Salté, oh hermanos míos, y pegué fuerte en la vereda, pero no snufé, oh no. Si hubiese snufado no estaría aquí para escribir lo que escribí. Parece que no salté desde una altura suficiente para matarme. Pero me rompí la espalda y las muñecas y las nogas y sentí un dolor muy bolche antes de desmayarme, hermanos, y vi los litsos sorprendidos y desconcertados de los chelovecos de la calle que me miraban desde arriba. Y justo antes de desmayarme videé muy claro que en todo el horrible mundo no había un solo cheloveco que me apoyase, y que la música a través de la pared había sido preparada por los que se suponía eran mis nuevos drugos, y que querían una vesche así para imponer la política que a ellos les interesaba, horrible y vanidosa. Todo eso se me pasó por la golová en un millonésimo de minuta antes que desaparecieran el mundo y el cielo y los litsos de los chelovecos que me miraban desde arriba.
Cuando volví a la chisna, después de un hueco negro negro que a lo mejor duró un millón de años, yo estaba en un hospital, todo blanco y con ese vono de los hospitales, todo ácido y pulido y limpio. Esas vesches antisépticas que usan en los hospitales tendrían que tener un vono de veras joroschó a cebollas fritas o a flores. Muy despacio empecé a entender quién era yo, y me tenían todo envuelto en cosas blancas, y no podía sentir nada en el ploto, ni dolor ni sensación ni otras vesches. Me habían vendado la golová, y tenía como unos pedazos de tela pegados al litso, y las rucas también todas vendadas, y pedacitos de madera atados a los dedos, algo así como si fueran flores que hay que tener derechas, y mis pobres y viejas nogas también estaban estiradas, y por todos lados vendas y jaulas de alambre, y en la ruca derecha, cerca del plecho, el crobo rojo rojo goteaba de un frasco boca abajo. Pero yo no sentía nada, oh hermanos míos. Había una enfermera sentada al lado de mi cama, y leía un libro impreso con letras muy oscuras, y se podía videar que era un cuento porque había un montón de comas invertidas, y mientras leía respiraba fuerte uh uh uh por la emoción, así que seguramente era un cuento acerca del viejo unodós unodós. Esta enfermera era una débochca de veras joroschó, con una rota muy roja y largas pestañas en los glasos, y debajo del uniforme muy almidonado se podía videar que tenía unos grudos realmente joroschó. Así que le dije: —¿Qué tal, hermanita? Ven y acuéstate un ratito con tu malenco drugo en esta cama. —Pero los slovos no me salieron nada joroschó, era como si yo tuviera la rota toda rígida, y sentí con la yasicca que algunos de mis subos ya no estaban. Pero la enfermera pegó un salto y el libro cayó al suelo, y ella dijo:
—Oh, recuperó el sentido.
Era mucho hablar para una malenca ptitsa como ella, y quise decírselo, pero los slovos no se formaron, y sólo salió algo como er er er. La enfermera se marchó y me dejó odinoco, y entonces pude videar que estaba en un malenco cuarto para mí solo, y no en una de esas salas largas como la que conocí cuando era málchico muy pequeño, llena de vecos starrios moribundos que tosían, de modo que uno deseaba sanarse pronto. Difteria era lo que yo tenía entonces, oh hermanos míos.
Según parece ahora no podía mantenerme consciente mucho tiempo, pues volví a dormirme casi en seguida, muy scorro, pero dos minutos más tarde tuve la seguridad de que esta ptitsa enfermera había vuelto con varios chelovecos de chaquetas blancas, y que me videaban con el ceño muy fruncido, haciendo hum hum hum frente a Vuestro Humilde Narrador. Y estoy seguro que con ellos estaba el viejo chaplino de la staja goborando: —Oh, hijo mío, hijo mío —y despidiendo un vono muy rancio de whisky y diciendo luego: —Pero no quise quedarme allí, oh no. De ningún modo podía aceptar lo que estos brachnos les están haciendo a los pobres prestúpnicos. Así que me fui y ahora predico sermones denunciando todo, mi pequeño y bienamado hijo en J. C.
Más tarde desperté de nuevo, y alrededor de la cama estaban los tres, los vecos de la casa de donde yo había saltado, es decir D. E. da Silva, qué sé yo cuántos Rubinstein y Z. Dolin. —Amigo —estaba diciendo uno de esos vecos, pero no pude videar o slusar joroschó quién era—, amiguito —seguía diciendo la golosa—, la gente arde de indignación. Has destruido las posibilidades de reelección de esos horribles e infatuados villanos. Has prestado un buen servicio a la Libertad. —Traté de decir:
—Si hubiese muerto habría sido todavía mejor para ustedes, brachnos políticos, ¿verdad, drugos falsos y traidores? —Pero lo único que me salió fue er er er. Entonces me pareció que uno de los tres desplegaba un montón de recortes de gasettas, y pude videarme en una horrible fotografía, todo cubierto de crobo y tendido en una camilla que llevaban dos vecos, y me pareció recordar algo así como fogonazos que seguramente eran de los vecos fotógrafos. Con un glaso pude leer los titulares de los recortes, que temblaban en la ruca del cheloveco, cosas como NIÑO VÍCTIMA DEL CRIMINAL PLAN DE REFORMA y GOBIERNO ASESINO, y aparecía la foto de un veco que me pareció conocido, y decía QUE LO ECHEN, y seguro que era el ministro del Inferior o Interior. En eso la ptitsa enfermera dijo:
—No tienen que excitarlo tanto. No hagan nada que lo ponga nervioso. Ahora, vamos, salgan de aquí. —Intenté hablar:
—Que los echen —pero otra vez salió er er er. En fin, los tres vecos políticos se marcharon. Y yo también me fui, pero de regreso a mi mundo, a la oscuridad total que se interrumpía únicamente con sueños raros que yo no sabía si eran sueños o no, oh hermanos míos. Por ejemplo, se me ocurrió que todo mi cuerpo o ploto se vaciaba de algo que era como agua sucia, y que después lo llenaban con agua limpia. Y después tenía sueños realmente hermosos y joroschós, y estaba en el auto de un veco que yo había crastado, y recorría el mundo odinoco, atropellando liudos y oyéndolos crichar que se morían, y yo no sentía náuseas ni dolor. Y también otros sueños en que les hacía el viejo unodós a las débochcas, obligándolas a tirarse en el suelo y que me la aguantaran bien, y todos alrededor mirando, golpeando las rucas y vivando como besuños. Y ahí me desperté otra vez y eran mi pe y mi eme que venían a videar al hijo enfermo, y mi eme hacía bujú realmente joroschó. Yo ya podía goborar mucho mejor, y les dije:
—Bueno bueno bueno bueno bueno, ¿qué pasa? ¿Qué les hace pensar que son bienvenidos? —Mi papá dijo con un aire medio avergonzado:
—Saliste en los diarios, hijo. Dicen que te hicieron mucho daño. Explican que el gobierno te obligó a que trataras de matarte. Y en cierto modo también fue culpa nuestra, hijo. En fin, tu casa es tu casa, hijo. —Y mi ma seguía haciendo bujuju, y fea como bésame los scharros. De modo que les dije:
—¿Y cómo está el nuevo hijo, Joe? Bien, sanito y próspero, espero y deseo. —Mi ma dijo:
—Oh, Alex, Alex. Ouuuuuu. —Y mi papapa continuó:
—Una cosa muy triste, hijo. Tuvo problemas con la policía y lo golpearon.
—¿De veras? —dije—. ¿De veras? Un cheloveco tan bueno y tan virtuoso… Sinceramente, estoy sorprendido.
—No se metía con nadie —dijo mi pe—, y la policía le dijo que no se quedara allí. Estaba en una esquina, hijo, esperando a una chica. Y le dijeron que se moviera, y él dijo que tenía derecho a estar allí, y entonces se le fueron encima y lo golpearon mucho.
—Terrible —dije—. De veras terrible. ¿Y dónde está ahora el pobre chico?
—Ouuuuu —sollozó mi ma—. Volvió a su caaaaasa. —Sí —dijo papá—. Volvió a su pueblo para curarse.
Aquí tuvieron que darle el empleo a otro.
—Así que ahora —dije— ustedes quieren que yo vuelva a casa, y que todo quede como antes.
—Sí, hijo —contestó mi papapa—. Por favor, hijo. —Lo pensaré —dije—. Lo pensaré con mucho cuidado.
—Ouuuuu —seguía mi ma.
—Oh, basta —dije—, o te daré algo apropiado para chillar y crichar. Un buen puntapié en los subos, eso es lo que necesitas. —Y cuando se lo dije, hermanos míos, me sentí de veras un malenco mejor, como si el crobo rojo rojo y nuevo me estuviese subiendo y bajando por todo el ploto. Realmente, tenía que pensarlo. Era como si para sentirme mejor tuviese que sentirme peor.
—No le hables así a tu madre, hijo —dijo mi papapa—. Después de todo, ella te trajo al mundo.
—Sí —contesté—, y qué grasño mundo vonoso. —Cerré fuerte los glasos, como si me dolieran, y dije: —Ahora váyanse. Pensaré en eso de volver. Pero las cosas tendrán que ser muy distintas.
—Sí, hijo —contestó mi pe—. Lo que tú digas.
—Tendrán que entender de una vez —continué— quién es el amo.
—Ouuuuu —seguía mi ma.
—Muy bien, hijo —dijo mi papapa—. Las cosas se harán como tú digas. Pero ahora cúrate.
Cuando se marcharon me quedé tendido y pensé un poco en diferentes vesches, como diferentes visiones que me pasaban por la golová, y cuando volvió la ptitsa enfermera y me arregló las sábanas de la cama, le dije:
—¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí?
—Cerca de una semana —dijo ella.
—¿Y qué me hicieron?
—Bueno —explicó ella—, tenía muchas fracturas y golpes, conmoción grave, y había perdido mucha sangre. Tuvieron que arreglarle todo eso, ¿no es así?
—Pero —dije— ¿me hicieron algo en la golová? Quiero decir, ¿estuvieron toqueteándome adentro en el cerebro?
—Lo que hayan hecho —dijo la ptitsa— es para bien suyo.
Pero un par de días después vinieron dos vecos doctores, jovencitos y con sonrisas muy sladquinas, y traían un libro de imágenes. Uno de ellos dijo: —Queremos que mire estas cosas y nos cuente lo que piensa. ¿De acuerdo?
—¿Qué pasa, druguitos? —pregunté—. ¿Qué nueva idea besuña se traen ahora? —Los dos se miraron con una sonrisa avergonzada y se sentaron a cada lado de la cama y abrieron el libro. En la primera página se videaba la fotografía de un nido con huevos.
—¿Qué le parece? —preguntó uno de los vecos doctores.
—Un nido de pájaros —contesté—, lleno de huevos. Muy muy lindos.
—¿Y qué le gustaría hacer con esos huevos? —preguntó el otro.
—Oh —dije—, romperlos. Juntarlos todos y tirarlos contra una pared o una piedra, y videar cómo se rompen realmente joroschó.
—Bien, bien —dijeron los dos, y volvieron la página. Era como el retrato de una de esas aves grandes y bolches llamadas pavos reales, con todas las plumas desplegadas, mostrando vanidosa todos los colorines—. ¿Sí? —dijo uno de estos vecos.
—Me gustaría —dije— arrancarle todas las plumas de la cola y slusar cómo cricha desesperado. Por ser tan vanidoso.
—Bien —dijeron los dos— bien bien bien. —Y siguieron volviendo las páginas. Eran como imágenes de débochcas de veras joroschó, y contesté que me gustaría aplicarles el viejo unodós unodós con mucha ultraviolencia. Había otras imágenes de chelovecos a quien les daban con la bota justo en el litso y el crobo rojo rojo por todas partes, y dije que me gustaría estar también en eso. Y había una imagen del viejo nago que era drugo del chaplino de la prisión, y se lo veía cargando la cruz y subiendo la colina, y yo expliqué que me gustaría manejar el viejo martillo y los clavos. Muy bien. Pregunté:
—¿Qué significa todo esto?
—Hipnopedia profunda —o algún otro slovo por el estilo, dijo uno de los dos vecos—. Parece que está curado.
—¿Curado? —pregunté—. ¿Atado así a esta cama y dicen que estoy curado? Bésenme los scharros, es lo que yo digo.
—Paciencia —aclaró el otro—. Ya no le falta tanto. Así que tuve paciencia y, oh hermanos míos, mejoré mucho, masticando huevos y lonticos de tostada y piteando tazones bolches de chai con leche, hasta que un día me dijeron que vendría a verme una visita muy muy muy especial.
—¿Quién? —pregunté mientras me arreglaban la cama y me peinaban la lujosa gloria, pues ya me habían quitado la venda de la golová y el pelo había vuelto a crecer.
—Ya verá, ya verá —contestaron. Y por cierto que vi. A las dos y media de la tarde estaban allí todos los fotógrafos y los hombres de las gasettas con libretas y lápices y toda esa cala. La verdad, hermanos, casi tocaron trompetas y una fanfarria bolche por este veco grande e importante que venía a videar a Vuestro Humilde Narrador. Y claro que vino, y por supuesto no era otro que el ministro del Interior o el Inferior, vestido a la última moda y con la golosa ja ja ja muy de clase alta. Las cámaras hicieron flash flash cuando extendió la ruca para estrechar la mía. Le dije:
—Bueno bueno bueno bueno bueno. ¿Qué pasa, viejo druguito? —Parece que nadie ponimó eso, pero alguien me dijo con golosa áspera:
—Muchacho, demuestre más respeto al hablar con el ministro.
—Yarblocos —respondí, gruñendo como un perrito—. Bolches y grandes yarblocos para ti.
—Está bien, está bien —dijo muy scorro el del Inferior Interior—. Me habla como a un amigo, ¿no es así, hijo?
—Yo soy el amigo de todos —dije—. Excepto de mis enemigos.
—¿Y quiénes son tus enemigos? —preguntó el ministro, mientras todos los vecos de las gasettas dale que dale que dale al lápiz—. Cuéntanos, hijo mío.
—Todos los que me hacen daño —dije— son mis enemigos.
—Bien —dijo el Min del Int Inf, sentándose al lado de mi cama—. Yo y el gobierno queremos que nos consideres amigos. Sí, amigos. Te hemos curado, ¿no es así? Te dimos el mejor tratamiento. Nosotros nunca quisimos que sufrieras, pero algunos sí lo quisieron, y todavía lo quieren. Y creo que sabes de quiénes hablo.
»Sí sí sí —dijo—. Hay ciertos hombres que quisieron utilizarte, sí, utilizarte con fines políticos. Les hubiera alegrado, sí, alegrado que murieses, y le habrían echado la culpa de todo al gobierno. Creo que sabes quiénes son esos hombres.
»Hay un hombre —continuó el Minitinf— llamado F. Alexander, un escritor de literatura subversiva que ha estado reclamando tu cabeza. Estaba como loco por atravesarte de una cuchillada. Pero ya no corres peligro. Lo hemos encerrado.
—Se suponía que era un drugo —dije—. Como una madre para mí fue lo que él fue.
—Descubrió que le habías hecho daño. Por lo menos —dijo el min muy scorro— creyó que le habías hecho daño. Te culpaba de la muerte de alguien a quien había querido mucho.
—O sea —dije— que alguien se lo explicó.
—Tenía esa idea —continuó el min—. Era una amenaza. Lo encerramos para su propia protección. Y también —dijo— para la tuya.
—Muy amable —dije—. Amabilísimo.
—Cuando salgas de aquí —dijo el min— no tendrás problemas. Nos ocuparemos de todo. Un buen empleo y un buen sueldo. Porque estás ayudándonos.
—¿De veras?
—Siempre ayudamos a nuestros amigos, ¿no es así? —Y entonces me estrechó la mano y un veco crichó: —¡Sonría! —y yo sonreí como besuño sin pensarlo, y entonces flash flash flash crac flash bang se tomaron fotos de mí y el Minintinf muy juntos y drugos—. Buen chico —dijo este gran cheloveco—. Buen chico. Y ahora, te haremos un regalo.
Hermanos, lo que trajeron entonces fue una gran caja brillante, y vi en seguida qué clase de vesche era. Era un estéreo. Lo pusieron al lado de la cama y lo abrieron, y un veco lo enchufó en la pared. —¿Qué quiere oír? —preguntó un veco con ochicos en la nariz, y tenía en las rucas unos álbumes de música, hermosos y brillantes. ¿Mozart? ¿Beethoven? ¿Schoenberg? ¿Carl Orff?
—La Novena —dije—. La gloriosa Novena.
Y fue la Novena, oh hermanos míos. Todos empezaron a salir despacio y en silencio mientras yo descansaba, con los glasos cerrados, slusando la hermosa música. El min dijo: —Buen buen chico —palmeándome el plecho, y luego se fue. Sólo quedó un veco que dijo—: Firme aquí, por favor. —Abrí los glasos para firmar, sin saber qué firmaba, y sin que me importase tampoco, oh hermanos míos. Y así me quedé solo con la gloriosa Novena de Ludwig van.
Oh, qué suntuosidad, qué yumyumyum. Cuando llegó el scherzo pude videarme clarito corriendo y corriendo sobre nogas muy livianas y misteriosas, tajeándole todo el litso al mundo crichante con mi filosa britba. Y todavía faltaban el movimiento lento y el canto hermoso del último movimiento. Sí, yo ya estaba curado.