2

Escurrirse por una rendija del conducto que llevaba a los humanos a bordo de los aviones no les costó tanto esfuerzo como asimilar lo que encontraron al otro lado.

En la cantera, el suelo de los barracones era de tablones desnudos o de tierra apisonada. En el edificio del aeropuerto habían encontrado cuadrados de una piedra reluciente. Allí, en cambio…

Gurder se arrojó de cara al suelo y hundió la nariz en él.

—¡Moqueta! —murmuró, casi entre lágrimas—. ¡Moqueta! ¡Pensaba que nunca volvería a verla!

—¡Vamos, levántate! —dijo Angalo, avergonzado de ver al Abad en aquella postura delante de alguien que, por muy amigo que fuera, no pertenecía a ninguna de las familias de los departamentos de la Tienda.

Gurder se incorporó con torpeza.

—Lo siento —murmuró, cepillándose las ropas—. No sé qué me ha sucedido. Me ha vencido la añoranza, eso es todo. Moqueta de verdad… No había visto una auténtica moqueta desde hace meses…

Se sonó la nariz ruidosamente.

—En la Tienda teníamos algunas moquetas bellísimas, ¿sabes? Bellísimas. Algunas incluso tenían dibujos.

Masklin alzó la vista y contempló el conducto. Era parecido a un pasillo de la Tienda y estaba brillantemente iluminado.

—Sigamos adelante —insistió a sus compañeros—. Aquí estamos demasiado al descubierto. ¿Dónde están los humanos, Cosa?

Llegarán enseguida.

—¿Cómo lo puede saber? —preguntó Gurder.

—Escuchando a las otras máquinas —explicó Masklin.

Este avión también lleva muchos ordenadores, añadió la Cosa.

—Eso es estupendo, ¿no? —comentó Masklin vagamente—. Así tendrás con quien hablar.

Esos ordenadores son muy estúpidos, replicó el pequeño cubo negro, ingeniándoselas para expresar desdén pese a que, en realidad, no tenía nada con que expresarlo.

Unos palmos delante de ellos, el pasadizo desembocaba en un nuevo espacio. Masklin observó una cortina y lo que parecía la pata de una silla.

—Muy bien, Angalo —indicó a éste—. Tú abrirás la marcha. Sé que lo deseas.

Al cabo de un par de minutos, el trío ya estaba sentado bajo uno de los asientos.

A Masklin no se le había ocurrido nunca pensar en cómo eran las entrañas de un avión. Había pasado días enteros en lo alto del farallón rocoso que se alzaba tras la cantera, viéndolos despegar. Por supuesto, estaban siempre en todas partes. Pero nunca se había detenido a pensar en el interior de un avión. Si algo había en el mundo que pareciera hecho de exterior, era un avión en pleno vuelo.

En cambio, para Gurder, lo que habían encontrado allí dentro había resultado excesivo. El pobre Abad estaba deshecho en lágrimas.

—¡Luz eléctrica! —gemía—. ¡Y más moqueta! ¡Y grandes asientos blandos! ¡Si incluso tiene toallitas reposacabezas! ¡Y no hay barro por ninguna parte! ¡Incluso hay rótulos!

—Vamos, vamos —lo consoló Angalo, dándole unas palmaditas en el hombro—. Ya sabemos que la Tienda era un sitio excelente —añadió, volviendo la vista hacia Masklin—. Tienes que admitir que resulta inquietante —comentó a éste—. Yo esperaba encontrar… en fin, cables y conductos y palancas y otras cosas excitantes… ¡No algo parecido al departamento de Mobiliario de Arnold Bros (fund. en 1905)!

—No deberíamos quedarnos aquí —apuntó Masklin—. Muy pronto, esto se llenará de humanos. Recordad lo que ha dicho la Cosa.

Angalo y él ayudaron a Gurder a incorporarse y, sosteniéndolo entre ambos, avanzaron a la carrera bajo las hileras de asientos. Masklin se dio cuenta de que, a pesar de todo, entre aquel lugar y la Tienda había una importante diferencia: en ésta siempre había algo donde esconderse, bien fuera detrás, debajo o adentro. En el avión, en cambio, no había muchos rincones donde hacerlo…

Ya podían distinguir unos ruidos lejanos cuando, por fin, descubrieron una rendija tras una cortina, en una zona del avión en la cual no había asientos. Masklin se introdujo por la rendija a gatas, empujando a la Cosa delante de sí.

Los ruidos ya no sonaban tan lejanos. Estaban alarmantemente cerca. Cuando volvió la cabeza, vio el pie de un humano a apenas unos centímetros.

Al fondo de la rendija había un agujero en la pared metálica por el que pasaban unos gruesos cables. Tenía el tamaño justo para que Angalo y Masklin pudieran pasar arrastrándose, y fue suficiente para un aterrorizado Gurder gracias a sus compañeros, que lo ayudaron tirando de sus brazos. Allí dentro no había mucho espacio, pero, al menos, nadie los podía ver.

Y ellos tampoco podían ver nada. Permanecieron apretujados en la penumbra, intentando ponerse cómodos sobre los cables. Al cabo de un rato, Gurder anunció:

—Ya me siento un poco mejor.

Masklin asintió.

A su alrededor había ahora mucho ruido.

Desde algún sitio muy por debajo de ellos les llegó una serie de golpes metálicos: clone, clone… Después oyeron el sonido lastimero de unas voces humanas y, a continuación, notaron un traqueteo.

—¿Cosa? —susurró Masklin.

¿Sí?

—¿Qué sucede?

El avión está preparándose para aerotransportarse.

—¡Ah!

¿Sabes qué significa eso?

—No. En realidad, no.

Significa que ya va a volar por el aire. Transportar significa llevar, y aero significa aire. Llevar por el aire: aerotransportar.

Masklin podía escuchar la respiración de Angalo. Se instaló como mejor pudo entre la pared de metal y un grueso haz de cables y fijó la vista en las sombras.

Los tres gnomos permanecieron callados. Al cabo de un rato, notaron una pequeña sacudida y una sensación de movimiento.

No sucedió nada más.

Siguió sin pasar nada.

Finalmente, con voz temblorosa de miedo, Gurder murmuró:

—¿Es ya demasiado tarde, o aún podemos…?

Un repentino y atronador sonido lejano le impidió terminar la frase. Un rugido sordo lo sacudió todo a su alrededor, ligera pero enérgicamente. Siguió a esto una pausa opresiva, como la que debe de experimentar una pelota entre el momento de ser arrojada hacia arriba y el instante en que empieza a descender. Algo los levantó a los tres de su posición y los hizo caer en un confuso lío de brazos y piernas. El suelo parecía querer convertirse en la pared.

Los gnomos se agarraron unos a otros, se miraron y se echaron a gritar, pero, al cabo de un rato, dejaron de hacerlo. No parecía tener objeto. Además, estaban sin aliento.

Poco a poco, el suelo volvió a ser un suelo como era debido y ya no mostró más ambiciones de convertirse en pared.

Masklin se quitó del cuello el pie de Angalo.

—Creo que estamos volando —declaró.

—¿Se trataba de eso? —murmuró Angalo con un hilo de voz—. Cuando se observa desde el suelo, volar parece mucho más suave y tranquilo.

—¿Alguno de los dos está herido?

—Yo estoy lleno de magulladuras —declaró Gurder, incorporándose. Se quitó el polvo de la ropa, y acto seguido, gnomo hasta la médula, añadió—: ¿No habrá nada de comer por aquí?

Ninguno de los tres había pensado en la comida.

Masklin volvió la cabeza hacia el túnel de cables que tenían tras ellos.

—Tal vez no necesitemos tomar nada —contestó titubeante—. ¿Cuánto tiempo tardaremos en llegar a Florida, Cosa?

El comandante acaba de comunicar que la duración del vuelo será de seis horas y cuarenta y cinco minutos, contestó el cubo.[2]

—¡Nos moriremos de hambre! —exclamó Gurder.

—Quizá podamos cazar algo… —apuntó Angalo, esperanzado.

—No lo creo —contestó Masklin—. No parece un buen sitio para encontrar ratas.

—Los humanos tendrán comida —dijo Gurder—. Siempre tienen.

—¡Estaba seguro de que ibas a decir algo así! —replicó Angalo.

—Es de sentido común.

—¿No podríamos asomarnos por alguna ventana? —sugirió el inquieto Angalo—. Me gustaría ver si vamos muy deprisa. Todos los árboles y cosas pasando a toda velocidad…

—Escuchad, vamos a esperar un poco, ¿os parece? —propuso Masklin, antes de que las cosas fueran más lejos—. Calmaos los dos. Descansemos un rato; luego, quizá vayamos a buscar algo que comer.

Se acomodaron de nuevo en su escondrijo. Al menos, allí estaban calientes y secos. Cuando vivía en el agujero del talud, junto a la autopista, Masklin había pasado demasiado tiempo mojado y tiritando como para hacer ascos a una oportunidad de echar una cabezada en un rincón cálido y seco.

Se quedó adormilado…

Aerotransporte.

Viajar… por el aire…

Tal vez, igual que había encontrado gnomos viviendo en la Tienda, había otros que vivían en los aviones. Quizá desarrollaban su existencia bajo el suelo enmoquetado en alguna parte del aparato, mientras eran transportados a todos aquellos lugares que Masklin había visto en el único mapa que los gnomos habían encontrado, una hojita de colores en una agenda de bolsillo con los nombres de sitios lejanos escritos como formulas mágicas: África, Australia, China, Ecuador, Impreso en Hong Kong, Islandia…

Tal vez aquellos gnomos no habían mirado nunca por la ventana. Tal vez ni siquiera se habían enterado nunca de que estaban moviéndose.

Se preguntó si no sería a aquello a lo que se había referido Grimma con su historia de las ranas y la flor. Grimma lo había leído en un libro. Uno podía pasarse toda la vida en un pequeño rincón y pensar que ese rincón era todo el mundo. Lo malo era que, cuando se lo había contado, él estaba enfadado y no había querido prestar atención.

Bueno, ahora había salido de la flor y no había confusión posible…

La ranita había llevado a otras ranas jóvenes a su atalaya entre las hojas, en el confín del mundo de la flor.

El grupo observó la rama. Allá fuera no había una única flor, sino decenas de ellas, aunque las espectadoras no eran capaces de tal pensamiento porque las ranas sólo saben contar hasta uno.

Las ranitas vieron montones de una flor, una flor, una flor…

Las observaron. Observar es una cosa que las ranas hacen muy bien.

Pensar, no. Sería bonito decir que las ranitas meditaron largo y tendido sobre la nueva flor, sobre la vida en la vieja flor, sobre la necesidad de explorar, acaso el mundo era algo más que un charco con pétalos alrededor…

Pero lo que pensaron fue: .-.-.mipmip.-.-.-mipmip.-.-.mipmip.

Pero lo que sintieron fue demasiado grande para caber en una flor.

Con cautela, lentamente, no muy seguros de por qué lo hacían, se dejaron caer sobre la rama.

La Cosa emitió un cortés pitido.

Quizás os interese saber que hemos roto la barrera del sonido.

Masklin se volvió hacia sus compañeros con gesto cansado.

—Está bien —dijo—. Confesad, ¿quién ha sido?

—¡A mí no me mires! —respondió Angalo—. ¡Yo no he tocado nada!

Masklin se arrastró hasta el borde del agujero y miró entre los cables. Al otro lado había unos pies humanos. Pies de mujer humana, por su aspecto. Normalmente, eran los que llevaban un calzado menos práctico.

Uno podía averiguar muchas cosas de los humanos observando sus zapatos. La mayor parte del tiempo, era lo único que un gnomo alcanzaba a ver de ellos. El resto del humano era, por lo general, poco más que los negros orificios de una nariz, allá en las alturas.

Masklin olfateó algo.

—Hay comida en alguna parte —afirmó.

—¿De qué clase? —preguntó Angalo.

—No importa de qué clase —dijo Gurder, apartándolos de en medio—. Sea lo que sea, os aseguro que le hincaré el diente.

—¡Vuelve aquí! —le ordenó Masklin, dejando la Cosa en las manos de Angalo—. Iré yo. Angalo, no lo dejes ir a ninguna parte.

Como impulsado por un resorte, corrió hacia la cortina y se deslizó tras ella. Al cabo de unos segundos, se movió lo justo para asomar tras ella un ojo y una ceja fruncida.

El departamento era una especie de lugar de comidas. Las mujeres humanas sacaban unas bandejas de comida de una pared. Los gnomos tienen un olfato más fino que el de un zorro y a Masklin se le hizo la boca agua. Tenía que reconocerlo: cazar y cultivar cosas estaba muy bien, pero no había comparación posible con la comida que uno encontraba cerca de los humanos.

Una de las mujeres puso la última bandeja en una carretilla y la empujó. Al pasar ante el lugar donde estaba oculto Masklin, éste vio que las ruedas eran casi tan altas como él.

Mientras la carretilla pasaba delante de él con un chirrido, Masklin saltó a toda prisa de su escondrijo, se encaramó a ella, y se escurrió entre las botellas. Sabía que era una estupidez por su parte, pero era mejor que quedarse quieto en un agujero con un par de idiotas.

Hileras e hileras de zapatos. Unos negros, otros marrones. Unos con cordones, otros sin ellos. Unos cuantos de ellos sin pies dentro, porque los humanos los habían sacado.

Masklin alzó la vista mientras la carretilla seguía su avance.

Filas y filas de piernas. Algunas con falda, pero la mayoría con pantalones.

Masklin miró aún más arriba. Los gnomos rara vez habían tenido ocasión de ver sentado a algún humano.

Filas y filas de cuerpos, rematados en filas y filas de cabezas con rostros al frente. Filas y filas de…

Masklin se acurrucó entre las botellas.

Su Nieto Richard lo estaba mirando.

Era la misma cara que la del periódico. Tenía que serlo. Lucía la misma barbita y la misma boca sonriente con dos hileras de dientes a lo largo de ella. Y el mismo cabello, que parecía espectacularmente tallado en algún material reluciente, más que salido de la cabeza de manera normal.

Era Su Nieto Richard, de treinta y nueve.

La cara lo miró por un instante, y luego se volvió en otra dirección.

«Es imposible que me haya visto —se dijo Masklin—. Estoy escondido aquí dentro.»

¿Qué diría Gurder cuando se lo contara?

Se volvería loco. Seguro.

Sería mejor que se guardara la revelación para más adelante. Sí, era la mejor solución. Ya tenían suficientes preocupaciones por el momento.

«De treinta y nueve.» O bien había habido otros treinta y ocho Su Nieto Richard anteriores, y Masklin no creía que se tratara de eso, o era el modo que tenían los periódicos de los humanos de indicar que tenía treinta y nueve años de edad. Casi la mitad de los que tenía la Tienda. Y los gnomos de ésta decían que la Tienda era tan vieja como el mundo. Masklin sabía que no podía ser cierto, pero…

¿Qué se sentiría cuando uno vivía casi eternamente?

Se escondió mejor entre el contenido de la carretilla. En el estante donde se hallaba había, sobre todo, botellas, pero también descubrió unas cuantas bolsas que contenían unas cosas nudosas casi del tamaño de la mano del gnomo. Clavó su cuchillo en el papel hasta hacer un agujero suficientemente grande y extrajo una de aquellas cosas.

Era un cacahuete salado. «Bien —se dijo—, esto hará una buena entrada.»

Se disponía a agarrar la bolsa cuando una mano humana pasó junto a él.

Pasó lo bastante cerca como para rozarlo.

Lo bastante cerca como para rozarlo a él.

Masklin advirtió el rojo de las uñas que pasaban junto a su escondite. Los enormes dedos se cerraron en torno a otro paquete de cacahuetes y se retiraron con su presa.

Más tarde, Masklin caería en la cuenta de que la humana repartidora de comida no podía haberlo visto. Simplemente, había introducido la mano en la carretilla y había tanteado la bandeja buscando lo que sabía que encontraría allí. Y era casi seguro que entre ello no se contaba Masklin.

Pero todo eso lo comprendería más tarde. En aquel momento, con una mano humana casi rozándole la cabeza, todo pareció muy distinto. A la carrera, Masklin saltó de la carretilla, rodó por el suelo al caer a la moqueta y se escurrió bajo el asiento más próximo.

Ni siquiera hizo un alto para recobrar el aliento. La experiencia le había enseñado que era precisamente al detenerse a recobrar el aliento cuando las cosas lo atrapaban a uno. Masklin corrió de asiento en asiento, esquivando los pies gigantescos, los zapatos abandonados y los periódicos y bolsas tirados por el suelo. Cuando cruzó el tramo de pasillo hasta la sección de comidas, era una figura confusa e indistinta incluso para los gnomos. No se detuvo ni cuando alcanzó el agujero de los cables. Se limitó a saltar y pasó por el hueco sin rozar siquiera los lados.

—¿Un cacahuete? ¿Entre tres? ¡Eso no llega ni para un mordisco cada uno! —protestó Angalo.

—¿Y qué sugieres? —replicó Masklin con amargura—. ¿Quieres ir tú, presentarte a esa mujer repartidora de comida y decirle que aquí abajo hay tres personillas hambrientas?

Angalo lo miró. Masklin ya había recuperado el aliento, pero aún tenía el rostro encendido.

—Bueno, tal vez merezca la pena intentarlo —insistió Angalo.

—¿Qué?

—Escucha: si fueras un humano, ¿esperarías encontrarte un gnomo en un avión?

—Claro que no…

—Al contrario, te llevarías un sobresalto al ver uno, ¿no te parece?

—¿Estás sugiriendo que nos mostremos deliberadamente a un humano? —inquirió Gurder, con aire suspicaz—. Nunca hemos hecho nada semejante, ¿sabes?

—Yo he estado a punto, hace un momento —declaró Masklin—. ¡Y no pienso repetirlo ni en caso de urgencia!

—¿Quieres decir que prefieres que los tres nos muramos de hambre con ese mísero cacahuete, no? —apuntó Angalo.

Gurder contempló con ansia el pedazo de cacahuete que tenía en la mano. Ya había comido algunos en la Tienda, por supuesto. Durante la Campaña de Navidad, cuando la Sección de Alimentación estaba repleta de productos que normalmente no aparecían en otras temporadas, los cacahuetes eran un buen final para una opípara comida. Era de suponer que también constituirían una buena entrada. Pero de ningún modo podían sustituir por completo el resto de la comida.

—¿Cuál es el plan? —dijo pues, con gesto de cansancio.

Una de las humanas repartidoras de comida estaba sacando bandejas de uno de los estantes cuando un movimiento la hizo alzar la vista. La mujer volvió la cabeza muy lentamente.

Algo pequeño y negro se descolgaba del estante cerca de su oreja. La minúscula criatura colgante se llevó los pulgares a las sienes, abrió las manos, agitó los dedos y sacó la lengua.

—Prrrrrrrt… —soltó Gurder.

La bandeja que sostenía la humana se le escurrió de las manos y cayó al suelo delante de sus pies. La mujer lanzó un ruido prolongado que sonó como una aguda sirena y retrocedió, llevándose las manos a la boca. Finalmente, se volvió muy despacio, como un árbol a punto de caer, y huyó entre las cortinas.

Cuando regresó, acompañada de otro humano, la figurilla minúscula había desaparecido.

Y, con ella, la mayor parte de la comida caída.

—No sé cuándo fue la última vez que probé el salmón ahumado —comentó Gurder en tono satisfecho.

—Mmm… —asintió Angalo.

—Ésa no es manera de comer —le recriminó Gurder con severidad—. Es de mala educación metértelo todo en la boca y luego cortar con los dientes lo que sobra. ¿Qué pensará la gente si te ve?

—Mmm…, aquí mmmno hay mmmnadie… —respondió Angalo, con palabras casi ininteligibles—. Só’o tú y ’asklin.

Masklin abrió la tapa de un pequeño cartón de leche, casi del tamaño de un gnomo.

—Esto está mucho mejor, ¿no? —dijo Gurder—. Buena comida natural, sacada de latas y recipientes como es debido. Nada de tener que limpiarle la tierra, como en la cantera. Además, aquí dentro se está caliente y cómodo. Es la única manera de viajar. ¿Alguien quiere más de esta… cosa? —señaló uno de los platos con gesto vago, no muy seguro de qué era lo que contenía.

Sus compañeros rechazaron el ofrecimiento con un gesto de cabeza. El plato contenía una cosa brillante, de color rosado, temblorosa y con una cereza encima; por alguna extraña razón, aquella sustancia producía la impresión de algo que ningún gnomo comería aunque se lo pusieran en el plato después de una semana de ayuno.

—¿A qué sabe? —preguntó Masklin cuando Gurder hubo probado un bocado.

—Sabe a rosado —respondió Gurder.[3]

—¿A alguien le apetece el cacahuete para terminar? —preguntó Angalo. Con una sonrisa, añadió—: ¿No? Entonces, lo voy a tirar, ¿os parece?

—¡No lo hagas! —exclamó Masklin. Sus compañeros se volvieron a observarlo—. Lo siento… Quería decir que no debes hacerlo. No está bien desperdiciar comida en buenas condiciones.

—Exacto. Es una iniquidad —asintió Gurder, escrupuloso.

—Mmmm. No sé qué es eso de la iniquidad —dijo Masklin—, pero, desde luego, es una estupidez. Guarda el cacahuete en la bolsa. Nunca se sabe cuándo puede llegar la necesidad.

Angalo estiró los brazos y bostezó.

—Me gustaría poder lavarme… —murmuró.

—No he visto agua por ninguna parte —contestó Masklin—. Probablemente haya un baño o un lavamanos en alguna parte, pero no se me ocurre por dónde empezar a buscar.

—Hablando del baño… —apuntó Angalo.

—Por favor, utiliza el otro extremo del conducto —le pidió Gurder.

Y ten cuidado de no mojar ningún cable, añadió la Cosa. Angalo asintió con expresión de desconcierto y se alejó gateando en la penumbra.

Gurder bostezó y se estiró.

—¿No nos buscará esa humana repartidora de comida? —preguntó.

—No lo creo —respondió Masklin—. Cuando vivimos en el Exterior, antes de encontrar la Tienda, estoy seguro de que los humanos nos vieron alguna vez, pero me parece que nunca dieron crédito a lo que veían sus ojos. Si hubieran visto a algún gnomo de verdad, no utilizarían en sus jardines esas extrañas figuras decorativas remotamente parecidas a nosotros.

Gurder llevó la mano bajo sus ropas y sacó la imagen de Su Nieto Richard. Pese a la escasa luz del conducto, Masklin reconoció el rostro: era idéntico al del humano del asiento. El de éste no tenía las arrugas de doblar el papel y no estaba compuesto de cientos de puntitos, pero salvo estos detalles…

—¿No crees que Él está en alguna parte? —inquirió Gurder, con más deseos que esperanzas.

—Es posible, desde luego —contestó Masklin, sintiéndose ruin—. Pero escucha, Gurder… Tal vez Angalo va un poco lejos en sus afirmaciones, pero puede que tenga razón. Tal vez Su Nieto Richard sólo sea otro humano, ¿entiendes? Lo más probable es que los humanos construyeran la Tienda para los humanos. Luego, vuestros antepasados se trasladaron a ella porque era un sitio abrigado y seco. Y luego…

—No te escucho, ¿te enteras? —replicó Gurder—. No toleraré qué me digas que sólo somos una especie de ratas. Somos una gente especial.

—La Cosa ha dicho rotundamente que procedemos de otra parte, Gurder —insistió Masklin con paciencia.

El Abad volvió a doblar la foto.

—Tal vez sea así, o tal vez no. Es un asunto sin importancia.

—Angalo opina que, si es verdad, la tiene.

—No veo por qué. —Gurder se encogió de hombros—. Hay muchas clases de verdad. Si te digo que sólo eres un montón de barro, líquidos, huesos y pelo, estoy diciendo una verdad. Y si te digo que eres algo que está dentro de tu cabeza y que se escapa cuando mueres, también eso es verdad. Pregúntale a la Cosa.

En la superficie del cubo parpadearon unas lucecitas de colores. Masklin puso cara de perplejidad.

—Nunca le he hecho preguntas de este tipo —declaró.

—¿Por qué no? ¡Es lo primero que yo le habría preguntado!

—Supongo que responderá algo así como «No computable» o «Parámetros no operativos». Es lo que dice cuando ignora algo y no quiere reconocerlo. ¿Cosa?

La Cosa no respondió. Sus luces de colores cambiaron de secuencia.

—¿Cosa? —repitió Masklin.

Estoy interviniendo unas comunicaciones.

—Suele dedicarse a eso cuando se aburre —explicó Masklin a Gurder—. Se queda así, escuchando mensajes invisibles que viajan por el aire. Presta atención, Cosa. Esto es muy importante; queremos…

Las luces oscilaron. Muchas de ellas se pusieron rojas.

—¡Cosa! Nosotros…

La Cosa emitió su pequeño chasquido equivalente a un carraspeo.

Un gnomo ha sido visto en la cabina de los pilotos.

—Escucha, Cosa, queremos que… ¿Qué has dicho?

Repito: un gnomo ha sido visto en la cabina de los pilotos.

Masklin echó un apresurado vistazo en torno a él.

—¿Angalo?

Es extremadamente posible que se trate de él, respondió la Cosa.