La mujer regresó a altas horas de la noche. Entró de puntillas, pero él la sintió: abrió los ojos, pero se apresuró a cerrarlos de nuevo. Praskovia Fiódorovna ordenó a Guerásim que se marchara para quedarse a solas con su marido, pero este abrió los ojos y dijo:
—No. Vete.
—¿Sufres mucho?
—Da lo mismo.
—Toma un poco de opio.
Iván Ilich aceptó tomarse la medicina. Praskovia Fiódorovna salió.
Hasta las tres más o menos estuvo sumido en un estado de doloroso sopor. Tenía la impresión de que alguien quisiera meterlo sin contemplaciones en un saco estrecho, negro y profundo, que lo empujaban una y otra vez, pero no conseguían que pasara por el agujero. Y esa operación, tan terrible para él, le acarreaba un enorme sufrimiento. Presa del miedo, se debatía, colaboraba, hacía lo posiblepor vencer ese obstáculo. De pronto se precipitaba dentro y caía. En ese preciso instante se despertó. Guerásim seguía sentado al pie del lecho y dormitaba, libre de preocupaciones y cuidados. Él estaba echado, con las piernas descarnadas, embutidas en las medias, apoyadas en los hombros del criado. La misma vela con la pantalla y el mismo dolor ininterrumpido.
—Vete, Guerásim —susurró.
—No se preocupe, me quedaré un poco más.
—No, vete.
Bajó las piernas, se echó de costado, sobre el brazo, y sintió pena de sí mismo. Esperó solo a que Guerásim pasara a la habitación contigua e, incapaz de contenerse más, se echó a llorar como un niño. Lloraba por su impotencia, por su espantosa soledad, por la crueldad de los hombres, por la crueldad de Dios, por la ausencia de Dios.
«¿Por qué has hecho todo esto? ¿Por qué me has llevado a esta situación? ¿Por qué me has enviado unos tormentos tan horribles? ¿Por qué…?»
No esperaba ninguna respuesta, y lloraba precisamente porque no podía haberla. Volvieron a recrudecerse los dolores, pero no se movió, no llamó a nadie. Solo se decía: «¡Venga, más, sigue golpeando! Pero ¿por qué? ¿Qué te he hecho yo? ¿Por qué?».
Luego se tranquilizó, dejó de llorar e incluso de respirar y se volvió todo atención, como si estuviera a la escucha, pero no de esas voces que se expresan mediante sonidos, sino de la voz del alma, del curso de los pensamientos que le asaltaban.
—¿Qué es lo que quieres? —fue la primera noción clara, capaz de expresarse en palabras, que oyó—. ¿Qué es lo que necesitas? ¿Qué es lo que necesitas? —se repitió—. ¿Qué? No sufrir. Vivir —respondió.
Y de nuevo se sumió en tal estado de concentración que ni siquiera el dolor consiguió distraerle.
—¿Vivir? Pero ¿cómo? —preguntó la voz de su alma.
—Sí, vivir como he vivido antes: de un modo agradable y placentero.
—¿Y es que antes vivías de un modo agradable y placentero? —preguntó la voz.
E Iván Ilich se puso a repasar con la imaginación los mejores momentos de su placentera vida. Pero, por extraño que pueda parecer, tales momentos se le antojaban ahora completamente distintos de lo que había juzgado hasta entonces. Todos, salvo los primeros recuerdos de infancia. En esa época sí que había habido algo realmente agradable, algo con lo que habría sido posible vivir si hubiera regresado a ella. Pero el hombre que había vivido esos momentos agradables ya no existía: era como el recuerdo de otra persona.
Desde que se inició ese proceso que había acabado convirtiéndole en la persona que era ahora, todas las cosas que antaño se le habían antojado alegres se fundieron bajo su mirada y se transformaron en algo insignificante y a menudo repugnante.
Y cuanto más se alejaba de la infancia, cuanto más se acercaba al presente, más insignificantes y dudosas le parecían esas alegrías. Todo había comenzado en la Escuela de Jurisprudencia. Allí todavía había algunas cosas buenas de verdad: la alegría, la amistad, las esperanzas. Pero ya en los cursos superiores esos momentos agradables se fueron haciendo cada vez más raros. Luego, en los tiempos en que desempeñó su primer cargo en la oficina del gobernador, volvieron a aparecer esos momentos buenos: eran los recuerdos de su amor por una mujer. Más tarde todo se entreveraba y los momentos buenos se iban haciendo más escasos. Y más y más disminuían a medida que avanzaba en el tiempo.
El matrimonio… tan imprevisto y tan decepcionante, y el mal aliento de su mujer, y la sensualidad y la hipocresía. Y esa labor estéril, y las preocupaciones por el dinero, y así un año, dos, diez, veinte: siempre lo mismo. Y cuanto más se acercaba al presente, más muerto le parecía todo. Como si hubiese estado bajando todo el tiempo por una montaña figurándose que estaba subiendo. Así había sido. Según la opinión ajena había estado subiendo, pero en realidad la vida se le había escapado un día y otro bajo los pies… Y ya estaba todo hecho. ¡Solo le quedaba morir!
Pero ¿qué había pasado? ¿Por qué? No podía ser. No podía ser que la vida fuera tan absurda y repugnante. Y si en verdad era tan absurda y repugnante, ¿por qué morir, y además sufriendo? Había algo que no cuadraba.
«¿Cabe la posibilidad de que no haya vivido como debería haberlo hecho? —se le pasó de pronto por la cabeza—. Pero ¿cómo es posible? Si he hecho siempre lo que correspondía en cada momento», se dijo, rechazando sin más la única solución al enigma de la vida y de la muerte, como si fuera algo completamente imposible.
«Y ahora ¿qué es lo que quieres? ¿Vivir? Pero ¿cómo? Vivir como vives en el tribunal, cuando el ujier anuncia: “¡Se abre la sesión!…”. Se abre la sesión, se abre la sesión —repitió para sus adentros. ¡Ahí está el tribunal! ¡Pero yo no soy culpable! —gritó con rabia—. ¿De qué?» Dejó de llorar y, volviendo la cara a la pared, se puso a pensar en una misma cosa: ¿qué sentido, qué razón tenía todo ese horror?
Pero, por más que reflexionaba, no hallaba ninguna respuesta. Y cuando le venía la idea —algo que le sucedía a menudo— de que todo había sucedido porque no había vivido como debería haberlo hecho, enseguida se acordaba de lo irreprochable que había sido su vida y rechazaba tan extraña idea.