4

A la mañana siguiente me desperté oh a las ocho oh oh horas, hermanos míos, y seguía cansado, gastado, abrumado y deprimido, y tenía los glasos cerrados de sueño verdadero y joroschó, de modo que pensé no ir a la escuela. Se me ocurrió quedarme un malenco más en la cama, digamos una hora o dos, y luego vestirme con tranquilidad, quizás incluso darme un chapuzón en la bañera, hacerme tostadas y slusar la radio o leer la gasetta, todo odinoco. Y por la tarde, después de almorzar, quizá podría, si se me daba la gana, irme a la vieja scolivola y ver lo que estaba varitándose en ese gran templo del saber glupo e inútil. Hermanos míos, oí a mi pe gruñendo y tropezando, y luego marchándose a la tintorería donde rabotaba, y luego a mi eme que me llamaba con una golosa muy atenta, como hacía ahora que me estaba convirtiendo en un hombre grande y fuerte:

—Son las ocho pasadas, hijo. No querrás llegar tarde otra vez.

Le contesté: —Me duele un poco la golová. Me arreglaré durmiendo y después estaré perfectamente.

Slusé una especie de suspiro, y ella dijo:

—Te dejaré el desayuno en el horno. Ahora tengo que salir. —Lo cual era cierto, por esa ley según la cual los que no eran niños, o no tenían hijos pequeños o no estaban enfermos tenían que salir a rabotar. Mi eme trabajaba en uno de los mercados estatales, como los llamaban, apilando en los estantes sopas y guisantes envasados, y toda esa cala. Así que la slusé meter una fuente en el horno de la cocina, y después se puso los zapatos, y descolgó el abrigo colgado detrás de la puerta, y suspiró otra vez, y explicó: —Ahora me marcho, hijo. —Pero yo me dejé regresar al país de los sueños, y me adormilé realmente joroschó, y tuve un snito extraño y muy real, y no sé por qué pero lo cierto es que soñé con mi drugo Georgie. En este snito era mucho más viejo y muy áspero y duro, y goboraba de disciplina y obediencia, y de que todos los málchicos que estaban bajo sus órdenes debían sometérsele sin chistar, y hacer el viejo saludo como en el ejército, y yo estaba en la línea, como los demás, diciendo sí señor y no señor, y entonces pude videar clarito que Georgie tenía esas estrellas en los plechos y que era como un general. Y luego ordenó comparecer al viejo Lerdo con un látigo, y el Lerdo era mucho más starrio y canoso, y le faltaban algunos subos, como se pudo ver cuando smecó, al videarme, y entonces mi drugo Georgie me señaló y dijo: —Ese hombre tiene roña y cala en los platis —y era cierto. Entonces me oí crichar: —No me peguen, por favor, hermanos —y eché a correr. Corría en círculos, y el Lerdo me perseguía, smecando ruidosamente y restallando el viejo látigo, y cada vez que yo recibía un tolchoco verdadero y joroschó sonaba una campanilla eléctrica muy sonora, ringringringring, y la campanilla también me hacía sufrir.

Entonces me desperté verdaderamente scorro, el corazón me hacía bap bap bap, y por supuesto sonaba una campanilla brrrr, y era el timbre de la puerta de calle. Pensé hacerles creer que no había nadie en casa, pero ese brrrrr seguía sonando, y entonces oí una golosa a través de la puerta: —Vamos, ábreme de una vez, sé que estás en la cama. —En seguida reconocí la golosa. Era P. R. Deltoid (un naso verdaderamente glupo), lo que ellos llamaban Asesor Postcorrectivo, un veco sobrecargado de trabajo, con centenares de tipos en su lista. Grité bueno bueno bueno, con golosa de sufrimiento, bajé de la cama y me vestí, oh hermanos míos, con una hermosa bata de símil seda, toda estampada con dibujos de las grandes ciudades. Luego me calcé en las nogas unos tuflos de lana muy cómodos, me peiné los glorias y me consideré listo para recibir a P. R. Deltoid. Cuando abrí la puerta el veco entró bamboleándose, con un aspecto gastado, el maltrecho schlapa sobre la golová, el impermeable sucio. —Ah, Alex, muchacho —me dijo—. Me encontré con tu madre, sí. Dijo algo acerca de que sufrías no sé qué dolor. Por lo tanto no fuiste a la escuela, sí.

—Un dolor bastante insoportable en la cabeza, hermano, señor —dije con mi golosa de caballero—. Creo que para la tarde se me pasará.

—Seguro que a la noche no tendrás nada, sí —dijo P. R. Deltoid—. La noche es el gran momento, ¿cierto, muchacho Alex? Siéntate —dijo—, siéntate, siéntate —como si aquél fuera su domo y yo su invitado. Y se acomodó en la mecedora de mi eme y empezó a mecerse, como si hubiera venido sólo a eso. Le dije entonces:

—¿Una taza del viejo chai? Quiero decir, de té. —No tengo tiempo —me replicó. Y se meció, echándome la vieja mirada, bajo el ceño fruncido, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo—. No tengo tiempo, sí —dijo, con aire glupo. De modo que dejé la tetera, y pregunté:

—¿A qué debo este notable placer? ¿Algo anda mal, señor?

—¿Mal? —repitió el veco, muy scorro y astuto, medio encorvado y mirándome, pero siempre meciéndose. De pronto le llamó la atención un anuncio en la gasetta, que estaba sobre la mesa: una ptitsa joven y smecante, con los grudos sueltos, que pregonaba, hermanos míos, las Glorias de las Playas Yugoslavas. Y después de comérsela en dos bocados, el veco repitió: —¿Por qué piensas que algo anda mal? ¿Acaso estuviste haciendo lo que no debías, sí?

—Era un modo de decir —expliqué—, señor.

—Bien —dijo P. R. Deltoid—, por mi parte no es más que un modo de decir recomendarte que te cuides, pequeño Alex, pues la próxima vez, como sabes de sobra, ya no irás a la escuela correctiva. Esa vez será la cárcel, y todo mi trabajo quedará arruinado. Si no tienes consideración por tu horrible personalidad, al menos puedes tener alguna por mí, que he sudado tinta tratando de salvarte. Perdemos puntos, te lo digo en confianza, por cada joven que no recuperamos; si uno de ustedes acaba en el agujero es un fracaso para nosotros.

—No estuve haciendo nada prohibido, señor —dije—. Los militsos nada tienen contra mí, hermano, quiero decir señor.

—Basta de esa charla sobre los militsos —dijo P. R. Deltoid con voz cansada, pero siempre meciéndose. —El mero hecho de que la policía no te haya atrapado últimamente no significa, como tú lo sabes muy bien, que no hayas estado cometiendo algunas fechorías. Hubo una peleíta anoche, ¿no es cierto? Un encuentro con nochos, y cadenas de bicicleta, y cosas por el estilo. Uno de los amigos de cierto joven gordo fue recogido por la ambulancia cerca de la central eléctrica y hospitalizado, y tenía heridas bastante desagradables, sí. Se mencionó tu nombre. La noticia me llegó por las vías usuales. También aparecen mencionados algunos de tus amigos. Según dicen, anoche se cometieron delitos bastante variados. Oh, nadie puede probar nada acerca de nadie, como de costumbre. Pero te lo advierto, pequeño Alex, porque como siempre soy tu buen amigo, el único miembro de esta maltrecha y enfermiza comunidad que desea salvarte de ti mismo.

—Aprecio su actitud, señor —dije—, muy sinceramente.

—La aprecias, ¿verdad? —observó el veco, burlándose de algún modo—. Entonces, ándate con cuidado, eso es todo, sí. Sabemos más de lo que crees, pequeño Alex. —Y agregó, con una golosa muy dolida, pero siempre meciéndose: —¿Qué les pasa a ustedes? Estudiamos el problema, y venimos estudiándolo durante casi un siglo, y no hemos avanzado nada. Tienes un buen hogar, padres buenos y cariñosos, y un cerebro no del todo malo. ¿Qué demonio te carcome?

—Nadie me está carcomiendo, señor —dije—. Hace ya mucho tiempo que no tengo nada que ver con los militsos.

—Eso es lo que me preocupa —suspiró P. R. Deltoid—. Demasiado tiempo para tu buena salud. Se acerca el momento de presentar mi declaración. Por eso te advierto, pequeño Alex, que mantengas limpia tu hermosa y joven proboscis, sí. ¿Hablo claro?

—Como un lago de aguas cristalinas, señor —dije—. Claro como un cielo azul en lo mejor del verano. Puede confiar en mí, señor. —Y le ofrecí una simpática sonrisa mostrando los subos.

Pero cuando se hubo ucadido y yo estaba preparándome esa taza muy fuerte de chai, me reí para mis adentros pensando en la vesche que tanto preocupaba a P. R. Deltoid y a sus drugos. Pues bien, me porto mal, con las crastadas, los tolchocos y los juegos con la britba y el viejo unodós unodós, y si me lovetan, tanto peor, oh hermanos míos, y a decir verdad no puede gobernarse un país si todos los chelovecos se comportan como lo hago yo de noche. De modo que si me lovetan y son tres meses en este mesto y otros seis en aquél, y luego, como tan bondadosamente me lo advierte P. R. Deltoid, la próxima vez, a pesar de la gran ternura de mis veranos, hermanos míos, es el propio y gran zoo del Más Allá, yo digo: «Lo justo es justo, pero una lástima, señores míos, porque ocurre que no puedo soportar el encierro. Mi empresa será, en ese futuro que extiende unos brazos nevados y prístinos ante mí, antes de que el nocho se imponga o la sangre entone un coro final en el metal retorcido y los vidrios aplastados del camino, que no me loveteen otra vez». Hermoso discurso. Pero, hermanos, este morderse las uñas acerca de la causa de la maldad es lo que me da verdadera risa. No les preocupa saber cuál es la causa de la bondad, y entonces, ¿por qué quieren averiguar el otro asunto? Si los liudos son buenos es porque les gusta, y ni se me ocurriría interferir en sus placeres, así que lo mismo deberían hacer en el otro negocio. Y yo soy cliente del otro negocio. Además, la maldad es cosa del yo, del tú o el mí en el odinoco de cada uno, y así es desde el principio para orgullo y radosto del viejo Bogo. Pero el no-yo no puede tener lo malo, de modo que los vecos del gobierno y los jueces y las escuelas no pueden permitir lo malo, pues no pueden admitir el yo. ¿Y acaso nuestra historia moderna, hermanos míos, no es el caso de los bravos y malencos yoes peleando contra esas enormes maquinarias? Todo esto lo digo en serio, oh hermanos. Pero lo que hago lo hago porque me gusta.

Y ahora, en esta sonriente mañana de invierno, me bebo el chai muy fuerte con moloco y cucharada tras cucharada tras cucharada de azúcar, porque me gusta todo muy sladquino, y saco del horno el desayuno que mi pobre y vieja eme había dejado para mí. Era un huevo frito, y nada más, pero me preparé unas tostadas, y comí huevo y tostadas y compota, saboreándolo todo mientras leía la gasetta. Traía lo habitual acerca de la ultraviolencia, las huelgas y los asaltos a bancos, y los futbolistas que paralizaban de miedo a todo el mundo amenazando no jugar el domingo próximo si no obtenían aumento de sueldo, de puro málchicos perversos que eran. También había más viajes por el espacio y televisores estereofónicos mayores, y ofertas de paquetes gratis de jabón en polvo a cambio de etiquetas de sopa en conserva, sorprendente ganga por sólo una semana, que me hizo smecar. Había un bolche artículo sobre la Juventud Moderna (es decir yo, de modo que hice una reverencia, riendo como besuño) escrito por un cheloveco calvo y muy inteligente. Lo leí con cuidado, hermanos míos, mientras bebía el viejo chai, vaso tras taza tras chascha, masticando mis lonticos de tostada oscura cubiertos de compota y huevo. Este veco erudito decía las cosas habituales, acerca de la falta de disciplina de los padres, y de la escasez de maestros auténticos y joroschós que zurraran sin piedad los inocentes traseritos y obligaran a gritar bujujujú clamando compasión. Todo esto era glupo y me hacía smecar, pero era bueno enterarse de que uno seguía siendo noticia en el mundo, oh hermanos míos. Todos los días se publicaba algo acerca de la Juventud Moderna, pero la mejor vesche que jamás editaron en la vieja gasetta fue el artículo de un starrio que llevaba un collar de perro y opinaba reflexivamente, y aquí nos goboraba como hombre de Bogo, que EL DIABLO ANDABA SUELTO, y comenzaba a insinuarse en la carne joven e inocente, y la culpa era del mundo de los adultos, un mundo de guerras, bombas y demás estupideces. Lo cual estaba muy bien. Sabía lo que decía, pues era hombre de Dios. Y nosotros, los jóvenes e inocentes málchicos, no teníamos la culpa de nada. Cierto cierto cierto.

Cuando eructé erc erc un par de veces para aliviar mi pobre e inocente estómago, me puse a elegir los platis del día en el guardarropa, al mismo tiempo que encendía la radio. Había música, un hermoso y malenco cuarteto de cuerdas, hermanos míos, por Claudius Birdman, una pieza que yo conocía muy bien. Pero no pude menos que smecar, recordando lo que había videado cierta vez en uno de esos artículos sobre la Juventud Moderna, sobre cómo ella estaría mucho mejor si pudiese fomentarse Una Viva Apreciación de las Artes. Se decía que la Gran Música y la Gran Poesía tranquilizarían a la Juventud Moderna y conseguirían Civilizarla. Civilización de mis yarboclos sifilíticos. La música siempre me excitaba, oh hermanos míos, haciéndome sentir como si fuera el propio y viejo Bogo en persona, listo para descargar rayos y centellas y tener a los vecos y las ptitsas crichando en mi ja ja ja poder. Y una vez que me chisté un poco el litso y las rucas y terminé de vestirme (mis platis de día se parecían al traje estudiantil: los viejos pantalones azules con suéter con la A de Alex) me pareció que tenía tiempo al menos de itear a la disquería (y también dengo, pues me abultaba en los bolsillos) y ver si había llegado la obra pedida y prometida hacía mucho tiempo, la Número Nueve de Beethoven (es decir, la Coral) en estéreo, registro Masterstroke por la Sinfónica Esh Sham conducida por L. Muhaiwir. Y para allí marché, hermanos.

El día era muy diferente de la noche. La noche era mía y de mis drugos, y de todo el resto de los nadsats, y de los starrios burgueses agazapados entre cuatro paredes, absorbiendo los glupos programas mundiales; pero el día era para los starrios, y en esas horas de luz siempre parecía haber más militsos. Tomé el ómnibus en la esquina y viajé al centro, y caminando regresé en dirección a plaza Taylor, y allí estaba la disquería que yo apoyaba con mis valiosas compras, oh hermanos míos. Ostentaba el glupo nombre de MELODÍA, pero era un mesto realmente joroschó, y casi siempre conseguían scorro las nuevas grabaciones. Entré en el negocio y los únicos clientes eran dos jóvenes ptitsas que sorbían helados (y recuerden que estábamos en lo peor del invierno) y revisaban, parecía, los nuevos discos pop —Johnny Burnaway, Stash Kroh, The Mixers, Quédate tranquila un rato con Id y Ed Molotov— y todo el resto de esa cala. Las dos ptitsas no tendrían más de diez años, y parecía que también ellas, como yo, habían decidido tomarse la mañana libre de la scolivola. Era evidente que ya se consideraban verdaderas débochcas crecidas; vaya con el meneo de caderas cuando vieron a vuestro Fiel Narrador, hermanos, y los grudos acolchados y el rojo desparramado en las gubas. Fui al mostrador, abordando con la sonrisa cortés de los subos al viejo Andy que atendía (siempre amable, siempre dispuesto a ayudar, un verdadero joroschó tipo de veco, aunque calvo y muy muy delgado). Andy me dijo:

—Ajá, creo que sé lo que usted quiere. Buenas noticias, buenas noticias, ya llegó. —Y moviendo las rucas como un eminente director se fue a buscarlo. Las dos ptitsas jóvenes soltaron unas risitas, como hacen a esa edad, y yo les clavé un malenco los glasos fríos. Andy regresó realmente scorro, agitando la gran cubierta blanca y brillante de la Novena, que mostraba, hermanos, el litso adusto y fruncido como golpeado por un rayo del propio Ludwig van. —Aquí está —dijo Andy—. ¿Lo probamos? —Pero yo quería llevármelo a casa para slusarlo odinoco en mi estéreo, y sentía una prisa infernal. Saqué el dengo para pagar, y una de las pequefias ptitsas me dijo:

—¿Qué conseguiste, bratito? ¿Algo grande, para ti solo? —Estas débochcas jovencitas tenían su propio modo de goborar—. ¿El Paraíso Diecisiete? ¿Luke Sterne? ¿Goggl y Gogol? —y las dos largaron esas risitas, meneándose y balanceándose. Entonces se me ocurrió una idea, y la angustia y el éxtasis casi me voltean, oh hermanos míos, de modo que durante unos segundos no pude respirar. Reaccioné, y les dije mostrando los subos blancos y brillantes:

—¿Qué tienen en casa, hermanitas, para oír esos gorgoritos peludos? —Porque ya había visto que los discos que estaban comprando eran esas vesches pop para chicos. —Apuesto a que lo único que tienen son esos juguetes portátiles como vitrolas de picnic. —Al oír esto las ptitsas fruncieron las boquitas—. Vengan con papá —les dije—, y escuchen como es debido. Las trompetas de los ángeles y los trombones del infierno. Están invitadas. —Y les hice una especie de reverencia. Otras risitas, y una de ellas, dijo:

—Oh, pero tenemos mucho apetito. Oh, cómo podríamos comer. —Y la otra agregó: —Sí, ella lo dice, y así es. —De modo que contesté:

—Coman con papá. Digan dónde.

Ahora se creían verdaderas sofisticadas, lo que era casi patético, y empezaron a hablar con golosas de dama acerca del Ritz, el Bristol, el Hilton, Il Ristorante Granturco. Pero interrumpí la charla diciendo «Sigan a papá», y las llevé al Salón de la Pasta, a la vuelta de la esquina, y dejé que se llenaran los inocentes y jóvenes litsos con espaguetis y salchichas, y helados de cremas y bananasplits y salsa de chocolate caliente, hasta que casi tuve náuseas a la vista de todo eso, porque yo, hermanos, almorcé frugalmente una rebanada de jamón frío y un yoco de chile bien picante. Las dos jóvenes ptitsas se parecían mucho, aunque no eran hermanas. Tenían las mismas ideas, o la misma falta de ideas, y el mismo color de pelo: una especie de pajizo teñido. Bueno, hoy crecerían mucho. Hoy sería un día memorable. No irían a la escuela por la tarde, pero habría educación, y Alex sería el profesor. Se llamaban, dijeron, Marty y Sonietta, y eran bastante besuñas y estaban en la cumbre del infantilismo de moda.

—Perfectamente, Marty y Sonietta —les dije—. Llegó la hora de oír los discos. Vengan.

Cuando salimos al frío de la calle, decidieron que no irían en ómnibus, oh no, querían un taxi, de modo que les di el gusto, aunque con una sonrisa interior verdaderamente joroschó, y llamé un taxi estacionado en la fila. El chofer, un veco starrio y bigotudo con los platis muy manchados, dijo cuando nos vio:

—Nada de navajas ahora. No quiero tonterías con los asientos. Acabo de retapizar el coche. —Le calmé esos glupos temores y fuimos al bloque municipal 18A, y las dos audaces y pequeñas ptitsas reían y murmuraban. Para abreviar diré que llegamos, oh hermanitos míos, y las llevé hasta el 10-8, y mientras subían la escalera jadeaban y smecaban, y una vez allí dijeron que tenían sed, de modo que abrí el cofre de mi cuarto y ofrecí a las jóvenes débochcas de diez años un verdadero y joroschó escocés, aunque bien mezclado con agujas-y-alfileres. Se sentaron en mi cama (todavía sin arreglar) y balancearon las piernas, smecando y piteando la bebida, mientras yo pasaba en mi estéreo sus patéticos y malencos discos. Era como pitear una suave y perfumada bebida sin alcohol para niños en vasos de oro muy bellos, trabajados y costosos. Pero ellas decían oh oh oh y exclamaban «Desmayante» y «Cumbroso» y otros slovos raros que estaban de moda en ese grupo infantil. Mientras pasaba esa cala para que la oyesen, las animé a beber y luego a tomar otra copa, y la verdad que no se opusieron, oh hermanos míos. De modo que cuando ya habíamos escuchado dos veces los patéticos discos pop (eran dos: Nariz dulce, cantado por Ike Yard, y Noche tras día tras noche, gemido por dos horribles eunucos desyarblocados que no recuerdo cómo se llamaban) ya estaban cerca de la histeria máxima de las ptitsas jóvenes, saltando de un extremo al otro de mi cama, y alrededor del cuarto, y yo con ellas.

Hermanos, no necesito describir lo que hicimos esa tarde, pues todos pueden imaginarlo fácilmente. Las dos fueron desplatisadas en un instante, mientras smecaban como locas, y les parecía que la diversión más bolche era videar al viejo papá Alex todo nago y erecto, empuñando la hipodérmica como un doctor desnudo, y aplicándose en la ruca el viejo pinchazo de secreción de gato montés. Entonces saqué de su funda la hermosa Novena, de modo que ahora Ludwig van también estaba nago, y apliqué la aguja silbante en el último movimiento, que era puro éxtasis. Y ahí estaban, las cuerdas del contrabajo goborando al resto de la orquesta desde debajo de mi cama, y luego la golosa de hombre entrando y proclamando a todos la alegría, y la frase hermosa y extática acerca de la Alegría que era una chispa gloriosa brotada del cielo, y entonces sentí los viejos tigres que brincaban en mí, y me arrojé sobre las dos jóvenes ptitsas. Esta vez no les pareció nada divertido, y dejaron de crichar, y tuvieron que someterse a los extraños y peculiares deseos de Alejandro el Grande que con la Novena y el pinchazo de la hipo eran chudesños, samechatos y muy exigentes, oh hermanos míos. Pero las ptitsas estaban muy muy borrachas, de modo que difícilmente hayan sentido mucho.

Cuando el último movimiento terminó por segunda vez, con todo el estrépito y los crichos acerca de la Alegría Alegría Alegría, las dos jóvenes ptitsas ya no se hacían las damiselas sofisticadas. Estaban despertando a lo que les ocurría a sus malencas personitas, y decían que querían volver a su casa y algo así como que yo era una bestia salvaje. Parecía como si hubieran intervenido en una gran bitba, lo que en efecto era el caso, y estaban todas lastimadas y enfurruñadas. Bueno, si no querían ir a la escuela, de todos modos tenían que educarse. Y lo habían conseguido. Crichaban y decían ou ou ou mientras se ponían los platis y me hacían punchipunchin con los minúsculos puñitos, y yo estaba todo sucio y nago, y cansado y deshecho en la cama. La joven Sonietta crichaba: —Bestia, animal odioso. Monstruo horrible y repugnante. —Dejé que juntaran sus cosas, y se marcharon diciendo que los militsos debían ocuparse de mí, y otras calas por el estilo. Se fueron escaleras abajo y yo me hundí en el sueño, y la vieja Alegría Alegría Alegría golpeaba y aullaba lejanamente.