Enfoca los ojos de la imaginación como si fueran una cámara…
Esto es el universo, una rutilante esfera de galaxias como el adorno de algún árbol de Navidad inimaginable.
Busca una galaxia…
Enfoca.
Esto es una galaxia, un remolino como la crema de una taza de café, y cada uno de los alfileres de luz es una estrella.
Busca una estrella…
Enfoca.
Esto es un sistema solar, donde los planetas corren raudos en torno a los fuegos centrales de su sol. Algunos planetas están muy próximos a él, tan calientes que el plomo se fundiría en ellos. Otros giran muy lejos, donde nacen los cometas.
Busca un planeta azul…
Enfoca.
Esto es un planeta. La mayor parte de dicho planeta está cubierta de agua. Y el planeta se llama Tierra.
Busca un país…
Enfoca.
… azules y verdes y pardos bajo el sol, y ahí hay una figura apaisada que es…
Enfoca.
… un aeropuerto, una colmena de cemento para abejas de plata, y ahí hay un…
Enfoca.
… edificio lleno de gente y de ruido y…
Enfoca.
… una sala brillantemente iluminada y bulliciosa y…
Enfoca.
… una papelera llena de desperdicios y…
Enfoca.
… un par de ojos diminutos y…
Enfoca.
Enfoca.
¡Clic!
Masklin se deslizó con cautela por un viejo envase de hamburguesa.
Había estado observando a los humanos, que era cientos y cientos. El gnomo empezaba a comprender que subir a un avión no era lo mismo que robar un camión.
Angalo y Gurder se habían refugiado en lo más hondo del contenido de la papelera y allí daban cuenta, con expresión sombría, de los restos de una patata frita fría y grasienta.
«Esto ha significado un gran golpe para todo el grupo», se dijo Masklin.
Por ejemplo, para Gurder. Tiempo atrás, en la Tienda, Gurder era el Abad. Entonces creía que Arnold Bros había hecho la Tienda para los gnomos, y en la cantera aún seguía pensando que en alguna parte había algún Arnold Bros que los vigilaba y protegía, porque los gnomos eran importantes. Ahora estaban allí fuera, en el Exterior, y se estaban dando cuenta de que los gnomos no eran en absoluto importantes…
Y también estaba Angalo. El joven experto en vehículos no creía en Arnold Bros pero le gustaba pensar que sí existía, para así poder seguir en sus trece de no creer en él.
Y, por último, estaba él mismo.
Nunca había pensado que sería tan complicado.
Había imaginado que los aviones no eran sino camiones con más alas y menos ruedas.
Pero en aquel lugar había más humanos de los que había visto nunca. ¿Cómo iban a encontrar a Su Nieto Richard, de treinta y nueve, en un sitio como aquél?
«Espero que me dejen un poco de esa patata frita…», divagó.
Angalo alzó la vista hacia él.
—¿Lo has visto? —preguntó en tono irónico. Masklin respondió encogiéndose de hombros.
—Ya te lo advertí. La fe ciega no funciona nunca —replicó Angalo, dirigiendo una mirada furibunda a Gurder.
—Puede que ya se haya marchado —apuntó Masklin—. Podría haber pasado junto a nosotros en cualquier momento.
—Entonces, volvamos con los demás —propuso Angalo—. Ya deben de echarnos de menos. Hemos hecho el esfuerzo, hemos visto el aeropuerto y por poco esos humanos no nos han aplastado una decena de veces. Ahora, volvamos al mundo real.
—¿Qué opinas tú, Gurder? —preguntó Masklin.
El Abad le dirigió una mirada prolongada y desesperada.
—No lo sé —respondió al fin—. Realmente, no lo sé. Yo tenía la esperanza de que…
Su voz se apagó. El pobre Gurder parecía tan abatido que incluso Angalo le dio unas palmaditas en el hombro.
—No te lo tomes tan a pecho —lo consoló—. No creerías en serio que alguna especie de Su Nieto Richard, de treinta y nueve, iba a descender del cielo y llevarnos a Florida, ¿verdad? Mira, lo hemos intentado y no ha dado resultado. Ahora, volvamos con los demás.
—¡Por supuesto que no pensaba eso! —replicó Gurder, irritado—. Sólo pensé que… quizás de algún modo… habría un medio de lograrlo.
—El mundo pertenece a los humanos. Ellos lo han construido todo y lo dirigen todo. Lo mejor que podemos hacer es aceptarlo —sentenció Angalo.
Masklin contempló la Cosa. Sabía que los estaba escuchando. Aunque sólo fuera un pequeño dado negro, cuando la Cosa prestaba atención a lo que se decía, siempre parecía, de algún modo, más alerta.
El problema era que sólo hablaba cuando le apetecía. Siempre le daba a uno la ayuda mínima indispensable, y nada más. La Cosa parecía estar siempre sometiéndolos a prueba.
—Cosa —dijo, pues—, sé que puedes oírme porque en este edificio debe de haber montones de electricidad. Estamos en el aeropuerto. No encontramos a Su Nieto Richard, de treinta y nueve. Ni siquiera sabemos por dónde empezar a buscar. Ayúdanos, por favor.
La Cosa guardó silencio.
—Si no nos ayudas —continuó Masklin sin alzar la voz—, volveremos a la cantera a hacer frente a los humanos, pero eso no te afectará porque vamos a dejarte aquí. Lo vamos a hacer de verdad. Y los gnomos no volverán a encontrarte nunca. No habrá otra oportunidad. Moriremos, ya no quedarán más gnomos en ninguna parte, y tú tendrás la culpa. Y en todos los años futuros estarás sola e inútil y entonces pensarás: «Quizá debería haber ayudado a Masklin cuando me lo pidió»; y te dirás: «Si pudiera volver atrás en el tiempo, lo ayudaría». Pues bien, Cosa, imagina que todo eso ha sucedido realmente y que, por arte de magia, has conseguido realizar tu deseo. Ayúdanos, pues.
—¡Pero si es una máquina! —masculló Angalo—. ¡No se puede hacer chantaje a una máquina!
Sobre la negra superficie de la Cosa se encendió una lucecita roja.
—Sé que puedes averiguar qué están pensando otras máquinas —dijo Masklin—. Pero ¿puedes saber qué está pensando un gnomo? Si no crees que hablo en serio, léeme los pensamientos. Dices querer que los gnomos actúen con inteligencia. Pues bien, ahora lo estoy haciendo. Y soy lo bastante inteligente como para saber cuándo necesito ayuda. La necesito ahora. Y tú puedes prestármela. Sé que puedes. Si no nos ayudas, te abandonaremos ahora mismo y olvidaremos que hayas existido nunca.
Una segunda lucecita se encendió, muy débilmente.
Masklin se incorporó e hizo un gesto de asentimiento a los demás.
—Muy bien —declaró—. Vamos.
La Cosa emitió el ruidito electrónico equivalente al carraspeo de un gnomo.
¡De qué modo puedo prestar ayuda!, dijo.
Angalo lanzó una sonrisa a Gurder.
Masklin se sentó de nuevo.
—Busca a Su Nieto, Richard Arnold, de treinta y nueve —respondió.
Eso me va a llevar mucho tiempo, protestó la Cosa.
—¡Oh!
En la superficie de la Cosa parpadearon algunas luces. Instantes después, el cubo informó:
He localizado a un Richard Arnold, de treinta y nueve años. Acaba de entrar en la sala de embarque de primera clase para el vuelo doscientos cinco a Miami, Florida.
—Pues no has tardado tanto… —comentó Masklin.
Casi trescientos microsegundos, informó la Cosa. Es mucho.
—Aun así, me parece que no lo he entendido todo —añadió el gnomo.
¿Qué es lo que no has entendido?
—Casi todo —reconoció Masklin—. Lo que has dicho después de «acaba de entrar en…»
Alguien con ese nombre está aquí, en una sala especial, esperando a subir a un gran pájaro de plata que vuela por los aires, para que lo transporte a un lugar llamado Florida, explicó la Cosa.
—¿Qué? ¿Un gran pájaro de plata? —intervino Angalo.
—Se refiere a un avión. Lo ha dicho en son de burla —dijo Masklin.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo ha averiguado todo eso? —insistió Angalo con aire suspicaz.
Este edificio está lleno de ordenadores, explicó la Cosa.
—¿Qué? ¿Ordenadores como tú?
La Cosa respondió como si se sintiera ofendida.
Son muy primitivos, pero puedo entenderlos. Aunque para ello tengo que pensar muy despacio. Su tarea consiste en saber adonde van los humanos.
—Eso es más de lo que la mayoría de humanos son capaces de hacer —dijo Angalo.
—¿Sabes cómo podemos dar con él? —preguntó Gurder, a quien se le había iluminado la expresión.
—¡Un momento, un momento! —se apresuró a protestar Angalo—. Será mejor que no vayamos tan aprisa.
—Hemos venido aquí a buscarlo, ¿no? —replicó Gurder.
—Sí, pero, ¿qué podemos hacer en realidad?
—Bueno, sí, esto… Desde luego, podemos…
—Ni siquiera sabemos qué es una sala de embarque.
—La Cosa ha dicho que es un sitio donde los humanos esperan para subir a un avión —explicó Masklin.
Gurder aguijoneó a Angalo con un dedo acusador.
—Estás asustado, ¿verdad? ¡Tienes miedo a que lleguemos a ver a Su Nieto Richard, porque eso significaría que realmente existe un Arnold Bros y que tú estabas equivocado! Eres como tu padre. ¡El tampoco habría soportado no tener razón!
—¡Por quien tengo miedo es por ti! —replicó el joven Angalo—. Porque vas a descubrir que Su Nieto Richard no es más que otro humano. Arnold Bros también fue un humano. O dos humanos. Y descubrirás que construyeron la Tienda para los humanos. ¡Ni siquiera sabían que existían los gnomos! Y deja en paz a mi padre.
La Cosa abrió la minúscula escotilla de su cara superior. A veces lo hacía. Mientras permanecían cerradas, las escotillas no podían apreciarse. Pero cuando la Cosa estaba realmente interesada por algo, abría alguna de ellas y extendía un platillo plateado en el extremo de un poste, o un complejo dispositivo de tubos y conductos.
En esta ocasión, desplegó un armazón de alambre sobre una varilla metálica. Lentamente, la especie de rejilla empezó a girar.
Masklin levantó la Cosa del suelo y, mientras sus dos compañeros discutían, dijo en voz baja:
—¿Sabes dónde está esa sala de embarque?
Sí, respondió la Cosa.
—Entonces, vamos.
Angalo volvió la vista hacia él.
—¡En! ¿Qué estás haciendo?
Masklin no le hizo caso y murmuró a la Cosa:
—¿Y sabes cuánto tiempo tenemos antes de que empiece a marcharse a Florida?
Una media hora.
Los gnomos viven diez veces más deprisa que los humanos y son más difíciles de ver que un veloz ratón casero.
Por esta razón, la mayoría de los humanos casi nunca los ve.
Y otra razón para ello es que los humanos son expertos en no ver las cosas que saben que no existen. Y como todos los humanos juiciosos saben que no existen seres parecidos a ellos, pero de diez centímetros de altura, cualquier gnomo que se proponga no ser visto es muy probable que consiga su objetivo.
Así pues, nadie advirtió las tres borrosas figurillas que corrían por el suelo de la terminal del aeropuerto. Los gnomos sortearon las ruedas retumbantes de las carretillas de equipajes, corrieron entre las piernas de los lentos y torpes humanos, zigzaguearon entre las patas de los sillones y se hicieron casi invisibles mientras atravesaban un enorme pasillo lleno de ecos.
Y desaparecieron tras una gran maceta.
Existe la teoría de que un suceso, un objeto, afecta a todo lo demás, a todo lo que existe en cualquier lugar. Y tal vez sea cierto.
O tal vez sea que el mundo está, simplemente, lleno de pautas de conducta.
Por ejemplo, a diez mil kilómetros de donde estaba Masklin, en un árbol de una brumosa ladera, había una planta con el aspecto de una gran flor. La planta crecía encajada en la horqueta de una rama y el tronco, con las raíces colgando en el aire para atrapar todos los nutrientes posibles de la niebla. En términos científicos era una bromelia epífita, aunque ignorarlo no significaba una gran diferencia para la planta.
En el centro del capullo de la planta-flor, el agua se condensaba formando un pequeño charco.
Y en él había unas ranas.
Unas ranitas pequeñas, minúsculas.
Unas ranas cuyo ciclo vital era tan corto que nunca abandonaban su lugar de nacimiento.
Vivían cazando insectos entre los pétalos, ponían los huevos en el charco del centro y allí crecían los renacuajos hasta hacerse ranas adultas, las que, a su vez, hacían más renacuajos. Finalmente, al morir, sus cuerpos se hundían en el fondo y pasaban a formar parte del abono en la base de las hojas, donde contribuían a nutrir la planta.
Y así era la vida de las ranas desde que éstas podían recordar.[1]
Hasta que un buen día una rana, persiguiendo a unas moscas, se perdió y se encaramó por uno de los pétalos —o, mejor, de las hojas— externos de la planta. Desde allí, la ranita vio algo que nunca antes había visto.
Vio el universo.
Más exactamente, vio la rama del árbol, que se extendía hasta desaparecer en la bruma.
Y a varios metros de distancia, con las gotitas de humedad brillando bajo un solitario rayo de sol, había otra flor.
La rana se sentó a mirarlo todo.
—¡Uf! ¡Uf! ¡Uf! —Gurder se apoyó en la pared y jadeó como un perro acalorado en un día de sol.
Angalo se hallaba también casi sin aliento, pero estaba enrojeciendo como un tomate en sus esfuerzos por no demostrarlo.
—¿Por qué no nos has avisado? —exclamó.
—Estabais demasiado ocupados discutiendo —respondió Masklin—. La única manera de haceros correr era empezar a moverse.
—Muchas… gracias… —jadeó Gurder.
—¿Cómo es que tú no resoplas? —inquirió Angalo.
—Estoy acostumbrado a correr —dijo Masklin, asomándose tras una hoja de planta—. Muy bien, Cosa. Y ahora, ¿qué?
Seguid por el pasillo, respondió la Cosa.
—¡Si está lleno de humanos! —gimió Gurder.
—¡Todo está lleno de ellos! Por eso resolvimos llevar esto adelante —declaró Masklin. Tras una pausa, añadió—: Escucha, Cosa, ¿no podemos ir por otra ruta? Gurder ha estado a punto de morir aplastado hace un momento.
Unas luces de colores formaron complejos dibujos en la superficie de la Cosa. Finalmente, preguntó:
¿Cuál es vuestro objetivo principal?
—Encontrar a Su Nieto Richard, de treinta y nueve —susurró Gurder.
—No. Lo más importante es ir a ese lugar llamado Florida —disintió Masklin.
—¡Nada de eso! —se opuso Gurder—. ¡Yo no quiero ir a ninguna Florida!
Tras unos instantes de vacilación, Masklin dijo:
—Probablemente no sea el mejor momento para decirlo, pero no he sido del todo sincero con vosotros…
Habló entonces a sus compañeros sobre la Cosa y el espacio, y sobre la Nave que aguardaba en el cielo. En torno a ellos, seguía atronando el tumulto inagotable de un edificio repleto de bulliciosos humanos. Por último, Gurder murmuró:
—Entonces, ¿no pretendes encontrar a Su Nieto Richard?
—Supongo que ese humano es muy importante —se apresuró a contestar Masklin—, pero tienes razón. En Florida hay un lugar donde tienen una especie de aviones que suben directamente hacia arriba para dejar en el cielo una especie de Cosas que emiten pitidos.
—¡Oh, vamos! —replicó Angalo—. ¡No se pueden dejar cosas en el cielo! ¡Se caerían!
—Yo tampoco lo entiendo muy bien —reconoció Masklin—. Pero si uno sube lo bastante arriba, deja de existir un abajo. Me parece. En cualquier caso, lo único que tenemos que hacer es ir a Florida y poner la Cosa en uno de esos aviones que van hacia arriba. Ella se encargará de hacer el resto, según dice.
—¿De todo? —repitió Angalo.
—No puede ser más difícil que robar un camión —insistió Masklin.
—¿No estarás proponiendo que robemos un avión, verdad? —intervino Gurder, absolutamente aterrorizado a aquellas alturas.
—¡Guau! —exclamó Angalo. Su mirada se iluminó como si estuviera dotada de una invisible energía interna. Al joven gnomo le encantaban los vehículos de todas clases; sobre todo, cuando viajaban deprisa.
—A ti también te gustaría, ¿no es eso? —murmuró Gurder en tono acusador.
—¡Guau! —exclamó de nuevo Angalo, como si estuviera contemplando una escena que sólo él podía ver.
—¡Estáis locos! —sentenció Gurder.
—Nadie ha dicho nada de robar un avión —se apresuró a asegurar Masklin—. No vamos a hacer tal cosa. Sólo vamos a hacer un viaje en él, espero.
—¡Guau!
—¡Y tampoco vamos a intentar conducirlo, Angalo!
El citado se encogió de hombros.
—Está bien —asintió—. Pero imaginemos que viajamos en él y el conductor se pone enfermo; supongo que en ese caso tendría que hacerme cargo de los mandos. Al fin y al cabo, llevé el Camión bastante bien…
—¡Pero si no dejabas de tropezar con las cosas del camino! —protestó Gurder.
—Estaba aprendiendo. En cualquier caso, en el cielo no se puede tropezar con nada, excepto con las nubes, y éstas parecen bastante blandas —afirmó Angalo.
—¡Está el suelo!
—¡Bah!, el suelo no sería problema. Estaría demasiado lejos.
Masklin dio unos golpecitos sobre la Cosa.
—¿Sabes dónde está el avión que va a Florida?
Sí.
—Entonces, condúcenos allí. Evitando los grupos numerosos de humanos, si es posible.
Caía una lluvia mansa, y, como ya empezaba a anochecer, en todo el aeropuerto empezaban a encenderse las luces.
Absolutamente nadie escuchó el ligero tintineo de la rejilla de un conducto de ventilación al desprenderse de una pared exterior del edificio de la terminal.
Tres siluetas borrosas se descolgaron hasta el asfalto y se alejaron a toda velocidad.
En dirección a los aviones.
Angalo alzó la cabeza. Y continuó levantándola. Y aún hubo de torcerla más. Por último, se encontró con el cuello completamente vuelto hacia arriba.
—¡Oh! ¡Guau! —no cesaba de repetir. Al joven gnomo casi le saltaban las lágrimas.
—Es demasiado grande —murmuró Gurder, intentando no mirar. Como a la mayoría de los gnomos nacidos en la Tienda, le desagradaba alzar la vista y no encontrar un techo encima de su cabeza. Angalo tampoco se sentía cómodo pero, más que el hecho de estar en el Exterior, le disgustaba no ir deprisa.
—Yo los he visto ascender por el cielo —declaró Masklin—. Esos aviones vuelan de verdad, os lo aseguro.
—¡Guau!
El aparato se cernía sobre ellos, tan grande que uno tenía que retroceder más y más para apreciar su auténtico tamaño. La lluvia brillaba sobre él. Las luces del aeropuerto provocaban borrosos reflejos verdes y blancos en sus flancos. Aquello no era un objeto; era un pedazo de cielo con forma.
—Por supuesto, cuando están lejos parecen mucho más pequeños —apuntó Masklin, al tiempo que alzaba los ojos hacia el aparato. En su vida se había sentido tan pequeño.
—Yo quiero uno —gimió Angalo, apretando los puños—. ¡Miradlo! ¡Parece que va demasiado deprisa incluso estando quieto!
—Entonces, ¿cómo subimos a él? —preguntó Gurder.
—¿Os imagináis la cara que pondrían los nuestros si aparecemos con esto?
—Sí, me lo imagino. Con terrible claridad —asintió Gurder—. Pero, insisto, ¿cómo entramos en ese vehículo?
—Podemos… —empezó a decir Angalo, titubeante—. ¿Por qué has tenido que insistir en eso? —añadió a continuación.
—Están los agujeros de los que sobresalen las ruedas —apuntó Masklin—. Creo que podríamos encaramarnos ahí.
No, intervino la Cosa, que el gnomo llevaba sujeta bajo el brazo. Ahí no podríais respirar. Tenéis que viajar en el interior del avión. Donde vuelan los aviones, el aire es muy tenue.
—¡Pues claro! —replicó Gurder, obstinado—. ¡Así es como debe ser el aire!
No podríais respirar, repitió la Cosa con voz paciente.
—Claro que sí —dijo Gurder—. Siempre he podido respirar.
—Cerca del suelo hay más aire —intervino Angalo—. Lo leí en un libro. Aquí abajo hay mucho aire, pero, cuando uno asciende más arriba, cada vez encuentra menos.
—¿Por qué?
—No lo sé. Supongo que tiene miedo de las alturas.
Masklin vadeó los charcos del asfalto hasta que pudo observar el otro extremo del avión. A cierta distancia, un par de humanos estaba empleando una especie de máquinas para cargar cajas por una abertura en el costado del aparato. Volvió atrás, sorteando los gigantescos neumáticos, y estudió con los ojos entrecerrados un conducto alargado y elevado que se extendía desde el edificio de la terminal hasta el avión.
Señaló aquella especie de tubo cuadrado y comentó a los demás:
—Creo que los humanos son cargados en el avión por ese pasadizo.
—¿Qué? ¿Por un tubo? ¿Como si fueran agua? —se asombró Angalo.
—Siempre es mejor eso que quedarse aquí fuera mojándose —apuntó Gurder—. Yo ya estoy empapado.
—Tiene escaleras y cables y cosas —dijo Masklin—. No ha de ser muy difícil encaramarse ahí. Y debe de existir alguna rendija por las que poder colarse. Cuando los humanos construyen algo —añadió con un gesto desdeñoso—, siempre se dejan alguna.
—¡Vamos allá! —exclamó Angalo—. ¡Oh, sí! ¡Guau!
—Pero no debes intentar robarlo, ¿de acuerdo? —le advirtió Masklin; acto seguido, entre él y Angalo ayudaron a Gurder, que estaba ligeramente obeso, a reemprender la marcha a la carrera—. Sabemos que el avión se dirige, de todos modos, a donde queremos ir…
—¡No, no! ¡Ese avión no va a donde yo quiero ir! —gimió Gurder—. ¡Quiero volver con los demás!
—… y tampoco debes intentar conducirlo. No somos suficientes para hacerlo. Además, supongo que será mucho más complicado que guiar un camión. Este avión es un… ¿sabes cómo se llama, Cosa?
Un Concorde.
—Exacto —asintió Masklin—. Es un Concorde, sea lo que sea. Y tienes que prometer que no vas a robarlo.