7

Secretos oscuros

—¿De verdad piensas intentarlo? —preguntó Masoj, con un tono tan altivo como incrédulo.

Alton dirigió una mirada siniestra al estudiante.

—Descarga tu rabia en algún otro, Sin Rostro —dijo Masoj, apartando la mirada del rostro destrozado de su tutor—. No soy la causa de tu frustración. La pregunta era válida.

—Durante más de una década has estudiado las artes mágicas —replicó Alton—, y pese a ello todavía tienes miedo de explorar el mundo oscuro al lado de un maestro de Sorcere.

—No tendría miedo junto a un auténtico maestro —se atrevió a susurrar Masoj.

Alton no prestó atención a este comentario, tal como había hecho con tantas otras observaciones del aprendiz Hun’ett a lo largo de los últimos dieciséis años. Masoj era el único vínculo de Alton con el mundo exterior, y, mientras que el muchacho contaba con el respaldo de una familia poderosa, Alton sólo lo tenía a él.

Cruzaron la puerta que daba a la habitación superior de la vivienda de Alton. Una vela solitaria alumbraba el cuarto, y su luz resultaba escasa debido a la abundancia de tapices de tonos oscuros y al color negro de la piedra y las alfombras. Alton ocupó su taburete, ubicado detrás de una pequeña mesa redonda, y colocó sobre esta un libro muy grueso.

—Es un hechizo reservado a las sacerdotisas —objetó Masoj, que se instaló al otro lado de la mesa—. Los magos se ocupan de los planos inferiores. Los muertos son materia exclusiva de las sacerdotisas.

Alton frunció el entrecejo y clavó la mirada en Masoj; la vacilante luz de la vela resaltaba las grotescas facciones del maestro.

—Por lo que se ve, no tengo ninguna sacerdotisa a mi disposición —comentó el Sin Rostro en tono sarcástico—. ¿Preferirías que intentara entrar en comunicación con algún engendro de los Nueve Infiernos?

Masoj se estremeció y sacudió la cabeza vigorosamente. No quería volver a pasar por semejante experiencia. Un año atrás, y en su deseo de encontrar respuestas a sus preguntas, el Sin Rostro había solicitado la ayuda de un demonio helado. Aquel ser veleidoso había congelado la habitación hasta hacerla resplandecer con un color negro en el espectro infrarrojo, con lo que había destrozado una fortuna en equipos de alquimia. Si Masoj no hubiese llamado a su pantera mágica para distraer al demonio helado, ninguno de los dos habría salido vivo de la habitación.

—De acuerdo —respondió Masoj sin mucha convicción, y se apoyó en la mesa con los brazos cruzados—. Invoca a tu espíritu y encuentra tus respuestas.

Alton advirtió la ondulación en la túnica de Masoj producida por un estremecimiento involuntario. Le dirigió una mirada iracunda, y después volvió a sus preparativos.

Mientras Alton se acercaba al momento de lanzar el hechizo, la mano de Masoj buscó en su bolsillo la figurilla de ónice de la pantera que había conseguido el día en que DeVir asumió la identidad del Sin Rostro. La estatuilla estaba encantada con un potente duomer que le permitía a su poseedor invocar la ayuda de una poderosa pantera. Masoj había invocado al gran felino de vez en cuando, sin comprender del todo las limitaciones del duomer y sus posibles peligros.

«Sólo en casos de extrema urgencia —pensó el muchacho cuando cerró la mano sobre la figurilla—. ¿Por qué siempre los problemas surgen cuando estoy con Alton?»

A pesar de sus alardes, en esta ocasión Alton compartía la inquietud de Masoj. Los espíritus de los muertos no eran destructivos como los engendros de los planos inferiores, pero de todos modos podían ser muy crueles y sutiles en sus tormentos.

Pero Alton necesitaba saber la respuesta. Desde hacía más de quince años había buscado la información a través de los canales convencionales; es decir, había interrogado a maestros y estudiantes —siempre de una manera indirecta— acerca de los detalles referentes a la caída de la casa DeVir. Muchos conocían los rumores de lo ocurrido, y algunos incluso le habían explicado la táctica y los métodos utilizados por la casa victoriosa.

Sin embargo, ninguno se atrevió a dar el nombre de la casa atacante. En Menzoberranzan, nadie osaba decir nada que se pudiera interpretar como una acusación, aun cuando fuera del dominio general, sin tener pruebas definitivas que justificaran una acción del consejo regente contra el acusado. Si una casa organizaba un ataque y era descubierta, Menzoberranzan en pleno se lanzaba contra ella hasta borrarla del mapa. Pero si la incursión tenía éxito, como era el caso de la casa DeVir, el acusador podía verse en graves dificultades.

La vergüenza pública, más que las leyes del honor, era la que movía los engranajes de la justicia en la ciudad de los drows.

Ahora el único superviviente de la casa DeVir intentaba encontrar por otros medios la respuesta a su búsqueda. Primero lo había intentado en los planos inferiores, a través del demonio helado, con un resultado desastroso. Pero ahora tenía en su poder un objeto que podía poner punto final a sus frustraciones: un libro escrito por un hechicero de la superficie. En la jerarquía drow, únicamente las sacerdotisas de Lloth trataban con el reino de los muertos, pero en otras sociedades también los hechiceros podían actuar en el mundo de los espíritus. Alton había encontrado el libro en la biblioteca de Sorcere y había conseguido traducir lo suficiente —al menos, eso creía— para poder establecer un contacto espiritual.

Se retorció las manos, abrió el libro con mucho cuidado en la página marcada, y echó una última ojeada al texto del hechizo.

—¿Estás preparado? —le preguntó a Masoj.

—No.

Alton pasó por alto el sarcasmo del estudiante y apoyó las palmas de las manos sobre la mesa. Poco a poco se sumergió en el trance.

Fey innad… —Alton hizo una pausa y carraspeó para disimular el error. Pese a no haber estudiado a fondo el hechizo, Masoj advirtió la equivocación.

Fey innunad de-min… —El hechicero hizo otra pausa.

—Que Lloth se apiade de nosotros —musitó Masoj.

Alton abrió los ojos, y miró al estudiante con ganas de estrangularlo.

—Es una traducción —dijo— ¡de la extraña lengua de un mago humano!

—Monserga —replicó Masoj.

—Esto que ves es el libro de hechizos de un hechicero del mundo exterior —explicó Alton con voz contenida—. Un archimago, según decía la nota del ladrón orco que lo robó y lo vendió a nuestros agentes.

DeVir recuperó la compostura, sacudió su calva cabeza, e intentó una vez más entrar en trance.

—Fantástico. Un orco estúpido e ignorante fue capaz de robar el libro de hechizos de un archimago —susurró Masoj.

Dado lo absurdo de la afirmación, no era necesario agregar nada más.

—¡El mago estaba muerto! —vociferó Alton—. ¡El libro es auténtico!

—¿Quién se encargó de la traducción? —preguntó Masoj con un tono exasperante.

Alton se negó a aceptar más interrupciones. Sin hacer ningún caso de la expresión de burla de Masoj, volvió a su recitado.

Fey innunad de-min de-sul de-ket.

Por su parte, Masoj intentó repasar la lección de una de sus clases, como una manera de controlar sus risas y no molestar a DeVir. En realidad no creía en el éxito de la prueba, pero no quería distraerlo y correr el riesgo de tener que soportar la ridícula cantinela otra vez desde el principio.

Al cabo de un par de minutos, la excitada voz de Alton lo sacó de sus cavilaciones.

—¿Matrona Ginafae?

Masoj se sorprendió al ver que una extraña bola de humo verde aparecía por encima de la llama de la vela y poco a poco tomaba una forma más definida.

—¡Matrona Ginafae! —repitió Alton al completar el hechizo. Ante sus ojos tenía la inconfundible imagen del rostro de su madre muerta.

—¿Quién eres? —preguntó el espíritu, desconcertado, después de observar la habitación durante un buen rato.

—Soy Alton. Alton DeVir, tu hijo.

—¿Hijo? —repitió la aparición.

—Sí, tu hijo.

—No recuerdo haber tenido un hijo tan feo.

—Es un disfraz —se apresuró a contestar Alton, al tiempo que espiaba a Masoj, convencido de que se burlaba de él.

Pero si el estudiante se había mostrado antes despreciativo, ahora su expresión era de absoluto respeto.

—No es más que un disfraz —aseguró Alton con una sonrisa—, para poder moverme por la ciudad y preparar la venganza contra nuestros enemigos.

—¿Qué ciudad?

—Menzoberranzan.

El espíritu pareció no saber a qué se refería.

—Eres Ginafae, ¿no es verdad? —insistió Alton—. La matrona Ginafae DeVir.

El rostro del espíritu adquirió una expresión ceñuda, mientras este parecía considerar la pregunta.

—Yo era… creo que…

—La madre matrona de la casa DeVir, cuarta casa de Menzoberranzan —insistió Alton, cada vez más excitado—. Suma sacerdotisa de Lloth.

La mención de la reina araña sacudió al espíritu.

—¡Ay, no! —gritó Ginafae al recordar su existencia terrenal—. ¡No tendrías que haberlo hecho, mi horrible hijo!

—Es sólo un disfraz —la interrumpió Alton.

—Debo irme —añadió el espíritu de Ginafae, que miró a su alrededor presa de una evidente inquietud—. ¡Debes permitir que me vaya!

—Pero necesito que me des una información, matrona Ginafae.

—¡No me llames así! —chilló el espíritu—. ¡No lo entiendes! Ya no gozo del favor de Lloth.

—Problemas —susurró Masoj de pronto, sin sorprenderse.

—¡Sólo una respuesta! —exigió Alton, poco dispuesto a dejar pasar la oportunidad de averiguar por fin la identidad de sus enemigos.

—¡Deprisa! —gritó el espíritu.

—Dime el nombre de la casa que destruyó a los DeVir.

—¿La casa? —dijo Ginafae—. Sí, recuerdo aquella noche terrible. Fue la casa…

La bola de humo se deformó, y la imagen de Ginafae se deshizo mientras sus últimas palabras se convertían en un murmullo incomprensible.

—¡No! —chilló Alton, que abandonó su taburete de un salto—. ¡Debes decírmelo! ¿Quiénes son mis enemigos?

—¿Me incluirías a mí como uno de ellos? —preguntó la imagen del espíritu con una voz muy distinta de la que había empleado antes, un tono tan poderoso que dejó el rostro de Alton sin sangre.

La imagen sufrió una nueva transformación y se convirtió en algo espantoso. Mucho más horrible que Alton o que cualquier otra cosa existente en el plano material.

Alton no era una sacerdotisa, y nunca había estudiado la religión drow más allá de los conocimientos elementales que se impartían a los varones de la raza. Aun así, conocía a la criatura que flotaba ante sus ojos, porque se parecía a una barra de cera en el proceso de fundirse: era una yochlol, una doncella de Lloth.

—¿Cómo te atreves a perturbar el tormento de Ginafae? —preguntó la criatura.

—¡Maldita sea! —murmuró Masoj, y con mucho disimulo buscó refugio debajo del mantel negro de la mesa.

A pesar de sus dudas acerca de los conocimientos mágicos de Alton, no había esperado que su desfigurado maestro los metiera en semejante atolladero.

—Pero… —tartamudeó Alton.

—¡Nunca más intentes penetrar en este plano, estúpido hechicero! —rugió la yochlol.

—No tenía intención de llegar al abismo —protestó Alton, contrito—. Sólo pretendía hablar…

—¡Con Ginafae! —La yochlol completó la frase de Alton con un tono burlón—. ¿Dónde esperabas encontrar su espíritu, idiota? ¿Quizá retozando en el Olimpo, con los falsos dioses de los elfos de la superficie?

—No pensaba…

—¿Es que alguna vez piensas? —gruñó la yochlol.

«No», respondió Masoj para sus adentros, sin dejarse ver.

—No vuelvas a entrometerte en este plano —repitió la yochlol por última vez—. ¡La reina araña es inflexible y no tolera a los varones entrometidos!

El derretido rostro de la criatura aumentó de tamaño y superó los límites de la nube de humo. Alton escuchó unos sonidos que parecían arcadas, y se apretó contra la pared al tiempo que levantaba los brazos para protegerse el rostro.

La boca de la yochlol se abrió desmesuradamente, al punto de impedir ver el resto de su cara, y escupió una lluvia de pequeños objetos, que rebotaron en el cuerpo de Alton y en la pared. «¿Piedras?», pensó el mago sin rostro, desconcertado. Una de aquellas cosas respondió a su muda pregunta; se sujetó a la túnica negra y comenzó a trepar hacia su cuello: arañas.

Otra oleada de monstruos de ocho patas se deslizó por debajo de la mesa, y Masoj rodó sobre sí mismo para salir de su improvisado escondite. En cuanto pudo, se puso de pie y echó una mirada en dirección a Alton, que daba palmadas y pisotones a diestro y siniestro para rechazar la horda de insectos.

—¡No las mates! —chilló Masoj—. Matar arañas está prohibido por…

—¡A los Nueve Infiernos con las sacerdotisas y sus leyes! —replicó Alton.

Masoj alzó los hombros en un gesto de resignación, buscó entre los pliegues de su túnica, y sacó la misma ballesta de mano que había utilizado para matar al verdadero Sin Rostro tantos años atrás. Examinó el arma y miró las pequeñas arañas que corrían por la habitación.

—¿Será excesivo? —preguntó en voz alta.

Al no escuchar ninguna respuesta, volvió a alzar los hombros y disparó.

El dardo abrió un corte bastante profundo en el hombro de Alton, que miró incrédulo la herida y después se volvió hacia Masoj hecho una furia.

—Tenías una en el hombro —se disculpó Masoj.

El gesto agrio de Alton no desapareció.

—Desagradecido —añadió Masoj—. Alton, eres un estúpido. ¿No has visto que todas las arañas están en tu lado de la habitación? —El estudiante le volvió la espalda—. ¡Que tengas buena caza! —le deseó.

Tendió una mano hacia el picaporte de la puerta, pero antes de que pudiese sujetarlo, la hoja de la puerta se transformó en la imagen de la matrona Ginafae. La figura le dedicó una gran sonrisa, demasiado grande, y una lengua enorme y húmeda lamió el rostro de Masoj.

—¡Alton! —gritó, al tiempo que se alejaba de un salto de la repugnante lengua. Vio que el mago se disponía a realizar un encantamiento. Alton se esforzaba por mantener su concentración mientras las arañas subían por la túnica—. Eres hombre muerto —comentó Masoj como si tal cosa.

Alton luchó para no cometer ningún error, sin hacer caso del asco que le producían las arañas, y por fin consiguió acabar el ritual. En todos sus años de estudio, nunca había imaginado que sería capaz de hacer algo así; se habría reído con sólo mencionarlo. Ahora, en cambio, le parecía algo preferible a la condena de la yochlol.

Lanzó una bola de fuego contra sus propios pies.

Desnudo y sin cabellera, Masoj atravesó la puerta para escapar del infierno. A continuación apareció su maestro, envuelto en llamas; se arrojó al suelo y comenzó a rodar sobre la piedra al tiempo que se despojaba de las prendas incendiadas.

Mientras contemplaba cómo Alton apagaba las últimas llamas, un agradable recuerdo apareció en la mente de Masoj, y pronunció la única queja que dominaba sus pensamientos en medio de tanto desastre:

—Tendría que haberlo matado cuando estaba en la red.

Al cabo de unos minutos, en cuanto Masoj se marchó a su habitación para ocuparse de sus estudios, Alton se colocó los brazaletes metálicos que lo identificaban como maestro de la Academia y abandonó Sorcere. Bajó las grandes escalinatas que conducían hasta Tier Breche y se sentó a contemplar el panorama de Menzoberranzan.

Pero el maravilloso espectáculo que le ofrecía la ciudad no consoló a DeVir de su último fracaso. Durante dieciséis años había postergado todos sus demás sueños y ambiciones en favor de su búsqueda desesperada por encontrar la casa culpable, y habían sido dieciséis años de fracasos.

Se preguntó cuánto tiempo más podría mantener el engaño, y sus ánimos. Masoj, su único amigo —si es que podía llamarlo así—, había completado más de la mitad de sus estudios en Sorcere. ¿Qué haría cuando Masoj acabara la carrera y regresara a la casa Hun’ett?

—Quizá tendré que persistir en mis esfuerzos en los siglos venideros —dijo en voz alta—, sólo para ser asesinado por un estudiante desesperado, como yo… como Masoj asesinó al Sin Rostro. ¿Sería capaz mi asesino de desfigurarse para ocupar mi lugar?

Alton no pudo evitar la risa irónica que escapó de su boca sin labios al imaginar un «maestro sin rostro» eterno en Sorcere. ¿En qué momento surgirían las sospechas de la matrona dama de la Academia? ¿Dentro de mil años? ¿Diez mil? ¿O el Sin Rostro sería capaz de sobrevivir a la propia Menzoberranzan? Vivir como un maestro no estaba nada mal. Muchos drows habrían sacrificado mucho más para disfrutar de este honor.

Alton apoyó el rostro sobre el antebrazo e intentó apartar de su mente estos estúpidos razonamientos. No era un auténtico maestro, ni su posición le reportaba grandes satisfacciones. Quizá Masoj le habría hecho un favor, dieciséis años atrás, disparándole cuando se encontraba atrapado en la red del Sin Rostro.

La desesperación de Alton se acentuó cuando consideró los años que tenía por delante. Acababa de cumplir setenta y era joven para los de su raza. La idea de que sólo había vivido una décima parte de su existencia no fue esa noche un motivo de alegría para Alton DeVir.

«¿Cuánto tiempo más sobreviviré? —pensó—. ¿Cuánto tiempo más hasta que el infierno que es mi vida me consuma?»

—Habría sido mejor morir a manos del Sin Rostro —murmuró—. Porque ahora soy Alton de Ninguna Casa Digna de Mención.

Masoj lo había bautizado así durante la primera mañana después de la caída de la casa DeVir, pero en aquel entonces, cuando su vida dependía del disparo de una ballesta, Alton no había comprendido las implicaciones del título. Menzoberranzan no era más que un conjunto de casas individuales. Un bribón plebeyo podía unirse a cualquiera y proclamar que era la suya, pero un bribón noble no sería aceptado en ninguna casa de la ciudad. Sólo tenía Sorcere y nada más, y esto hasta el momento en que descubriesen su verdadera identidad. ¿Cuál sería el castigo por matar a un maestro? Masoj había cometido el crimen, pero Masoj tenía una casa para defenderlo. Alton no era más que un bribón.

Se acomodó en su asiento con los codos apoyados en las rodillas y contempló el ascenso del calor en Narbondel. A medida que los minutos se convertían en horas, Alton superó el desconsuelo y la autocompasión; contempló la ciudad con nuevos ojos, interesado esta vez por las casas individuales, y pensó en los oscuros secretos que se albergaban en cada una de ellas.

«Y hay una —se dijo— que oculta el secreto más valioso para mí». Una de ellas había destruido la casa DeVir.

Se olvidó del fracaso de esa noche con la matrona Ginafae y la yochlol, y de sus deseos de morir. Después de todo, dieciséis años no significaban nada. Todavía le quedaban otros seiscientos años de vida. Si era necesario, estaba dispuesto a dedicar hasta el último minuto de esos seis siglos a la búsqueda de los culpables.

—Venganza —gruñó en voz alta, porque necesitaba recordar que esta era la única razón de su existencia.