Pasaron dos semanas más. Iván Ilich ya no se levantaba del sofá. No quería quedarse en la cama, por eso pasaba el día echado en el sofá, casi siempre de cara a la pared, soportando en soledad los mismos sufrimientos insoslayables, dándole vueltas en soledad al mismo pensamiento insoslayable. ¿Qué era eso? ¿Era posible que fuera de verdad la muerte? Y una voz interior le respondía: sí, es verdad. ¿Y por qué razón le acosaban tantos tormentos? Y la misma voz le respondía: por nada, porque sí. Más allá de esas cuestiones no había nada.
Desde el inicio mismo de la enfermedad, desde el momento de la primera visita de Iván Ilich al médico, su vida se había caracterizado por la alternancia de dos estados de ánimo opuestos: por un lado, la desesperación y la espera de una muerte incomprensible y atroz; por otro, la esperanza y la obsesiva observación de la actividad de su propio cuerpo. Tan pronto se perdía en consideraciones sobre el riñón o el intestino, que de vez en cuando no cumplían con las funciones que les estaban encomendadas, como no se ocupaba de otra cosa que de esa muerte incomprensible y atroz, de la que no había modo alguno de escapar.
Desde el principio mismo de la enfermedad, esos dos estados de ánimo se habían alternado. Pero, a medida que esta avanzaba, más dudosas y fantasiosas se fueron haciendo las reflexiones relativas al riñón y más real la conciencia de su inminente fin.
Le bastaba con pensar en la persona que había sido tres meses antes y la que era ahora, recordar su ininterrumpida marcha ladera abajo, para que cualquier posible esperanza quedara hecha añicos.
En los últimos tiempos, sumido en esa soledad completa, tumbado de cara al respaldo del sofá, esa soledad en medio de una ciudad populosa, entre numerosos conocidos y familiares —una soledad que en ningún otro lugar podría haber sido más completa: ni en el fondo del mar, ni en rincón alguno de la tierra—, en los últimos tiempos, sumido en esa soledad terrible, Iván Ilich había vivido exclusivamentecon la imaginación, recreando su pasado. Uno tras otro se representaba diversos acontecimientos de su vida. Siempre empezaba con los más cercanos en el tiempo, pero acababa remontándose a los más remotos, a los años de infancia, donde se detenía. Se acordaba de la mermelada de ciruela que le dieron a comer un día, y a continuación de las ciruelas francesas, crudas y arrugadas de su infancia, de su sabor especial y del aflujo de saliva cuando se llegaba al hueso, y, acompañando ese sabor, surgía toda una retahíla de recuerdos relacionados con aquella época: el aya, su hermano, los juguetes. «No debería hacerlo… Cuánto me hace sufrir», se decía Iván Ilich, y pasaba de nuevo al presente. Se fijaba entonces en un botón del respaldo del sofá, en algunos pliegues del cuero. «Un cuero muy caro y poco resistente. Por su culpa tuvimos una discusión. Recuerdo otro cuero y otra discusión, cuando rompimos la cartera de papá y nos castigaron, y mamá nos llevó unas empanadillas.» Y de nuevo se detenía en la infancia y de nuevo esas imágenes le torturaban, y entonces trataba de apartarlas de su cabeza y de pensar en otra cosa.
Y otra vez, al socaire de ese flujo de recuerdos, surgían en su cabeza consideraciones de otro orden, y se ponía a pensar en el avance y el agravamiento de su enfermedad. Y cuanto más se remontaba en el tiempo, más vida encontraba. Y cuanto mayor bien hallaba, mayor era también la vida. Uno y otra se confundían. «Igual que los sufrimientos se han hecho cada vez más agudos, la vida no ha hecho más que empeorar», pensó. Había un puntito luminoso allá, muy atrás, al inicio de la vida, luego se volvía todo cada vez más negro y todo pasaba más y más deprisa. «Es inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que me separa de la muerte», pensó Iván Ilich. Y la imagen de una piedra que caía con velocidad creciente se le grabó en el corazón. La vida, una serie de sufrimientos cada vez mayores, volaba más y más deprisa hacia su fin, hacia el sufrimiento más espantoso. «Estoy volando…» Se estremecía, se agitaba, trataba de oponerse, pero sabía que ninguna resistencia era posible, y otra vez, con ojos cansados ya de tanto mirar, aunque era incapaz de apartar la vista de lo que tenía delante, contemplaba el respaldo del sofá y esperaba esa caída terrible, el choque final y la destrucción. «Ninguna resistencia es posible —se decía—. Si al menos pudiera entender la razón de todo esto. Pero eso es también imposible. Podría explicarme algo si estuviera en condiciones de decir que no he vivido como hubiera debido hacerlo. Pero eso no puedo admitirlo», se dijo, recordando su respeto por la ley, la corrección y el decoro que habían presidido su vida. «Imposible reconocer una cosa así —se decía, apenas con un esbozo de sonrisa, como si alguien pudiera ver ese gesto y sacar una impresión equivocada—. ¡No hay explicación! El sufrimiento, la muerte… ¿Por qué?»