Enfoca los ojos de la imaginación como si fueran una cámara…
Ésta es la bola del mundo, una rutilante esfera blanca y azul como el adorno de algún árbol de Navidad inimaginable.
Busca un continente…
Enfoca.
Esto es un continente, un rompecabezas de amarillos, verdes y pardos.
Busca un lugar…
Enfoca.
Esto es un pedazo pequeño del continente, que se adentra en el mar más cálido, al sudeste. La mayoría de sus habitantes lo llaman Florida.
En realidad, no. La mayoría de sus habitantes no lo llaman de ninguna manera. Ni siquiera saben que existe. La mayoría de sus habitantes tienen seis patas y emiten zumbidos. Otros muchos tienen ocho patas y se pasan mucho rato en sus telas, esperando a que los de seis patas se presenten para servirles de almuerzo. Muchos de los restantes tienen cuatro patas y ladran, mugen o incluso yacen en los pantanos fingiendo ser troncos. De hecho, sólo una pequeña proporción de los habitantes de Florida tiene dos patas, e incluso la mayoría de éstos tampoco conoce el lugar por ese nombre, ni por ningún otro. La mayoría sólo pía y pasa el tiempo revoloteando.
Matemáticamente, es casi insignificante el número de seres vivientes de Florida que llama así a este lugar. Pero son éstos los que importan. Al menos, en su opinión. Y su opinión es la que importa. En su opinión.
Enfoca.
Busca una autopista…
Enfoca.
… el tráfico avanza silenciosamente bajo la lluvia mansa y cálida…
Enfoca.
… las hiervas altas en las cunetas…
Enfoca.
… unos movimientos en la hierba que no son exactamente los de la hierba mecida por el viento…
Enfoca.
… un par de ojillos…
Enfoca.
Enfoca.
Enfoca.
¡Clic!
Masklin retrocedió a gatas entre la hierba hasta el campamento de los gnomos, si podía llamarse así a un reducido espacio seco bajo un pedazo de plástico desechado.
Hacía horas que habían huido de Su Nieto Richard, como no cesaba de subrayar Gurder. El sol asomaba tras las nubes de lluvia.
Los gnomos habían cruzado la autopista aprovechando un hueco en el tráfico, habían deambulado a ciegas entre las húmedas hierbas, escabullándose de cada gorjeo y de cada chirrido misterioso, hasta que por último habían encontrado el plástico. Bajo su protección, se habían echado a dormir. Masklin se había quedado vigilando un rato, pese a no estar seguro de contra qué montaba guardia.
Hubo un detalle positivo. La Cosa había estado captando las emisiones de radio y televisión y había localizado el sitio de donde salían los Transbordadores que volaban en línea recta hacia el cielo. El lugar estaba a sólo treinta kilómetros, y, decididamente, los tres gnomos habían cubierto ya un buen trecho. Habían avanzado… bien, casi un kilómetro. Y, por lo menos, el tiempo era cálido. Incluso la lluvia era cálida. Y el bocadillo de jamón, lechuga y tomate aún les daba fuerzas.
Pero seguían a casi treinta kilómetros de su objetivo.
—¿Cuándo dices que tendrá lugar el lanzamiento? —preguntó Masklin.
Dentro de cuatro horas, contestó la Cosa.
—Eso significa que tendremos que viajar a más de siete kilómetros por hora —murmuró Angalo con aire sombrío.
Masklin asintió. Un gnomo, a marchas forzadas, sólo podría recorrer dos kilómetros y medio por hora en campo abierto.
Hasta aquel momento, Masklin no había prestado demasiada atención a la cuestión de cómo enviar la Cosa al espacio. Si acaso, había imaginado que serían capaces de encontrar aquel avión llamado Transbordador y de colocar la Cosa en su interior, de algún modo. Y cabía la posibilidad de que también ellos, los tres exploradores, pudieran viajar en él, aunque no estaba muy seguro al respecto. La Cosa decía que en el espacio hacía frío y no había aire…
—¡Podrías haberle pedido a Su Nieto Richard que nos ayudara! —insistió Gurder—. ¿Por qué huiste de él?
—No lo sé. Supongo que pensé que debíamos ser capaces de resolver el asunto por nuestros propios medios.
Sin embargo, habéis utilizado el Camión, vivíais en la Tienda, habéis viajado en el Concorde y os alimentáis de comida humana.
Masklin se sorprendió. La Cosa no solía discutir de aquella manera.
—Esto es distinto —replicó.
¿Por qué?
—Porque todas esas cosas las hemos hecho sin que los humanos se enteren de nuestra existencia. Los gnomos siempre hemos cogido lo que nos interesa de ellos. No nos lo han dado. Los humanos consideran que este mundo es suyo. ¡Consideran que todas las cosas les pertenecen! ¡Les ponen nombre a todas las cosas y se apropian de todo! Por eso, cuando alcé la vista y observé a Su Nieto Richard, pensé: «Es un humano en un recinto de humanos, haciendo cosas de humanos. ¿Cómo va a entender algo de los gnomos? ¿Cómo va a pensar siquiera que la gente menuda somos seres reales con verdaderos pensamientos?». No pude dejar que un humano se apoderara de nosotros de esa manera. No, señor.
La Cosa respondió con un parpadeo de luces.
—Hemos llegado demasiado lejos para no terminar este asunto por nuestros propios medios —murmuró Masklin, dirigiendo la vista a Gurder—. En cualquier caso, y ya que hablamos de ello, cuando Su Nieto apareció no te vi precisamente ansioso por presentarte ante él.
—Me sentía avergonzado. Siempre resulta perturbador presentarse ante una deidad —respondió el Abad.
El trío de exploradores no había conseguido encender fuego, pues todo estaba demasiado mojado. No era que necesitaran imperiosamente una fogata, sino que ésta daba un toque de civilización. Sin embargo, era evidente que alguien había logrado prender una allí hacía algún tiempo, pues aún quedaban algunas cenizas mojadas.
—Me pregunto cómo irán las cosas en la cantera —comentó Angalo al cabo de un rato.
—Muy bien, supongo —contestó Masklin.
—¿De veras lo crees?
—Bueno, es más una esperanza que una suposición, a decir verdad.
—Yo también espero que tu Grimma haya sabido organizarlos a todos —asintió Angalo, ensayando una sonrisa.
—Grimma no es mía —replicó Masklin.
—¿Ah, no? ¿De quién es, entonces?
—Grimma es… —Masklin titubeó—. Es suya, supongo —añadió sin convicción.
—¡Oh! Yo pensaba que vosotros dos ibais a… —Angalo no terminó la frase.
—Pues no. Le dije que íbamos a casarnos pero ella se limitó a contestar no sé qué de unas ranas —explicó Masklin.
—¡Ahí tienes a las mujeres! —intervino Gurder—. ¿No os dije que enseñarles a leer era una mala idea? Les recalienta el cerebro.
—Según Grimma, lo más importante del mundo son unas ranitas que viven en una flor —prosiguió Masklin tratando de escuchar la voz de sus recuerdos. En el momento de la conversación con la gnoma, apenas se había enterado de lo que ella le decía. Estaba demasiado enfadado para oírla.
—Eso suena como si se pudiera poner a hervir una tetera sobre su cabeza —dijo Angalo.
—Se refería a algo que leyó en un libro, según me contó.
—¡Eso es exactamente a lo que me refería! —exclamó Gurder—. Ya sabéis que yo nunca he estado de acuerdo en que todo el mundo aprendiera a leer. Eso vuelve inquieta a la gente.
Masklin volvió a contemplar la lluvia con aire sombrío.
—Pensándolo bien, no se refería a las ranas, exactamente —murmuró—. Sólo las ponía como ejemplo de lo que quería explicarme. Según Grimma, existen unas montañas donde hace calor y llueve todo el tiempo, y en esas montañas hay grandes selvas de árboles altísimos y en las ramas superiores de esos árboles hay unas plantas como grandes flores llamadas… bromelias, creo, y el agua de la lluvia se cuela dentro de esas flores y forma un charco en su centro; pues bien, hay una especie de ranitas que pone los huevos en esos charcos y los renacuajos nacen y crecen en esas flores, en la copa de los árboles, y ni siquiera llegan a saber que existe el suelo. Grimma decía que, cuando uno se entera de que el mundo está lleno de cosas así, la vida nunca vuelve a ser igual.
Masklin hizo una profunda inspiración y añadió:
—Sí, eso fue lo que me dijo, más o menos.
Gurder miró a Angalo.
—No he entendido nada de nada —declaró.
Es una metáfora, dijo la Cosa, pero nadie le prestó atención. Masklin se rascó la oreja.
—Pues para Grimma, parecía estar muy claro —insistió.
Es una metáfora, volvió a decir la Cosa.
—Las mujeres siempre quieren algo —apuntó Angalo—. Mi esposa siempre está hablando de ropa.
—Estoy seguro de que Su Nieto Richard nos habría ayudado —se empeñó Gurder—. Si hubiéramos hablado con él, probablemente nos habría dado una buena comida, y…
—… y nos habría dado cobijo en una caja de zapatos —terminó la frase Masklin.
—… y nos habría dado cobijo en una caja de zapatos —repitió Gurder sin pensar—. ¡No! Quiero decir, tal vez. Es decir, ¿por qué no? Un sitio donde poder dormir decentemente, para variar. Y luego…
—… luego nos habría llevado en el bolsillo —lo cortó Masklin.
—No necesariamente. No necesariamente.
—Seguro que sí. Porque él es grande y nosotros, pequeños.
Faltan tres horas y cincuenta y siete minutos para el lanzamiento, anunció la Cosa.
Su campamento provisional estaba sobre una acequia. En Florida no parecía existir el invierno y las cunetas estaban llenas de vegetación.
Una especie de disco plano con una cuchara en la parte delantera pasó chapoteando lentamente ante ellos. La cuchara sobresalió del agua durante unos instantes, se volvió un tanto hacia los gnomos y volvió a desaparecer bajo la superficie.
—¿Qué era eso, Cosa? —quiso saber Masklin.
La Cosa extendió uno de sus sensores.
Una tortuga de cuello largo.
—¡Ah!
La tortuga se alejó nadando tranquilamente.
—Es una suerte, en verdad —dijo Gurder.
—¿El qué? —preguntó Angalo.
—Que tenga el cuello así de largo y se llame «tortuga de cuello largo». Sería una verdadera torpeza que recibiera ese nombre y tuviera el cuello corto.
Tres horas y cincuenta y seis minutos para el lanzamiento.
Masklin se puso en pie.
—¿Sabéis? —comentó Angalo—. Ojalá hubiera podido leer más páginas de El espía sin pantalones. Se estaba poniendo emocionante.
—Vamos —dijo Masklin—. Veamos si podemos encontrar un camino.
Angalo, que había permanecido sentado con la barbilla entre las manos, le dirigió una mirada de extrañeza.
—¿Qué? ¿Ahora?
—Hemos llegado demasiado lejos para abandonar ahora, ¿no?
Los tres gnomos empezaron a abrirse paso entre las hierbas. Al cabo de un rato, un tronco caído los ayudó a cruzar la acequia.
—Aquí hay mucha más vegetación que en la cantera, ¿verdad? —comentó Angalo.
Masklin se abrió camino ante un tupido montón de hojarasca.
—Y hace más calor, también —asintió Gurder—. Parece que aquí tienen siempre puesta la calefacción.[5]
—Aquí, en el Exterior, no hay nada que controle la temperatura. Ésta es la que es, simplemente —apuntó Angalo.
—Cuando sea viejo, si tengo que vivir en el Exterior, éste es el sitio donde me gustaría pasar mis últimos meses —prosiguió Gurder, sin hacer caso a sus palabras.
Esto es una reserva de animales salvajes, dijo la Cosa. Gurder pareció desconcertado.
—¿Qué? ¿Que aquí reservan animales? ¿Para quién? ¿Y por qué los reservan?
No los reservan para nadie. Se trata de una zona donde los animales pueden vivir sin que los molesten.
—¿No permiten que nadie los cace?
Afirmativo.
—Ya sabes, Masklin. No está permitido cazar nada —indicó Gurder.
Masklin emitió un gruñido.
Había algo que lo inquietaba, pero no terminaba de concretarlo. Probablemente tenía que ver con los animales, en cualquier caso.
—Aparte de las tortugas de cuello largo, ¿qué otros animales hay por aquí, Cosa? —preguntó.
La Cosa permaneció callada durante unos instantes. Luego, contestó:
He encontrado menciones a vacas marinas y caimanes.
Masklin intentó imaginar el aspecto de una vaca marina, pero no le pareció tan terrible. Ya había visto vacas alguna vez. Eran animales grandes y lentos que no comían gnomos, salvo por accidente.
—¿Qué es un caimán? —preguntó de nuevo.
La Cosa se lo explicó.
—¿Qué? —exclamó Masklin.
—¿Qué? —exclamó Angalo.
—¿Qué? —exclamó Gurder, al tiempo que se ceñía la túnica en torno a las piernas.
—¡Idiota! —gritó Angalo.
—¿Yo? —replicó Masklin con vehemencia—. ¿Cómo iba a saberlo? ¿Es culpa mía? ¿Acaso se me escapó en el aeropuerto algún rótulo que dijera: «Bienvenido a “Floridia”, hogar de grandes anfibios carnívoros de hasta cinco metros de longitud»?
Los tres gnomos observaron las hierbas con cautela. Un mundo húmedo y cálido habitado por insectos y tortugas era, de pronto, un buen camuflaje para unas criaturas horribles y aterradoras de enormes dientes.
Masklin tuvo una extraña sensación. Algo los estaba observando.
El trío se detuvo, espalda contra espalda. Masklin se agachó muy despacio y levantó del suelo una piedra de considerable tamaño.
La hierba se movió.
—La Cosa ha dicho que no todos miden cinco metros —murmuró Angalo, rompiendo el silencio.
—¡Pensar que estábamos dando tumbos en la oscuridad con unas criaturas así merodeando a nuestro alrededor! —añadió Gurder.
La hierba se agitó de nuevo, y no fue el viento quien la movió.
—Domínate —dijo Angalo.
—Si son esos caimanes —respondió Gurder intentando un gesto arrogante—, les demostraré que los gnomos sabemos morir con dignidad.
—Haz lo que quieras —replicó Angalo, escrutando el follaje con gran atención—. Yo pienso demostrarles que los gnomos sabemos huir a toda velocidad.
Las hierbas se abrieron.
Y apareció un gnomo.
Detrás de Masklin sonó un crujido y todos volvieron la cabeza hacia allí. Otro gnomo surgió de la vegetación.
Y otro.
Y otro.
Hasta quince.
Los tres viajeros giraron en redondo sobre sí mismos como un animal de seis patas y tres cabezas.
Masklin recordó la fogata apagada que habían encontrado junto al plástico. Habían acampado junto a las cenizas de un fuego, y, pese a tenerlo ante sus narices, no se le había ocurrido preguntarse quién lo habría encendido.
Los desconocidos iban vestidos de gris. Parecía haberlos de todos los tamaños y cada uno de ellos portaba una lanza.
«Ojalá yo tuviera la mía», pensó Masklin, tratando de mantener en su campo de visión al mayor número de desconocidos posible.
Los recién aparecidos no lo apuntaban con sus armas. El problema era que las lanzas tampoco apuntaban claramente hacia otra parte.
Masklin se dijo que era muy infrecuente que un gnomo matara a otro. En la Tienda era considerado un asunto de malos modales y en el Exterior…, bien, allí había muchas otras cosas capaces de matar a un gnomo, en cualquier caso. Además, estaba en un error: no tenía por qué haber otras razones.
Sólo le quedaba esperar que aquellos gnomos pensaran del mismo modo.
—¿Conoces a esa gente? —preguntó Angalo.
—¿Quién, yo? —respondió Masklin—. Claro que no. ¿Cómo quieres que los conozca?
—No sé. Son gnomos del Exterior y pensaba que todos los que vivíais fuera de la Tienda os conoceríais.
—Pues no. No los he visto en toda mi vida —declaró Masklin.
—En mi opinión —apuntó Angalo, con deliberada lentitud—, el jefe es ese viejo de la narizota y el copete con la pluma. ¿Qué opinas tú?
Masklin observó al viejo gnomo, alto y delgado, que los contemplaba con expresión ceñuda.
—No da la impresión de que le caigamos muy bien…
—Pues él aún me está cayendo peor… —aseguró Angalo.
—¿Tienes alguna sugerencia, Cosa? —preguntó Masklin.
Probablemente, sienten tanto miedo ante vuestra presencia como vosotros ante la suya.
—Lo dudo —murmuró Angalo.
Decidles que no vais a hacerles daño.
—Preferiría que fueran ellos quienes nos dijeran eso.
Masklin dio un paso adelante y alzó las manos.
—Somos pacíficos —declaró—. No queremos que nadie sufra daños.
—Incluidos nosotros —añadió Angalo—. Lo decimos de verdad.
Varios de los desconocidos retrocedieron unos pasos y les apuntaron con sus lanzas.
—¡Pero si tengo las manos levantadas! —murmuró Masklin, volviendo la cabeza a sus compañeros—. ¿Por qué reaccionan así?
—Porque llevas esa piedra en la mano —contestó Angalo, rotundo—. No sé ellos, pero, si avanzaras hacia mí con un pedrusco como ése en la mano, yo también me sentiría alarmado.
—Pues no estoy muy seguro de querer dejarla caer —dijo Masklin.
—Quizá no nos entienden…
Gurder reaccionó por fin.
El Abad no había dicho una palabra desde la aparición de los gnomos, limitándose a palidecer intensamente. Ahora, de pronto, una especie de despertador interno pareció haberse disparado en él. Con un bufido, saltó adelante y se lanzó hacia el viejo del capote emplumado como un globo enfurecido.
—¡Cómo te atreves a amenazarnos, especie de…, de salvaje! —gritó.
Angalo se tapó los ojos con las manos. Masklin asió con fuerza la piedra.
—Eh, Gurder… —empezó a decir.
El gnomo del copete retrocedió. Sus acompañantes parecían desconcertados ante aquella figura explosiva que, de pronto, se había lanzado entre ellos. Gurder era presa de una furia que resultaba casi tan efectiva como una armadura.
Copete le gritó a Gurder algo que sonó como un chirrido.
—¡No me vengas con amenazas, sucio salvaje! —replicó el Abad—. ¿Crees que esas lanzas nos asustan?
—Sí —susurró Angalo, arrimándose a Masklin—. ¿Qué le ha dado a Gurder? —añadió en un cuchicheo.
Copete se volvió hacia sus gnomos y dio una orden. Dos de ellos alzaron sus armas, vacilantes. Varios de los demás iniciaron una discusión.
—Esto se pone peor… —opinó Angalo.
—Tienes razón —asintió Masklin—. Creo que deberíamos…
Detrás del grupo, una voz enérgica dio una orden. Todos los floridanos se volvieron. Masklin, también.
Dos gnomos más habían aparecido entre la hierba. Uno de ellos era un chiquillo. El otro, una mujer menuda y rechoncha, con aspecto afable, de ésas de quien uno aceptaría sin reparos un pastel de manzana. La mujer llevaba el cabello recogido en un moño, y, al igual que Copete, lucía en el tocado una larga pluma gris.
Los floridanos la miraron con timidez. Copete le habló largo y tendido. La mujer respondió con un par de palabras. Copete extendió los brazos sobre su cabeza y murmuró algo al cielo.
La mujer dio una vuelta en torno a Masklin y Angalo como si fueran objetos de una exposición. Mientras repasaba a Masklin de pies a cabeza, el gnomo la miró a los ojos y pensó: «Parece una abuelita, pero es quien manda al grupo; si no le caemos bien, vamos a tener muchos problemas».
La abuela alargó la mano y le quitó la piedra que aún sostenía. Masklin no opuso resistencia.
Después, la gnoma tocó la Cosa.
Y la Cosa habló. Lo hizo con unos sonidos muy parecidos a los que acababa de emplear la mujer. Ésta retiró la mano rápidamente y contempló el dado negro ladeando la cabeza. Después, retrocedió.
A otra orden, los floridanos formaron, no una fila, sino una especie de cuña con la mujer en el vértice y los tres exploradores en el centro.
—¿Nos han tomado prisioneros? —preguntó Gurder, que se había tranquilizado un poco.
—Creo que no —contestó Masklin—. No exactamente prisioneros, de momento.
Comieron una especie de lagarto, que a Masklin le sentó estupendamente y le recordó sus días en el Exterior, antes de encontrar la Tienda. Sus dos compañeros sólo comieron porque no hacerlo hubiera sido una descortesía, y, sin duda, no era buena idea ser descortés con una gente que tenía lanzas, cuando uno carecía de armas.
Los floridanos los observaban con aire solemne.
Eran al menos treinta, todos ellos vestidos con idénticas ropas grises. Se parecían muchísimo a los gnomos de la Tienda, salvo en que eran algo más morenos y mucho más delgados. Muchos lucían unas narices grandes, imponentes, que, según la Cosa, no tenían nada de anormal y eran producto de la genética.
La Cosa hablaba con ellos. De vez en cuando, extendía uno de sus sensores y lo utilizaba para dibujar formas en el suelo de tierra.
—Supongo que les está diciendo «que venimos de un lugar muy lejano en un gran pájaro que no bate las alas» —comentó Angalo.
Pero la mayor parte del tiempo, la Cosa se limitaba a repetir a la gnoma las palabras que ésta le decía. Por último, Angalo no pudo soportarlo más.
—¿Qué sucede, Cosa? ¿Por qué sólo habla esa mujer?
Es la jefa del grupo, contestó la Cosa.
—¿Una mujer? ¿Hablas en serio?
Siempre hablo en serio. Es inherente a mi naturaleza.
—¡Oh! —Angalo dio un codazo a Masklin—. Si Grimma se entera alguna vez, nos veremos en un buen apuro —le comentó en voz baja.
Se llama Árbol-muy-pequeño, o Arbusto, continuó la Cosa.
—¿Y tú entiendes lo que dice? —quiso saber Masklin.
Poco a poco. Su idioma es muy parecido al gnomo original.
—¿Gnomo original? ¿A qué te refieres?
Al idioma que hablaban vuestros antepasados.
Masklin se encogió de hombros. En aquel momento, no tenía objeto intentar averiguar a qué se refería.
—¿Le has hablado de nosotros? —preguntó.
Sí. Dice que…
Copete, que había estado murmurando por lo bajo, se incorporó de pronto e inició una larga perorata en tono enérgico, señalando repetidas veces hacia el cielo y hacia el suelo. En la Cosa se iluminaron varias luces.
Dice que estáis invadiendo la tierra perteneciente al Hacedor de Nubes, y que hacéis muy mal. Según él, ese Hacedor de Nubes se enfadará mucho.
Un murmullo general de asentimiento de los restantes gnomos acompañó las palabras de Copete. Arbusto los reprendió severamente. Masklin alargó la mano para impedir que Gurder se incorporara.
—¿Y qué…, qué piensa esa Arbusto?
Me parece que no le tiene muchas simpatías a ese gnomo del copete emplumado, cuyo nombre es Persona-que-sabe-lo-que-está-pensando-el-Hacedor-de-Nubes.
—¿Y quién es ese Hacedor de Nubes?
Pronunciar su verdadero nombre trae mala suerte. Él hizo el suelo y aún está creando el cielo. Y…
Copete habló de nuevo, en tono enfadado.
Masklin se dijo que necesitaban hacerse amigos de aquellos gnomos. Tenía que haber un modo.
—Ese Hacedor de Nubes es… —Masklin se esforzó en encontrar las palabras adecuadas—… es una especie de Arnold Bros (fund. en 1905), ¿verdad?
Sí, respondió la Cosa.
—¿Y es real?
Creo que sí. ¿Estáis dispuestos a correr un riesgo?
—¿Cuál?
Creo que conozco la identidad del Hacedor de Nubes. Y me parece que sé cuándo va a hacer una porción más de cielo.
—¿Qué? ¿Cuándo? —preguntó Masklin.
Dentro de tres horas y diez minutos.
—Espera un momento —dijo el gnomo al cabo de unos momentos, en tono dubitativo—. Ese plazo me parece que concuerda con el de…
Sí. Ahora, los tres tenéis que prepararos para salir corriendo. Voy a escribir el nombre del Creador de Nubes.
—¿Por qué tenemos que echar a correr?
Porque tal vez se pongan furiosos. Pero no tenemos tiempo que perder.
La Cosa blandió el sensor. Éste no estaba diseñado para servir como instrumento de escritura y los trazos que dibujó eran angulosos y difíciles de leer.
Garabateó cuatro signos en el polvo.
El efecto fue instantáneo.
Copete empezó a gritar de nuevo. Algunos floridanos se incorporaron de un salto. Masklin agarró a sus dos compañeros.
—Como ese viejo siga así —amenazó Gurder—, le voy a dar una buena. ¿Cómo puede ser tan obcecado?
Arbusto permaneció sentada en silencio mientras crecía el alboroto a su alrededor. Finalmente, pronunció unas frases en voz alta, pero muy calmada.
Les está diciendo que escribir el nombre del Hacedor de Nubes no tiene nada de sacrílego. A menudo, el propio Hacedor lo escribe. Si será famoso el Hacedor de Nubes, añade, que hasta esos extraños conocen su nombre.
Sus palabras parecieron satisfacer a la mayoría de los gnomos. Copete continuó refunfuñando para sí.
Masklin se tranquilizó un poco y estudió los signos escritos en la tierra.
—¿N… A… 8… A? —dijo.
Es una «S», no un «8», lo corrigió la Cosa.
—¡Pero si sólo has cambiado unas frases con ellos! —exclamó Angalo—. ¿Cómo puedes haberlo descubierto?
Porque sé cómo piensan los gnomos, respondió la Cosa. Siempre creéis en lo que leéis, y os tomáis las cosas muy al pie de la letra. Sí, muy al pie de la letra.