Sin embargo, ocurrió que me desperté tarde (según mi reloj, cerca de las siete y treinta) y tal como se vio después eso no fue muy inteligente. En este mundo perverso todo cuenta. Hay que ponimar que una cosa siempre lleva a otra. Cierto cierto cierto. Mi estéreo ya no cantaba la Alegría ni los Abrazos a Todos Oh Millones, de modo que algún veco había apagado el aparato, y ése tenía que ser pe o eme; a los dos se los slusaba claramente en la sala, y por el clinc clinc de los platos y el slurp slurp de los que pitean té, se notaba que estaban acabando una fatigada cena después de pasarse el día rabotando, pe en la fábrica y eme en el supermercado. Los pobres viejos. Los lamentables starrios. Me puse la bata y me asomé, haciendo el papel de cariñoso hijo único, y diciendo:
—Hola, eh. Estoy mucho mejor después de un día de descanso. Listo para el trabajo de la noche y para ganarme unos billetes. —Porque eso era lo que yo hacía entonces según ellos—. Yum yum, eme, ¿hay algo de eso para mí? —Era una especie de pastel helado, que ella había descongelado para calentarlo luego, y que no parecía muy apetitoso, pero yo tenía que decir lo que dije. Papá me miró con una expresión suspicaz y no muy complacida, pero nada dijo, porque no se atrevía, y mamá me echó una sonrisita descolorida, estilo fruto de mi vientre y único hijo. Fui con paso airoso al cuarto de baño y scorro me di un buen lavado en todo el cuerpo, porque me sentía sucio y pegajoso, y volví a mi madriguera para vestir los platis de la noche. Luego, brillante, peinado, cepillado y suntuoso, me senté frente a mi lontico de pastel. Papapá dijo:
—No quiero curiosear, pero ¿dónde exactamente trabajas por las noches?
—Oh —repliqué, mientras masticaba—, son trabajos casuales, dar una mano aquí y allá, lo que sea. —Le lancé un glaso maligno y sin vueltas, como diciéndole que se ocupara de sus asuntos, que yo me ocuparía de los míos—. Nunca pido dinero, ¿verdad? ¿Ni para ropas ni para diversiones? Entonces, ¿por qué preguntar?
Mi papá estaba conciliador murmurador masticador.
—Lo siento —dijo al fin—. Pero a veces me preocupo. A veces tengo sueños. Puedes reírte si quieres, pero hay mucho de verdad en los sueños. Anoche soñé contigo, y la verdad que no me gustó nada.
—¿Cómo? —Ahora me interesaba que pe hubiese soñado conmigo. Tenía la impresión de que yo también había soñado, pero no podía recordar bien qué—. ¿Sí? —dije, dejando de masticar mi pastel pegajoso.
—Era muy claro —dijo mi papá—. Te vi tirado en la calle, y los otros muchachos te habían pegado. Eran como los muchachos con quienes andabas antes que te enviaran al último correccional.
—¿Sí? —Me reí para mis adentros: papapá creyendo que yo me había reformado realmente, o creyendo que creía. Y luego recordé mi propio sueño, el que había tenido esa mañana, Georgie dando órdenes como un general y el viejo Lerdo smecando por ahí, sin dientes y con un látigo. Pero según oí decir los sueños significan lo contrario de lo que parecen—. Nunca te inquietes por tu único hijo y heredero, oh padre mío —dije—. No temas, realmente sabe cuidarse bien.
—Y —dijo mi papá— estabas como impotente en un charco de sangre y no podías contestar los golpes. —Eso era realmente lo contrario de lo que ocurría, de modo que otra vez sonreí discretamente para mis adentros, y luego saqué todo el dengo que tenía en los carmanos, y lo hice sonar sobre el mantel de colores chillones.
—Toma, papá, no es gran cosa —le dije—. Es lo que gané anoche. Pero tal vez les alcance para una piteada de whisky que se pueden tomar los dos por ahí.
—Gracias, hijo —replicó pe—. Pero ahora no salimos mucho. No nos atrevemos, en vista de que las calles están muy peligrosas. Matones jóvenes, y todo eso. De cualquier modo, gracias. Mañana traeré una botella de algo. —Y pe se metió el dengo mal habido en los carmanos del pantalón, mientras ma chistaba los platos en la cocina. Y yo me marché repartiendo sonrisas cariñosas.
Cuando llegué al pie de la escalera me sentí un poco sorprendido. Más todavía. Abrí la boca mostrando verdadero asombro. Habían venido a buscarme. Me esperaban junto a la pared garabateada, como ya expliqué: vecos y chinas desnudos en una actitud severa exhibiendo la naga dignidad del trabajo, frente a las ruedas de la industria, y toda esa basura que les brotaba de las rotas, obra de los málchicos perversos. El Lerdo tenía en la mano una gruesa barra de color, y estaba dibujando slovos sucios muy grandes sobre todo el cuadro, y estallando en las risotadas del viejo Lerdo, bu ju ju, mientras escribía. Pero se volvió cuando Georgie y Pete me saludaron, mostrándome los subos drugos y brillantes, y trompeteó: —Ya está aquí, ya ha venido, hurrah —e hizo una torpe pirueta que quería ser un paso de baile.
—Estábamos preocupados —dijo Georgie—. Estuvimos esperando y piteando el viejo moloco acuchillado, y pensamos que tal vez estabas ofendido por alguna vesche, de modo que vinimos a tu casa. ¿No es cierto, Pete, eh?
—Oh, sí, cierto —dijo Pete.
—Apolologías —dije, cauto—. Me dolía la golová, de modo que tuve que dormir. No me despertaron cuando ordené. En fin, aquí estamos todos juntos, listos para lo que ofrezca la vieja naito, ¿sí? —Parecía habérseme pegado ese ¿sí? de P. R. Deltoid, mi consejero postcorreccional. Muy raro.
—Lamento lo del dolor —dijo Georgie, como si la cosa le preocupase mucho—. Tal vez estuviste usando demasiado la golová. Tal vez mucho trabajo dando órdenes y cuidando la disciplina, y cosas así. ¿Seguro que se te pasó el dolor? ¿No prefieres volverte a la cama? —y todos me ofrecieron una especie de malenca sonrisita.
—Un momento —dije—. Pongamos clarito todo. Este sarcasmo, si así puedo llamarlo, no les sienta bien, amiguitos míos. Quizás estuvieron goborando tranquilamente a mis espaldas, haciendo algunos chistecitos y cosas por el estilo. Como para ustedes soy drugo y líder, tengo derecho a saber lo que pasa, ¿eh? Ahora dime, Lerdo, ¿qué anuncia esa sonrisota de caballo? —Pues el Lerdo tenía la rota abierta en una especie de smecada besuña y silenciosa. Georgie intervino muy scorro:
—Está bien, deja de tomártelas con el Lerdo, hermano. Eso es parte del nuevo estilo.
—¿Nuevo estilo? —repetí—. ¿Qué es eso de nuevo estilo? Seguro que se habló mucho a mis durmientes espaldas. Déjenme slusar un poco más. —Y medio crucé los brazos y me apoyé cómodamente contra la derruida baranda, siempre más alto que ellos, los que se llamaban mis drugos, en el tercer escalón.
—No te ofendas, Alex —dijo Pete—, pero la verdad, queremos que las cosas sean más democráticas, y no que te lo pases diciendo lo que hay que hacer y lo que no. Pero sin ofenderte.
—No hay ofensa para ti ni para nadie —dijo Georgie—. Se trata de saber quién tiene ideas. ¿Qué ideas tuvo el hombre? —y clavaba en mí los glasos muy fríos—. Pequeñeces, malencas vesches como lo de anoche. Estamos creciendo, hermanos.
—Más —insistí, sin moverme—. Quiero slusar más.
—Bien —dijo Georgie—, si quieres enterarte, entérate. Andamos por ahí, crastando negocios y cosas por el estilo, y a cada uno le toca un miserable puñado de dengo. Y ahí está Will el Inglés en el Musculoso, y dice que acepta cualquier cosa que un málchico se atreva a crastar. Lo que brilla, el hielo —dijo, siempre con los glasos fríos clavados en mí—. En lo que dice Will el Inglés hay dinero del grande.
—Ajá —comenté, como si no me importara, pero sintiéndome de veras rasdrás por dentro—. ¿Desde cuándo andas en componendas y tratos con Will el Inglés?
—Ahora y siempre —contestó Georgie—. Ando por ahí odinoco. El sábado pasado, por ejemplo, druguito, puedo vivir mi propia chisna, ¿verdad?
Hermanos míos, todo eso no me gustaba absolutamente nada.
—¿Qué harán —pregunté— con el gran gran dengo, o dinero como tan presuntuosamente lo llaman? ¿No tienen todas las vesches que necesitan? Si quieren un auto lo sacan de la calle. Si necesitan dengo lo toman. ¿Sí? ¿A qué viene este silaño repentino? ¿Ahora quieren ser unos gordos capitalistas mugrientos?
—Ah —dijo Georgie—, a veces piensas y goboras como un niño. —El Lerdo entonó su juj juj juj—. Esta noche —continuó Georgie— crastaremos como hombres.
De modo que mi sueño había sido verdadero. Georgie el general diciendo lo que debíamos hacer y lo que no, y el Lerdo con el látigo como un bulldog sonriente y sin cerebro.
—Bueno. Verdaderamente joroschó. La iniciativa se ofrece regalada. Te enseñé muchas cosas, druguito. Y ahora, dime qué tienes pensado, querido Georgie.
—Oh —dijo Georgie, con una sonrisa astuta y ladina—, primero el viejo moloco, ¿no te parece? Algo que nos levante, muchacho, pero a ti especialmente, que siempre nos guías.
—Has goborado mis propios pensamientos —sonreí, sin aceptar la provocación—. Justamente pensaba proponer el viejo y querido Korova. Bien bien bien. Adelante, pequeño Georgie. —E hice una especie de reverencia profunda, sonriendo como besuño, y pensando a todo vapor. Pero cuando llegamos a la calle pude videar claramente que el pensar es para los glupos y que los umnos usan la inspiración y lo que Bogo les manda. Pues en ese momento una hermosa música vino en mi ayuda. Pasaba un auto con la radio encendida, y alcancé a slusar un compás o dos de Ludwig van (era el último movimiento del Concierto para violín), y pude videar en seguida lo que tenía que hacer. Dije con voz espesa y profunda: —Muy bien, Georgie, ahora —y saqué mi filosa britba. Georgie dijo—: ¿Qué? —pero fue bastante scorro con el nocho; el filo salió de la funda y los dos nos enfrentamos. El viejo Lerdo exclamó: —Oh, no, eso no está bien —y comenzó a desenroscar la cadena que llevaba alrededor de la talla, pero Pete dijo, trabando firmemente con la ruca al viejo Lerdo—: Déjalos, así está bien. —De modo que Georgie y Vuestro Humilde hicieron los viejos y silenciosos pasos de gato, buscando la oportunidad, y conociendo cada uno el estilo del otro un poco demasiado joroschó, y de tanto en tanto Georgie hacía lurch lurch con el nocho resplandeciente, pero sin llegar a tocarme. Y a cada momento pasaban liudos y videaban todo, pero no se metían, porque podía decirse que era un espectáculo corriente. Pero entonces conté odin dva tri y me tiré ak ak ak con la britba, aunque no al litso ni a los glasos, sino a la ruca de Georgie que sostenía el nocho y entonces, hermanitos míos, lo soltó. Sí, eso hizo. Soltó el nocho que cayó haciendo tincle tancle a la fría vereda invernal. Le había cortado un tajo en los dedos con mi britba, y ahí estaba, mirando el malenco goteo de crobo que se desplegaba como una mancha roja a la luz del farol—. Ahora —dije, y era yo el que tomaba la iniciativa, pues Pete había dado al Lerdo el soviet de no sacarse el usy de la talla, y el Lerdo lo había acatado—. Ahora, Lerdo, veamos cómo están las cosas entre nosotros, ¿eh? —El Lerdo hizo aaaaaaargh como un animal bolche y besuño, y desenrolló la cadena verdaderamente joroschó y scorro, y yo no tuve más remedio que admirarlo. Ahora debía usar otro estilo, agazaparme como en el salto de rana para proteger el litso y los glasos; y eso hice, hermano, y el pobre y viejo Lerdo se sintió un malenco sorprendido, porque estaba acostumbrado a descargar lash lash lash sobre la cara expuesta. Ahora bien, debo reconocer que me la dio horriblemente sobre la espalda y que me ardió como besuño; pero el dolor me dijo que debía andar scorro y acabar de una vez con el viejo Lerdo. Tiré con la britba a la noga izquierda, un golpe muy ajustado, y corté dos pulgadas de ropa y le saqué una malenca gota de crobo, suficiente para ponerlo verdaderamente besuño al Lerdo. Luego, mientras él hacía jauuu jauuu jauuu como un perrito, ensayé el mismo estilo que con Georgie, jugándome todo a un solo movimiento: arriba, cruce, corte, y sentí que la britba entraba bastante hondo en la carne de la muñeca; el viejo Lerdo soltó allí mismo el usy silbante y se puso a gritar como un niño. Luego intentó beberse toda la sangre que le salía de la muñeca, aullando a la vez, y había demasiado crobo, y el Lerdo se atragantaba y la colorada le brotaba como de una fuente, aunque no por mucho tiempo.
—Bien, drugos míos —dije—, ahora sabemos cómo están las cosas. ¿Sí, Pete?
—Yo nunca dije nada —contestó Pete—. Nunca goboré ni un slovo. Mira, el viejo Lerdo se está desangrando y morirá.
—No —repliqué—. Sólo se muere una vez, y el Lerdo murió antes de nacer. Ese crobo colorado parará muy pronto. —Porque en realidad no le había cortado los cables principales, y sacando un tastuco limpio del carmano le vendé la ruca al pobre, viejo y moribundo Lerdo, que aullaba y gemía, y el crobo paró como yo había dicho, oh hermanos míos. Así que ahora sabían quién era el amo y líder, o así lo creía yo.
No se necesitó mucho para calmar a los dos soldados heridos en la comodidad del Duque de Nueva York, con grandes brandies (pagados con el dinero de mis drugos, pues yo había entregado el mío a mi pe) y una lavada con los tastucos mojados en la jarra de agua. Las viejas ptitsas con las que habíamos sido tan joroschós la noche anterior estaban otra vez allí, y seguían con los —Gracias, muchachos— y —Dios los bendiga, chicos— como si no pudieran parar, a pesar de que no habíamos repetido la escena samantina. Pero Pete dijo—: ¿Qué quieren tomar, chicas? —y les pagó café y menjunjes, pues aparentemente tenía bastante dengo en los carmanos, así que insistieron más alto que antes con —Dios los bendiga y les dé salud, muchachos— y —Nunca les jugaremos sucio— y —Son los mejores muchachos que pisan la tierra, eso son. —Finalmente dije a Georgie:
—Ahora estamos lo mismo que antes, ¿sí? olvidemos lo pasado, ¿cierto?
—Cierto cierto cierto —dijo Georgie. Pero el viejo Lerdo parecía un poco aturdido, y hasta llegó a decir: —¿Saben?, podría habérsela dado a ese bastardo con mi usy, pero se me interpuso un veco —como si hubiese estado dratsando con otro y no conmigo. Dije entonces:
—Bueno, Georgie querido, ¿qué estás pensando? —Oh —dijo Georgie—, esta noche no. Por favor, no esta naito.
—Eres un cheloveco grande y fuerte —afirmé—, como todos nosotros. No somos niños, ¿verdad, Georgie querido? Vamos, dime, ¿qué pensabas hacer?
—Podría haberle sacado los glasos realmente joroschó —dijo el Lerdo, y las viejas bábuchcas continuaban la cantinela: —Ah, gracias, muchachos.
—Se trata de esa casa —dijo Georgie—. La que tiene las dos lámparas afuera. La del nombre glupo.
—¿Que nombre glupo?
—La Mansión o la Manse, o cualquier otra idiotez así. Donde vive una ptitsa muy starria con los gatos, y todas esas vesches muy starrias y valiosas.
—¿Por ejemplo?
—Oro y plata y joyas. Fue lo que dijo Will el Inglés. —Video —comenté—. Video joroschó. —Sabía de qué hablaba: los barrios viejos, poco más allá del edificio Victoria. Bien, el líder verdaderamente joroschó sabe cuándo tiene que ceder y mostrarse generoso. —Muy bien, Georgie —dije—. Una idea excelente, y la seguiremos. Salgamos ahora mismo. —Y cuando salíamos, las viejas bábuchcas repetían: —No hablaremos, muchachos. Ustedes estuvieron aquí sin moverse. —Y yo les dije: —Magnífico, muchachas. Volveremos a pagarles tragos en diez minutos.
Así, al frente de mis tres drugos, marché en busca de mi propia perdición.