En un principio, según Arbusto, no existía nada más que el suelo. Entonces, NASA vio el vacío existente sobre el suelo y decidió llenarlo de cielo. Construyó un lugar en mitad del mundo y mandó hacia arriba grandes torres llenas de nubes. A veces, esas torres llevaban también estrellas, pues, de noche, cuando alguna de aquellas torres de nubes se elevaba del suelo, los gnomos distinguían en ocasiones nuevas estrellas desplazándose por el cielo.
La tierra en torno a las torres de las nubes era el territorio especial de la NASA. Allí había más animales y menos humanos. Era un lugar bastante bueno para los gnomos, entre los cuales había quienes creían que NASA había dispuesto así las cosas precisamente para ellos.
Arbusto volvió a sentarse.
—¿Y ella? ¿También lo cree? —preguntó Masklin, volviendo la vista hacia el otro extremo del claro, donde Gurder y Copete discutían acaloradamente. Ninguno de los dos entendía lo que decía el otro, pero no por ello dejaban de gritarse mutuamente.
La Cosa tradujo sus palabras.
Arbusto se echó a reír.
Dice que los días llegan y se van, y que quién necesita creer en nada. Ella ve suceder cosas con sus propios ojos, y esas cosas son las que ella sabe que suceden. La fe es algo maravilloso para quienes la necesitan, añade. Pero de una cosa está segura, y es que este lugar pertenece a NASA, porque su nombre está en los rótulos.
Angalo ensayó una sonrisa. Estaba tan excitado que parecía a punto de echarse a llorar.
—¡Esta gente vive justo al lado del sitio de donde se elevan los aviones que suben rectos, y lo consideran una especie de lugar mágico! —comentó admirado.
—¿Y no lo es? —replicó Masklin, casi para sí mismo—. En todo caso, no me parece más raro que creer que la Tienda era todo el mundo. ¿Cómo pueden ver los aviones que se elevan rectos, Cosa? Estamos muy lejos del lugar de dónde parten, ¿no?
No. Treinta kilómetros no son nada, según ella. Dice que podríamos llegar en poco más de una hora.
Arbusto asintió al ver su desconcierto, y, sin decir otra palabra, se incorporó y echó a andar hacia los matorrales, al tiempo que hacía una señal a los gnomos para que la siguieran. Media docena de floridanos se apresuraron tras su líder, y avanzaron en una formación en cuña con la gnoma en el vértice.
Unos metros más, la vegetación formaba un nuevo claro junto a un pequeño lago.
Los gnomos estaban habituados a las grandes extensiones de agua, pues cerca del aeropuerto había varios embalses. Incluso estaban familiarizados con los patos. Pero los seres que vieron acercarse a ellos, chapoteando con entusiasmo, tenían un tamaño mucho mayor que los patos. Además, éstos actuaban como muchos otros animales y reconocían en los gnomos la misma forma, aunque no el tamaño, de los humanos, por lo que siempre se mantenían a cierta distancia de ellos. Los patos no se acercaban corriendo como si la mera visión de un gnomo fuera lo mejor que les hubiera sucedido en todo el día.
Varias de aquellas criaturas casi alzaban el vuelo, en su deseo de llegar hasta los gnomos.
Masklin, automáticamente, miró a su alrededor en busca de un arma. Arbusto, sin embargo, lo agarró por el brazo, sacudió la cabeza y murmuró un par de palabras.
Son amistosos, tradujo la Cosa.
—¡Pues no lo parecen!
Son gansos, continuó el cubo. Totalmente inofensivos, salvo para la hierba y algunos organismos menores. Vuelan hasta aquí para pasar el invierno.
Los gansos llegaron levantando una pequeña ola que bañó los pies de los gnomos y estiraron el cuello hacia Arbusto. Ella dio unas palmaditas cariñosas en un par de picos de aspecto temible.
Masklin se esforzó por no dar la impresión de ser un organismo menor.
Emigran hasta aquí desde otros climas más fríos, continuó la Cosa. Confían en los gnomos para que les indiquen el rumbo adecuado.
—¡Ah, bien! Eso es… —Masklin se detuvo, al tiempo que su cerebro se daba cuenta de las palabras que estaban a punto de salir de su boca—. Pretendes decirme que esos gnomos vuelan sobre los…, los gansos, ¿no es eso?
Exacto. Siempre viajan con los gansos. Y, por cierto, quedan dos horas y cuarenta y un minutos para el lanzamiento.
—Quiero dejar absolutamente en claro —intervino Angalo con voz medida, mientras una gran cabeza emplumada picoteaba la superficie del agua a unos centímetros de sus pies— que si estás sugiriendo que montemos en esos mansos…
—Gansos. Son mansos, pero se llaman gansos.
—… ya puedes ir pensando en otra cosa. O computando, o lo que quiera que hagas.
Seguro que tú tienes otra sugerencia mejor…, replicó la Cosa. De haber tenido rostro, sin duda habría mostrado una expresión despectiva.
—Sí, claro. Me parece mucho mejor sugerir que no lo intentemos.
—No sé —dijo Masklin, que había estado observando a los gansos con aire meditabundo—. Yo quizás estaría dispuesto a probarlo.
Los «floridianos» han desarrollado una relación muy interesante con los gansos, explicó la Cosa. Éstos les brindan unas alas a los gnomos, y ellos les proporcionan un cerebro que los guía. En verano, vuelan hacia el norte, a Canadá, y al llegar el invierno regresan aquí. Las dos especies mantienen una relación casi simbiótica aunque, por supuesto, desconocen el significado del término.
—¿Ah, sí? Qué tontos… —murmuró Angalo.
—No te entiendo, Angalo —dijo Masklin—. Te chifla conducir máquinas impulsadas por piezas metálicas chirriantes, y, en cambio, te preocupa ir montado en un pájaro perfectamente natural.
—Es que no entiendo cómo funcionan los pájaros —explicó el joven gnomo—. Nunca he visto un diagrama esquemático del funcionamiento de un ganso.
Los gansos son la causa de que los floridanos no hayan tenido nunca demasiada relación con los humanos, continuó la Cosa. Como he dicho, su idioma es casi idéntico al gnomo original.
Arbusto los estaba observando con detenimiento. A Masklin seguía pareciéndole que había algo extraño en su forma de tratarlos, pero no era miedo, ni agresividad o desagrado.
—No parece sorprendida —comentó en voz alta—. Interesada, sí, pero no sorprendida. Al encontrarnos, ella y su gente parecían desconcertados de vernos aquí, pero no de que existiéramos. ¿A cuántos gnomos más han conocido?
La Cosa tuvo que hacer de traductora.
La respuesta de Arbusto fue una palabra que Masklin había conocido y aprendido hacía apenas un año.
Miles.
La ranita que abría la marcha se esforzó por dar forma a una nueva idea, muy nebulosamente consciente de que necesitaba un nuevo tipo de pensamiento.
Por un lado estaba el mundo, con el charco en medio y los pétalos rodeándolo. Uno.
Pero en la rama, a cierta distancia, había otro mundo. Y, desde la posición de la ranita, la flor se parecía tentadoramente a la que ella y sus compañeras acababan de abandonar. Uno.
La rana que abría la marcha se sentó en un lecho de musgo y forzó sus ojos saltones hasta abarcar con ellos los dos mundos a la vez. Uno allí. Y uno allá.
Uno. Y uno.
A la ranita se le hinchó la frente en su esfuerzo por dar forma en su mente a la nueva idea. Uno y uno era uno. Pero si había un uno aquí y un uno allí…
Las demás ranas observaron con desconcierto cómo su líder volvía los ojos a un lado y a otro…
Uno aquí y uno allí no podían ser uno. Estaban demasiado separados. Era necesaria una palabra que designara a ambos unos. Había que llamarlo…, había que llamarlo…
La rana abrió la boca con una sonrisa tan grande que ambas comisuras casi se tocaron en la nuca.
Había resuelto la cuestión:
—¡.-.-. mipmip .-.-.! —exclamó.
La nueva palabra significaba uno. Y uno más uno.
Cuando regresaron al claro, Gurder y Copete todavía estaban discutiendo.
—¿Cómo pueden seguir así? ¡Si ninguno de los dos entiende lo que dice el otro! —dijo Angalo.
—Mejor así —contestó Masklin—. ¡Gurder! Ya está todo preparado. Vamos.
Gurder alzó la vista. Estaba rojo de cólera. Él y su interlocutor estaban agachados a ambos lados de un amasijo de dibujos garabateados en el suelo.
—¡Necesito la Cosa! —exclamó al verlos—. ¡Este idiota se niega a entender nada!
—Con él no valen argumentos —repuso Masklin—. Arbusto dice que siempre discute con todos los otros gnomos que encuentra. Le encanta hacerlo.
—¿Qué otros gnomos? —quiso saber Gurder.
—Los hay en todas partes, Gurder. Eso es lo que dice Arbusto. Hay otros grupos incluso aquí, en «Floridia». Y también en…, en «Canadia», donde pasan el verano los «floridianos». ¡Es probable que incluso haya más grupos de gnomos en el sitio de donde nosotros venimos, sólo que no nos hemos encontrado nunca con ellos! —Ayudó a incorporarse al Abad y añadió—: Y no nos queda mucho tiempo.
—¡No voy a subirme a una de esas cosas!
Los gansos dirigieron una mirada sorprendida a Gurder, como si éste fuera una rana inesperada entre las hierbas acuáticas.
—A mí tampoco me gusta mucho la idea —reconoció Masklin—, pero Arbusto y los suyos lo hacen habitualmente. Sólo tienes que acurrucarte entre las plumas y agarrarte con fuerza.
—¿Acurrucarme? —exclamó Gurder—. ¡Yo no me he acurrucado en toda mi vida!
—¡Vamos, vamos! No pusiste tantos reparos a montar en el Concorde —le recordó Angalo—. Y eso que lo habían construido y lo pilotaban unos humanos…
Gurder lanzó la mirada furibunda de quien no está dispuesto a rendirse con tanta facilidad.
—Muy bien, ¿y quién ha construido esos gansos? —exigió saber.
Angalo dirigió una sonrisa a Masklin, quien respondió:
—¿Quién? No lo sé. Otros gansos, supongo.
—¿Otros gansos? ¿Otros gansos? ¿Y ellos qué saben de diseño de seguridad aeronáutica?
—Escucha —insistió Masklin—. Esos animales pueden llevarnos hasta el lugar que queremos. Los «floridianos» vuelan miles de kilómetros sobre ellos. Miles de kilómetros, sin siquiera salmón ahumado o esa masa rosada bamboleante. Merece la pena intentar una travesía de apenas treinta kilómetros, ¿no te parece?
Gurder aún titubeaba. Copete murmuró algo.
Gurder lo oyó y carraspeó.
—Está bien —aceptó con gesto altivo—. Seguro que si ese individuo descarriado es capaz de volar sobre esos seres, yo no he de tener ninguna dificultad en hacerlo también. —Estudió las siluetas grises que se mecían sobre las aguas de la laguna y añadió—: ¿Los «floridianos» hablan con esas criaturas?
La Cosa le trasladó la pregunta a Arbusto, quien movió la cabeza en gesto de negativa. No, respondió; los gansos eran muy tontos. Amistosos, pero tontos. ¿Por qué hablarle a quien era incapaz de responder?
—¿Le has contado a Arbusto lo que nos proponemos? —quiso saber Masklin.
No. No me lo ha preguntado.
—¿Cómo se sube?
Arbusto se metió dos dedos en la boca y emitió un silbido.
Media docena de gansos chapotearon hasta la orilla. De cerca, no parecían en absoluto más pequeños.
—Recuerdo haber leído algo acerca de los gansos en cierta ocasión —apuntó Gurder con una especie de vago terror—. Decía que pueden romperle el brazo a un humano con un golpe de nariz.
—De ala —lo corrigió Angalo, contemplando los cuerpos cubiertos de plumas grises que se alzaban en torno a él—. Era un golpe de ala.
—Y eso lo decía de los cisnes —añadió Masklin débilmente—. Los gansos son animales dóciles y tontos, dice Arbusto.
Gurder observó un largo cuello que oscilaba hacia adelante y hacia atrás encima de él y exclamó:
—¡Tal vez, pero ni sueñes con que intente comprobarlo!
Mucho tiempo después, al escribir la historia de su vida, Masklin calificaría el vuelo de los gansos como el más veloz, el más alto y el más aterrador de todos.
«¡Eh, un momento! —diría la gente—. Eso no es cierto. Tú mismo contaste, Masklin, que el avión iba tan rápido que dejaba atrás su sonido, y que volaba tan alto que no se veía a su alrededor más que el azul del cielo.»
Y Masklin respondería: «De eso se trata, precisamente. Iba tan deprisa que uno no se daba cuenta de su velocidad. Volaba tan alto que no se veía a qué altura estaba. Simplemente, eran cosas que sucedían así. Y el Concorde parecía hecho exclusivamente para volar; cuando estaba en tierra, parecía como perdido».
Masklin era el primero en reconocer que no entendía de reactores, motores y máquinas y tal vez por ello no le había preocupado gran cosa viajar en ellos, pero creía saber un par de cosas sobre músculos, y el conocimiento de que su vida dependía sólo de un par de grandes músculos no le resultaba tranquilizador.
Cada uno de los viajeros compartía un ganso con uno de los floridanos. Los jinetes no guiaban a sus monturas, por lo que Masklin podía ver. El grupo era dirigido por Arbusto, sentada en una posición muy adelantada en el cuello del ganso que abría la marcha.
El resto del grupo seguía a su líder en una formación de cuña perfecta.
Masklin se enterró entre el plumaje. Allí se estaba cómodo, aunque hacía un poco de frío. Según supo después, a los floridanos no les costaba demasiado dormir a lomos de un ganso mientras volaban. La sola idea le produjo pesadillas.
Sólo aventuró un vistazo el tiempo suficiente para ver unos árboles lejanos que quedaban atrás demasiado deprisa y volvió a hundir la cabeza entre las plumas.
—¿Falta mucho, Cosa? —murmuró.
Calculo la llegada a las proximidades de la plataforma de lanzamiento una hora antes del despegue.
—Bien, ¿tienes alguna idea de cómo podremos acceder a esa máquina? —preguntó, no muy animado.
Eso será casi imposible.
—Ya imaginaba que dirías algo así.
Pero yo sí que podría, añadió la Cosa.
—Sí, pero, ¿cómo vamos a hacerlo? ¿Atándote de algún modo al exterior?
No. Llevadme lo bastante cerca y yo me encargaré del resto.
—¿Qué resto?
Llamar a la Nave.
—Eso, ¿dónde está la nave? Me sorprende que los satélites y esas cosas no hayan dado con ella.
La Nave espera.
—A veces eres de gran ayuda…
Gracias.
—Era un comentario sarcástico.
Lo sé.
Al lado de Masklin hubo un ligero movimiento acompañado de un susurro, y su compañero floridano apartó una pluma. El jinete de su ganso era el muchacho que los viajeros habían visto con Arbusto. El muchacho no había dicho palabra, sino que se había limitado a contemplar a Masklin y su Cosa. Ahora, sonrió y le murmuró algo.
Quiere saber si te mareas.
—No, me siento bien —mintió Masklin—. ¿Cómo se llama el muchacho?
Se llama Pion. Es el hijo mayor de Arbusto.
Pion dirigió otra sonrisa de ánimo a Masklin.
Quiere saber cómo es un viaje en avión, añadió la Cosa. Dice que suena emocionante. Los gnomos «floridianos» los ven pasar en ocasiones, pero siempre se mantienen a distancia de ellos.
El ganso se inclinó hacia un lado y Masklin se agarró con fuerza a sus plumas no sólo con las manos y los pies, sino hasta con los dedos de éstos.
Dice que debe de ser mucho más emocionante que los gansos, continuó traduciendo la Cosa.
—¡Oh! No estoy seguro… —respondió Masklin débilmente.
La toma de tierra fue mucho peor que el vuelo en sí. Masklin supo más tarde que el aterrizaje hubiera sido mejor sobre agua, pero Arbusto había hecho descender a los gansos sobre tierra firme, lo cual no gustaba demasiado a los animales, pues la maniobra les exigía detenerse casi por completo en el aire, batiendo las alas enérgicamente y luego dejarse caer los últimos centímetros hasta apoyar las patas.
Con la ayuda de Pion, Masklin saltó al suelo; al gnomo aventurero le dio la impresión de que la tierra oscilaba a un lado y otro bajo sus pies. Los demás viajeros avanzaron tambaleándose hacia él entre el tropel de animales.
—¡El suelo! —exclamó Angalo entrecortadamente—. ¡Estaba tan cerca! ¡Y a nadie parecía importarle!
El joven gnomo hincó las rodillas.
—¡Y emiten unos graznidos como bocinazos! —continuó—. ¡Y no dejan de balancearse de un lado a otro! ¡Y debajo de las plumas tienen un cuerpo lleno de bultos!
Masklin flexionó los brazos para descargar la tensión.
El terreno en el que se hallaban no parecía muy distinto del que habían dejado un rato antes, salvo que la vegetación era más baja y que Masklin no podía distinguir ninguna extensión de agua.
Arbusto dice que esto es lo máximo que pueden acercarse los gansos, informó la Cosa. Ir más allá es demasiado peligroso.
Arbusto asintió a la traducción y señaló el horizonte.
Allí se distinguía una silueta blanca.
—¿Eso? —preguntó Masklin.
—¿Es eso? —preguntó Angalo.
Sí.
—Pues no parece muy grande —comentó Gurder sin alzar la voz.
—Es que todavía queda bastante lejos —le explicó Masklin.
—Distingo unos helicópteros —apuntó Angalo—. No me extraña que Arbusto no quiera que los gansos se acerquen más.
—Tenemos que ponernos en marcha —dijo Masklin—. Nos queda una hora y me parece que no nos va a sobrar mucho tiempo. Hum… Será mejor que nos despidamos de Arbusto. ¿Puedes explicárselo, Cosa? Dile que… que intentaremos volver a buscarla. Más adelante. Si todo sale bien. Supongo.
—Y si hay un «más adelante»… —añadió Gurder, con el aspecto de un estropajo estrujado.
Cuando la Cosa hubo terminado la traducción, Arbusto asintió. A continuación, empujó a Pion, forzándolo a dar un paso al frente.
La Cosa explicó a Masklin lo que pretendía la gnoma.
—¿Qué? ¡No podemos llevarlo con nosotros! —protestó Masklin.
Entre el pueblo de Arbusto, se estimula a los jóvenes a viajar, expuso la Cosa. Pion sólo tiene catorce meses y ya ha llegado hasta Alaska.
—Intenta explicarle que no vamos a «Laska» —insistió Masklin—. ¡Hazle entender que al muchacho puede sucederle cualquier cosa!
La Cosa trasladó sus palabras a la gnoma.
Dice que eso es bueno. Los adolescentes deben buscar siempre nuevas experiencias.
—¿Qué? ¿Estás segura de que traduces mis palabras como es debido? —replicó Masklin con suspicacia.
Sí.
—Entonces, ¿le has dicho que es una empresa peligrosa?
Sí. E insiste en que la vida no es sino una serie de empresas peligrosas.
—¡Pero el muchacho podría morir! —replicó Masklin en tono agudo.
En tal caso, subirá al cielo y se convertirá en una estrella.
—¿Es eso lo que creen ella y sus gnomos?
Sí. Según sus creencias, el sistema operativo de un gnomo empieza en forma de ganso. Si cumple su vida como un buen ganso, se convierte en gnomo. Y cuando un buen gnomo muere, NASA lo lleva al cielo y allí se convierte en una estrella.
—¿Qué es un sistema operativo? —inquirió Masklin. Aquello era religión y él siempre se sentía fuera de su terreno en las cuestiones religiosas.
Eso que se lleva dentro y le dice a uno quién es, respondió la Cosa.
—Se refiere al alma —apuntó Gurder con cautela.
—Nunca he oído nada más desquiciado —comentó alegremente Angalo—. Al menos, desde que vivimos en la Tienda y creíamos que los gnomos buenos volvían al mundo en forma de estatuas ornamentales para jardín. —Le dio un ligero codazo a Gurder y añadió—: ¿Verdad?
En lugar de enfadarse al oír aquello, Gurder se limitó a mostrarse aún más abatido.
—Deja que el chico nos acompañe, si quiere —continuó Angalo—. Demuestra tener el espíritu adecuado. Me recuerda a mí cuando tenía su edad.
Su madre dice que, si el muchacho echa de menos a los suyos, siempre puede buscar un ganso que lo lleve de vuelta, dijo la Cosa.
Masklin abrió la boca para añadir algo.
Pero había ocasiones en que uno no podía decir nada porque no había nada que decir. Para explicarle algo a otra persona, tenía que haber un punto sobre el cual ambos interlocutores estuvieran de acuerdo, una base de partida, y Masklin no estaba seguro de que hubiera una sintonía de conceptos entre él y Arbusto. El gnomo se preguntó qué tamaño tendría el mundo para ella. Probablemente, mayor de lo que él era capaz de imaginar. Pero, aun así, no abarcaba el cielo.
—¡Ah! ¡Está bien! —respondió al fin—. Pero tenemos que irnos inmediatamente. No hay tiempo para despedidas lacrimógenas…
Pion se limitó a hacer un gesto de cabeza hacia su madre y avanzó hasta Masklin, a quien no se le ocurrió nada más que decir. Ni siquiera más adelante, cuando llegó a comprender mejor a aquellos gnomos de los gansos, logró acostumbrarse a la naturalidad con que éstos se separaban de sus compañeros. Para ellos, las distancias apenas parecían tener importancia.
—Vamonos, pues —consiguió añadir.
Gurder lanzó una mirada colérica a Copete, quien había insistido en acompañarlos hasta allí.
—Ojalá pudiera entenderme con él —murmuró.
—Arbusto me ha dicho que, en realidad, es un gnomo muy respetable —comentó Masklin—. Sólo es un poco terco en sus opiniones.
—Igual que tú, Gurder —dijo Angalo.
—¿Yo? ¡Yo no soy…! —inició una protesta el Abad.
—Claro que no —lo cortó Masklin, en tono conciliador—. ¡Vamonos de una vez!
Los expedicionarios avanzaron al trote entre una maleza dos o tres veces más alta que ellos.
—No nos va a dar tiempo —dijo Gurder, jadeante.
—No malgastes las fuerzas hablando y sigue corriendo —replicó Angalo.
—¿Habrá salmón ahumado en el Transbordador? —preguntó Gurder.
—No lo sé —respondió Masklin, abriéndose paso entre un montón de hierba especialmente tupido.
—No —declaró Angalo con aire experto—. No hay salmón. Recuerdo haber leído en un libro que se alimentan mediante tubos.
Los gnomos siguieron corriendo en silencio mientras se preguntaban qué podría significar aquello.
—¿Tubos de qué? ¿De pasta dentífrica? —aventuró Gurder al cabo de un rato.
—No; de pasta dentífrica, no. Claro que no. Estoy seguro de que no se alimentan de eso.
—Bien, ¿qué otras cosas conocéis que vengan en tubos?
Angalo reflexionó sobre ello.
—¿El pegamento? —sugirió, indeciso.
—¿Pasta dentífrica y pegamento? Este menú no me suena nada bien.
—Pero a la gente que conduce los aviones espaciales debe de gustarle mucho. En una foto que vi, aparecían todos muy sonrientes —apuntó Angalo.
—Probablemente no sonreían, sino que intentaban despegar los dientes —contestó Gurder.
—No, no. Me parece que no lo has entendido —decidió Angalo, pensando velozmente—. Tienen que llevar la comida en tubos a causa de la gravedad.
—¿Qué sucede con la gravedad?
—Que no hay.
—¿No hay, qué?
—Gravedad. Por eso, todo queda flotando.
—¿Cómo, en agua? —quiso saber Gurder.
—No, no. En el aire. Porque no hay nada que la sujete al plato, ¿entiendes?
—¡Ah! —Gurder asintió—. ¿Es aquí donde entra en escena el pegamento?
Masklin sabía que podían continuar así durante horas. Todo aquel parloteo, se dijo, era sólo una manera de comunicar un sentimiento: yo estoy vivo y tú también; y nos inquieta tanto la posibilidad de no seguir con vida mucho tiempo más, que seguimos hablando sin parar porque es preferible eso a tener tiempo de pensar.
Todo tenía mucho mejor aspecto cuando quedaba a días o semanas de distancia, pero ahora que sólo quedaba…
—¿Cuánto tiempo queda, Cosa?
Cuarenta minutos.
—¡Tenemos que hacer otro descanso! Gurder ya no corre; está cayéndose de sueño.
Se dejaron caer a la sombra de un matorral. El Transbordador no parecía estar mucho más cerca, pero ahora podían apreciar mucha más actividad. Había más helicópteros, y, según los frenéticos gestos de Pion, que se había encaramado al arbusto, había humanos en la lejanía.
—Necesito dormir —dijo Gurder.
—¿No echaste una cabezada mientras íbamos en los gansos? —replicó Masklin.
—¿Lo hiciste tú?
Angalo se desperezó bajo la sombra.
—¿Cuándo llegaremos al Transbordador? —preguntó.
—Bueno —repuso Masklin—, la Cosa dice que no es preciso que nos montemos en él; basta con poner la Cosa en su interior.
Angalo se incorporó sobre los codos.
—¿Quieres decir que no vamos a volar en él?
¡Pero si yo lo estaba esperando con muchísimo interés!
—Me parece que eso no es el Camión, Angalo. No creo que dejen ninguna ventanilla abierta por la que se pueda colar alguien —opinó Masklin—. Y, en cualquier caso, creo que sería necesario algo más que un montón de gnomos y unas cuerdas para guiar el vuelo.
—¿Sabéis una cosa? Ese día que conduje el Camión fue el mejor de mi vida —confesó Angalo con expresión evocadora—. Cuando pienso en esos meses que viví en la Tienda, sin la menor idea de que existía el Exterior…
Masklin, respetuoso, aguardó. Notaba la cabeza cargada.
—¿Y bien? —dijo.
—¿Y bien, qué?
—¿Qué sucede cuando piensas en esos meses que pasaste en la Tienda sin saber que había un Exterior?
—Que parecen una pérdida de tiempo. ¿Sabéis qué haré si…, quiero decir, cuando volvamos a casa? Me propongo anotar todo lo que hemos descubierto. En realidad, deberíamos estar haciéndolo ya. Deberíamos estar escribiendo un montón de libros nuestros. No meros libros de lectura humanos, que están llenos de cosas inventadas. Y tampoco textos como el Libro de los gnomos, de Gurder. Nada de eso: libros de temas adecuados y convenientes, como las Ciencias…
Masklin observó a Gurder. Éste no hizo ningún comentario, pues ya se había dormido.
Pion se enroscó sobre sí mismo y empezó a roncar. La voz de Angalo se apagó. Exhaló un bostezo.
Llevaban muchas horas sin dormir. Los gnomos dormían sobre todo por la noche, pero necesitaban breves siestas a lo largo del día para soportar la extensa jornada. Incluso Masklin empezó a dar cabezadas.
—¿Cosa? —se acordó de decir—, despiértame dentro de diez minutos, ¿quieres?