Negrura.
—Aquí dentro está muy oscuro, Masklin.
—Sí, y no consigo instalarme con comodidad.
—Bueno, habrá que ponerle buena voluntad.
—¡Un cepillo para el pelo! ¡Acabo de sentarme sobre un cepillo para el pelo!
Aterrizaremos en breve.
—Bien.
—Y aquí hay un tubo de algo…
—Tengo hambre. ¿No hay nada de comer?
—Aún guardo ese cacahuete.
—¿Dónde? ¿Dónde?
—Ahora has conseguido que se me caiga.
—Gurder…
—¿Sí?
—¿Qué haces? ¿Estás cortando algo, quizá?
—Se está haciendo un agujero en el calcetín.
Silencio.
—¡Bueno! ¿Y qué? El calcetín es mío. Puedo hacer con él lo que me dé la gana.
Más silencio.
—Me sentiré mejor si lo hago.
Aún más silencio.
—No es más que un humano, Gurder. No tiene nada de especial.
—Estamos en su bolsa, ¿no?
—Sí, pero tú decías que Arnold Bros sólo existía en nuestra mente, ¿verdad?
—Sí.
—¿Entonces…?
—Así me siento mejor, eso es todo. Tema cerrado.
Nos disponemos a aterrizar.
—¿Cómo sabremos cuándo…?
Estoy segura de que yo lo habría hecho mejor. Con el tiempo.
—¿Estamos ya en ese lugar, Florida? ¡Angalo, quítame el pie de la cara!
Sí. Tradicionalmente, este país acoge a los inmigrantes.
—¿Es eso lo que somos?
Técnicamente, estáis en tránsito a otro destino.
—¿Cuál?
Las estrellas.
—¡Oh! ¿Cosa?
¿Sí?
—¿Existe algún registro de que los gnomos hayan estado aquí antes?
—¿Qué estás diciendo? ¡Nosotros somos los gnomos!
—Sí, pero puede haber otros.
—¡No, no! Nosotros y nuestros compañeros de la cantera somos los únicos, ¿verdad?
Unas lucecitas de colores parpadearon en la oscuridad de la bolsa.
—¿Qué dices, Cosa? —insistió Masklin.
Estoy buscando los datos disponibles. Conclusión: no aparecen datos confirmados sobre la presencia de gnomos. Todos los inmigrantes registrados superan los diez centímetros de estatura.
—¡Oh! Yo sólo me preguntaba… Quería saber si existían otros grupos de gnomos, aparte del nuestro.
—Pues ya has oído a la Cosa. No hay datos confirmados, ha dicho.
—Pero tampoco nadie nos había visto a nosotros, hasta hoy.
—¿Sabes qué va a suceder ahora, Cosa?
Pasaremos los controles de Inmigración y Aduanas. ¿Alguno de vosotros es, o ha sido alguna vez, miembro de una organización subversiva?
Silencio.
—¿Quién, nosotros? ¿A qué viene esa pregunta?
Es una de las preguntas que hacen a los humanos en esos controles. Estoy interviniendo sus comunicaciones.
—¡Ah! Bueno, creo que no lo somos. Ni lo hemos sido, ¿verdad?
—No.
—No.
—No. Ya me parecía a mí… Por cierto, ¿qué significa «subversiva»?
La pregunta pretende determinar si habéis llegado aquí con la intención de derrocar el gobierno de los Estados Unidos.
—Me parece que ninguno de nosotros quiere hacer tal cosa, ¿verdad?
—No.
—No.
—No, claro que no. No tienen que preocuparse por nosotros.
—De todos modos, es una medida muy inteligente.
—¿Cuál?
—La de hacer esas preguntas cuando uno llega. Si alguien se presentara aquí con intención de causar derrocamientos subversivos, todo el mundo se le echaría encima como un montón de ladrillos tan pronto como el humano respondiera que sí.
—Sí, es un truco muy sutil, ¿no os parece? —declaró Angalo con un tono de admiración en la voz.
—Definitivamente, no nos proponemos llevar a cabo ningún derrocamiento —respondió Masklin a la Cosa—. Sólo pretendemos robarles uno de esos aviones que se elevan rectos… Dime otra vez cómo los llamas.
Transbordadores espaciales.
—Eso es. Cuando lo tengamos, nos iremos sin más. No queremos causar problemas.
La bolsa se bamboleó y fue depositada sobre una superficie plana. Masklin escuchó en el interior de su escondrijo un leve ruido que pasaba totalmente inadvertido en el estruendo de la terminal del aeropuerto. Un minúsculo agujero apareció en el cuero.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Gurder.
—Deja de empujar —respondió Masklin—. Así no puedo concentrarme. Ahora… parece que estamos en una cola de humanos.
—Llevamos siglos esperando —protestó Angalo.
—Supongo que están preguntándoles uno por uno si pretenden hacer algún derrocamiento —apuntó Gurder con aire experto.
—No me gusta sacar a colación este tema —intervino Angalo—, pero ¿cómo vamos a encontrar ese Transbordador?
—Ya nos ocuparemos de eso cuando llegue el momento —respondió Masklin, sin saber qué decir.
—El momento ya ha llegado —insistió el joven gnomo—. ¿O no?
Masklin se encogió de hombros, impotente.
—No habrás pensado que llegaríamos a esa Florida y la encontraríamos llena de rótulos que dijeran: «Por aquí, al espacio», ¿verdad? —inquirió Angalo con un tonillo de sarcasmo.
Masklin confió en que su expresión no reflejara sus pensamientos.
—Por supuesto que no —contestó.
—Entonces, ¿qué hacemos ahora? —insistió Angalo.
—Pues… preguntarle a la Cosa —dijo Masklin—. Sí, eso haremos… —repitió con expresión de alivio—. ¿Cosa?
¿Sí?
—¿Qué hacemos ahora?
—¡Eso es lo que yo llamo tener planes claros! —masculló Angalo.
La bolsa se movió. Su Nieto Richard, de treinta y nueve, avanzaba en la cola.
—¿Cosa? Te he preguntado qué hacemos ahora…
Nada.
—¿Cómo podemos no hacer nada?
Llevando a cabo una total ausencia de actividad.
—¿De qué nos servirá eso?
El periódico decía que Richard Arnold iba a Florida para el lanzamiento del satélite de comunicaciones. Por tanto, no tardará en acudir al lugar donde se encuentra el satélite. Ergo, iremos con él.
—¿Quién es Ergo? —preguntó Gurder, mirando a su alrededor.
La Cosa volvió hacia él sus luces parpadeantes.
«Ergo» significa «por lo tanto», le dijo.
Masklin puso cara de poco convencimiento.
—¿Y crees que llevará con él esta bolsa?
Imposible de determinar.
Masklin tuvo que reconocer que dentro de la bolsa había poca cosa. Contenía, sobre todo, papeles, calcetines, algunos objetos diversos como cepillos para el pelo y un libro titulado El espía sin pantalones. Este último objeto les había causado cierta preocupación cuando la mano de Su Nieto Richard había corrido la cremallera poco después de que el avión tomara tierra, pero el humano había metido el libro entre los papeles sin detenerse a mirar el interior de la bolsa. Ahora que tenían un poco de luz para ver dónde estaban, Angalo intentaba leer su contenido. De vez en cuando, seguía el texto murmurando por lo bajo.
—Me parece —dijo Masklin al cabo— que Su Nieto Richard no va a viajar inmediatamente para ver eso que la Cosa ha llamado «lanzamiento del satélite». Estoy seguro de que antes irá a alguna parte a dormir. Cosa, ¿sabes cuándo empezará a volar ese avión Transbordador?
Imposible de determinar. Sólo puedo hablar con otros ordenadores cuando están en mi radio de acción. Los ordenadores de este lugar sólo se ocupan de asuntos relacionados con el aeropuerto.
—En cualquier caso, Su Nieto Richard tendrá que acostarse dentro de poco —insistió Masklin—. Los humanos pasan durmiendo la mayor parte de la noche. Me parece que ése será el mejor momento para abandonar la bolsa.
—Y entonces podremos hablar con él —añadió Gurder.
Sus compañeros lo miraron.
—Bueno, para eso hemos venido, ¿no? —insistió el Abad—. Esa fue la principal razón del viaje, ¿no? Pedirle que salvara la cantera…
—¡Pero resulta que no es más que un humano! —soltó Angalo—. ¡Incluso tú deberías haberlo comprendido ya! ¡Su Nieto Richard no va a ayudarnos! ¿Por qué habría de hacerlo? ¡No es más que un humano cuyos antepasados construyeron una tienda! ¿Por qué sigues creyendo que es una especie de gran gnomo superior que vive en los cielos?
—¡Porque no tengo otra cosa en que creer! —replicó Gurder, también a gritos—. Y si tú no crees en Su Nieto Richard, ¿por qué estás en su bolsa?
—¡Bah!, eso es pura coincidencia…
—¡Eso es lo que dices siempre! ¡De todo dices que es pura coincidencia!
La bolsa se movió de nuevo. En su interior, los gnomos perdieron el equilibrio y cayeron los unos sobre los otros.
—Nos movemos —anunció Masklin, asomándose por el agujero en el cuero y casi feliz de que algo hubiera puesto fin a la discusión—. Nos desplazamos por el suelo. Ahí fuera veo un montón de humanos. Un montón enorme.
—Siempre hay muchos por todas partes —suspiró Gurder.
Los gnomos estaban acostumbrados a ver humanos con rótulos. Algunos de los humanos de la Tienda solían llevar su nombre colgado del pecho en todo momento. Los humanos tenían nombres largos y extraños, como «Sra. J. E. Williams Supervisora», u «Hola Me Llamo Tracey». Nadie sabía por qué los humanos tenían que lucir sus nombres. Quizá los olvidaban, si no lo hacían.
—Un momento —dijo Masklin—. Eso no puede ser. Uno de los humanos lleva un rótulo que dice «Richard Arnold». Y vamos hacia él. ¡Vamos directo hacia él!
El murmullo grave y apagado de una voz humana sacudió a los gnomos como un trueno.
—¿Hum-bum-bum?
—Fom-hum-zum-bum.
—¿Hum-zum-bum-fum?
—¡Buum!
—¿Entiendes algo, Cosa? —preguntó Masklin.
Sí. El humano del cartel dice que está aquí para llevar a nuestro humano a un hotel, que es un lugar donde los humanos comen y duermen. En cuanto al resto, sólo ha repetido esas cosas que los humanos se dicen entre ellos para asegurarse de que siguen con vida.
—¿A qué te refieres? —inquirió Masklin.
A esas frases como «Que tenga un buen día», «¿Como ésta usted?» o «Vaya tiempecito está haciendo últimamente, ¿no?». Con esas palabras lo que pretenden decir es: «Yo estoy vivo y tú también».
—Es cierto, pero los gnomos utilizan el mismo tipo de fórmulas, Cosa. Lo llamamos «llevarse bien con los demás». Y te sugiero que pruebes a hacerlo tú también.
La bolsa se balanceó de un lado a otro y dio un golpe contra algo. Dentro, los gnomos buscaron un asidero desesperadamente. Angalo sólo empleó una mano, pues con la otra intentaba no perder el punto en el libro.
—Vuelvo a tener hambre —anunció Gurder—. ¿No hay nada de comer en la bolsa?
—Aquí hay un tubo con una especie de pasta dentífrica.
—Creo que pasaré sin ella, gracias.
En ese instante se escuchó un sonido sordo y retumbante. Angalo alzó la vista.
—¡Reconozco este sonido! —afirmó con excitación—. ¡Es un motor de «confusión» interna! ¡Estamos en un vehículo!
—¿Otra vez? —murmuró Gurder.
—Lo abandonaremos lo antes posible —dijo Masklin.
—¿Qué clase de vehículo es, Cosa? —preguntó el Abad.
Es un helicóptero.
—Es muy ruidoso —comentó Gurder, que nunca había oído ni leído aquella extraña palabra.
—Es un «avión sin alas» —le explicó Angalo, quien sí la conocía.
Durante unos instantes, cauto y aterrado, Gurder reflexionó sobre la definición del joven gnomo.
—¿Cosa? —preguntó luego, lentamente.
¿Sí?
—¿Qué lo sostiene en el…? —inició la pregunta Gurder.
La ciencia.
—¡Oh! Sí, claro… ¿La ciencia? Bueno. Entonces, todo anda bien.
El ruido continuó durante largo tiempo. Al cabo de un rato, pasó ya a formar parte del mundo de los gnomos, de modo que, cuando al fin cesó, el silencio los dejó completamente estupefactos.
Se quedaron tendidos y quietos en el fondo de la bolsa, demasiado abatidos hasta para hablar. Se dieron cuenta de que la bolsa era transportada, dejada en alguna parte, cogida y transportada de nuevo, dejada otra vez y levantada nuevamente, para ser arrojada por último sobre algo blando.
Después, volvió a reinar en el interior una feliz quietud.
Al cabo de un rato, se oyó la voz de Gurder:
—Está bien, ¿de qué sabor es esa pasta dentífrica?
Masklin encontró la Cosa entre el montón de sujetapapeles, polvo y pedacitos de papel rotos y arrugados del fondo de la bolsa.
—¿Tienes idea de dónde estamos, Cosa? —preguntó.
Habitación ciento tres, hotel Nuevos Horizontes, playa de Cocoa, respondió la Cosa. Estoy interceptando las comunicaciones.
Gurder empujó a Masklin a un lado.
—Tengo que salir —dijo—. No soporto seguir aquí dentro. Ayúdame a subir, Angalo. Si me sostienes por los pies, creo que puedo llegar a la parte de arriba de la bolsa…
La cremallera emitió un ruido sordo y prolongado y la luz inundó la bolsa. Los gnomos se lanzaron de cabeza bajo el primer escondite que encontraron.
Ante la mirada de Masklin, una mano mayor que el gnomo se introdujo en la bolsa, se cerró en torno a una bolsa más pequeña que contenía la pasta dentífrica y una toallita, y la extrajo.
Los gnomos no se movieron.
Al cabo de un rato, llegó hasta ellos el sonido lejano de una corriente de agua.
Siguieron sin moverse.
—Bum-bum fum zum-hum-hum, chum zum hum…
La voz del humano se elevaba por encima del ruido del agua. Y producía aún más ecos de lo habitual.
—¿No suena como…, como si alguien estuviera… cantando? —susurró Angalo.
—… Hum… hum-bum-bum hum… zum-hum-bum HOOOoooOOOmmm Bum.
—¿Qué es todo esto, Cosa? —cuchicheó Masklin.
El humano ha entrado en una habitación donde deja que le llueva encima, explicó la Cosa.
—¿Y por qué hace una cosa así?
Supongo que intenta mantenerse limpio.
—Entonces, ¿no es peligroso que salgamos de la bolsa ahora?
«Peligroso» es un termino relativo.
—¿Relativo? ¿Qué significa eso?
Me refiero a que nada carece absolutamente de peligro. Pero calculo que el humano seguirá bajo esa lluvia un rato más.
—Por supuesto. Hay mucho humano que limpiar —comentó Angalo—. Vamos. Decidámonos.
La bolsa estaba sobre una cama y no tuvieron dificultades en deslizarse por las sábanas hasta el suelo.
—… Hum-hum booOOOOM bum…
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Angalo.
—Después de comer algo, querrás decir… —replicó Gurder con voz firme.
Masklin cruzó a la carrera la gruesa moqueta. En la pared más próxima había una gran puerta de cristal ligeramente abierta, por la que penetraba una cálida brisa y los sonidos de la noche.
Un humano habría oído los chirridos y zumbidos de los grillos y demás pequeñas criaturas misteriosas cuyo papel en la vida consiste en sentarse toda la noche en los arbustos a hacer ruidos que son mucho mayores que sus autores. Los gnomos, en cambio, captan esos mismos sonidos más lentos, más prolongados y más graves, como la música cuando el tocadiscos se queda sin corriente. Así pues, para ellos, la oscuridad estaba llena de los golpes sordos y los gruñidos de la naturaleza.
Gurder se acercó a Masklin y escrutó la negrura con aire nervioso.
—¿Podrías salir ahí a ver si hay algo de comer? —le preguntó.
—Tengo la horrible sensación —contestó Masklin— de que, si salgo ahora, habrá efectivamente algo que comer…, y ese algo voy a ser yo.
Detrás de ellos, la voz del humano seguía cantando.
—… Bum-hum-hum… BOOOooooMMM uomp-uomp…
—¿Qué es eso que canta, Cosa? —quiso saber Masklin.
Resulta un poco difícil de seguir, pero parece que el cantante desea hacer saber que hizo no sé qué a su manera.
—¿Hacer, qué?
No tengo datos suficientes al respecto. Pero, sea lo que sea, lo hizo a) en cada paso que ha dado por la autopista de la vida, y b) sin timidez…
Sonaron unos golpes a la puerta y cesó la canción. También dejó de oírse el agua. Los gnomos corrieron a ocultarse en las sombras.
—Suena un poco peligroso —susurró Angalo—. Caminar por las autopistas, me refiero. Sería mejor «cada paso por la acera de la vida…»
Su Nieto Richard salió del cuarto de aseo con una toalla en torno a la cintura y abrió la puerta. Otro humano, éste con todas sus ropas, entró con una bandeja. Tras un breve intercambio de lamentos, el humano vestido dejó la bandeja sobre una mesilla auxiliar y se fue. Su Nieto Richard desapareció de nuevo en el cuarto de la lluvia.
—… Bu-bu bu-bu hum boOOOmm…
—¡Comida! —cuchicheó Gurder—. ¡La huelo! ¡En esa bandeja hay comida!
Un bocadillo de jamón, lechuga y tomate con ensalada de col, dijo la cosa. Y café.
—¿Cómo lo sabes? —preguntaron los tres gnomos al unísono.
Es lo que ha pedido al registrarse.
—¡Ensalada de col! —murmuró Gurder, extasiado—. ¡Y jamón! ¡Y café!
Masklin miró hacia arriba. La bandeja estaba en el borde de la mesa. Junto a ella había una lámpara. Masklin había vivido en la Tienda el tiempo suficiente para saber que, donde había una lámpara, tenía que haber un cable.
Y nunca había encontrado un cable por el que no pudiera encaramarse.
El problema era aquella costumbre de comer a todas horas. Nunca había podido habituarse a ello. Cuando vivía en el Exterior, antes de llegar a la Tienda, se había acostumbrado a pasar días enteros sin comer, y, cuando por fin encontraba algo que llevarse a la boca, devorarlo hasta quedar pringado de grasa hasta las cejas. En cambio, los gnomos de la Tienda solían tomar algo varias veces por hora. Se pasaban el rato comiendo. Y bastaba con que se saltaran media docena de bocados para que empezaran a quejarse.
—Creo que podría subir ahí —dijo.
—Sí, sí —contestó Gurder.
—Bien, pero… ¿te parece correcto que nos comamos el bocadillo de Su Nieto Richard? —añadió Masklin.
Gurder abrió los ojos como platos. Parpadeó.
—Se trata de una importante cuestión teológica —murmuró—. Pero estoy demasiado hambriento para pensar en ella, de modo que comámoslo primero y, si luego resulta que no debíamos hacerlo, prometo sentirlo mucho.
—… Bum-hum bop bop, fum hum…
El humano dice que el fin está cerca ya y que se cierra ante él una cortina, tradujo la Cosa. Debe referirse a la cortina de la ducha.
Masklin trepó por el cable hasta alcanzar la mesilla y corrió por ella, sintiéndose muy desprotegido.
Era evidente que los floridanos tenían una idea de los bocadillos muy distinta de la de los gnomos. En la Sección de Alimentación de la Tienda también tenían bocadillos, pero allí la palabra hacía referencia a una loncha fina de alguna cosa sabrosa entre dos rebanadas de pan ligeramente mojado. Los bocadillos de Florida, en cambio, llenaban una bandeja entera, y, si había algún pedazo de pan, quedaba oculto a la vista bajo una jungla de berros y lechuga.
Miró hacia abajo.
—¡Date prisa! —le susurró Angalo—. ¡El agua ha dejado de caer otra vez!
—… Bum-hum hum bop hum bop…
Masklin apartó un montón de ensalada, agarró el bocadillo, lo arrastró hasta el borde de la bandeja y lo empujó al suelo.
—… fum hum hum HOOOOooooOO-OOmmmmm-UUUOP…
La puerta del cuarto de baño se abrió.
—¡Vamos, vamos! —aulló Angalo.
Su Nieto Richard apareció en la puerta. Dio unos pasos y se detuvo. Miró a Masklin. Masklin lo miró.
Hay ocasiones en que el propio tiempo se detiene.
Masklin se dio cuenta de que estaba en uno de esos instantes en que la Historia toma aire profundamente antes de decidir qué hacer a continuación.
«Puedo quedarme aquí —pensó—. Puedo utilizar la Cosa como traductora e intentar explicárselo todo. Puedo decirle lo importante que es para nosotros tener un hogar propio y preguntarle si puede hacer algo para ayudar a los gnomos de la cantera. Puedo contarle que los gnomos de la Tienda creían que su abuelo creó el mundo. Seguramente, le gustará saberlo. Parece amistoso, para tratarse de un humano.
»Si, tal vez nos ayude.
»O, por el contrario, quizá nos atrape de alguna manera y llame a otros humanos y todos empiecen a arremolinarse y a lanzar sus mugidos, o nos encierren en una jaula o algo parecido y nos manoseen. Sí, será como con los tripulantes del Concorde. Es probable que no quisieran hacernos daño, sólo que no entendían lo que estaban viendo.
»Este mundo les pertenece a ellos, no a nosotros», se dijo el gnomo.
No; era demasiado arriesgado. Masklin no se había dado cuenta hasta entonces, pero en aquel momento comprendió que sus compañeros y él tenían que hacer las cosas a su manera…
Su Nieto Richard alargó lentamente la mano y dijo:
—¿Uuuomp?
Masklin tomó carrerilla y saltó.
Los gnomos pueden caer de una considerable altura sin hacerse daño, y, en cualquier caso, el bocadillo de jamón, lechuga y tomate amortiguó el golpe.
Se produjo un torbellino de actividad; el bocadillo se levantó sobre tres pares de piernas y corrió por el suelo, goteando mayonesa.
Su Nieto Richard le arrojó una toalla, pero no dio en el blanco.
El bocadillo salvó las guías de la puerta corredera y desapareció en las aterciopeladas sombras de la noche, llenas de ruidos y peligros.
Había otros peligros, además del riesgo a caerse de la rama. Una de las ranitas fue devorada por un lagarto. Otras volvieron atrás tan pronto como se vieron fuera de la sombra de su flor, pues, como bien hicieron notar: «.-.-. mip-mip .-.-. mipmip .-.-.».
La rana que abría la marcha volvió la cabeza para observar a sus seguidoras, cada vez menos numerosas. Había una… y una… y una… y una…, y una, lo cual hacía un total de… —arrugó la frente en un esfuerzo de concentración y calculó—: Exacto: una.
Vio que una y una y una estaban cada vez más asustadas. Y se dio cuenta de que, si querían llegar a la nueva flor y sobrevivir allí, necesitarían ser muchas más que una. Posiblemente, necesitarían ser, por lo menos, una. O incluso una.
Lanzó un ronco grito de ánimo a sus compañeras.
—¡Mipmip! —les dijo.