Aprendizaje
Durante cinco largos años Vierna dedicó casi todo su tiempo al cuidado del pequeño Drizzt. En la sociedad drow, este no era tanto un tiempo destinado a la crianza sino al adoctrinamiento. El niño tenía que aprender las habilidades motrices y lingüísticas básicas, como todos los demás niños de las razas inteligentes, pero también los preceptos que mantenían unida la caótica civilización drow.
En el caso de un infante varón como Drizzt, Vierna pasaba horas recordándole que era inferior a las mujeres drows. Dado que toda esta parte de la vida de Drizzt transcurría en la capilla familiar, no mantenía contacto con ningún otro varón excepto en el transcurso de los ritos, pero en estas ocasiones Drizzt permanecía en silencio junto a Vierna, con la mirada fija en el suelo.
Cuando Drizzt tuvo edad suficiente para entender las órdenes, la tarea de Vierna resultó más llevadera. De todos modos, dedicaba muchísimas horas a la enseñanza de su hermano menor; en la actualidad, Drizzt aprendía los complicados movimientos faciales, manuales y corporales del código mudo. Pero muy a menudo, Vierna sólo le ordenaba que se ocupara del interminable trabajo de limpiar la capilla. El recinto apenas tenía la quinta parte del tamaño del gran templo de la casa Baenre, aunque sus dimensiones eran suficientes para dar cabida a todos los elfos oscuros de la casa Do’Urden, y aún le sobraban un centenar de asientos.
A pesar de que ahora el oficio de nodriza no le pesaba tanto, Vierna todavía lamentaba no tener más tiempo para sus estudios. Si la matrona Malicia hubiese encomendado a Maya la tarea de criar y adiestrar al niño, ella quizás habría podido conseguir ser ordenada como gran sacerdotisa. En cambio, todavía le quedaban otros cinco años con Drizzt. ¡Maya podría convertirse en suma sacerdotisa antes que ella!
Vierna descartó esta posibilidad. No podía permitirse pensar en tales problemas. Acabaría con su trabajo de nodriza dentro de pocos años. Cuando Drizzt cumpliera su décimo año, sería designado príncipe paje de la familia y serviría a todos sus miembros por igual. Si su trabajo con Drizzt no decepcionaba a la matrona Malicia, Vierna sabía que recibiría una recompensa adecuada a sus esfuerzos.
—Sube la pared —ordenó Vierna—. Limpia aquella estatua.
La mujer le señaló la escultura de una drow desnuda ubicada a unos seis metros del suelo. El joven Drizzt miró la estatua, desconcertado. Era imposible trepar hasta la escultura y limpiarla sin un asidero seguro. Sin embargo, Drizzt sabía el duro castigo que significaba la desobediencia —incluso la vacilación— y se acercó a la pared dispuesto a escalarla.
—¡Así no! —le reprochó Vierna.
—Entonces, ¿cómo? —se atrevió a preguntar Drizzt, que no entendía las intenciones de su hermana.
—Piensa en subir hasta la gárgola —respondió Vierna.
En el rostro del pequeño apareció una expresión de extrañeza.
—¡Eres un noble de la casa Do’Urden! —le gritó Vierna—. O al menos lo serás algún día. En la bolsa que llevas al cuello tienes el emblema de la casa, un talismán de gran poder.
En realidad, Vierna no tenía muy claro si Drizzt estaba preparado para esta prueba. La levitación era una de las expresiones más importantes de la magia innata de los drows, algo mucho más difícil que producir fuegos fatuos o lanzar globos de oscuridad. El emblema Do’Urden acrecentaba los poderes innatos de los elfos oscuros, que por lo general se manifestaban con la edad adulta. Si bien la mayoría de los nobles drows podían levitar una o dos veces al día, los nobles de la casa Do’Urden, gracias a su emblema, podían hacerlo en muchas más ocasiones.
En cualquier otra circunstancia, Vierna jamás habría intentado realizar esta prueba con un varón de menos de diez años, pero Drizzt había revelado un potencial mágico tan enorme en el transcurso de los dos últimos años que no veía ningún riesgo en el intento.
—Sitúate en línea con la estatua —dijo—, y piensa en subir.
Drizzt miró la figura femenina, y puso los pies en línea con el delicado y anguloso rostro de la estatua. A continuación colocó una mano sobre su collar para armonizar sus pensamientos con la fuerza del emblema. En otras ocasiones había percibido que la moneda mágica tenía algún tipo de poder, pero sólo había una sensación poco definida, la intuición de un niño. Ahora que tenía una confirmación a sus sospechas y un objetivo, podía notar con toda claridad las vibraciones de la energía mágica.
Una serie de ejercicios respiratorios despejaron cualquier distracción de la mente del joven drow. Descartó cualquier otro objeto en la capilla: sólo veía la estatua, el punto de destino. Notó que se aliviaba, que sus talones no tocaban el suelo; se sostenía sobre la punta de los dedos de un pie, aunque sin peso. Drizzt miró a Vierna con una sonrisa de asombro… y cayó de bruces.
—¡Estúpido varón! —gritó Vierna—. ¡Inténtalo otra vez! ¡Inténtalo mil veces si es necesario! —La mujer echó mano a su látigo con cabezas de serpiente—. Si fracasas…
Drizzt desvió la mirada, mientras se reprochaba a sí mismo por haber provocado el fracaso del hechizo con su entusiasmo. Podía hacerlo y no tenía miedo al castigo. Se concentró una vez más en la escultura y dejó que la energía mágica impulsara su cuerpo.
También Vierna sabía que Drizzt acabaría por conseguirlo. Tenía una mente tanto o más aguda que cualquiera de las personas que Vierna conocía, incluidas las otras mujeres de la casa Do’Urden. Además, el niño era tozudo; no se dejaría vencer por la magia. Sabía que era muy capaz de seguir en sus intentos hasta desfallecer de hambre si era necesario.
Vierna lo observó pasar por una serie de pequeños éxitos y fracasos; en el último, Drizzt cayó al suelo desde una altura de tres metros. Por un momento, Vierna creyó que había resultado herido de gravedad. Sin embargo, Drizzt ni siquiera gritó y volvió a su posición para concentrarse una vez más en su objetivo.
—Es demasiado pequeño para conseguirlo —comentó alguien a espaldas de Vierna.
La mujer se volvió en su silla y descubrió a Briza, que la miraba con su habitual gesto agrio.
—Quizá —replicó Vierna—, pero no lo sabré si no lo dejo que lo intente.
—Azótalo cuando fracase —sugirió Briza, al tiempo que empuñaba su terrible látigo de seis cabezas. Contempló el arma con cariño, como si fuese un animal doméstico, y dejó que una de las cabezas de serpiente se deslizara sobre su cuello y el rostro—. Lo inspirará.
—¡Guárdalo! —exclamó Vierna—. ¡Drizzt está a mi cargo y no necesito tu ayuda!
—Tendrías que tener un poco más de cuidado cuando hablas con una gran sacerdotisa —le advirtió Briza.
Y todas las cabezas de serpiente, prolongaciones de sus pensamientos, se volvieron hacia Vierna en un gesto de amenaza.
—Y tú tendrías que preocuparte de la matrona Malicia si pretendes interferir en mi trabajo.
—Tu trabajo —dijo Briza con desprecio, aunque se apresuró a guardar el látigo al escuchar el nombre de Malicia—. Eres demasiado blanda para educar a un niño. Los varones deben ser disciplinados; han de aprender cuál es su lugar.
Dicho esto, y consciente de que la amenaza de Vierna podía tener consecuencias graves para ella, la hermana mayor dio media vuelta y salió de la capilla.
Vierna dejó que Briza dijera la última palabra. La nodriza volvió su mirada a Drizzt, que insistía en su empeño de levitar hasta la estatua.
—¡Basta! —ordenó, al ver que el niño estaba muy fatigado. A duras penas le era posible despegar los pies del suelo.
—¡Lo conseguiré! —replicó Drizzt, casi con insolencia.
A Vierna le gustó su firmeza, pero no el tono de la réplica. Quizás había algo de verdad en las palabras de Briza. La mujer cogió su látigo. Algunas veces un poco de inspiración podía obrar milagros.
Al día siguiente, Vierna ocupó su asiento en la capilla y contempló a Drizzt, que lustraba la estatua de la mujer desnuda. Había levitado los seis metros al primer intento.
Vierna no pudo evitar sentirse desilusionada cuando Drizzt no le dedicó una sonrisa por su triunfo. El chico flotaba en el aire, moviendo los cepillos a una velocidad de vértigo, con toda su atención puesta en la tarea encomendada. Vierna observó los verdugones en la espalda desnuda de su hermano, el rastro de la «inspiración» del día anterior. En el espectro infrarrojo, las marcas del látigo se destacaban con toda claridad como unas líneas de calor donde la piel había sido arrancada.
La mujer comprendía las ventajas de castigar a un niño, especialmente si se trataba de un varón. Muy pocos drows varones se atrevían a empuñar un arma contra una mujer, a menos que recibieran una orden de otra hembra. No pudo evitar pensar cuánto se perdía por ello, y se preguntó hasta dónde podría llegar alguien como Drizzt.
Pero al cabo de un momento, se arrepintió de sus pensamientos blasfemos. Aspiraba a convertirse en una gran sacerdotisa de la reina araña, Lloth la despiadada, y sus reflexiones iban en contra de las reglas de su posición. Dirigió una mirada furiosa a su hermano menor, como si él fuera el culpable de sus ideas, y una vez más empuñó su látigo.
Tendría que volver a azotar a Drizzt por inspirarle pensamientos sacrílegos.
El trabajo de Vierna se prolongó durante cinco años más. Drizzt aprendía las lecciones básicas de la vida en la sociedad drow mientras atendía a la limpieza de la capilla de la casa Do’Urden. Aparte de inculcarle la supremacía de las mujeres drows (una lección siempre acentuada por el látigo de cabezas de serpiente), las enseñanzas más importantes versaban sobre los elfos de la superficie. Por lo general, los imperios del mal se mantienen unidos gracias al odio hacia enemigos inventados, y en la historia del mundo no había existido nadie con tanta capacidad para esta superchería como los drows. En cuanto podían entender el significado de las palabras, se les enseñaba que todo lo malo que podía haber en su vida era culpa de los elfos de la superficie.
Cada vez que los colmillos de las serpientes del látigo de Vierna se clavaban en la espalda de Drizzt, el niño imploraba la muerte de uno de esos elfos. El odio condicionado casi nunca es un sentimiento racional.