7

Me arrastraron a una cantora muy iluminada y encalada, y había un vono fuerte, mezcla de enfermería y lavatorios, cerveza rancia y desinfectante, y todo venía de las piezas enrejadas que estaban cerca. Algunos de los plenios encerrados en las celdas maldecían y cantaban, y me pareció slusar a uno que aullaba:

Y volveré a mi nena, a mi nena,

cuando tú, nena mía, te hayas ido.

Pero también se oían las golosas de los militsos que ordenaban silencio, y hasta se slusaba el svuco de alguien al que tolchocaban verdaderamente joroschó y que hacía ouuuuu, y era como la golosa de una ptitsa starria borracha, no de un hombre. En la cantora estaban conmigo cuatro militsos, y todos piteaban chai en gran estilo: había una gran jarra sobre la mesa, y sorbían y eructaban y las jetas eran sucias y bolches. Por cierto que no me ofrecieron ni una gota. Lo único que me dieron, hermanos míos, fue un espejo starrio y caloso para que me mirase, y de veras yo ya no era vuestro bello y joven Narrador, sino un auténtico straco, con la rota hinchada, los glasos enrojecidos, y la nariz un poco machucada. Todos smecaron realmente joroschó cuando videaron mi cara de desaliento, y uno dijo: —Como una joven pesadilla del amor. —Y entonces apareció un jefe de los militsos con cosas como estrellas en los plechos, para demostrar que picaba alto alto alto, y al videarme dijo: —Hum. —Y así empezaron.

—No diré un solo y solitario slovo si no viene mi abogado —les grité—. Conozco la ley, bastardos. —Por supuesto, todos largaron una gronca smecada al oírme, y el militso de las estrellas me miró y dijo:

—Muy bien, muchachos, comenzaremos demostrándole que también nosotros conocemos la ley, pero que conocerla no es suficiente. —Tenía una golosa de caballero y hablaba con aire muy fatigado; y al hacerlo asintió con sonrisa de drugo a un bastardo grande y gordo. El bastardo grande y gordo se quitó la túnica, y uno podía videar que tenía una panza grande y starria; y entonces se me acercó no muy scorro, y cuando abrió la rota en una mueca lasciva y muy cansada, le olí el vono del chai con leche que había estado piteando. Para ser militso no tenía la cara muy bien afeitada, y uno podía videarle parches de sudor seco en la camisa, bajo los brazos, y despedía ese olor parecido a cera de oídos. De pronto cerró la ruca roja y hedionda y me la descargó justo en la barriga, lo que no estuvo bien, y todos los demás militsos smecaron con ganas, excepto el jefe, que conservó la sonrisa como cansada y aburrida. Tuve que apoyarme en la pared encalada, de modo que los platis se me mancharon de blanco, y traté de recobrar el aliento, sintiendo un dolor agudo, y me pareció que iba a vomitar el pastel pringoso que había tragado por la tarde. Pero no pude soportar la idea de vomitar sobre el suelo, de modo que me contuve. Entonces vi que el matón gordo se volvía hacia los drugos militsos para festejar realmente joroschó lo que había hecho, así que levanté la noga derecha, y antes que pudieran cricharle aviso le apliqué un puntapié limpio y claro en la espinilla. Crichó como un besuño, y se puso a dar saltos de un lado a otro.

Pero después todos se dieron el gusto, arrojándome de uno al otro como si yo hubiera sido una condenada pelota, muy gastada, oh hermanos míos, y me dieron puñetazos en los yarblocos y la rota y la barriga, y me largaron puntapiés, y al fin tuve que vomitar en el suelo, y hasta dije como si yo fuera un auténtico besuño: —Disculpen disculpen disculpen. —Pero ellos me dieron pedazos starrios de gasetta y me hicieron limpiar, y después me hicieron trabajar con el aserrín. Y después dijeron, casi como si hubieran sido viejos y queridos drugos, que yo debía sentarme para tener una tranquila goborada. En eso entró P. R. Deltoid para videar un poco, como que tenía el despacho en el mismo edificio; y parecía muy cansado y grasño, y empezó diciendo: —Así que ocurrió, Alex querido, ¿sí? Lo que yo presentía. Querido querido querido, sí. —Luego se volvió hacia los militsos y continuó: —Buenas noches, inspector. Buenas, sargento. Buenas, buenas a todos. Bien, aquí termino yo, sí. Querido, este chico no está muy bien, ¿verdad? Mírenle un poco el aspecto.

—La violencia engendra violencia —dijo el jefe militso con voz untuosa—. Se resistió al arresto legal.

—Aquí termino yo, sí —repitió P. R. Deltoid. Me observó con glasos muy fríos, como si ahora yo fuese una cosa y ya no un chevoleco muy cansado, ensangrentado y apaleado—. Tendré que presentarme en la corte, mañana, supongo.

—No fui yo, hermano, señor —dije, un malenquito lloroso—. Defiéndame, señor, tan malo no soy. Señor, los otros me traicionaron y me llevaron por mal camino.

—Canta como un jilguero —dijo burlón el jefe de los militsos.

—Hablaré ante el tribunal —dijo fríamente P. R. Deltoid—. Allí estaré mañana, no te preocupes.

—Si quiere darle un buen golpe en la trompa, señor —dijo el jefe de los militsos—, no se preocupe por nosotros. Lo tendremos sujeto. Seguro que fue una tremenda decepción para usted.

Entonces P. R. Deltoid hizo algo que yo jamás hubiese creído, un hombre que tenía como función convertirnos a los maluolos en chelovecos realmente joroschós, y sobre todo con los militsos alrededor. Se acercó un poco y escupió. Escupió. Me escupió en el litso, y después se limpió la rota húmeda y escupidora con el dorso de la ruca. Y yo me limpié y me limpié y me limpié el litso escupido con el tastuco ensangrentado, y le dije: —Gracias, señor, muchas gracias, señor, eso fue muy amable de su parte, señor, muchísimas gracias. —Y ahí P. R. Deltoid salió sin decir un slovo más.

Entonces los militsos se dedicaron a preparar una larga declaración que yo tendría que firmar; y yo pensé, infierno y basura, si ustedes bastardos están del lado del Bien, me alegro de pertenecer al otro club. —Muy bien —les dije—, brachnos grasños, sodos vonosos. Escriban, escriban, no pienso arrastrarme más sobre el bruco, merscas basuras. ¿Por dónde quieren empezar, animales calosos? ¿Desde mi último correccional? Joroschó, joroschó, pues ahí lo tienen. —Y empecé a hablar, y el militso taquígrafo, un cheloveco tranquilo y tímido, que no era un verdadero militso, comenzó a llenar página tras página tras página. Les confesé la ultraviolencia, el crasteo, los dratsas, el unodós unodós, todo lo que había hecho hasta la vesche de esa noche con el robo a la ptitsa starria y bugata de los cotos y las cotas maullantes. Y procuré que mis llamados drugos estuviesen bien metidos en el asunto, hasta el schiya. Cuando terminé, el militso taquígrafo parecía un poco enfermo, pobre infeliz. El jefe militso le dijo con una golosa casi amable:

—Bien, hijo, vete a tomar una buena taza de chai, y luego escribes toda esa mugre, con un broche de ropa en la nariz, en tres copias. Después se las traes al hermoso y joven amigo, para que las firme. Y tú —me dijo— puedes pasar a tu suite matrimonial, con agua corriente y todas las comodidades. Bueno —dijo con golosa cansada a dos de los matones—, llévenselo.

En fin, a patadas, golpes y empujones me llevaron a las celdas, y allí me pusieron junto a diez o doce plenios, muchos de ellos borrachos. Entre ellos había vecos uchasños, como animales, uno con toda la nariz comida y la rota abierta como un gran agujero negro; uno que estaba apoyado contra la puerta, roncando ruidosamente, mientras de la rota le salía sin parar una especie de hilo baboso, y uno que tenía los pantalones todos sucios de cala. Había dos que me parecieron maricas, y en seguida se interesaron en mí, y uno me saltó encima, y tuvimos una dratsa muy desagradable, y el vono que despedía, como de gas y perfume barato, me enfermó otra vez, sólo que ahora tenía la barriga vacía, oh hermanos míos. Entonces el otro marica quiso echarme los brazos, y hubo una ruidosa pelea entre los dos, porque ambos me buscaban el ploto. El chumchum llamó la atención de un par de militsos que vinieron y golpearon a los dos con las cachiporras, y así se callaron y se quedaron con los ojos perdidos, y el viejo crobo goteaba pim pim pim por el litso de uno de ellos. En la celda había camastros, pero estaban todos ocupados. Trepé al más alto de una hilera que tenía cuatro, y allí encontré un veco starrio y borracho que roncaba, probablemente tirado allá arriba por los militsos. Bueno, lo bajé otra vez, no era muy pesado, y cayó sobre un cheloveco gordo y borracho tirado en el suelo, y los dos despertaron y empezaron una escena patética de crichadas y puñetazos. Hermanos míos, me tendí sobre la cama vonosa, y me hundí en un sueño muy fatigado, agotado y doloroso. Pero no fue un verdadero sueño, era como meterse en otro mundo mejor. Y en ese mundo mejor, oh hermanos míos, yo estaba en un campo de flores y árboles, y se veía un macho cabrío con litso de hombre y tocaba una especie de flauta. Y entonces pareció que salía el sol, el propio Ludwig van, con el litso rugiente, la corbata suelta y el boloso desordenado y áspero, y entonces oí la Novena, último movimiento, con los slovos un poco cambiados, como si ellos mismos supieran que debían ser distintos, ya que se trataba de un sueño:

Muchacho, rugiente tiburón del paraíso

azote del Elíseo,

corazones de fuego, transportados, extáticos,

te tolchocaremos en la rota y patearemos el culo

grasño y vonoso…

Pero la melodía estaba bien, como lo supe cuando me despertaron dos o diez minutos o veinte horas o días o años después, pues me habían quitado el reloj. Ahí estaba un militso, como a kilómetros y kilómetros más abajo, y me pinchaba con un garrote que tenía un clavo en el extremo, al tiempo que decía:

—Despierta, hijo. Despierta, hermosura. Arriba que te espera un lindo problema.

—¿Por qué? ¿Dónde? ¿Qué pasa? —atiné a decir. Y la música de la Oda a la Alegría, en la Novena, se oía a lo lejos y adentro, y era hermosa, verdaderamente joroschó. El militso dijo:

—Ven abajo y descúbrelo tú mismo. Te esperan unas hermosas novedades, hijo mío. —Bajé como pude, muy rígido y dolorido, y en realidad no despierto del todo, y el militso, que olía de veras a queso y cebollas, me empujó fuera de la sucia celda de los ronquidos, y caminamos por varios corredores, y ni un momento la vieja melodía, Alegría, Fuego Glorioso del Cielo, dejó de resonar en mi interior. Así llegamos a una especie de cantora muy ordenada con máquinas de escribir y flores en las mesas, y en la que parecía más grande estaba el jefe de los militsos, con expresión muy seria, un glaso muy frío clavado en mi litso adormilado.

—Bien, bien, bien —dije—. Qué tal, brato. ¿Qué pasa en esta hermosa mitad de la naito?

El veco replicó:

—Te doy exactamente diez segundos para que se te vaya de la cara esa sonrisa estúpida. Y luego me escucharás.

—Bien, ¿qué pasa? —pregunté, smecando—. ¿No están satisfechos después que casi me mataron a golpes, me escupieron, me obligaron a confesar delitos durante horas y horas, y me encerraron con unos pervertidos besuños y vonosos en esa grasña celda? Vamos, brachno, ¿tiene una nueva tortura para mí?

—Será tu propia tortura —dijo con aire serio—. Quiera Dios que te torture hasta volverte loco.

Y ahí comprendí, antes que me lo dijeran. La vieja ptitsa de los cotos y las cotas había pasado a mejor vida en uno de los hospitales de la ciudad. Parece que se me había ido un poco la mano. Bien, bien, eso era todo. Pensé en los cotos y las cotas que pedían moloco, y ya nadie les hacía caso, ya no por lo menos la forella starria. Eso era todo. La había hecho buena. Y yo apenas tenía quince años.