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Cuando salimos del Duque de Nueva York videamos al lado de la iluminada vidriera principal del bar un viejo y gorgoteante pianitso o borracho, aullando las sucias canciones de sus padres y eructando blerp blerp entre un trozo y otro, como si guardase en la tripa podrida y maloliente una hedionda y vieja orquesta. Ésa es una vesche que nunca pude aguantar. Nunca pude soportar la vista de un cheloveco roñoso, tumbado, eructando y borracho, fuera la que fuese su edad, pero muy especialmente cuando era de veras starrio como éste. Estaba como aplastado contra la pared, y tenía los platis en un estado vergonzoso, arrugados y en desorden, cubiertos de cala y barro, de roña y alcohol. Bueno, lo agarramos y le encajamos unos pocos tolchocos joroschós, pero siguió cantando. La canción decía:

Y volveré a mi nena, a mi nena,

cuando tú, nena mía, te hayas ido.

Pero cuando el Lerdo le dio unos cuantos puñetazos en la hedionda rota de borracho, paró el canto y se puso a crichar:

—Vamos, péguenme, cobardes hijos de puta… no quiero vivir en este mundo podrido.

Le dije al Lerdo que se apartase un poco, porque a veces me gustaba slusar lo que algunos de estos decrépitos starrios decían de la vida y el mundo.

—Bueno, ¿y qué tiene de podrido? —le dije.

—Es un mundo podrido porque permite que los jóvenes golpeen a los viejos como ustedes hicieron, y ya no hay ley ni orden. —Estaba crichando muy alto y agitaba las rucas, y decía palabras realmente joroschós, sólo que además le venía de las quischcas ese blurp blurp, como si adentro tuviese algo en órbita, o como si lo interrumpieran bruscamente haciendo chumchum, y el veco amenazaba con los puños y gritaba: —Ya no es mundo para un viejo, y por eso no les temo ni así, chiquitos míos, porque estoy demasiado borracho para sentir los golpes si me pegan, y si me matan, ¿qué más quiero? —Smecamos, divertidos, y el viejo continuó: —¿Qué clase de mundo es éste? Hombres en la luna y hombres que giran alrededor de la tierra como mariposas alrededor de una lámpara, y ya no importa la ley y el orden en la tierra. Así que hagan lo que se les ocurra, sucios y cobardes matones. —Y para remate nos regaló un poco de música labial—. Prrrrrrrrrzzzzzzrrr —la misma que les habíamos ofrecido a los jóvenes militsos, y reanudó el canto:

Oh, patria, patria querida, luché por ti y

te di la paz y la victoria.

De modo que lo cracamos bien, sonriendo entretanto, pero siguió cantando. Le hicimos una zancadilla y cayó pesadamente, y como un surtidor brotó un chorro grande de vómito de cerveza. Era repugnante, así que comenzamos el tratamiento de la bota, una patada cada uno; y entonces de la roñosa y vieja rota le brotó sangre, no música ni vómito. Al fin seguimos nuestro camino.

Cerca de la central eléctrica municipal nos topamos con Billyboy y sus cinco drugos. Ahora bien, en esos tiempos, hermanos míos, los grupos eran de cuatro o cinco: cuatro, un número cómodo para ir en auto; y seis, el límite máximo de una pandilla. A veces las pandillas se juntaban, formando ejércitos malencos para la guerra nocturna, pero en general era mejor moverse por ahí con poca gente. Nada más que verle el litso gordo y sonriente a Billyboy me enfermaba, y siempre despedía ese vaho de aceite muy rancio que se ha usado para freír una y otra vez —y olía así aunque estuviera vestido con sus mejores platis, como ahora. Nos videaron al mismo tiempo que nosotros a ellos, y ahora nos medíamos en completo silencio. Esto sería la cosa verdadera y real, usaríamos el nocho, el usy y la britba, no sólo los puños y las botas. Billyboy y sus drugos interrumpieron lo que tenían entre manos, que era prepararse para hacerle algo a una llorosa y joven débochca a la que tenían allí, y que no pasaría de los diez años, y estaba crichando con la ropa todavía puesta. Billyboy la sostenía de una ruca, y su lugarteniente Leo de la otra. Probablemente estaban en la parte de los slovos sucios, antes de iniciar un trozo malenco de ultraviolencia. Cuando nos videaron llegar, soltaron a la pequeña ptitsa lloriqueante —de donde ella venía había muchas más— y la chica corrió con las delgadas piernas blancas relampagueando en la oscuridad, siempre gritando oh oh oh. Yo dije, con una sonrisa amplia y druga:

—Bueno, que me cuelguen si no es ese gordo maloliente, el cabrón Billy y toda la porquería. ¿Cómo estás, botellón de aceite de cocina barato? Acércate, que te daré una en los yarblocos, si es que los tienes, eunuco grasiento.

Y ahí nomás empezamos.

Como ya dije, éramos cuatro y ellos seis, pero aunque obtuso, el pobre y viejo Lerdo valía por tres de los otros cuando había que pelear sucio y fuerte. El Lerdo tenía un usy o cadena verdaderamente joroschó, una cosa que le envolvía dos veces la cintura, y entonces la soltó y comenzó a revolearla de lo lindo en los ojos o glasos. Pete y Georgie tenían buenos y afilados nochos, y yo por mi parte llevaba una magnífica y starria britba, afilada y joroschó, que en ese tiempo en mis manos cortaba y relampagueaba con arte consumado. Y ahí estábamos dratsando en la sombra, y la vieja luna con sus hombres acababa de aparecer, y las estrellas relucían como cuchillos que deseaban intervenir en la dratsa. Al fin conseguí tajearle el frente de los platis a uno de los drugos de Billyboy, un corte limpio que ni siquiera rozó el ploto bajo la tela. Así, en medio de la dratsa este drugo de Billyboy de pronto se encontró abierto como la vaina de un guisante, la barriga desnuda y los pobres y viejos yarblocos al aire, y como se vio así todo rasreceado, agitaba los brazos y gritaba, de modo que descuidó la guardia, y el viejo Lerdo con su cadena hizo juisssss y le pegó justo en los glasos, y el drugo de Billyboy salió trastabillando y crarcando como enloquecido. Nos estábamos arreglando muy joroschó, y poco después bajamos al número uno de Billyboy, enceguecido por un cadenazo del viejo Lerdo, y que se arrastraba y aullaba como un animal. Una buena patada en la golová lo sacó de la carrera.

Como siempre, de los cuatro fue el Lerdo el que salió con una apariencia más maltrecha, la cara toda ensangrentada y los platis un desastre, pero los demás estábamos frescos y compuestos. Yo quería alcanzar al gordo y maloliente Billyboy, y ahora bailoteaba con mi britba, como el barbero de un barco que navega en mar muy picado, y trataba de hacerle unos buenos tajos en el litso grasiento y sucio. Billyboy tenía un nocho largo, pero era un poco demasiado lento y pesado para bredar seriamente a nadie. Hermanos míos, qué satisfacción valsar —izquierda dos tres, derecha dos tres— y un tajo en la mejilla izquierda, y otro en la derecha, y de pronto parece que bajan al mismo tiempo dos cortinas de sangre, una a cada lado de la trompa gorda, grasienta y aceitosa en la noche estrellada. La sangre caía como cortinas rojas, pero uno podía videar que Billyboy no sentía nada, y avanzaba pesado como un oso hediondo y gordo, apuntándome con el nocho.

De pronto slusamos las sirenas y supimos que los militsos se acercaban con las puschcas apuntando por las ventanillas de los automóviles policiales. La pequeña débochca lloriqueante seguramente les había pasado el dato, como que había una cabina para llamar a los militsos poco más allá de la central eléctrica municipal. —No temas, ya te atraparé —grité—, cabrón maloliente. Te cortaré dulcemente los yarblocos. —Se alejaron lentos y jadeantes, en dirección al río, excepto el número uno, Leo, que se quedó durmiendo la mona en el suelo, y nosotros nos fuimos para el otro lado. A la vuelta de la esquina más próxima había un callejón, oscuro y vacío y abierto en los dos extremos, y allí tomamos aliento, al principio jadeantes y después más tranquilos, hasta que al fin pudimos respirar normalmente. Era como descansar entre los pies de dos montañas terroríficas y muy enormes, que eran los bloques de casas, y por las ventanas podía videarse un bailoteo de luces azules. Seguramente la tele. Esa noche pasaban lo que solían llamar un programa mundial, porque todos los habitantes del mundo podían ver si lo deseaban el mismo programa; y el público era casi siempre los liudos de edad madura de la clase media. Presentaban a algún famoso cómico, un cheloveco perfectamente estúpido, o una cantante negra, y todo esto, hermanos míos, lo soltaban al espacio exterior usando satélites especiales para la tele. Esperamos jadeantes, y alcanzamos a slusar las sirenas de los militsos que se alejaban hacia el este, y entonces vimos que todo estaba bien. Pero el pobre y viejo Lerdo miraba sin parar las estrellas y los planetas y la luna, y tenía la rota abierta como un chico que nunca videó nada igual, y de pronto dijo:

—Me gustaría saber qué hay allí. ¿Qué habrá en esas cosas?

Le di un buen codazo, y le dije: —Vamos, si eres un glupo bastardo. No pienses en eso. Muy probable que haya vida como aquí, y a algunos los acuchillan y otros acuchillan. Y ahora andando, que la naito todavía es moloda, oh hermanos míos.

Los otros smecaron, pero el pobre y viejo Lerdo me miró serio, y después levantó otra vez los ojos hacia las estrellas y la luna. Recorrimos el callejón, mientras el programa mundial azuleaba a los dos costados. Lo que ahora necesitábamos era un auto, de modo que saliendo del callejón doblamos a la izquierda, y comprendimos que estábamos en plaza Priestley apenas videamos la gran estatua de bronce de un starrio poeta, de labio superior de mono y pipa clavada en la rota vieja y llovida. Caminando hacia el norte llegamos al roñoso y viejo Filmedromo, descascarado y ruinoso porque nadie iba mucho por allí, excepto algunos málchicos como yo y mis drugos, y aun así sólo para gritar, rasrecear o hacer un poco de unodós unodós en la oscuridad. Pudimos videar en el cartel pegado al frente del Filmedromo que daban la habitual agarrada de vaqueros, con los arcángeles a favor del marshal que a tiro limpio liquidaba a los cuatreros, salidos de las legiones combatientes del infierno, el tipo de vesche mentirosa que la Cinematográfica del Estado hacía en esos años. Los autos estacionados al lado del siny no eran joroschós ni cosa parecida, la mayoría vesches starrias y mierdosas, pero había un Durango 95 nuevo que me pareció bien. Georgie tenía en el llavero una de esas polillaves, como las llamaban, de modo que poco después estábamos arriba —el Lerdo y Pete atrás, fumando cancrillos como grandes señores— y yo apliqué el encendido y lo puse en marcha, y el motor ronroneó verdaderamente joroschó, y sentimos en las tripas una vibración hermosa y caliente que nos recorría todo el cuerpo. Luego le metí noga, y retrocedimos perfecto, y nadie nos videó salir.

Jugamos un rato fuera del centro, asustando a viejos vecos y chinas que cruzaban las calles, zigzagueando detrás de gatos y todo eso. Luego enfilamos por el camino hacia el oeste. No había mucho tránsito, de modo que continué dándole a la vieja noga casi hasta el piso, y el Durango 95 se tragaba el camino como espaguetis. Poco después corríamos entre árboles de invierno y sombras, hermanos míos, todo estaba oscuro, y en un lugar los faros alumbraron algo grande con una rota que gruñía y mostraba los dientes, y luego gritó y reventó bajo el auto, y el viejo Lerdo en el asiento trasero casi se orina de risa. «Jo, jo, jo.» Luego vimos a un joven málchico con una filosa, lubilubando bajo un árbol, de modo que paramos y los saludamos a gritos, les dimos a los dos un par de tolchocos sin muchas ganas, haciéndolos gritar, y seguimos nuestro camino. Lo que queríamos hacer ahora era la vieja visita de sorpresa. Era la emoción auténtica, buena para smecar y sentir el latigazo de lo ultraviolento. Bueno, al fin llegamos a una especie de aldea, y justo fuera de la aldea había una casita, separada de las demás, con un poco de jardín. La luna ya estaba bien alta, y pudimos videar la casita que apareció claramente cuando paré el coche y frené, mientras los otros tres reían como besuños, y entonces videamos que sobre la entrada a la casita se leía HOGAR, un nombre bastante glupo. Bajé del auto, ordenando a mis drugos que acabaran las risitas y estuviesen serios, y después de abrir la malenca puerta me acerqué a la entrada de la casa. Clopé suave y discreto y no vino nadie, de modo que insistí y esta vez pude slusar unos pasos, y que retiraban un cerrojo; la puerta se abrió unos centímetros, y entonces pude videar un glaso que me miraba, y la puerta estaba asegurada con una cadena. —¿Sí? ¿Quién es? —Era la voz de una filosa, una débochca joven por el timbre, de modo que dije con lenguaje muy refinado, la golosa de un auténtico caballero:

—Perdón, señora, lamento muchísimo molestarla, pero mi amigo y yo salimos a pasear, y mi amigo enfermó de pronto y se siente realmente mal, y ahora está ahí en el camino, inconsciente y gimiendo. ¿Me permitiría usar su teléfono para llamar una ambulancia?

—No tenemos teléfono —dijo la débochca—. Lo siento, pero no tenemos. Tendrá que ir a otro lado. —Del interior de la casita se podía slusar el clac clac clac claquiti clac clac de un veco que dactilografiaba, y entonces el ruido se interrumpió y se oyó la golosa del cheloveco que decía: —¿Qué pasa, querida?

—Bueno —dije—, ¿sería tan amable de darme un vaso de agua? Sabe, parece un desmayo, como si hubiese perdido el sentido.

La débochca vaciló un poco, y luego dijo: —Espere. —Se alejó, y mis tres drugos habían bajado en silencio del auto y se acercaron joroschó furtivos, y ya se estaban poniendo las máscaras, de modo que me puse la mía; y aquí fue suficiente meter la vieja ruca y soltar la cadena, pues como había ablandado a esta débochca con mi golosa de caballero, ella no cerró la puerta como tenía que haber hecho, pues éramos gente desconocida, que venía de la noche. Los cuatro entramos como una tromba, el viejo Lerdo haciéndose el schuto como de costumbre, dando cabriolas y canturreando slovos sucios, y era una bonita y malenca casita, debo reconocerlo. Entramos todos smecando en el cuarto donde había luz, y ahí estaba esa débochca como acobardada, un pedacito de filosa con unos grudos verdaderamente joroschós, y con ella este cheloveco también joven, con ochicos de montura de carey, y sobre una mesa una máquina de escribir y papeles por todos lados; pero además una pequeña pila de papel que seguramente era lo que ya había dactilografiado, así que aquí teníamos otro inteligente, estilo hombre de libros como el que habíamos tolchocado unas horas antes; pero éste escribía, no leía. Bueno, empezó a hablar:

—¿Qué es esto? ¿Quiénes son ustedes? ¿Cómo se atreven a entrar en mi casa sin permiso? —Todo el tiempo le temblaba la golosa, y también las rucas. Le dije:

—No temas. Si en tu corazón, oh hermano, anida el temor, te ruego lo deseches ahora mismo. —Aquí Georgie y Pete fueron a buscar la cocina, mientras el viejo Lerdo esperaba órdenes, a mi lado, con la rota muy abierta—. Y esto qué es, ¿eh? —pregunté, levantando la pila de la mesa, y el cheloveco de la armazón de carey dijo temblándole la voz:

—Eso es lo que quiero saber. ¿Qué es esto? ¿Qué quieren aquí? Salgan antes que los eche.

El pobre y viejo Lerdo, con su máscara de Pebe Shelley, smecó entonces ruidosamente y rugió como algún animal.

—Un libro —dije—. Usted está escribiendo un libro. —Hablé con una golosa muy áspera—. Siempre experimenté la mayor admiración por los que saben escribir libros. —Luego miré la primera hoja, y tenía escrito el nombre, LA NARANJA MECANICA, y dije: —Caramba, es un título bastante glupo. ¿Quién oyó hablar jamás de una naranja mecánica? —Seguí leyendo, e iba alzando la golosa, hasta el agudo del tipo predicador: «Para oponerme al intento de imponer al hombre, criatura que crece y puede demostrar bondad, que es capaz de beber el néctar que brota de los labios barbados del Señor, para oponerme al intento de imponerle leyes y condiciones sólo apropiadas para una creación mecánica, levanto la acerada pluma…»

El Lerdo largó la vieja música labial, y yo mismo tuve que smecar. Así que comencé a rasgar las hojas y desparramar los pedazos por el suelo, y el veco escritor se volvió casi besuño y se me tiró encima rechinando los subos y sacando las uñas como garras. Era el momento de la acción para el viejo Lerdo, y se movió sonriendo, y haciendo eh eh y ah ah ah apuntó el puño a la rota temblorosa del veco, primero el puño izquierdo y después el derecho, de modo que nuestra vieja druga la colorada —la colorada que brota igual por todas partes, como producida por la misma antigua y gran empresa— comenzó a derramarse y manchó la linda alfombra nueva, y los pedazos del libro que yo continuaba rasreceando. Aquí la débochca, la amante y fiel esposa, estaba como paralizada al lado de la chimenea, y ahora había empezado a largar menudos y malencos crichos, como acompañando la música de los puñetazos del viejo Lerdo. Entonces aparecieron Georgie y Pete, viniendo de la cocina, los dos masticando, aunque con las máscaras puestas; no era necesario quitársela para comer. Georgie con una lapa fría de algo en una ruca, y media hogaza de klebo y maslo encima en la otra, y Pete con una botella de cerveza que echaba espuma, y un trozo joroschó de tarta de ciruelas. Comenzaron a hacer ja ja ja cuando videaron al viejo Lerdo que bailoteaba y descargaba puñetazos sobre el veco escritor, y el veco escritor placaba que le habían arruinado la obra de su vida, y hacía buu juuu juu con la rota toda ensangrentada; pero las risas de Georgie y Pete eran el jo jo jo medio ahogado del que está comiendo, y hasta se podían ver trozos de lo que comían. No me gustó la actitud, porque era sucia y babosa, así que dije:

—Basta de munchar. Yo no les di permiso. Tengan a este veco para que pueda videarlo todo y no se escape.

Así que Georgie y Pete dejaron las grasientas pischas sobre la mesa, entre los papeles rotos, y se echaron sobre el veco escritor, cuyos ochicos de armazón de carey estaban rajados pero seguían sosteniéndose, mientras el viejo Lerdo bailoteaba y hacía temblar los adornos de la chimenea (de un golpe los barrí todos, y ya no pudieron seguir temblando, hermanitos), y trabajando con el autor de La naranja mecánica, de modo que ahora tenía el litso todo púrpura, y soltaba sangre como una clase muy especial de fruta jugosa.

—Está bien, Lerdo —dije—. Ahora, vamos a la otra vesche, Bogo nos ampare.

Lerdo se acercó a la débochca, que seguía haciendo crich crich crich, y le sujetó las rucas a la espalda, mientras yo le desgarraba esto y aquello, y los otros largaban los ja ja ja, y vimos que tenía unos buenos grudos joroschós, que exhibían unos glasos sonrosados, oh hermanos míos, entre tanto yo me sacaba los pantalones y me preparaba para la zambullida. Mientras me zambullia pude slusar los gritos de sufrimiento, y al veco escritor lleno de sangre que Georgie y Pete sostenían y que casi se soltaba, aulIando como besuño las palabras más sucias que yo conocía y algunas que él estaba inventando. Después de mí era justo que le tocase el turno al viejo Lerdo, y lo hizo resoplando y jadeando como una bestia, sin que se le moviera un centímetro la máscara de Pebe Shelley, mientras yo sujetaba a la filosa. Después hicimos cambio de parejas, el Lerdo y yo aferramos al baboseante veco escritor, que ya no luchaba casi, y apenas musitaba algún slovo aquí y allá, como si estuviese muy lejos, en el bar donde sirven la leche-plus, y Pete y Georgie tuvieron lo suyo. Luego, todo se serenó, y nosotros estábamos llenos de algo parecido al odio, de modo que cracamos lo que todavía quedaba sano —la máquina de escribir, la lámpara, las sillas— y el Lerdo, como era ya típico en él, apagó el fuego orinando y se disponía a cagar sobre la alfombra, pues por allí abundaba el papel, pero yo dije no. —Fuera fuera fuera —aullé. El veco escritor y su china no estaban realmente en sus cabales, lastimados, ensangrentados, y haciendo ruidos. Pero vivirían.

De modo que subimos al auto que esperaba y dejé el volante a Georgie, porque yo me sentía un malenco destemplado, y regresamos a la ciudad, y en el camino pasamos por encima de cosas raras que chillaban.