Pasando el Duque de Nueva York, en dirección al este, se levantaban edificios de oficinas, luego la starria y carcomida biblio y el bolche edificio llamado Victoria, seguramente por alguna victoria; y luego se llegaba a las casas starrias de la llamada ciudad vieja. Aquí se levantaban algunos de los antiguos domos realmente joroschós, hermanos míos, habitados por liudos starrios, viejos coroneles ladradores armados de bastones y viejas ptitsas enviudadas y damas sordas starrias aficionadas a los gatos y que, hermanos míos, no habían sentido el toque de ningún cheloveco en todos los días de la purísima chisna. Y en esas casas había, es cierto, vesches starrias que valían dinero en el mercado turístico: cuadros y joyas y otras calas starrias de la misma clase, de la época anterior al plástico. Así que nos acercamos discretamente al domo llamado Manse, y afuera había focos de luz sobre postes de hierro, como guardando los dos costados de la entrada, y también una luz más penumbrosa en uno de los cuartos de abajo, así que buscamos un lugar oscuro en la calle para mirar por la ventana dentro de la casa. Esta ventana tenía barrotes de hierro, como una prisión, pero pudimos videar claramente lo que pasaba adentro.
Lo que allí iteaba era que esta starria ptitsa, de bolosos muy grises y litso arrugado, estaba echando el viejo moloco de una botella en varios platitos, y poniendo los platitos en el piso, de modo que podía adivinarse que había montones de cotos y cotas meneándose por allí. Y pudimos videar uno o dos, scotinas grandes y gordas, saltando a la mesa con las rotas abiertas haciendo meeer meeer meeer. Y también se videaba a la vieja bábuchca hablándoles, goborando con lenguaje regañón a los gatitos. En la sala se videaba un montón de antiguas fotos sobre las paredes, y relojes starrios y muy complicados, y también algunos vasos y adornos que parecían starrios y dorogos. Georgie murmuró: —Por esas vesches conseguiríamos dengo de verdad y joroschó. Will el Inglés está muy entusiasmado. —Pete dijo: —¿Cómo entramos? —Ahora era mi turno, y scorro, antes que Georgie nos dijese su idea—. La primera vesche —murmuré— es probar lo común, por el frente. Le hablaré con cortesía y le diré que uno de mis drugos ha tenido un raro desmayo en la calle. Georgie puede hacer la demostración, cuando ella abra. Después pedimos agua, que nos deje telefonear al médico. Lo que sigue es fácil.
—Tal vez no quiera abrir —dijo Georgie.
—Probemos, ¿no? —le contesté, y Georgie medio encogió los plechos, poniendo rota de sapo. Así que les dije a Pete y al viejo Lerdo: —Ustedes, drugos, uno a cada lado de la puerta. ¿De acuerdo? —Asintieron en la oscuridad, cierto cierto cierto—. Bueno —dije a Georgie, y avancé derecho hacia la puerta de calle. Había un timbre, y apreté el botón, y brrrrr brrrrr sonó en el vestíbulo. Parecía que se habían parado a slusarnos, como si la ptitsa y los cotos estuviesen con las orejas vueltas hacia el brrrrr brrrrr, preguntándose qué pasaba. De modo que apreté el viejo svonoco un malenquito más urgente. Acerqué la rota al agujero de las cartas y hablé con golosa refinada: —Auxilio, señora, por favor. Mi amigo acaba de enfermarse en la calle. Le ruego que me permita telefonear a un médico. —Ahí pude videar que se encendía una luz en el vestíbulo, y luego oí las nogas de la vieja bábuchca y las chinelas que hacían flip flap flip flap, acercándose a la puerta, y se me ocurrió, no sé por qué, que llevaba un gato grande y gordo debajo de cada brazo. Me habló, y la golosa era extrañamente profunda:
—Váyanse. Váyanse o disparo.
Georgie la oyó y casi larga una risita. Repliqué, con acento de dolor y apremio en mi golosa de caballero:
—Oh, se lo ruego, señora. Mi amigo está muy mal. —Váyanse —repitió—. Conozco esas sucias trampas, me hacen abrir la puerta y después me obligan a comprar cosas que no necesito. Les digo que se vayan. —Verdaderamente, qué hermosa inocencia. —Váyanse —repitió— o les echo los gatos encima. —Estaba un malenquito besuña, era evidente, de pasarse toda la chisna odinoca. Entonces levanté los ojos y pude videar que encima de la puerta había una ventana de guillotina, y que sería mucho más scorro trepar a fuerza de plechos y entrar de ese modo. De lo contrario, esa discusión podía durar toda la larga naito. Así que dije:
—Muy bien, señora. Si no quiere ayudarme, llevaré a otro lado a mi doliente amigo. —E hice un guiño a mis drugos para que se estuviesen calladitos, mientras yo seguía hablando: —Está bien, viejo amigo, seguro que encontraremos en otro sitio alguna buena samantina. Quizá no sea justo censurar a esta anciana señora que se muestra tan suspicaz, con tantos granujas y vagabundos que andan por la noche. No, realmente no podemos criticarla. —Esperamos nuevamente en las sombras, y yo murmuré: —Bueno, volvamos a la puerta. Me alzo sobre los plechos del Lerdo. Abro la ventana y entro. Luego le tapo la boca a la vieja ptitsa y abro a los demás. Sin problemas. —Yo estaba demostrando que era el líder y el cheloveco que tenía ideas—. Vean —dije—. Sobre la puerta hay un joroschó reborde de piedra, justo para mis nogas. —Todos lo videaron, se me ocurrió que con admiración, y dijeron y afirmaron cierto cierto cierto en la oscuridad.
Así que volvimos en puntas de pie a la puerta. El Lerdo era nuestro málchico ancho y fuerte, y Pete y Georgie me alzaron hasta los plechos bolches y masculinos del Lerdo. Y mientras tanto, gracias sean dadas a los programas mundiales de la glupa televisión, y sobre todo al temor de los liudos a andar de noche por la calle, en vista de la falta de policía: la calle estaba desierta. De pie sobre los plechos del Lerdo vi que el reborde de piedra aguantaría bien mis botas. Primero apoyé las rodillas, hermanos, y un segundo después me encontraba de pie en el reborde. Como había supuesto, la ventana estaba cerrada, pero le di un golpe con el puño de hueso de la britba y rompí limpiamente el vidrio. Mientras tanto, abajo, mis drugos respiraban afanosos. Metí la ruca por el agujero y subí despacio y en silencio la mitad inferior de la ventana. Y así fue, como meterse en la bañera. Y abajo estaban mis ovejas, las rotas abiertas mirándome, oh hermanos.
Todo estaba oscuro, y por aquí y por allá camas y armarios, y bolches y pesadas banquetas y pilas de cajas y libros. Pero yo caminé virilmente hacia la puerta del cuarto, porque de allí venía un rayo de luz. La puerta hizo escuiiiiiiic, y me encontré en un corredor polvoriento, con otras puertas. Qué despilfarro, hermanos, me refiero a tantos cuartos y una sola filosa starria y sus regalones, pero tal vez los cotos y las cotas tenían dormitorios separados, y vivían tomando crema y comiendo cabezas de pescado como reinas y príncipes reales. Desde abajo venía la golosa apagada de la vieja ptitsa que decía: —Sí, sí, sí, eso es—, pero seguramente goboraba a las bestias maullantes y meneantes que hacían miaaaaaa pidiendo más moloco. Entonces vi la escalera que bajaba al vestíbulo y pensé que les mostraría a mis inútiles y veleidosos drugos que yo valía tanto como los tres y más. Lo haría todo odinoco. Si era necesario aplicaría la ultraviolencia a la ptitsa starria y a sus regalones, luego tomaría rucadas de lo que me pareciera realmente polesño, e iría bailando hasta la puerta de calle y abriría para mostrar el oro y la plata a mis drugos, que esperaban afuera. Así aprenderían quién era el jefe.
Empecé a bajar la escalera, lento y silencioso, admirando en el descenso grasñas imágenes de otros tiempos —débochcas con pelo largo y cuello alto, cosas del campo con árboles y caballos, el santo veco barbado todo nago colgando de la cruz. Había un vono realmente mohoso a gatitos y a pescado y a polvo starrio en este domo, diferente de lo que se olía en los edificios de viviendas. Y cuando llegué a la planta baja pude videar el cuarto iluminado del frente, donde ella había estado sirviendo moloco a los cotos y las cotas. Más, pude ver las grandes scotinas bien rellenas que iban y venían ondulando la cola y como frotando el piso con la barriga. Sobre un arcón de madera, en el vestíbulo oscuro, había una bonita y malenca estatua que brillaba a la luz de modo que decidí crastarla para mí: era una débochca delgada y joven, de pie sobre una noga con las rucas extendidas; en seguida vi que era de plata. De modo que la tenía en la mano cuando me metí en el cuarto iluminado, diciendo: —Ja, ja, ja. Al fin nos encontramos. Nuestra breve goborada por el agujero de las cartas no fue, digamos, satisfactoria, ¿sí? Reconozcamos que no, oh ciertamente no lo fue, hedionda y starria vieja filosa. —Tuve que frotarme los ojos cuando vi el cuarto y a la vieja ptitsa. Había cotos y cotas por todas partes, yendo y viniendo sobre la alfombra, y mechones de pelo amontonados, y las scotinas gordas eran de diferentes formas y colores, blanco, negro, moteado, jengibre, carey, y también de todas las edades, así que había cachorritos que jugaban, y gatos crecidos, y otros realmente starrios y de muy mal carácter. La dueña, la vieja ptitsa, me miró agresiva como un hombre, y dijo:
—¿Cómo entró? Mantenga la distancia, perverso joven, o me veré obligada a pegarle.
No tuve más remedio que smecar realmente joroschó, videando que ella tenía en la ruca venosa un bastón de madera oscura que alzó, amenazante. Así que mostrándole los subos blancos me acerqué un poco más, sin prisa, y en eso vi sobre un estante una veschita hermosa, la cosa malenca más linda que un málchico aficionado a la música como yo hubiese podido videar con los propios glasos, pues era la golová y los plechos del propio Ludwig van, lo que llaman un busto, una vesche como de piedra, con largos cabellos de piedra y los glasos ciegos, y la corbata suelta y ancha. Me le eché encima sin pensarlo, mientras decía: —Bueno, qué hermoso y todo para mí. —Pero al acercarme, los glasos clavados en la vesche, y la ruca hambrienta extendida, no vi los platos en el suelo, metí el pie en uno y casi pierdo el equilibrio—. Huuup —dije, tratando de enderezarme, pero la viejita ptitsa se había acercado por detrás sin que yo la notara, con mucho scorro para su edad, y ahí comenzó a hacer crac crac sobre la golová con el palo. Y entonces me encontré apoyado en las rucas y las rodillas, tratando de incorporarme y diciendo: —Mala, mala, mala. —Y ella seguía crac crac, gritando: —Perverso piojo de albañal, metiéndose en las casas de la gente auténtica. —No me gustaba el crac crac crac, así que tomé un extremo del palo cuando volvió a bajarlo sobre mi golová, y ella perdió el equilibrio y quiso apoyarse en la mesa, pero entonces se vino abajo el mantel con la jarra y la botella de leche, y se oyó splosh splosh en todas direcciones, y la vieja ptitsa cayó al suelo gruñendo y gritando: —Maldito seas, muchacho, esto me lo pagarás. —Ahora todos los gatos comenzaron a spugarse, y corrían y saltaban aterrorizados, y se agarraban entre ellos, y había tolchocos de gatos con mucha movida de lapas, y ptaaaaa y grrrr y craaaaaarc. Me enderecé sobre las nogas y ahí estaba la maligna y vengativa forella starria con los pelos alborotados y gruñendo mientras trataba de levantarse del suelo, de modo que le di un malenco puntapié en el litso, y no le gustó nada, y gritó: —Guaaaaaah —y se podía videar que el litso venoso y manchado se le ponía púrpura donde yo había aplicado la vieja noga.
Cuando retrocedí después de encajarle la patada, seguramente le pisé la cola a uno de los gatos crichantes y dratsantes, porque slusé un gronco yauuuuuuu y descubrí que un montón de pelos, dientes y garras se me había aferrado a la pierna, y de pronto me encontré lanzando maldiciones y tratando de sacudirme el coto, mientras sostenía la malenca estatua de plata en una ruca y procuraba pasar sobre la vieja ptitsa en el suelo para alcanzar al hermoso Ludwig van que me miraba con enojo de piedra. Y aquí metí el pie en otro plato lleno de moloco cremoso, y así salí volando de nuevo, y toda la vesche era realmente muy graciosa si uno podía imaginarse que le sluchaba a cualquier otro veco, y no a Vuestro Humilde Narrador. Y entonces la starria ptitsa del suelo extendió la ruca pasando por encima de todos los gatos dratsantes y maullantes, y me agarró la noga, sin dejar de gritar —Guaaaaaah—, y como yo casi había perdido el equilibrio, ahora me fui de veras al suelo, en medio del moloco derramado y los cotos scraicantes, y la vieja forella empezó a darme puñetazos en el litso —los dos estábamos en el suelo— al mismo tiempo que crichaba: —Denle látigo, péguenle, arránquenle las uñas, es una chinche venenosa —y sólo hablaba a sus gatitos; y entonces, como obedeciendo a la vieja ptitsa starria, un par de cotos se me arrojó encima y comenzaron a arañarme como besuños. Así que, hermanos, yo mismo me puse verdaderamente besuño, y repartí algunos tolchocos, pero la bábuchca dijo: —Escuerzo, no toques a mis gatitos —y me arañó la cara. De modo que yo criché: —Sumca vieja y hedionda —y alcé la malenca estatua de plata y le di un buen tolchoco en la golová, y así la callé realmente joroschó.
Ahora, mientras me incorporaba entre todos los cotos y las cotas cracantes, slusé nada menos que el chumchum de la vieja sirena policial a la distancia, y comprendí scorro que la vieja forella de los gatos había estado hablando por teléfono con los militsos cuando yo creí que goboraba con sus bestias maulladoras, pues se le habían despertado scorro las sospechas cuando yo toqué el viejo svonoco pretendiendo que necesitaba ayuda. Así que ahora, al slusar el temido chumchum del coche de los militsos, corrí hacia la puerta del frente y me costó un raboto del infierno quitar todos los cerrojos y cadenas y cerraduras y otras vesches protectoras. Al fin conseguí abrir, y quién estaba en el umbral sino el viejo Lerdo, y ahí mismo alcancé a videar la huida de los otros dos de mis llamados drugos. —Largo de aquí —criché al Lerdo—. Llegan los militsos. —El Lerdo dijo: —Tú te quedas a recibirlos juh juh juh juh —y entonces vi que había desenroscado el usy, y ahora lo levantaba y lo hacía silbar juisssss y me daba un golpe rápido y artístico en los párpados, pues alcancé a cerrarlos a tiempo. Y cuando yo estaba aullando y tratando de videar y aguantar el terrible dolor, el Lerdo dijo: —No me gustó que hicieras lo que hiciste, viejo drugo. No fue justo que me trataras de ese modo, brato. —Y luego le slusé las botas bolches y pesadas que se alejaban, mientras hacía juh juh juh juh en la oscuridad, y apenas siete segundos después slusé el coche de los militsos que venía con un roñoso y largo aullido de la sirena, que iba apagándose, como un animal besuño que jadea. Yo también estaba aullando y manoteando, y en eso me di con la golová contra la pared del vestíbulo, pues tenía los glasos completamente cerrados y el jugo me brotaba a chorros, y dolor dolor dolor. Así andaba a tientas por el vestíbulo cuando llegaron los militsos. Por supuesto, no podía videarlos, pero sí podía slusarlos y olía condenadamente bien el vono de los bastardos, y pronto pude sentirlos cuando se pusieron bruscos y practicaron la vieja escena de retorcer el brazo, sacándome a la calle. También slusé la golosa de un militso que decía desde el cuarto de los cotos y las cotas: —Recibió un feo golpe, pero todavía respira —y por todas partes maullidos y bufidos.
—Un verdadero placer —oí decir a otro militso, mientras me tolchocaban y metían scorro en el auto—. El pequeño Alex, todo para nosotros.
—Estoy ciego —criché—. Bogo los maldiga y los aplaste, grasños bastardos.
—Qué lenguaje —dijo la golosa de otro que se estaba riendo, y ahí mismo recibí en plena rota un tolchoco con el revés de una mano, que tenía anillo. Exclamé:
—Bogo los aplaste, brachnos vonosos, malolientes. ¿Dónde están los demás? ¿Dónde están mis drugos hediondos y traidores? Uno de mis malditos y grasños bratos me dio con la cadena en los glasos. Agárrenlos antes que escapen. Ellos quisieron hacerlo, hermanos. Casi me obligaron. Soy inocente; que Bogo termine con ellos. —Aquí todos estaban smecándose con ganas, y la mayor perfidia, y así, tolchocándome, me empujaron al interior del auto, pero yo continué hablando de esos supuestos drugos míos, y entonces comprendí que era inútil, porque todos estarían ya de vuelta en la comodidad del Duque de Nueva York, metiendo café y menjunjes y whiskies dobles en los gorlos sumisos de las hediondas ptitsas starrias, mientras ellas decían: —Gracias, muchachos, Dios los bendiga, chicos. Aquí estuvieron todo el tiempo, muchachos. No les quitamos los ojos de encima ni un instante.
Y entretanto, con la sirena a todo volumen, iteábamos en dirección al cuchitril de los militsos, yo encajonado entre dos, y de vez en cuando los prepotentes matones me largaban algún ligero tolchoco. Entonces descubrí que podía abrir un malenco los párpados de los glasos, y a través de las lágrimas vi la ciudad que corría a los costados, como si las luces se persiguieran unas a otras. Y con los glasos que me escocían vi a los dos militsos smecantes sentados atrás conmigo, y al conductor de cuello delgado, y al lado el bastardo de cuello grueso, y éste me goboraba sarco, y me decía: —Bueno, querido Alex, todos esperamos pasar una grata velada juntos, ¿no es cierto?
—¿Cómo sabes mi nombre, vonoso matón hediondo? Que Bogo te hunda en el infierno, grasño brachno, sucia basura. —Al oír esto todos smecaron, y uno de los militsos malolientes que estaban atrás me retorció el uco. El veco de cuello gordo que iba adelante dijo entonces:
—Todos conocen al pequeño Alex y a sus drugos. Nuestro Alex ya es un chico bastante famoso.
—Son los otros —criché—. Georgie, el Lerdo y Pete. Esos hijos de puta no son mis amigos.
—Bien —dijo el veco de cuello gordo—, tienes toda la noche para contamos la historia completa de las notables hazañas de esos jóvenes caballeros, y cómo llevaron por mal camino al pobrecito e inocente Alex. —En eso se oyó el chumchum de otra sirena policial que se cruzó con la nuestra, pero avanzando en dirección contraria.
—¿Va a buscar a los bastardos? —pregunté—. Ustedes, hijos de puta, ¿van a detenerlos?
—Eso —dijo el veco del cuello ancho— es una ambulancia. Seguramente para tu anciana víctima, repugnante y perverso granuja.
—Ellos tienen la culpa —criché, pestañeando, pues los glasos me ardían—. Los bastardos estarán piteando en el Duque de Nueva York. Agárrenlos, malolientes militsos. —Y ahí nomás recibí otro malenco tolchoco y oí risas, oh hermanos míos, y la pobre rota me dolía más que antes. Y así llegamos al hediondo cuchitril de los militsos, y a patadas y empujones me ayudaron a salir del auto, y me tolchocaron escaleras arriba, y comprendí que estos pestíferos grasños brachnos no me tratarían bien, Bogo los maldiga.