3

Yecamos de regreso a la ciudad, hermanos míos, pero justo a la entrada, no lejos de lo que llamaban el canal industrial, videamos la aguja indicadora del combustible que casi se caía, precisamente como nuestras propias agujas, ja, ja, ja, y el auto tosía cashl cashl cashl. Pero no había mucho de qué preocuparse, porque allí cerca las luces azules de una estación ferroviaria se apagaban y encendían, se apagaban y encendían. La cuestión era si dejaríamos el auto para que lo sobiraran los militsos o si (ya que andábamos con ganas de destruir y matar) le daríamos una buena tolchocada hacia las aguas starrias para presenciar un hermoso y ruidoso plesco antes que acabara la noche. Decidimos esto último, y después de bajar y soltar los frenos, los cuatro lo tolchocamos hasta el borde del agua sucia, que era como melaza mezclada con productos del agujero humano, y allí le dimos un tolchoco joroschó y adentro se fue. Tuvimos que retroceder de un salto para que la roña no nos salpicase los platis, pero allá fue, esplussssshhhh y glolp glolp glolp, discreta y suavemente. —Adiós, viejo drugo —exclamó Georgie, y el Lerdo lo acompañó con una gran risotada de payaso—: Ju ju ju ju. —Nos acercamos a la estación para abordar el tren al centro, como se llamaba entonces al sector medio de la ciudad. Pagamos sin chistar nuestros pasajes, y esperamos correctamente y sin escándalo en la plataforma, y el viejo Lerdo se puso a jugar con las máquinas tragamonedas, pues tenía los carmanos llenos de pequeños níqueles; y si hubiese sido necesario se habría dedicado a distribuir barras de chocolate a los pobres y los necesitados, aunque no había ninguno por ahí, y luego llegó resoplando el viejo expreso, y subimos a un coche del tren, que parecía casi vacío. Para entretenernos durante el viaje de tres minutos jugamos con lo que ellos llamaban el tapizado, y arrancamos unos lindos y joroschós pedazos de las tripas de los asientos, y el viejo Lerdo descargó la cadena sobre el ocno, hasta que el vidrio crujió y saltó dejando entrar el aire invernal. Pero todos estábamos fuera de caja, cansados y aplastados, pues la noche nos había obligado a gastar un poco de energía, hermanos míos; sólo el Lerdo, como el payaso y animal que era, parecía mejor que nunca, todo sucio y despidiendo un vono de sudor que era una de las cosas que yo tenía contra el viejo Lerdo.

Bajamos en el centro y caminando lentamente volvimos al bar lácteo Korova, aullando malenco y jugando a la luz de la luna, las estrellas y las lámparas, porque al día siguiente teníamos que ir a la escuela; y cuando entramos en el Korova lo encontramos más lleno que antes. Pero el cheloveco que había estado chumlando en su propio paraíso, con blanco o synthemesco o lo que fuera, seguía en el mismo asunto: «Pilletes descastados bajando a la nada en un tiempo platónico climatérico». Era probable que estuviese en la tercera o cuarta dosis de la noche, pues tenía ese aire pálido e inhumano, como si se hubiera convertido en una cosa; la cara del veco parecía de veras un pedazo de tiza tallada. En realidad, si quería pasarse tanto tiempo en el paraíso, debía haber ido a uno de los cubículos privados de la trastienda, en lugar de quedarse en el mesto grande, pues aquí algunos de los málchicos querrían jugar un poco con él, aunque no mucho ya que en el viejo Korova había poderosos matones capaces de impedir cualquier desorden. De todos modos, el Lerdo se animó al veco, y mirándolo con una cara de payaso, mostrando la lengua, clavó el sabogo grande en el pie del veco. Pero el veco, hermanos míos, ni se enteró, pues andaba allá arriba, muy lejos de su propio cuerpo.

Casi todos eran nadsats (así llamábamos a los adolescentes) que tomaban leche y coca y jugaban, pero también algunos más starrios, tanto vecos como chinas (pero nunca de los burgueses), que reían y goboraban en el bar. Por los peinados y los platis sueltos (casi todos tejidos de fibra) se veía claramente que habían estado ensayando en los estudios de televisión que funcionaban a la vuelta de la esquina. Las débochcas del grupo tenían litsos muy vivaces y rotas muy anchas, y mostraban mucho los dientes, y smecaban sin importárseles un rábano del pérfido mundo. Y entonces el disco del estéreo hizo clic clac (era Johnny Zhivago, un coschca russky que cantaba Solamente día por medio), y en el intervalo, el breve silencio antes que se oyera el próximo, una de las débochcas —muy rubia, con una gran rota roja y sonriente, yo diría que bien entrada en la treintena— de pronto empezó a cantar, apenas unos compases, como si estuviese ofreciendo un ejemplo de algo que todos estaban goborando, y durante un momento, oh hermanos míos, fue como si un gran pájaro hubiese entrado volando en el bar lácteo, y sentí que todos los pequeños y malencos pelos del ploto se me ponían de punta, y el estremecimiento me subía como lagartos lentos y malencos, que luego bajaban otra vez. Porque yo conocía el trozo que esta ptitsa cantaba. Era de una ópera de Friedrich Gitterfenster, Das Bettzeug, el pasaje en que ella se muere con la garganta cortada en dos, y los slovos dicen: «Quizá sea mejor así». De cualquier modo, sentí un escalofrío.

Pero el viejo Lerdo, apenas slusó el pedazo de canción como un lontico de carne roja arrojado sobre el plato, soltó una de sus vulgaridades, que en este caso fue un trompeteo labial, seguido de un aullido perruno, seguido por un doble silbido con los dos dedos en la boca, y rematado por una risotada de payaso. Sentí que me atacaba la fiebre, como si me ahogara en sangre roja y caliente, slusando y videando la vulgaridad del Lerdo, y dije: —Bastardo. Inmundo bastardo sin modales. —Me incliné para evitar a Georgie, que estaba entre el horrible Lerdo y yo, y scorro descargué un puñetazo en la rota del Lerdo. El Lerdo pareció muy sorprendido, enjugándose el crobo de la guba con la ruca, y observando rotiabierto el crobo rojo, y mirándome—. ¿Por qué hiciste eso? —preguntó, torpe como siempre. No muchos videaron lo que yo había hecho, y a los que videaron no les importaba. El estéreo tocaba de nuevo y ahora se slusaba una repugnante guitarra electrónica. Le contesté:

—Por ser un bastardo que no tiene educación, y ni duco de idea de cómo comportarse en público, oh hermano mío.

El Lerdo me echó una mirada perversa y dijo: —No me gustó que hicieras lo que hiciste. Y ya no soy tu hermano, y no quiero serlo nunca más. —Había extraído del bolsillo un tastuco mocoso y se enjugaba el hilo rojo con aire desconcertado, y lo miraba con el ceño fruncido, como si pensara que la sangre era algo propio de otros vecos, pero no de él. Parecía como si el Lerdo estuviese cantando sangre y pagara así por la vulgaridad que había mostrado antes, cuando la débochca cantaba música. Pero ahora la débochca estaba smecando ja ja ja con unos drugos en el bar, y movía la rota roja y le brillaban los subos; ni había notado la puerca vulgaridad del Lerdo. En realidad era a mí a quien había molestado el Lerdo. Dije:

—Si no te gusta lo que hice, y no quieres repetirlo, ya sabes lo que te conviene, hermanito. —Y entonces habló Georgie, con una voz áspera y rara.

—Bueno. No empecemos.

—Eso es cosa del Lerdo —dije—. El Lerdo no puede pasarse toda la chisna haciéndose el niñito. —Y miré con dureza a Georgie. El Lerdo habló, y ahora el crobo estaba aflojando:

—¿Qué derecho natural le hace creer que puede dar órdenes y tolchocarme cuando se le antoja? Yarboclos le digo, y le voy a meter la cadena en los glasos antes que grite ay.

—Cuidado —dije, con la voz más discreta que pude, pues el estéreo estallaba entre las paredes y el techo, y el veco del paraíso, cerca del Lerdo, aullaba de nuevo—: Chisporrotea más cerca, ultóptimo. —Repetí: —Cuida lo que dices, oh Lerdo, si en verdad deseas seguir viviendo.

—Yarboclos —dijo el Lerdo, burlándose—. Yarboclos bolches para ti. No tenías ningún derecho. Te pelearé con la cadena, el nocho o la britba cuando quieras. No me sorprenderás con tolchocos inesperados, y ya verás entonces.

—Con el nocho cuando quieras —le contesté.

—Bueno, vamos, ustedes dos —intervino Pete—. Somos drugos, ¿no es así? No es justo que los drugos se comporten de ese modo. Vean, esos málchicos de lengua larga están smecando a costa nuestra, parece que se burlan. Nada de peleas entre nosotros.

—El Lerdo —dije— tiene que aprender a quedarse en su lugar. ¿Es así?

—Un momento —dijo Georgie—. ¿Qué es esta vesche del lugar? Nunca oí decir que los liudos tienen que aprender cuál es su lugar.

Pete dijo: —A decir verdad, Alex, no debiste darle al viejo Lerdo ese tolchoco sin provocación. Diré eso, y si me hubieras pegado a mí, habrías tenido tu respuesta. Y no digo una palabra más.

Pete hundió la cara en el vaso de leche.

Sentí un rasdrás que me subía todo por dentro, y traté de disimular, hablando con calma: —Tiene que haber un líder. Es necesario que haya disciplina, ¿no es así? —Ninguno scasó una palabra, y ni siquiera asintió. Por dentro más rasdrás, por fuera aparenté más calma—. Hace mucho —dije— que estoy al frente. Todos somos drugos, pero alguien tiene que estar al frente. ¿No es así? ¿No es así? —Todos asintieron, aunque de mala gana. El Lerdo estaba osuchándose el último resto de crobo. Y fue él quien habló:

—De acuerdo, de acuerdo. Tal vez estamos todos un poco cansados. Mejor no hablemos más. —Me sorprendió y un poco me puso puglio slusar al Lerdo, goborando de ese modo, tan sensato. El Lerdo dijo: —Lo mejor es irse a dormir, de modo que andando para casa. ¿De acuerdo? —Me sorprendió mucho. Los otros dos asintieron, diciendo de acuerdo de acuerdo de acuerdo. Yo agregué:

—Tienes que comprender el tolchoco en la rota, Lerdo. Era la música. Me pongo besuño cuando un veco interfiere en el canto de una ptitsa. Ya entiendes.

—Mejor nos vamos a casa y spachcamos un poco —dijo el Lerdo—. Fue una larga noche para málchicos que están creciendo. ¿De acuerdo? —Los otros dos asintieron. Yo dije:

—Creo que ahora mejor nos vamos a casa. El Lerdo ha tenido una idea verdaderamente joroschó. Si no nos vemos en el día, oh hermanos míos, bueno… ¿el mismo lugar a la misma hora, mañana?

—Oh, sí —dijo Georgie—. Creo que sí.

—Tal vez —dijo el Lerdo— yo llegue un malenco tarde. Pero el mismo lugar y casi a la misma hora mañana, seguro que sí. —Seguía limpiándose la guba, aunque ya no le corría el crobo—. Y —agregó— esperemos que no haya aquí más ptitsas cantando. —Y lanzó la risotada del viejo Lerdo, un jojojojojo grande y payasesco. Parecía que era demasiado obtuso para ofenderse mucho.

De modo que cada uno tomó por su lado, y yo eructando arrrgh por la coca fría que había piteado. Tenía la britba lista por si alguno de los drugos de Billyboy estaba esperando cerca del bloque de viviendas, o para el caso cualquiera de las demás bandas, o grupos o schaicas que de tanto en tanto estaban en guerra con uno. Yo vivía con mi pe y mi eme en las casas del bloque municipal 18A, entre la avenida Kingsley y la calle Wilson. Llegué a la puerta de calle sin inconveniente, aunque pasé al lado de un joven málchico extendido, que gemía y crichaba en la calzada, bien cortadito por todos lados, ya la luz del farol vi también manchas de sangre aquí y allá, como firmas, oh hermanos míos, de los juegos de la noche. Y también vi, junto al 18A, un par de niznos de débochca, seguramente arrancados con brusquedad en el calor del momento, hermanos míos. Entré en el edificio. En el vestíbulo se veía la buena y vieja pintura municipal sobre las paredes —vecos y ptitsas muy bien desarrollados, severos en la dignidad del trabajo, en el banco o la máquina, sin un centímetro de platis sobre los plotos bien conformados. Por supuesto, como podía adivinarse, algunos de los málchicos del 18A habían embellecido y decorado el gran cuadro con lápiz y bolígrafo hábiles, agregando pelos y palos bien rígidos y slovos sucios a las rotas dignas de estos vecos y débochcas nagos. Me acerqué al ascensor, pero no era necesario apretar el nopca para saber que no funcionaba, porque esa noche lo habían tolchocado realmente joroschó; las puertas de metal estaban completamente abolladas, lo que indicaba una fuerza de veras notable. De modo que tuve que subir por la escalera los diez pisos. Lo hice maldiciendo y jadeando, cansado del cuerpo ya que no del cerebro. Esa noche necesitaba urgentemente oír música, quizás a causa de la débochca que había cantado en el Korova. Quería darme un atracón, hermanos míos, antes de que me sellaran el pasaporte en la frontera del sueño y levantaran el schesto rayado para dejarme pasar.

Abrí la puerta del 10-8 con mi propio quiluchito, y en nuestro malenco refugio no se oía nada, pues pe y eme estaban en el país de los sueños, y eme me había dejado sobre la mesa una cena malenca —un par de lonticos de carne y un pedazo o dos de klebo y manteca, y un vaso del viejo moloco. Jo jo jo, el viejo moloco, sin cuchillos ni synthemesco ni dencrom. Hermanos míos, qué perversa me parecerá desde ahora la inocente leche. De todos modos comí y bebí vorazmente, pues estaba más hambriento de lo que había creído, y saqué el pastel de frutas de la despensa, y le arranqué pedazos con los que me rellené la rota hambrienta. Después me limpié los dientes y eructé, repasando la vieja rota con la yasicca o lengua, y luego fui a mi cuartito o madriguera, mientras comenzaba a aflojarme los platis. Aquí estaban mi cama y mi estéreo, orgullo de mi chisna, y los discos en el estante, y las banderas y gallardetes sobre la pared, que eran como recuerdos de mi vida en los correccionales desde los once años, oh hermanos míos, cada uno brillando y resplandeciendo con un nombre o un número: SUR 4; DIVISIÓN AZUL METRO CORSKOL; LOS MUCHACHOS DE ALFA.

Los pequeños altavoces de mi estéreo estaban todos dispuestos alrededor del cuarto, en el techo, las paredes, el suelo, de modo que cuando me acostaba en la cama para slusar la música, estaba como envuelto y rodeado por la orquesta. Lo que primero deseaba escuchar esa noche era el nuevo concierto para violín, del norteamericano Geoffrey Plautus, tocado por Odiseo Choerilos con la Filarmónica de Macon (Georgia), de modo que lo saqué del estante, conecté y esperé, y entonces, hermanos, llegó la cosa. Oh, qué celestial felicidad. Estaba totalmente nago mirando el techo, la golová sobre las rucas, encima de la almohada, los glasos cerrados, la rota abierta en éxtasis, slusando esas gratas sonoridades. Oh, era suntuoso, y la suntuosidad hecha carne. Los trombones crujían como láminas de oro bajo mi cama, y detrás de mi golová las trompetas lanzaban lenguas de plata, y al lado de la puerta los timbales me asaltaban las tripas y brotaban otra vez como un trueno de caramelo. Oh, era una maravilla de maravillas. Y entonces, como un ave de hilos entretejidos del más raro metal celeste, o un vino de plata que flotaba en una nave del espacio, perdida toda gravedad, llegó el solo de violín imponiéndose a las otras cuerdas, y alzó como una jaula de seda alrededor de mi cama. Aquí entraron la flauta y el oboe, como gusanos platinados, en el espeso tejido de plata y oro. Yo volaba poseído por mi propio éxtasis, oh hermanos. Pe y eme en el dormitorio, al Iado, habían aprendido ahora a no clopar la pared quejándose de lo que ellos llamaban ruido. Yo les había enseñado. Ahora tomaban píldoras para dormir. Tal vez advertidos de la alegría que yo obtenía de mi música nocturna, ya las habían tomado. Mientras slusaba, los glasos firmemente cerrados en el éxtasis que era mejor que cualquier Bogo de synthemesco, entreví maravillosas imágenes. Eran vecos y ptitsas, unos jóvenes y otros starrios, tirados en el suelo y pidiendo a gritos piedad, y yo smecaba con toda la rota y descargaba la bota sobre los litsos. Y había débochcas desgarradas y crichando contra las paredes, y yo me hundía en ellas como una schlaga, y cuando la música, que tenía un solo movimiento, llegó a su total culminación, yo, tendido en mi cama con los glasos bien apretados y las rucas tras la golová, sentí que me quebraba, y spataba, y exclamaba aaaaah, abrumado por el éxtasis. Y así la bella música se deslizó hacia el final resplandeciente.

Después oí el hermoso Mozart, la Júpiter, y se presentaron otras imágenes de diferentes litsos que yo derribaba y pisoteaba, y después se me ocurrió que escucharía un disco más antes de cruzar la frontera, y me vino el deseo de algo starrio y fuerte y muy firme, de modo que elegí J. S. Bach, el Concierto de Brandeburgo, por las cuerdas medias y graves. Y slusando ahora con un éxtasis distinto del anterior, pude videar nuevamente el nombre en el papel que había rasreceado esa noche, hubiera dicho que mucho tiempo antes, en la casita llamada HOGAR. El nombre aludía a una naranja mecánica. Escuchando a J. S. Bach, comencé a ponimar mejor lo que significaba, y mientras slusaba la parda suntuosidad del starrio maestro alemán se me ocurrió que me hubiese gustado tolchocarlos más fuerte, a la ptitsa y al veco, y abrirlos en tiras allí mismo en el suelo de la casita.