El eco de las voces de Masklin y Gurder resonó por el conducto mientras avanzaban gateando por encima de los cables.
—Ya me parecía que tardaba demasiado…
—No deberías haberlo dejado alejarse por su cuenta. Ya sabes cuánto le gusta conducir cosas.
—¿Qué yo no debería…?
—¡Este Angalo no tiene el menor sentido de…! ¿Por dónde seguimos ahora?
Angalo ya había apuntado que, en su opinión, el interior de un avión estaría repleto de conductos y cables. Y había acertado. Sus dos compañeros se abrían camino con esfuerzo por el angosto mundo saturado de cables bajo el suelo enmoquetado.
—¡Ya soy demasiado viejo para esto! Llega un momento en la vida de un gnomo en que ya no debe seguir arrastrándose por las entrañas de una terrible máquina voladora.
—¿Cuántas veces lo has hecho?
—¡Con una es más que suficiente!
Nos estamos acercando, informó la Cosa.
—¡Todo esto es consecuencia de habernos dejado ver! ¡Es un Castigo! —declaró Gurder.
—¿De quién? —replicó Masklin con gesto ceñudo, mientras lo ayudaba a encaramarse.
—¿A qué te refieres?
—¡Para imponer un castigo, tiene que haber alguien que lo decrete!
—¡Me refería a un castigo, en general!
Masklin se detuvo.
—¿Y ahora, qué, Cosa?
El mensaje decía a las humanas repartidoras de comida que en la cabina de pilotos había una extraña criaturita, explicó la Cosa. Es el lugar donde estamos ahora. Aquí hay muchos ordenadores.
—Y esos ordenadores hablan contigo, ¿no es eso?
Un poco. Son como niños. La mayor parte del tiempo se limitan a escuchar, respondió la Cosa con cierta presunción. No son demasiado inteligentes.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Gurder.
—Vamos a intentar… —Masklin titubeó. En algún lugar de la frase que dejó en suspenso asomaba la palabra «rescate».
Una palabra rotunda, espectacular, que Masklin ansiaba pronunciar. El problema era que, un poco más allá, acechaba otra más sencilla. Y mucho menos agradable.
Una palabra que era una simple pregunta: «¿Cómo?».
—No creo que intenten hacerle daño —afirmó, rogando que fuera verdad—. Quizá lo encierren en alguna parte. Tenemos que encontrar un sitio desde el cual podamos ver qué sucede.
Masklin observó con desaliento los cables y el intrincado laberinto de piezas metálicas que tenían ante ellos. Gurder, en tono desapasionado, apuntó:
—Entonces, será mejor que me dejes abrir la marcha.
—¿Por qué?
—Tal vez seas un buen guía en los espacios abiertos —dijo el Abad, adelantándolo a empujones—, pero en la Tienda éramos expertos en abrirnos paso por las entrañas de las cosas. Hum… eso es.
Se frotó las manos, agarró un cable y se deslizó por una abertura cuya existencia Masklin ni siquiera había advertido.
—Cuando era un chiquillo solía hacer estas cosas —comentó—. Nos sabíamos todos los trucos.
—¿Ah, sí? —murmuró Masklin.
—Tomemos por aquí. Cuidado con los cables. Pues sí: subíamos y bajábamos por los pozos de los ascensores, entrábamos y salíamos de los tableros de conmutadores del teléfono…
—Me parece que siempre te he oído protestar que hoy en día los niños se pasan demasiado tiempo dando vueltas por ahí y cometiendo travesuras…
—¡Oh, sí, pero eso…! ¡Lo de los niños de ahora es delincuencia juvenil! —replicó Gurder con severidad—. Es completamente distinto de nuestra sana alegría infantil. Probemos a subir por ahí.
Gatearon entre dos paredes metálicas calientes. Al fondo se veía luz. La pareja terminó tendida boca abajo, arrastrándose sobre el vientre.
Desde su posición, observaron una sala de aspecto extraño, no mucho mayor que la cabina del camión. Igual que ésta, no era en realidad sino un angosto espacio en el que los conductores humanos encajaban entre los mecanismos.
Y éstos eran numerosísimos.
Luces e interruptores, cuadrantes y palancas, cubrían las paredes y el techo. Si Dorcas hubiera visto aquello, pensó Masklin, no habría habido modo de arrancarlo de allí.
Arrodillados en el suelo había dos humanos. Junto a ellos, de pie, Masklin y el Abad distinguieron a una de las mujeres repartidoras de comida. Los dos gnomos los oyeron gruñir y mugir.
—Así hablan los humanos —murmuró Masklin—. Ojalá pudiéramos entender lo que dicen.
Muy bien, intervino la Cosa. Esperad un momento.
—¿Tú comprendes los ruidos que emiten los humanos?
Desde luego. Son como los que emiten los gnomos, pero pronunciados más despacio.
—¿Qué? ¿Qué? ¡Eso no nos lo habías dicho! ¡No me lo habías revelado nunca!
Hay miles de millones de cosas que no te he contado. ¿Por cuál quieres que empiece?
—Puedes empezar diciéndome qué están comentando ahora —contestó Masklin—. Por favor.
Una de las humanas acaba de decir: «Debe de haber sido un ratón o algo parecido»; y la otra repartidora de comida ha contestado: «Enséñame un ratón con ropa y entonces admitiré que es eso lo que he visto». Y agregó: «Lo que he visto no era ningún ratón. Si hasta me ha arrojado a la cara una frambuesa (exclamación)».
—¿Qué es una frambuesa?
El pequeño fruto rojo del arbusto Rubus idaeus.
Masklin se volvió hacia Gurder.
—¿Tú hiciste eso?
—¿Quién, yo? ¿De qué frambuesa habla? Escucha, si hubiera encontrado alguna fruta en el camino, me la habría comido. Lo único que le hice fue «¡Prrrrrrt!».
Uno de los humanos acaba de decir: «… y cuando he vuelto la cabeza, allí estaba, mirando por la ventana».
—Ése será Angalo, sin duda —afirmó Gurder.
Ahora, la otra humana arrodillada ha dicho: «Bien, sea lo que sea, está detrás de ese panel y no puede escapar por ninguna parte».
—¡Se dispone a arrancar un pedazo de pared! —exclamó Masklin—. ¡Oh, no! ¡Está metiendo la mano en el rincón!
La humana soltó un mugido.
Ahora ha dicho: «¡Me ha mordido! ¡Ese maldito bicho me ha mordido!», informó la Cosa, sin perderse una palabra de la conversación.
—Sí. Ha de ser Angalo, sin duda —aseguró Gurder—. Su padre también era así. Una verdadera fiera, cuando se veía en aprietos.
—¡Pero los humanos no saben qué andan persiguiendo! —replicó Masklin con voz apremiante—. ¡Lo han visto, pero ha escapado! Ahora, los humanos están discutiendo. Ninguno de ellos cree realmente que existan los gnomos. Si conseguimos sacar de ahí a Angalo antes de que lo atrapen, lo más probable es que se convenzan de que se trataba de un ratón o algo parecido.
—Supongo que podríamos llegar hasta ahí por el interior de los tabiques —comentó Gurder—, pero tardaríamos demasiado.
Masklin echó una ojeada desesperada en torno a la cabina. Además de los tres humanos concentrados en la caza de Angalo, había otros dos en el extremo de adelante. «Aquéllos deben de ser los conductores», pensó.
—Me he quedado sin ideas —murmuró—. ¿Puedes pensar en algo, Cosa?
Prácticamente, no hay límite a lo que puedo pensar.
—Me refiero a si se te ocurre algo para ayudarnos a rescatar a Gurder.
Sí.
—Entonces, será mejor ponerlo en práctica.
Sí.
Un momento después, escucharon el ronco ulular de las alarmas. Las luces de los tableros de instrumentos empezaron a parpadear. Los humanos a los mandos del aparato se inclinaron hacia adelante entre exclamaciones y empezaron a pulsar y probar interruptores y palancas.
—¿Qué sucede? —preguntó Masklin.
Puede que los humanos estén sorprendidos de comprobar que ya no pilotan esta aeronave, respondió la Cosa.
—¿Que no…? ¿Quién está al mando, entonces?
Las lucecillas parpadeaban tranquilamente en la superficie del dado.
Yo, se limitó a responder.
Una de las ranitas cayó de la rama y desapareció en silencio entre el dosel de follaje que había debajo. Como los animales muy pequeños y ligeros pueden caer desde una gran altura sin hacerse daño, es muy probable que sobreviviera en el mundo selvático al pie del árbol y fuera protagonista de la segunda experiencia más interesante que ha tenido nunca una rana arborícela.
Masklin ayudó a Gurder en su avance por otro conducto metálico lleno de cables. Sobre sus cabezas podían oír el ruido de pasos humanos y el gruñido lastimero de unos humanos con problemas.
—Me parece que esto no les ha gustado mucho… —comentó Gurder.
—Al menos, así no tendrán tiempo de seguir buscando lo que, probablemente, no era más que un ratón —dijo Masklin.
—¡Pero no es ningún ratón! ¡Es Angalo! —Sí, pero los humanos preferirán pensar que se trataba de un ratoncillo. Me parece que a esos gigantes no les gusta enterarse de lo que les resulta perturbador.
—En eso, me recuerdan a los gnomos —afirmó Gurder.
Masklin echó un vistazo a la Cosa, que transportaba bajo el brazo.
—¿De verdad estás pilotando el Concorde? —le preguntó. Sí.
—Pensaba que, para pilotar algo, uno tenía que girar volantes y cambiar de marchas y esas cosas… —insistió el gnomo.
De todo eso se encargan diversos mecanismos. Los humanos sólo pulsan botones y mueven timones para decirles a esos mecanismos cuándo tienen que funcionar.
—Entonces, ¿qué haces tú? Yo estoy al mando, respondió la Cosa. Masklin escuchó el sordo tronar de los motores.
—¿Es difícil? —quiso saber. En sí, no lo es. Pero los humanos no dejan de intentar interferir.
—Entonces, creo que será mejor encontrar pronto a Angalo —dijo Gurder—. Vamos.
Continuaron su penoso avance por otro túnel lleno de cables.
—Deberían estarnos agradecidos por dejar que nuestra Cosa haga su trabajo, ¿no crees? —declaró Gurder con aire solemne.
—Yo no creo que los humanos vean así las cosas, exactamente —apuntó Masklin.
Volamos a una altitud de cincuenta y cinco mil pies y a una velocidad de dos mil ciento sesenta kilómetros por hora, anunció la Cosa. Al ver que los gnomos no hacían ningún comentario, insistió: £50 significa muy alto y muy deprisa.
—Estupendo —contestó Masklin al darse cuenta de que la Cosa esperaba algún tipo de respuesta.
Muy, muy deprisa.
Los dos gnomos se escurrieron por la rendija entre dos planchas metálicas.
Más deprisa que una bala, en realidad.
—Asombroso —murmuró Masklin.
Al doble de la velocidad de propagación del sonido en esta atmósfera, continuó la Cosa.
—¡Vaya!
A ver si lo puedo explicar de otra manera, insistió la Cosa, y consiguió sonar ligeramente molesta. A esa velocidad, se podría llegar de la Tienda a la cantera en menos de quince segundos.
—¡Pues menos mal que no nos lo encontramos de frente! —acertó a comentar Masklin.
—¡Oh, deja ya de burlarte! —intervino Gurder—. Lo que quiere es que le digas que es una buena chica…, una buena Cosa —se corrigió.
No es eso, dijo la Cosa, bastante más deprisa de lo habitual. Sólo intentaba señalar que se trata de una máquina muy especializada y que requiere un control minucioso.
—Entonces, quizá no deberías hablar tanto —apuntó Masklin.
La Cosa agitó sus luces al oírlo.
—¡No seas desagradable! —exclamó Gurder.
—Escucha, me he pasado un año haciendo lo que me decía esa Cosa y ni una sola vez me ha dado las gracias. Vamos a ver, esos cincuenta y cinco mil pies, ¿cuánto es en metros?
Casi diecisiete kilómetros. El doble de la distancia entre la Tienda y la cantera.
Gurder se detuvo.
—¿De altitud? —preguntó—. ¿Estamos a esa distancia del suelo? —Miró hacia abajo y lanzó una exclamación.
—¡No empieces tú también, ahora! —se apresuró a decir Masklin—. Ya tenemos suficientes problemas con Angalo. ¡Deja de agarrarte así a la pared!
Gurder se había puesto pálido.
—Debemos de estar tan altos como esas cosas blancas y algodonosas…, las nubes —resopló.
No, respondió la Cosa.
—Menos mal. Es un consuelo —suspiró Gurder.
Las nubes quedan muy por debajo de nosotros.
—¡Oh!
Masklin agarró del brazo al Abad.
—Angalo, ¿recuerdas? —le dijo.
Gurder asintió y volvió a avanzar lentamente, asiéndose a los salientes con los ojos cerrados.
—No debemos perder la serenidad —aconsejó Masklin—. Aunque estemos tan altos.
Miró hacia abajo. El metal que tenía bajo los pies era muy sólido. Era preciso usar la imaginación para ver el suelo a través de él.
El problema era que Masklin tenía una imaginación desbordante.
—¡Ug! —exclamó—. Vamos, Gurder. Dame la mano.
—La tienes delante.
—Lo siento. Con los ojos cerrados, no la había visto.
La pareja de gnomos pasó lo que les pareció un siglo moviéndose cuidadosamente arriba y abajo entre los cables hasta que, por fin, Gurder declaró:
—Así no vamos a ninguna parte. No hay ningún agujero lo bastante grande como para pasar. Si lo hubiera, Angalo lo habría descubierto.
—Entonces, tenemos que encontrar el modo de entrar en la cabina y sacarlo como sea —resolvió Masklin.
—¿Con todos esos humanos ahí dentro?
—Estarán demasiado ocupados para advertir nuestra presencia. ¿Tengo razón, Cosa?
Tienes razón.
Existe un lugar tan arriba que allí no existe un abajo.
Casi a esa altura, un dardo blanco surcaba los confines del cielo, dejaba atrás la noche, alcanzaba al sol y cruzaba en pocas horas un océano que una vez fuera el confín del mundo…
Masklin se descolgó con cautela hasta el suelo y avanzó sigilosamente. Los humanos ni siquiera estaban mirando en aquella dirección.
«Espero que la Cosa sepa pilotar realmente este aparato», se dijo.
Se deslizó hacia los paneles donde, con un poco de suerte, aún seguiría oculto Angalo. Aquello no le gustaba nada. Le desagradaba muchísimo exponerse de aquella manera. Aunque, por supuesto, las cosas debían de haber sido mucho peores en los tiempos en que acostumbraba salir de caza sin compañía. Si en esas expediciones lo hubiera atacado algo, el gnomo no se habría dado cuenta hasta que ya hubiera sido demasiado tarde y habría terminado siendo un apetitoso bocado para el otro cazador. Por eso, considerando que nadie sabía qué podían hacerle los humanos a un gnomo si lo capturaban…
… corrió a las benditas sombras.
—¡Angalo! —llamó en un susurro.
Al cabo de unos instantes, una voz respondió desde detrás de unos cables:
—¿Quién eres?
Masklin se enderezó.
—¿Cuántas oportunidades de acertar quieres? —dijo con su voz normal. Angalo se descolgó hasta llegar a su lado.
—¡Me han perseguido! —exclamó—. ¡Y uno de los humanos metió la mano y…!
—Ya lo sé. Vamos, démonos prisa mientras están ocupados.
—¿Qué sucede? —preguntó Angalo mientras corrían hacia la luz.
—La Cosa está conduciendo el avión.
—¿Cómo? Si no tiene brazos… No puede cambiar de marchas ni nada parecido…
—Al parecer, gobierna los ordenadores que dirigen todas esas cosas. Vamos, vamos…
—Eché un vistazo por la ventana —anunció Angalo con vehemencia—. ¡Lo único que se ve es cielo por todas partes!
—No me lo recuerdes —murmuró Masklin.
—Deja que me asome otra vez… —empezó a pedir Angalo.
—Escucha, Gurder nos está esperando y no debemos buscarnos más problemas…
—¡Pero esto es mejor que ningún camión!
Se escuchó un sonido sofocado y los gnomos alzaron la vista.
Uno de los humanos los estaba observando. Tenía la boca abierta y la expresión de quien iba a tener muchas dificultades en explicar lo que acababa de ver. Sobre todo, en explicárselo a sí mismo.
El humano ya estaba incorporándose.
Angalo y Masklin intercambiaron una mirada.
—¡A correr! —gritaron al unísono.
Gurder estaba acechando con cautela en una zona en sombra junto a la puerta cuando sus dos compañeros se escurrieron por la rendija a toda prisa, moviendo brazos y piernas como si fueran émbolos. El Abad recogió los pliegues de su túnica y echó a correr tras ellos.
—¿Qué sucede? ¿Qué sucede?
—¡Un humano nos persigue!
—¡No me dejéis atrás! ¡Esperadme!
El trío, con Masklin ligeramente adelantado a los demás, se apresuró por el pasillo entre las filas de humanos, que no prestaron la menor atención a las tres manchas borrosas que corrían entre los asientos.
—No deberíamos… habernos quedado… a mirar… —dijo Masklin entre jadeos.
—Quizá… no volvamos a tener… nunca… otra ocasión igual… —replicó Angalo, resoplando también.
—¡Exacto!
El suelo se ladeó ligeramente.
—¡Cosa! ¿Qué estás haciendo?
Ensayar una maniobra de distracción.
—¡No lo hagas! ¡Vamos todos por aquí!
Masklin echó a correr de nuevo entre dos asientos, rodeó un par de zapatos gigantes y se arrojó sobre la moqueta cuan largo era. Los otros dos, detrás de él, lo imitaron. Apenas a unos centímetros de ellos había dos enormes pies humanos.
Masklin arrastró la Cosa por la moqueta hasta colocarla delante de su rostro.
—¡Devuélveles su avión! —le exigió en su susurro.
Esperaba que me permitirías ocuparme del aterrizaje, respondió la Cosa. Aunque su voz era tan apagada e inexpresiva como siempre, a Masklin le dio la impresión de que tenía un tonillo entre decepcionado y añorante.
—¿Sabrías posar en tierra un aparato como éste? —preguntó.
Me gustaría tener la oportunidad de aprender a hacerlo…
—¡Devuélveselo a los pilotos de inmediato!
El gnomo percibió un ligero bandazo y un cambio en el dibujo de las luces sobre la superficie de la Cosa. Masklin respiró hondo.
—Y ahora, ¿me hacéis el favor de portaros todos juiciosamente durante cinco minutos?
—Lo siento, Masklin —dijo Angalo. Intentó poner cara de disculpa, pero no pudo. Masklin reconoció los ojos saltones y la sonrisa ligeramente desquiciada de alguien que estaba muy cerca de su propio paraíso privado—. Era sólo que… ¿sabías que es azul incluso debajo de nosotros? ¡Es como si ahí abajo no hubiera tierra alguna! Y…
—Si la Cosa vuelve a probar otra de sus lecciones de vuelo, puede que todos terminemos descubriendo si tal suposición es cierta —anunció Masklin con expresión sombría—. De momento, quedémonos aquí y no digamos nada más, ¿de acuerdo?
El trío permaneció un rato en silencio, bajo el asiento. Al cabo, Gurder hizo un curioso comentario:
—Este humano tiene un agujero en el calcetín.
—¿Y qué? —preguntó Angalo.
—En realidad, no lo sé. Es sólo que nunca se me había ocurrido pensar que los humanos tuvieran agujeros en los calcetines.
—Cuando uno se pone calcetines, los agujeros no tardan en aparecer —sentenció Masklin.
—De todos modos, son unos calcetines de calidad —apuntó Angalo.
Masklin los observó mejor, pero le siguieron pareciendo calcetines normales. Los gnomos de la Tienda los usaban como saco de dormir.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó.
—Son Gran Estilo a Prueba de Olores —indicó Angalo—. Garantizados, ochenta y cinco por ciento de poliamida. Los vendían en la Tienda. Son mucho más caros que otros calcetines. Mira, ahí puedes ver la marca.
Gurder emitió un suspiro y murmuró:
—¡Ah, era una Tienda excelente!
—Y esos zapatos —continuó Angalo, señalando las dos grandes siluetas blancas, como barcas varadas en una playa, que había un poco más allá—. ¿Los ves? Fabulosos Zapatos de Paseo con Suela de Goma Auténtica. Muy caros.
—A mí nunca me han gustado —declaró Gurder—. Demasiado ostentosos. Prefiero los de Calzado de Caballero, Marrón, Con Cordones. En uno de ellos, un gnomo puede dormir muy cómodo.
—Esos Zapatos de Paseo también estaban en la Tienda, ¿verdad? —preguntó Masklin con suma cautela.
—¡Oh, sí! Gama especial.
—Hum…
Masklin se incorporó y se acercó a una gran bolsa de cuero medio encajada bajo el asiento. Los demás lo observaron mientras se encaramaba a ella y luego estiraba el cuello hasta poder echar un breve vistazo por encima del apoyabrazos. Acto seguido, se deslizó de nuevo hasta el suelo.
—Bien, bien —murmuró con una voz alegre, bulliciosa—. Esta bolsa también es de la Tienda, ¿verdad?
Gurder y Angalo la estudiaron con aire crítico.
—Yo apenas frecuentaba la sección de Artículos de Viaje —declaró Angalo—. Pero, ahora que lo mencionas, creo que podría ser una Bolsa Especial de Viaje en Piel de Vacuno.
—¿Para El Ejecutivo Que Sabe Lo Que Quiere? —añadió Gurder—. Sí, podría ser.
—¿Os habéis preguntado cómo vamos a bajar del avión?
—De la misma manera que subimos, ¿no? —respondió Angalo, que no había pensado en ello.
—Me temo que no resulte tan fácil. Sospecho que los humanos pueden tener otras ideas —explicó Masklin—. De hecho, me parece probable que empiecen a buscarnos, aunque crean que somos ratones. Si yo fuera humano, no toleraría ratones en un aparato como éste. Ya sabéis cómo son esos bichos para orinarse sobre los cables. Cuando uno viaja a esta altitud, que un ratón vaya al baño dentro del ordenador puede resultar peligroso. Creo que los humanos se tomaron esto muy en serio, de modo que debemos dejar el avión cuando lo hagan los humanos.
—¡Nos aplastarán a pisotones! —exclamó Angalo.
—Se me ha ocurrido que podríamos, por ejemplo…, meternos dentro de esa bolsa —apuntó Masklin.
—¡Una idea ridícula! —protestó Gurder.
Masklin respiró profundamente y reveló su secreto:
—La bolsa pertenece a Su Nieto Richard, ¿sabéis? —Al ver sus expresiones, se apresuró a añadir—: Antes lo vi y es el humano que está sentado encima de nosotros. Es Su Nieto Richard, de treinta y nueve —insistió—. Está aquí mismo, sobre nuestras cabezas. Leyendo un periódico. Ahí arriba. Es él.
Gurder se puso rojo de furia y alzó un dedo hacia Masklin, en un enérgico gesto de advertencia.
—¿Esperas que crea que Richard Arnold, el nieto de Arnold Bros (fund. en 1905), tiene agujeros en los calcetines?
—Eso los convierte en calcetines sagrados[4] —apuntó Angalo—. Bueno, bueno. Sólo estaba tratado de alegrar un poco el ambiente. No me mires así.
—Sube ahí y compruébalo tú mismo —indicó Masklin—. Te ayudaré a hacerlo, pero ve con cuidado.
Entre Angalo y él, ayudaron a Gurder a encaramarse.
Cuando volvieron a bajarlo, el Abad guardó silencio.
—¿Y bien? —preguntó Angalo.
—Además, en la bolsa hay unas letras: R.A. —insistió Masklin, al tiempo que hacía unos gestos frenéticos a Angalo. Gurder tenía la expresión de haber visto un fantasma.
—Sí, eso también procede de la Tienda —dijo Angalo apresuradamente—. «Iniciales de Oro por Sólo Cinco Noventa y Cinco Extra», decía el rótulo.
—Di algo, Gurder —exigió Masklin—. No te quedes ahí sentado con esa expresión.
—Éste es un momento muy solemne para mí —declaró el Abad.
—He pensado que podríamos descoser unas cuantas puntadas del fondo de la bolsa y colocarnos dentro de ella —apuntó Masklin.
—No soy digno de ello —dijo Gurder.
—Tal vez no —asintió Angalo alegremente—. Pero no se lo diremos a nadie.
—Si lo hacemos, Su Nieto Richard nos estará prestando su ayuda, ¿te das cuenta? —insistió Masklin con la esperanza de que Gurder, en su estado, se tragara aquel argumento—. Aunque él no lo sepa, nos estará ayudando; por tanto, el plan resultará viable. Probablemente, es el destino que nos estaba reservado.
«No reservado por nadie —se dijo—. Simplemente, reservado en general.»
Gurder meditó sus palabras.
—Está bien —dijo por último—. Pero no debemos dañar la bolsa. Podemos colarnos en ella por las cremalleras.
Así lo hicieron. La cremallera se atascó un poco al tirar de ella, como siempre sucede, pero los gnomos no tardaron en abrirla lo suficientemente como para deslizarse al interior de la bolsa.
—¿Qué haremos si se le ocurre mirar aquí dentro? —preguntó Angalo.
—Nada —respondió Masklin—. Limitarnos a sonreír, supongo.
Las tres ranitas ya habían avanzado un buen trecho por la rama. Lo que de lejos les había parecido una extensión uniforme de vegetación verde grisácea se había convertido, al acercarse, en un laberinto de cortezas ásperas, raíces y montones de musgo. Un universo insoportablemente aterrador para unas ranas que habían pasado toda su vida en un mundo limitado por los pétalos externos de la bromelia.
Sin embargo, continuaron adelante. Las ranitas desconocían el significado de la palabra «retirada». De ésa, y de cualquier otra.