Familias
—Ven, deprisa —le ordenó Zak a Drizzt una noche después de acabar los entrenamientos del día.
Por la premura en el tono del maestro de armas, y por el hecho de que Zak ni siquiera lo esperó, el muchacho comprendió que ocurría algo importante.
Por fin alcanzó a Zak en el balcón de la casa Do’Urden, donde ya se encontraban Maya y Briza.
—¿Qué ocurre? —preguntó Drizzt.
Zak lo arrimó a su lado y señaló a través de la gran caverna, hacia el lado noreste de la ciudad. Se veían luces que se encendían y apagaban bruscamente, y por un momento se elevó una columna de fuego.
—Una incursión —respondió Briza, sin pensarlo—. Casas menores, que no tienen nada que ver con nosotros.
Zak vio que Drizzt no había comprendido la respuesta.
—Se trata del ataque de una casa contra otra —le explicó—. Quizá por venganza, pero lo más probable es que sea un intento de alcanzar una posición superior en la ciudad.
—La batalla dura demasiado —comentó Briza—. Todavía hay estallidos.
Zak continuó con sus explicaciones para disipar las dudas del desconcertado segundo hijo de la casa.
—Los atacantes tendrían que haber ocultado el combate con anillos de oscuridad —dijo—. Si no lo han conseguido es que la casa defensora estaba preparada para rechazar la incursión.
—Por lo que se ve, no creo que las cosas les vayan muy bien a los atacantes —opinó Briza.
Drizzt no podía dar crédito a lo que escuchaba. Todavía más que la noticia le preocupaba la manera en que su familia comentaba el suceso. Se mostraban sumamente tranquilos en sus apreciaciones, como si esto fuese algo habitual.
—Los atacantes no deben dejar testigos —informó Zak a Drizzt—. Si no es así, tendrán que enfrentarse con la condena del consejo regente.
—Pero nosotros somos testigos —objetó Drizzt.
—No —dijo Zak—. Somos observadores. La batalla no es cosa nuestra. Únicamente los nobles de la casa defensora tienen derecho a presentar acusaciones contra sus atacantes.
—Si es que los nobles salvan la vida —apuntó Briza, que disfrutaba con el drama.
En aquel momento, Drizzt no estuvo muy seguro de si le agradaba esta nueva revelación. En cualquier caso, descubrió que no podía apartar la mirada del espectáculo de la batalla drow. Nadie dormía en la residencia Do’Urden. Los soldados y esclavos corrían de aquí para allá en busca de un buen lugar de observación, y gritaban comentarios sobre las alternativas de la acción y la posible identidad de los atacantes.
Esta era la sociedad drow con todo su juego macabro, y, si bien en el fondo de su corazón el miembro más joven de la casa Do’Urden consideraba que estaba mal, no podía negar la excitación de la noche, como tampoco podía hacer caso omiso de las expresiones de placer en los rostros de las tres personas que compartían el balcón con él.
Alton hizo un último recorrido por sus aposentos privados para asegurarse de que cualquier artefacto o libro que pudiese parecer sacrílego estuviera bien oculto. Esperaba la visita de una madre matrona, un hecho excepcional para un maestro de la Academia sin relación con Arach-Tinilith, la escuela de Lloth. Alton estaba bastante preocupado por los motivos que pudieran haber impulsado a su visitante, la matrona SiNafay Hun’ett, cabeza de la quinta casa y madre de Masoj, su compañero en la conspiración.
Un golpe en la puerta de piedra de la habitación más baja de la torre avisó a DeVir la llegada de su visitante. Se arregló la túnica y echó otra mirada a la habitación. La puerta se abrió antes de que Alton pudiese atender la llamada, y la matrona SiNafay entró en el cuarto. Con toda facilidad se adaptó al cambio —abandonar la oscuridad total del pasillo y entrar en la habitación iluminada por las velas— sin siquiera pestañear.
SiNafay era más pequeña de lo que había imaginado Alton, casi diminuta para lo que era la estatura habitual de los drows. Apenas medía poco más de un metro veinte y pesaba, según estimó Alton, unos veinticinco kilos. De todos modos, era una madre matrona, y Alton no olvidó que ella podía matarlo con un hechizo.
Alton desvió la mirada en un gesto de obediencia y trató de convencerse a sí mismo de que esta visita no tenía nada de extraño. Sin embargo, no las tuvo todas consigo cuando Masoj entró a la carrera y se colocó junto a su madre, con una sonrisa de satisfacción.
—Saludos de la casa Hun’ett, Gelroos —dijo la matrona SiNafay—. Han pasado veinticinco años o más desde que hablamos por última vez.
«¿Gelroos?», repitió para sí Alton, y carraspeó para disimular su sorpresa.
—Mis respetos, matrona SiNafay —consiguió tartamudear—. ¿En realidad ha pasado tanto tiempo?
—Tendrías que venir a la casa —añadió la matrona—. Tus habitaciones permanecen vacías.
«¿Mis habitaciones?» Alton comenzó a sentirse mal.
SiNafay advirtió la desazón del hombre. Frunció el entrecejo y entornó los párpados en un gesto cruel.
Alton sospechó que acababa de descubrir su secreto. Si el Sin Rostro había sido miembro de la familia Hun’ett, ¿cómo podía pretender engañar a la madre matrona de la casa? Con disimulo buscó una ruta de escape, o la manera de poder matar al traidor de Masoj antes de que SiNafay acabase con él.
Cuando volvió a mirar a la matrona SiNafay, la mujer ya preparaba un hechizo. Cuando lo completó, abrió los ojos bruscamente: había confirmado sus sospechas.
—¿Quién eres? —preguntó, con un tono que no era amenazador sino de curiosidad.
No había manera de escapar, ni posibilidad de alcanzar a Masoj, situado prudentemente muy cerca de su poderosa madre.
—¿Quién eres? —repitió SiNafay, mientras cogía un instrumento de tres cabezas sujeto a su cinturón. El temible látigo de cabezas de serpiente, que inyectaban el más doloroso y potente veneno conocido por los drows.
—Alton —tartamudeó, consciente de que no podía permanecer en silencio. Sabía que, habiendo sido descubierto, SiNafay podía utilizar la magia para comprobar la veracidad de sus respuestas—. Soy Alton DeVir.
—¿DeVir? —La respuesta de Alton pareció intrigar a SiNafay—. ¿De la casa DeVir que desapareció algunos años atrás?
—Soy el único sobreviviente —afirmó Alton.
—Y mataste a Gelroos…, Gelroos Hun’ett, para ocupar su lugar como maestro en Sorcere —razonó la matrona con un tono feroz, y Alton se vio a un paso de la muerte.
—Yo…, yo no podía saber su nombre… ¡Me habría matado! —exclamó Alton, en su defensa.
—Yo maté a Gelroos —dijo una voz desde el otro extremo de la habitación.
SiNafay y Alton se volvieron hacia Masoj, que una vez más empuñaba su arma favorita: la pequeña ballesta.
—Con esto —explicó el joven Hun’ett—. La noche en que desapareció la casa DeVir, encontré la excusa en la pelea que sostuvieron Gelroos y este.
Señaló a Alton.
—Gelroos era tu hermano —le recordó la matrona SiNafay.
—¡Maldita sea su alma! —exclamó Masoj—. Durante cuatro años miserables no hice otra cosa que ser su sirviente. ¡Lo serví como si fuera una madre matrona! Me habría mantenido apartado de Sorcere, me habría forzado a entrar en Melee-Magthere.
La matrona miró a su hijo, después a Alton, y otra vez a su hijo.
—En cambio, dejaste que este viviera —comentó SiNafay con una sonrisa—. Mataste a tu enemigo y forjaste una alianza con un nuevo maestro en una sola jugada.
—Tal como me enseñaron —masculló Masoj, sin saber si su acción daría lugar a una represalia o a una alabanza.
—No eras más que un niño —señaló SiNafay, al recordar de pronto los años transcurridos.
Masoj aceptó el cumplido en silencio.
—¿Y qué pasará conmigo? —preguntó Alton, que no se había perdido ni una palabra—. ¿Se me perdona la vida?
—Tu vida como Alton DeVir acabó, por lo que se ve, la noche de la caída de la casa DeVir —le respondió SiNafay, con una mirada furiosa—. Por lo tanto, ahora eres el Sin Rostro, Gelroos Hun’ett. Puedo utilizar tus ojos en la Academia, para que vigiles a mi hijo y a mis enemigos.
Alton apenas si se atrevía a respirar. ¡Encontrarse de pronto aliado con una de las casas más poderosas de Menzoberranzan! Un cúmulo de posibilidades y preguntas inundó su mente, y en especial una: la misma que lo atormentaba desde hacía casi dos décadas.
—Di lo que piensas —le ordenó su madre matrona adoptiva al ver su excitación.
—Sois una gran sacerdotisa de Lloth —dijo Alton, sin preocuparse de las consecuencias—. Está dentro de vuestro poder conceder lo que más deseo.
—¿Te atreves a pedir un favor? —lo reprendió la matrona SiNafay, a pesar de que le intrigaba descubrir cuál era el misterio que tanto atormentaba a Alton—. De acuerdo, concedido.
—¿Qué casa destruyó a mi familia? —gruñó Alton—. Preguntadle al mundo de los muertos, os lo suplico, matrona SiNafay.
SiNafay consideró su respuesta con mucho cuidado, y las posibilidades que ofrecía el evidente deseo de venganza de DeVir.
«¿Otro beneficio por aceptarlo en la familia?», pensó la matrona.
—Eso ya lo sé —contestó—. Quizá cuando hayas demostrado tu valor, te revé…
—¡No! —gritó Alton, y se contuvo al instante. Había interrumpido a una madre matrona, un crimen que podía ser castigado con la muerte.
—La respuesta debe de ser muy importante para ti, desde el momento en que actúas con tal imprudencia —señaló SiNafay, que controló su ira.
—Por favor —suplicó Alton—, debo saberlo. Matadme si os complace, pero primero decidme quién fue.
A SiNafay le gustó el valor, y decidió que su obsesión podía resultarle muy provechosa.
—La casa Do’Urden —contestó.
—¿Do’Urden? —repitió Alton.
Le parecía imposible que una casa apartada de los primeros puestos de la jerarquía de la ciudad hubiese sido capaz de derrotar a la casa DeVir.
—No emprenderás ninguna acción contra ellos —le advirtió la matrona SiNafay—. Por esta vez, perdonaré tu insolencia. Ahora eres un hijo de la casa Hun’ett. ¡No olvides nunca cuál es tu lugar!
No añadió nada más, consciente de que alguien con la astucia suficiente para mantener una superchería tan grande durante casi dos décadas no podía ser tan tonto como para desobedecer a la madre matrona de su casa.
—Ven, Masoj —le dijo SiNafay a su hijo—. Salgamos de aquí para que pueda pensar en paz acerca de su nueva identidad.
—Tienes que saberlo, matrona SiNafay —osó decir Masoj mientras caminaba con su madre hacia la salida de Sorcere—. Alton DeVir es un bufón. Es muy capaz de traer la desgracia a la casa Hun’ett.
—Sobrevivió a la caída de su propia casa —contestó SiNafay—, y ha conseguido hacerse pasar por el Sin Rostro durante diecinueve años. ¿Un bufón? Quizá, pero al menos un bufón con muchos recursos.
En un gesto inconsciente, Masoj se frotó la parte de su ceja que no había vuelto a crecer después del episodio con la yochlol.
—He sufrido las payasadas de Alton DeVir durante todos estos años —dijo Masoj—. Reconozco que tiene bastante suerte y que suele salir bien librado de los problemas, aunque por lo general es él mismo el que los provoca.
—No tengas miedo. —SiNafay soltó una carcajada—. Alton beneficiará los intereses de nuestra casa.
—¿Qué podemos ganar?
—Es un maestro de la Academia —contestó SiNafay—. Me dará los ojos allí donde ahora los necesito. —Detuvo a su hijo y le hizo dar media vuelta para mirarlo a la cara; deseaba que comprendiera la importancia de cada una de sus palabras—. La reclamación de Alton DeVir contra la casa Do’Urden puede trabajar a nuestro favor. Era un noble de la casa, con derechos de acusación.
—¿Pretendes utilizar la acusación de Alton DeVir para conseguir que las grandes casas castiguen a la casa Do’Urden? —preguntó Masoj.
—Las grandes casas no se molestarán en tomar represalias por un incidente que ocurrió hace casi veinte años —dijo SiNafay—. La casa Do’Urden ejecutó la destrucción de la casa DeVir de una forma casi perfecta. Fue una matanza impecable. Lanzar una acusación pública contra los Do’Urden en estos momentos sería una invitación a que la furia de las grandes casas caiga sobre nosotros.
—Entonces ¿qué ventaja nos puede reportar Alton DeVir? —inquirió Masoj.
—No eres más que un varón y no puedes comprender las complejidades de la jerarquía gobernante —replicó la matrona—. Con la acusación de Alton DeVir susurrada en los oídos correctos, el consejo podría hacer la vista gorda si una única casa se venga en nombre de Alton.
—¿Con qué fin? —señaló Masoj, sin comprender la importancia de la explicación de su madre—. ¿Arriesgarías las pérdidas de semejante batalla para conseguir la destrucción de una casa menor?
—Lo mismo pensaba la casa DeVir de la casa Do’Urden —repuso SiNafay—. En nuestro mundo debemos preocuparnos tanto de las casas grandes como de las pequeñas. Todas las grandes casas tendrían que tener la prudencia de vigilar atentamente los movimientos de Daermon N’a’shezbaernon, la casa novena conocida con el nombre de Do’Urden. Ahora tiene un maestro y una dama sirviendo en la Academia y tres grandes sacerdotisas, además de una cuarta que se acerca a su meta.
—¿Cuatro grandes sacerdotisas? —exclamó Masoj—. ¿En una sola casa?
Sólo tres de las ocho casas principales tenían más. Normalmente, las hermanas que aspiraban a alcanzar dicho rango inspiraban rivalidades que se saldaban con la muerte.
—Y las legiones de la casa Do’Urden suman más de trescientos cincuenta soldados —añadió SiNafay—, todos ellos entrenados por quien quizás es el mejor maestro de armas de toda la ciudad.
—Te refieres a Zaknafein Do’Urden, desde luego —dijo Masoj.
—¿Has oído hablar de él?
—Su nombre se menciona con frecuencia en la Academia, incluso en Sorcere.
—Bien —ronroneó SiNafay—. Entonces comprenderás la importancia de la misión que tengo reservada para ti.
Un brillo de entusiasmo apareció en los ojos de Masoj.
—Muy pronto, otro Do’Urden ingresará en la Academia —explicó SiNafay—. No es un maestro sino un estudiante. Por lo que han dicho los pocos que han visto entrenarse a este muchacho, Drizzt, será un guerrero tan magnífico como el propio Zaknafein. Esto es algo que no podemos permitir.
—¿Quieres que mate al muchacho? —preguntó Masoj, ansioso.
—No —respondió SiNafay—, todavía no. Quiero que lo observes, que comprendas los motivos de cada uno de sus movimientos. Y debes estar siempre preparado para el momento de atacar.
A Masoj le gustó la misión que le había encomendado su madre, pero había algo que seguía preocupándole, y mucho.
—Aún tenemos que pensar en Alton —dijo—. Es impaciente y atrevido. ¿Cuáles serían las consecuencias para la casa Hun’ett si ataca a la casa Do’Urden antes del momento preciso? ¿Podemos arriesgarnos a una acusación contra nuestra casa y a una guerra abierta contra la ciudad?
—No te preocupes, hijo mío —contestó la matrona SiNafay—. Si Alton DeVir comete semejante estupidez mientras suplanta a Gelroos Hun’ett, lo acusaremos de ser un asesino y un impostor, sin ningún vínculo con nuestra familia. Se convertirá en un bribón descastado, y allí donde vaya habrá un verdugo esperándolo.
Su explicación dicha en un tono despreocupado tranquilizó a Masoj, pero la matrona SiNafay, profunda conocedora de la forma de ser de la sociedad drow, había comprendido el riesgo que asumía al aceptar a Alton DeVir como miembro de su casa. Su plan parecía impecable, y la ganancia —la desaparición de la ambiciosa casa Do’Urden— era un cebo muy apetitoso.
De todos modos, los peligros también eran muy reales. Si bien se aceptaba que una casa destruyese a otra en secreto, las consecuencias del fracaso no podían ser dejadas de lado. Aquella misma noche, una casa menor había atacado a otra y, si los rumores decían la verdad, había fracasado. Con la llegada del nuevo día y la presentación de acusaciones, el consejo regente tendría que hacer un acto de justicia, y escarmentar a los atacantes. A lo largo de su vida, la matrona SiNafay había presenciado la aplicación de esta «justicia» en diversas ocasiones.
Ni un solo miembro de las casas agresoras —ni siquiera se permitía recordar sus nombres— había sobrevivido.
A la mañana siguiente, Zak despertó a Drizzt muy temprano.
—Ven —dijo—. Hoy saldremos de la casa en respuesta a una llamada.
—¿Saldremos de la casa? —exclamó Drizzt, tan sorprendido por la noticia que se olvidó del sueño.
En sus diecinueve años de vida, Drizzt nunca había ido más allá de la verja de adamantita de la residencia Do’Urden. Sólo había observado el mundo de Menzoberranzan desde el balcón. Mientras Zak esperaba, el joven se calzó las suaves botas y recogió su piwafwi.
—¿Hoy no habrá lección? —inquirió.
—Ya veremos —se limitó a contestar Zak.
El maestro de armas se dijo para sí mismo que Drizzt estaba a punto de conocer una de las revelaciones más sorprendentes de su vida. Una casa había fracasado en una incursión, y el consejo regente había solicitado la presencia de todos los nobles de la ciudad para que fuesen testigos del peso de la justicia.
Cuando abrieron la puerta de la sala de ejercicios y salieron al pasillo, se encontraron con Briza que acudía a buscarlos.
—Deprisa —los regañó—. ¡La matrona Malicia no desea que nuestra casa sea de las últimas en unirse a la reunión!
La madre matrona, instalada sobre un resplandeciente disco volador azul —las madres matronas muy pocas veces caminaban por la ciudad—, encabezó la procesión a través del gran portón de la casa Do’Urden. Briza caminaba al lado de su madre, seguidas por Maya y Rizzen, y Drizzt y Zak en la tercera fila. Vierna y Dinin, tal como correspondía a sus obligaciones como miembros de la Academia, habían atendido la llamada del consejo regente con un grupo diferente.
La ciudad entera se había lanzado a la calle, y todos comentaban el fracaso de la incursión. Drizzt caminaba entre el bullicio con los ojos muy abiertos, admirado ante la magnificencia de las casas drows. Esclavos pertenecientes a todas las razas inferiores —goblins, orcos e incluso gigantes— se apartaban a toda prisa al reconocer a Malicia, montada en su disco mágico, como una madre matrona. Los plebeyos interrumpían sus conversaciones y guardaban respetuoso silencio al paso de la familia noble.
Mientras caminaban hacia la zona noreste, donde estaba la casa culpable, entraron en una calle obstruida por una caravana de duergars, enanos grises. Había una docena de carromatos volcados o con las varas enganchadas. Al parecer, dos grupos de duergars se habían encontrado en la calle desde direcciones opuestas, y ninguno había querido ceder el derecho de paso.
Briza empuñó su látigo de cabezas de serpiente y persiguió a unas cuantas de las criaturas, despejando el camino para que Malicia pudiese flotar en su disco hasta donde se encontraban los jefes de los dos grupos.
Los enanos se volvieron hacia ella con una expresión de furia hasta que reconocieron su condición.
—Os imploro vuestro perdón —tartamudeó uno de ellos—. No es más que un desgraciado accidente.
Malicia le echó el ojo al contenido de uno de los carromatos volcados: cajas llenas de patas de cangrejo y otras delicias.
—Habéis demorado mi viaje —comentó Malicia, sin inmutarse.
—Hemos venido a vuestra ciudad a comerciar —explicó el otro enano.
Miró furioso al otro mercader, y Malicia comprendió que eran rivales. Quizá competían por vender sus productos a una misma casa drow.
—Perdonaré vuestra insolencia… —ofreció Malicia, gentilmente, sin dejar de mirar las cajas.
Los dos mercaderes sospecharon cuáles serían sus próximas palabras. También Zak las adivinó.
—Esta noche comeremos bien —le susurró a Drizzt con un guiño de picardía—. Malicia no dejará escapar esta oportunidad.
—… Si podéis entregar esta noche la mitad de vuestra carga a la puerta de la casa Do’Urden —concluyó la matrona.
Los enanos abrieron la boca dispuestos a protestar, pero desistieron en el acto. ¡Odiaban tener tratos con los elfos oscuros!
—Seréis compensados adecuadamente —añadió Malicia—. La casa Do’Urden no es pobre. Con lo que hay en las dos caravanas tenéis más que suficiente para satisfacer a vuestro cliente.
A ninguno de los dos enanos se le ocurrió discutir este razonamiento, aunque sabían que, por el hecho de haber ofendido a una madre matrona, el pago que recibirían por sus valiosos alimentos sería muy inferior al real. Sin embargo, no podían hacer otra cosa que aceptar; era uno de los riesgos de hacer negocios en Menzoberranzan. Saludaron a Malicia con una reverencia y pusieron a sus tropas a despejar el camino para permitir el paso de la procesión drow.
Los miembros de la casa Teken’duis, los fracasados atacantes de la noche anterior, se habían atrincherado dentro de las dos estalagmitas de su residencia, conscientes del destino que les esperaba. Frente a la verja, se habían congregado todos los nobles de Menzoberranzan, más de un millar de drows, con la matrona Baenre y las otras siete madres matronas del consejo regente a la cabeza. Pero mucho más terrible para la casa culpable era la presencia de la totalidad de las tres escuelas de la Academia, estudiantes y maestros, que habían rodeado la residencia.
La matrona Malicia llevó a su grupo hasta la primera fila detrás de las matronas regentes. Como era la matrona de la casa novena, a sólo un escalón por debajo del consejo, los demás nobles drows se apartaron de su camino.
—¡La casa Teken’duis ha provocado la ira de la reina araña! —proclamó la matrona Baenre con la voz amplificada por un hechizo.
—Únicamente porque fracasaron —le susurró Zak a Drizzt.
Briza dirigió una mirada furiosa a los dos varones.
—Estos son los únicos supervivientes de la casa Freth —anunció la matrona Baenre, al tiempo que llamaba a su lado a tres jóvenes drows, dos mujeres y un varón—. ¿Podéis decirnos, huérfanos de la casa Freth, quién atacó vuestra casa?
—¡La casa Teken’duis! —respondieron los tres al unísono.
—Ensayado —comentó Zak.
—¡Silencio! —ordenó Briza, que se volvió otra vez hacia ellos, al escuchar el murmullo del maestro de armas.
—Sí —dijo Zak, y dio un coscorrón a Drizzt—. ¡Cállate!
Drizzt inició una protesta, pero Briza ya no les hacía caso y la sonrisa de Zak lo desarmó.
—¡Por lo tanto, es voluntad del consejo regente —anunció la matrona Baenre— que la casa Teken’duis sufra las consecuencias de sus acciones!
—¿Y qué pasará con los huérfanos de la casa Freth? —preguntó una voz entre la multitud.
—Son nobles por derecho de nacimiento y como nobles vivirán —respondió la matrona Baenre, mientras acariciaba la cabeza de la mayor de las huérfanas, una sacerdotisa que había concluido sus estudios en la Academia no hacía mucho—. La casa Baenre los toma bajo su protección: a partir de ahora llevarán el nombre de Baenre.
Entre la muchedumbre se escucharon algunos murmullos. Tres jóvenes nobles, dos de ellos mujeres, representaban un tesoro. Cualquier casa de la ciudad los habría acogido con gusto.
—Baenre —le susurró Briza a Malicia—. ¿Para qué necesita la primera casa más sacerdotisas?
—Al parecer, dieciséis sumas sacerdotisas no son suficientes —respondió Malicia.
—Y, sin duda, Baenre se llevará cualquier soldado superviviente de la casa Freth —añadió Briza.
Malicia no estaba tan segura. La matrona Baenre ya arriesgaba bastante con adoptar a los nobles supervivientes. Si la casa Baenre se convertía en demasiado poderosa, Lloth no dejaría de intervenir. En situaciones como esta, cuando una casa había sido casi aniquilada, los soldados plebeyos supervivientes eran subastados entre las demás casas. Malicia no quería perderse la subasta. Los soldados eran caros, pero en esta ocasión Malicia tenía mucho interés en aumentar su ejército, sobre todo si había entre la tropa algún mago.
—¡Casa Teken’duis! —declaró la matrona Baenre, que proseguía con su discurso—. Habéis quebrantado nuestras leyes y por lo tanto recibiréis el castigo merecido. ¡Luchad si queréis, pero debéis comprender que vosotros mismos os hicisteis merecedores de este destino!
Con un ademán, la madre matrona ordenó a la Academia, la ejecutora de justicia, que entrara en acción.
En ocho puntos alrededor de la casa Teken’duis se habían colocado otros tantos braseros de grandes dimensiones, atendidos por las damas de Arach-Tinilith y las estudiantes del último curso. Las columnas de fuego se alzaron en el aire con un rugido a medida que las sumas sacerdotisas abrían la comunicación con los planos inferiores. Drizzt observó el proceso, asombrado y al mismo tiempo atento a la presencia de Dinin o Vierna.
Los engendros de los planos inferiores, enormes monstruos provistos de tentáculos, surgieron de las llamas cubiertos de babas y escupiendo fuego. Incluso las sumas sacerdotisas más próximas a los braseros se apartaron de la grotesca horda. Las criaturas aceptaron complacidas esta muestra de servidumbre. A una señal de la matrona Baenre, se lanzaron contra la casa Teken’duis.
Runas y salvaguardas estallaron a lo largo de la débil reja de la casa, pero estas no representaban un obstáculo para las criaturas.
En aquel momento entraron en acción los magos y estudiantes de Sorcere, que lanzaron sobre los tejados de la casa Teken’duis una lluvia de rayos, centellas y bolas de ácido.
Los estudiantes y maestros de Melee-Magthere, la escuela de guerreros, los siguieron con las descargas de ballestas, dirigiendo sus saetas a las ventanas para evitar que la familia condenada pudiese utilizarlas para la fuga.
La horda de monstruos atravesó las puertas. Estallaron los relámpagos y retumbaron los truenos.
Zak miró a Drizzt, y un gesto de preocupación reemplazó la sonrisa del maestro. Atrapado por la excitación del momento —y, sin duda, este espectáculo era sobrecogedor— Drizzt mostraba una expresión de asombro.
Del interior de la casa surgieron los primeros gritos de las víctimas, alaridos de agonía tan estremecedores que disiparon cualquier placer macabro que Drizzt pudiera haber experimentado con el drama. El muchacho sujetó a Zak por un hombro, y lo hizo girar para pedirle una explicación.
Uno de los hijos de la casa Teken’duis, que huía de un monstruo gigante de diez brazos, apareció en el balcón de una de las ventanas más altas. Una docena de dardos se clavaron simultáneamente en su cuerpo, y, antes de que pudiese lanzar su último suspiro, una sucesión de tres rayos lo levantaron por el aire y lo dejaron caer sobre el balcón.
El cuerpo calcinado y mutilado se desplomó sobre la balaustrada y estuvo a punto de caer al vacío, pero el monstruo tendió una de sus manos con zarpas como garfios y lo sujetó para después devorarlo.
—La justicia drow —dijo Zak, con un tono frío.
No hizo ningún intento por consolar a Drizzt: quería que la brutalidad de este momento se grabara en la mente de su alumno para el resto de su vida.
El asedio se prolongó durante más de una hora. Cuando acabó, cuando los engendros fueron devueltos a los planos inferiores a través de los braseros y los estudiantes e instructores de la Academia iniciaron su regreso a Tier Breche, la casa Teken’duis no era más que una masa resplandeciente de piedra fundida.
Drizzt soportó el espectáculo hasta el final, horrorizado, pero también asustado de las consecuencias si escapaba. En el camino de regreso a la casa Do’Urden las maravillas de Menzoberranzan no le dieron ningún consuelo.