respondió Masklin.

—¿Y cuánto tiempo va a emplear? —insistió Angalo—. Parece que hayan pasado años desde que faltaban veintisiete minutos para el lanzamiento.

—Por lo menos, habrán pasado veintisiete minutos —apuntó Gurder.

—Sí. O tal vez más.

Pion llamó la atención de Masklin tirándole de la manga, y, con la otra mano, señaló la silueta blanca que se alzaba ante ellos mientras largaba una extensa parrafada en floridano, o, si la Cosa estaba en lo cierto, en idioma gnomo casi original.

—Sin la Cosa, no puedo entenderte —dijo Masklin—. Lo siento.

—No hablamos tu lengua —añadió Angalo.

Con una expresión de pánico, el muchacho repitió sus palabras, esta vez a gritos, y volvió a tirarle del brazo con más insistencia.

—Me parece que no quiere estar cerca de ese avión que se eleva en vertical cuando empiecen a funcionar los motores —dijo Angalo—. Probablemente lo asusta el ruido. No… te… gusta… el… ruido, ¿verdad?

Pion asintió enérgicamente.

—En el aeropuerto no sonaban tan terribles —comentó Angalo—. No era mucho más que un ruido sordo. Pero supongo que deben de causar espanto entre unas gentes cándidas e inexpertas.

—Pues a mí, Arbusto y su pueblo no me han parecido especialmente cándidos o inexpertos —replicó Masklin con aire pensativo, mientras contemplaba la blanca torre. Antes le había parecido que estaba muy lejos, pero, en cierto modo, tal vez estaba demasiado cerca.

Sí. Demasiado cerca, realmente.

—¿Os parece que aquí estaremos a salvo? —preguntó—. Cuando el Transbordador se eleve, me refiero.

—¡Oh, vamos! —respondió Angalo—. La Cosa no nos habría dejado llegar hasta aquí si hubiera algún peligro para un gnomo.

—Claro, claro —asintió Masklin—. Tienes razón. Seguro que no hay de qué preocuparse.

Pion dio media vuelta en redondo y huyó a la carrera.

Los otros tres expedicionarios contemplaron de nuevo la mole del Transbordador. En la cara superior de la Cosa, las luces parpadeantes formaron unos complejos dibujos.

Otra sirena sonó en alguna parte y los gnomos percibieron una sensación de poder contenido, como si el resorte más fuerte del mundo estuviera a punto de saltar.

Cuando Masklin habló, a sus dos compañeros les pareció que expresaba en voz alta los pensamientos de todos ellos. Con mucha parsimonia, el gnomo formuló una pregunta:

—Hemos de suponer que la Cosa sabe calcular con precisión a qué distancia debe estar un gnomo cuando uno de esos aviones que vuelan hacia arriba se separa del suelo, pero, ¿no podría equivocarse? Quiero decir… ¿pensáis que tiene mucha experiencia en asuntos como éste?

Angalo y Gurder intercambiaron una mirada.

—Tal vez deberíamos retroceder un poco… —empezó a decir Gurder.

Dieron media vuelta y se alejaron de la amenazadora silueta.

Poco después, ninguno de ellos pudo evitar darse cuenta de que los otros parecían correr cada vez más deprisa.

Cada vez más deprisa.

Y luego, como un solo gnomo, dejaron de disimular y echaron a correr abiertamente, abriéndose paso con dificultad entre los matorrales y la hierba, resbalando en las piedras y moviendo los codos arriba y abajo como pistones. Gurder, que normalmente resollaba cuando apretaba el paso un poco más de lo habitual, avanzaba bamboleándose como un globo hinchado.

—¿Tienes…, tienes… alguna… idea… de…, de la… distancia…? —jadeó Angalo.

A su espalda, el ruido empezó como un siseo, como si el mundo entero efectuara una profunda inspiración. Después, el ruido dejó de serlo para convertirse en…

… en algo más parecido a un martillo invisible que los golpeaba en ambos oídos a la vez.