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Los ojos de un niño

Masoj, el joven aprendiz —lo cual, en esta etapa de su carrera de mago, sólo significaba que tenía igual categoría que un sirviente—, se apoyó en el mango de su escoba y observó a Alton DeVir, quien cruzaba la puerta de la cámara más alta de la torre. Masoj casi sentía compasión por el estudiante, que tenía que entrar y enfrentarse al Sin Rostro.

El aprendiz también se sentía excitado al saber que la discusión entre Alton y el maestro Sin Rostro sería algo digno de presenciar. Se dedicó otra vez a barrer y utilizó la escoba para avanzar a lo largo de la curva de la pared, en dirección a la puerta.

—Habéis requerido mi presencia, maestro Sin Rostro —repitió Alton DeVir, alzando una mano y entornando los párpados para protegerse del intenso resplandor de los tres candelabros que iluminaban la habitación.

Alton se movió incómodo, descargando su peso de un pie a otro sin apartarse de la puerta.

Al otro extremo del recinto el Sin Rostro se mantenía de espaldas al joven DeVir.

«Lo mejor es acabar con esto cuanto antes», pensó el maestro.

Era consciente de que el hechizo que preparaba en ese momento mataría al estudiante antes de darle tiempo a conocer el destino de su familia, por lo que no cumpliría con las instrucciones finales de Dinin Do’Urden, pero el riesgo era muy alto y lo mejor era hacerlo cuanto antes.

—Habéis… —repitió Alton.

La prudencia lo contuvo y en cambio intentó comprender la situación en que se encontraba. Era algo poco habitual ser llamado a los aposentos privados de un maestro de la Academia antes de comenzar las lecciones del día. Cuando había recibido el aviso, Alton pensó que había fracasado en una de sus lecciones, lo cual podía ser un error fatal en Sorcere. Alton estaba a punto de graduarse, pero el voto en contra de uno solo de los maestros podía acabar con sus estudios.

Había sido uno de los alumnos más aplicados del Sin Rostro, e incluso había creído que el misterioso maestro lo favorecía. ¿Podría ser esta llamada un gesto de cortesía y una felicitación por su éxito como estudiante? Alton comprendió que esto era poco probable, pues los maestros de la Academia no solían felicitar a los alumnos.

Entonces escuchó el rumor de la salmodia y advirtió que el maestro se ocupaba de preparar un hechizo. De pronto, le pareció que había algo muy extraño, que en su conjunto la situación no encajaba en los estrictos procedimientos de la Academia. Alton separó las piernas y plantó los pies bien firmes al tiempo que tensaba los músculos, en una respuesta automática al lema que la Academia inculcaba a sus alumnos desde el primer día, el precepto que mantenía vivos a los elfos oscuros en una sociedad tan devota del caos: estad preparados.

La puerta estalló delante de sus narices, y una lluvia de fragmentos de piedra azotó la habitación mientras Masoj salía despedido contra una pared. El aprendiz consideró que el espectáculo merecía los inconvenientes y el golpe en el hombro cuando vio a Alton DeVir salir por piernas de la habitación. De la espalda y el brazo izquierdo del estudiante salían hilillos de humo, y la más exquisita expresión de pánico y dolor que Masoj había visto en toda su vida se reflejaba en el rostro del joven DeVir.

Alton cayó al suelo y rodó sobre sí mismo, en un intento desesperado por alejarse del maestro asesino. Consiguió bajar y dar la vuelta por el arco descendente del suelo de la habitación y atravesar la puerta que daba a la siguiente cámara inferior en el preciso momento en que el Sin Rostro aparecía en la abertura de la puerta destrozada.

El maestro se detuvo para soltar una maldición ante su fracaso y a pensar en la mejor manera de reemplazar la puerta.

—¡Limpia toda esta basura! —le ordenó a Masoj, que una vez más estaba tan fresco con las manos sujetas al extremo del palo de la escoba y la barbilla apoyada en las manos.

Masoj agachó la cabeza obediente y comenzó a barrer las esquirlas de piedra; pero en cuanto el Sin Rostro lo dejó atrás, abandonó su tarea y siguió con cautela a su amo.

Alton no tenía escapatoria posible, y él no se quería perder el final de este episodio.

La tercera habitación, la biblioteca privada del Sin Rostro, era la más iluminada de las cuatro que había en la torre, con docenas de velas encendidas en cada una de las paredes.

—¡Maldita luz! —exclamó Alton, que, cegado por el resplandor, se abrió paso a tientas hacia la puerta que conducía al vestíbulo de entrada a la residencia del maestro.

Si podía llegar hasta allí y salir de la torre para ganar acceso al patio de la Academia, quizá consiguiera salir bien librado del aprieto.

Alton pertenecía al oscuro mundo de Menzoberranzan, pero el Sin Rostro, que había pasado tantas décadas a la luz de los candelabros de Sorcere, se había acostumbrado a ver los matices de la luz además de las ondas infrarrojas del calor.

El vestíbulo aparecía abarrotado de sillas y cofres e iluminado con una única vela, y por lo tanto Alton podía ver con la claridad suficiente para esquivar o saltar los obstáculos. Corrió hasta la puerta y, sujetando el pesado picaporte, lo hizo girar con facilidad; sin embargo, cuando tiró para abrir la puerta, la hoja no se movió y una chispa de energía azul lo lanzó contra el suelo.

—¡Maldito sea este lugar! —gritó Alton.

La puerta tenía un cierre mágico. El estudiante conocía un hechizo para abrir puertas encantadas, aunque dudaba que su magia tuviese el poder suficiente para deshacer el encantamiento de un maestro. Dominado por la prisa y el miedo, las palabras del duomer pasaron por la mente de Alton en una confusión indescifrable.

—¡No huyas, DeVir! —vociferó el Sin Rostro desde la otra habitación—. ¡Sólo conseguirás prolongar tu tormento!

—Maldito seas tú también —replicó Alton en un murmullo. Se despreocupó del encantamiento, porque no tendría tiempo de ponerlo en práctica. En cambio, examinó el cuarto en busca de alguna otra salida.

Descubrió algo fuera de lo corriente a media altura de una de las paredes laterales, en el espacio entre dos grandes armarios, y retrocedió unos pasos para poder ver mejor; pero se encontró dentro de la zona iluminada por la vela, en el campo donde sus ojos percibían al mismo tiempo las ondas de luz y de calor.

Sólo podía ver que esta sección de la pared presentaba un resplandor uniforme en el espectro infrarrojo y que su tono tenía un matiz distinto del de las piedras de las paredes. ¿Otra puerta? Alton únicamente podía confiar en que su suposición fuese la correcta. Corrió hasta el centro de la habitación para situarse delante mismo del objeto, y forzó el cambio de la visión infrarroja al del mundo de la luz.

A medida que sus ojos se acomodaban al cambio, lo que pudo ver sorprendió y desconcertó al joven DeVir. No vio otra puerta, ni una abertura a otro cuarto al otro lado. Lo que tenía delante era un reflejo de sí mismo, y una parte de la habitación donde se encontraba. En sus cincuenta y cinco años de vida, Alton nunca había visto nada igual, aunque había oído hablar de estos artefactos a los maestros de Sorcere. Los llamaban espejos.

Un movimiento en la puerta superior de la habitación recordó a Alton que el Sin Rostro estaba a unos pasos de distancia. No podía perder más tiempo en estudiar sus opciones. Agachó la cabeza y cargó contra el espejo.

Quizá se trataba de un portal de teletransporte a otro sector de la ciudad, o de una puerta a otra habitación. Tal vez, se atrevió a pensar Alton en aquellos segundos de desesperación, era una abertura de comunicación entre planos que lo llevaría a un plano nuevo y desconocido.

Sintió el cosquilleo excitante de la aventura mientras se acercaba al objeto maravilloso. Después, notó sólo el impacto, el ruido del cristal que se rompía, y la dureza de la pared de piedra detrás de aquella cosa.

A fin de cuentas, quizá sólo era un espejo.

—Mira sus ojos —le susurró Vierna a Maya mientras las dos mujeres observaban al nuevo miembro de la casa Do’Urden.

Efectivamente, los ojos del bebé eran dignos de comentar. A pesar de que había transcurrido menos de una hora desde el nacimiento, las pupilas se movían de un lugar a otro atentas a todo. Si bien mostraban el resplandor típico de los ojos capaces de ver en el espectro infrarrojo, el rojo habitual aparecía teñido con una pizca de azul, con lo cual tenían un tono lila.

—¿Será ciego? —preguntó Maya—. Después de todo, quizá lo acabe sacrificando a la reina araña.

Inquieta, Briza volvió a observar los ojos de su hermano. Los elfos oscuros sacrificaban a los niños con defectos físicos.

—No es ciego —contestó Vierna, que pasó una mano por delante del rostro del pequeño y dirigió una mirada de furia a sus hermanas—. Sigue el movimiento de mis dedos.

Maya vio que Vierna decía la verdad. Se acercó un poco más al bebé y observó su rostro y sus extraños ojos.

—¿Qué es lo que ves, Drizzt Do’Urden? —preguntó en voz baja, no por delicadeza hacia el recién nacido, sino para no molestar a su madre, que descansaba en una silla colocada junto al ídolo araña.

—¿Qué puedes ver que nosotras no veamos?

Los cristales se aplastaron con el peso de Alton, y le produjeron profundos cortes cuando movió el cuerpo en un esfuerzo por ponerse de pie. «¿Para qué?», pensó.

Escuchó el gemido del Sin Rostro al ver su espejo destrozado y miró en dirección a la voz. El hechicero estaba casi encima de él.

Al joven DeVir le pareció estar a los pies de un gigante: un ser enorme y poderoso que tapaba la luz de la vela en el pequeño espacio entre los dos armarios, con su cuerpo aumentado diez veces a los ojos de la víctima inerme por lo que representaba su presencia.

Alton notó que una sustancia pegajosa caía sobre él, una especie de telaraña que se enganchaba en los armarios, en la pared y en su cuerpo. El muchacho intentó levantarse, escapar como fuera, pero el hechizo del Sin Rostro ya lo tenía bien sujeto, atrapado como una mosca en la red de una araña.

—Primero mi puerta —exclamó el Sin Rostro—, y ahora esto: ¡mi espejo! ¿Tienes idea de lo que me costó conseguir un objeto tan precioso?

Alton movió la cabeza de un lado a otro, no como respuesta, sino con la intención de conseguir al menos librar su cara de la sustancia pegajosa.

—¿Por qué no te quedas quieto de una vez y dejas que acabe con todo esto sin más inconvenientes? —vociferó el Sin Rostro, profundamente disgustado.

—¿Por qué? —preguntó Alton, que antes de hablar escupió la sustancia pegada a sus labios—. ¿Por qué queréis matarme?

—¡Porque has roto mi espejo! —contestó el Sin Rostro.

Desde luego, su respuesta no tenía sentido —el espejo había sido roto después del primer ataque— pero para el maestro, pensó Alton, no era necesario que lo tuviese. Alton sabía que su causa estaba perdida, pero aun así continuó con sus esfuerzos para disuadir a su oponente.

—¡Conocéis muy bien la posición de mi casa, la casa DeVir! —afirmó indignado—. Es la cuarta de la ciudad. Provocaréis la ira de la matrona Ginafae. ¡Una gran sacerdotisa dispone de medios para averiguar la verdad en casos como este!

—¿La casa DeVir?

El Sin Rostro soltó una carcajada. Quizá se imponía aplicar los tormentos solicitados por Dinin Do’Urden. Después de todo, Alton había destrozado su espejo.

—¡Sí, la cuarta casa! —repitió Alton.

—Jovenzuelo estúpido —se burló el Sin Rostro—. La casa DeVir ya no existe. No es la cuarta, ni la quinta. No es nada.

Alton aflojó los músculos, aunque la telaraña hizo todo lo posible por mantener su cuerpo erguido. ¿De qué hablaba el maestro?

—Están todos muertos —añadió el Sin Rostro—. La matrona Ginafae tiene la oportunidad de ver a Lloth más de cerca. —La expresión de horror de Alton complació al mago—. Todos muertos —repitió, ufano—. Excepto el pobre Alton, que vive para enterarse de la desgracia de su familia. ¡Un error que remediaremos ahora mismo!

El Sin Rostro levantó las manos para lanzar un hechizo mortal.

—¿Quién? —gritó Alton.

El Sin Rostro hizo una pausa, desconcertado por la pregunta.

—¿Qué casa es la responsable? —inquirió el estudiante, con más claridad—. O mejor dicho, ¿cuáles son las casas que conspiraron para destruir a los DeVir?

—Ah, tendrías que saberlo —respondió el Sin Rostro, que disfrutaba con el sufrimiento del joven—. Supongo que tienes derecho a saber la verdad antes de que te reúnas con los tuyos en el reino de los muertos.

Una sonrisa apareció en el agujero donde habían estado sus labios.

—¡Pero has roto mi espejo! —bramó el maestro—. ¡Muere, estúpido estudiante! ¡Busca tus propias respuestas!

El pecho del Sin Rostro se abombó de pronto, y unas terribles convulsiones le sacudieron el cuerpo, mientras balbuceaba maldiciones en una lengua desconocida para el aterrorizado estudiante. ¿Qué vil hechizo había preparado el maestro desfigurado, tan maligno que su salmodia sonaba como una jerga incomprensible para los educados oídos de Alton, de una crueldad tan grande que su sola enunciación era capaz de estremecer incluso al hechicero? Entonces el Sin Rostro cayó de bruces al suelo y expiró.

Asombrado, Alton siguió la línea trazada por la capucha del maestro a lo largo de la espalda y descubrió el extremo emplumado de un dardo. El joven DeVir contempló el objeto envenenado, que vibraba por el impacto, y después volvió su mirada hacia el centro de la habitación, donde el asistente permanecía muy tranquilo.

—¡Un arma muy bonita, Sin Rostro! —comentó Masoj, mientras tensaba la cuerda de una pequeña ballesta de mano.

Obsequió a DeVir con una sonrisa pérfida y colocó otro dardo.

La matrona Malicia apoyó las manos en los brazos de su silla y con un tremendo esfuerzo de voluntad se puso de pie.

—¡Salid del paso! —les ordenó a sus hijas.

Maya y Vierna se apartaron de inmediato del ídolo araña y del bebé.

—Mira sus ojos, madre matrona —se atrevió a decir Vierna—. Son muy extraños.

La matrona Malicia observó al niño. Todo parecía normal, y se sintió complacida; ahora que Nalfein, el hijo mayor de la casa Do’Urden, había muerto, este niño, Drizzt, tendría que esforzarse mucho para reemplazar al hijo perdido.

—Sus ojos —repitió Vierna.

La matrona le dirigió una mirada maligna pero se inclinó sobre el niño para ver a qué venía tanto escándalo.

—¡Lila! —exclamó Malicia, sorprendida.

Nunca había escuchado mencionar nada parecido.

—No es ciego —se apresuró a señalar Maya, al ver la expresión de desdén en el rostro de su madre.

—Traed la vela —ordenó la matrona Malicia—. Veamos qué aspecto tienen estos ojos en el mundo de la luz.

Maya y Vierna se dirigieron al armario sagrado, pero Briza se interpuso en su camino.

—Sólo una gran sacerdotisa puede tocar los objetos consagrados —les recordó en un tono cargado de amenaza.

Con gesto altanero, dio media vuelta, abrió el armario, y sacó el cabo de una vela roja. Las sacerdotisas cerraron los ojos, y la matrona Malicia protegió el rostro del infante con una mano mientras Briza encendía la vela sagrada. La llama era muy pequeña, pero para los ojos de los drows tenía una potencia extraordinaria.

—Tráela —dijo Malicia en cuanto sus ojos se acomodaron a la intensidad de la luz.

Briza acercó la vela al rostro de Drizzt, y Malicia apartó la mano poco a poco.

—No llora —comentó Briza, asombrada al ver que el bebé podía tolerar el aguijón de la luz sin problemas.

—Lila también —susurró la matrona, sin prestar atención a los comentarios de su hija—. Los ojos son lila en los dos mundos.

Vierna soltó una exclamación cuando miró a su hermano pequeño y sus extraños ojos lila.

—Es tu hermano —le recordó la matrona Malicia, que interpretó la exclamación de Vierna como una insinuación de lo que podría ocurrir—. Cuando sea mayor y la mirada de sus ojos te atraviese, recuerda, por tu vida, que es tu hermano.

Vierna le volvió la espalda, casi a punto de dar una respuesta que después se arrepentiría de haber pronunciado. Las aventuras amorosas de la matrona Malicia con casi todos los soldados varones de la casa Do’Urden —y con muchos otros que la seductora matrona había conseguido arrebatar de otras casas— eran casi una leyenda en Menzoberranzan. ¿Quién se creía que era para recomendar prudencia y una conducta ejemplar? Vierna se mordió la lengua y deseó que ni Briza ni su madre hubiesen leído sus pensamientos en aquel momento.

En Menzoberranzan, pensar estas cosas acerca de una gran sacerdotisa, fuesen o no ciertas, significaba una muerte muy dolorosa. Malicia entornó los párpados, y Vierna creyó que la había descubierto.

—Tú te encargarás de educarlo —dijo la matrona Malicia.

—Maya es más joven —protestó Vierna—. Podría convertirme en gran sacerdotisa dentro de unos pocos años si dispongo del tiempo suficiente para mis estudios.

—O quizá nunca —le recordó Malicia, severa—. Lleva al niño a la capilla. Enséñale las palabras y ocúpate de que aprenda todo lo que necesita para servir correctamente como príncipe de la casa Do’Urden.

—Yo podría ocuparme de su educación —ofreció Briza, que, en un gesto inconsciente, acercó la mano a su látigo de serpientes—. Me encanta enseñar a los varones su lugar en nuestro mundo.

—Eres una gran sacerdotisa —replicó Malicia, con una mirada furiosa—. Tienes otras tareas más importantes que la de enseñar a hablar a un niño. —Después volvió su atención otra vez a Vierna—. ¡El bebé es tuyo; no me decepciones! Las lecciones que impartirás a Drizzt reforzarán tus conocimientos sobre nuestros preceptos. El ejercicio de la «maternidad» te ayudará en tus esfuerzos por convertirte en gran sacerdotisa. —Malicia hizo una pausa para que Vierna considerara el encargo desde un punto de vista más positivo, y a continuación volvió a utilizar un tono de amenaza—. ¡Quizá te pueda ayudar, pero ten presente que también puede destruirte!

Vierna suspiró sin dejar traslucir sus pensamientos. La tarea que la matrona Malicia había descargado sobre sus hombros consumiría todo su tiempo al menos durante diez años, y la perspectiva de tener que pasar toda una década junto al niño de ojos lila no le resultaba nada grata. Sin embargo, la alternativa de enfrentarse a la cólera de la matrona Malicia Do’Urden era mucho peor.

—No eres más que un chico, un aprendiz —tartamudeó Alton, tras escupir otro trozo de baba pegajosa—. ¿Qué interés tenías…?

—¿En matarlo? —Masoj acabó la pregunta por él—. Desde luego, no para salvarte la vida, si es lo que crees. —Lanzó un escupitajo contra el cadáver del Sin Rostro—. Mírame, un príncipe de la sexta casa, convertido en sirviente de este asqueroso…

—Hun’ett —lo interrumpió Alton—. La Hun’ett es la casa sexta. El drow más joven se llevó un dedo a los labios fruncidos, y de pronto una sonrisa le iluminó el rostro, una cruel sonrisa sarcástica.

—Supongo que ahora somos la casa quinta —comentó—, a la vista de que los DeVir han sido eliminados.

—¡Todavía no! —gruñó Alton.

—Sólo de momento —le aseguró Masoj, con el dedo en el gatillo de la ballesta.

Alton se hundió más en la red. Morir a manos de un maestro ya era bastante malo, pero la indignidad de ser asaeteado por un chico…

—Quizá tendría que darte las gracias —añadió Masoj—. Había planeado su muerte desde hace semanas.

—¿Por qué? —le preguntó Alton a su nuevo enemigo—. ¿Te has atrevido a asesinar a un maestro de Sorcere sólo porque tu familia te entregó a él como sirviente?

—¡Lo he matado porque me humillaba! —gritó Masoj—. Durante cuatro años he trabajado como un esclavo para él, para este montón de inmundicia. He limpiado sus botas. ¡He preparado ungüentos para la masa repugnante que tenía por cara! ¿Alguna vez fue suficiente? No para él. —Volvió a escupir al cadáver y prosiguió con su monólogo dedicado más a sí mismo que al estudiante prisionero—. Los nobles que aspiran a convertirse en magos tienen la ventaja de poder pasar una temporada como aprendices antes de alcanzar la edad necesaria para el ingreso en Sorcere.

—Desde luego —intervino Alton—. Yo mismo fui aprendiz con…

—¡Tenía la intención de no dejarme ingresar en Sorcere! —exclamó Masoj, sin hacer caso de Alton—. ¡Pretendía forzarme a entrar en Melee-Magthere, la escuela de los guerreros! Dentro de dos semanas cumpliré veinticinco años.

Masoj hizo una pausa, como si de pronto hubiese recordado que había alguien más en la habitación.

—No tenía más opción que matarlo —añadió, esta vez dirigiéndose a Alton—. Entonces apareciste tú y no pude dejar pasar la oportunidad. Un estudiante y un maestro que se matan el uno al otro en una pelea… No es la primera vez que sucede. ¿Quién podría preguntar nada? Por lo tanto, pienso que debo darte las gracias, Alton DeVir de Ninguna Casa Digna de Mención… —Masoj le dedicó un remedo de reverencia—, antes de que te mate, quiero decir.

—¡Espera! —gritó Alton—. ¿Qué esperas conseguir con mi muerte?

—Una coartada.

—Pero ¡si ya tienes una coartada! Y entre los dos podemos mejorarla —propuso DeVir.

—Explícate —dijo Masoj, que, en realidad, no tenía ninguna prisa.

El Sin Rostro había sido un gran hechicero, por lo que la red mágica tardaría mucho en desaparecer.

—Suéltame —rogó Alton, ansioso.

—¿Es que de verdad eres tan estúpido como decía el Sin Rostro?

Alton aceptó el insulto sin protestar; después de todo, el muchacho tenía la ballesta.

—Suéltame para que pueda asumir la identidad del Sin Rostro —explicó—. La muerte de un maestro despertaría sospechas, pero si no hay ningún maestro muerto…

—¿Y qué hacemos con este? —preguntó Masoj, que acompañó sus palabras con un puntapié al cadáver.

—Quémalo —respondió Alton, entusiasmado con su plan—. Deja que Alton DeVir se convierta en el maestro. La casa DeVir ya no existe. No habrá preguntas, ni represalias.

Masoj mostró una expresión escéptica.

—El Sin Rostro era prácticamente un ermitaño —agregó Alton—. Y yo estoy muy cerca de la graduación. No hay ninguna duda de que puedo asumir perfectamente las sencillas tareas de la enseñanza básica después de treinta años de estudios.

—¿Y yo qué gano?

Alton lo miró perplejo, como si la respuesta fuese la cosa más obvia del mundo.

—Un maestro de Sorcere que será tu mentor —respondió—. Alguien que te ayudará en los años de estudio.

—Y alguien que podrá deshacerse de un testigo cuando le convenga —opinó Masoj con astucia.

—Si lo hago, ¿cuál sería mi beneficio? —replicó Alton—. ¿Provocar la ira de la casa Hun’ett, quinta de la ciudad, y sin una familia que me respalde? No, joven Masoj. No soy tan estúpido como creía el Sin Rostro.

Masoj se golpeteó los dientes con una de sus largas y afiladas uñas mientras consideraba las posibilidades. ¿Un aliado entre los maestros de Sorcere? Parecía algo muy prometedor.

De pronto Masoj tuvo otra idea. Abrió el armario que había junto a Alton y comenzó a rebuscar en su interior. DeVir torció el gesto cuando escuchó el estrépito de los recipientes de vidrio y cerámica al romperse, y pensó en los componentes, quizá pócimas acabadas, que se podían perder por culpa del descuido del aprendiz. Tal vez el Sin Rostro no iba desencaminado al juzgar que Melee-Magthere era el destino más adecuado para su sirviente.

Al cabo de unos minutos, el joven drow completó su búsqueda, y Alton recordó que no estaba en situación de criticar a nadie.

—Esto es mío —afirmó Masoj, que mostró a DeVir un pequeño objeto negro: una figurilla de ónice que reproducía con mucho detalle el cuerpo de una pantera—. Es un regalo de un ser de los planos inferiores en agradecimiento por un favor que le hice.

—¿Ayudaste a una de aquellas criaturas?

Alton no pudo evitar la pregunta, porque le resultaba difícil aceptar que un vulgar aprendiz tuviese los recursos necesarios siquiera para sobrevivir a un encuentro con un enemigo tan poderoso e imprevisible.

—¡El Sin Rostro —Masoj descargó otro puntapié contra el cadáver— se quedó con el mérito y la estatuilla, pero son míos! Todo lo demás que hay aquí será tuyo, desde luego. Sé para qué sirven la mayoría de los duomers y te enseñaré qué es cada cosa.

Entusiasmado por la perspectiva de que acabaría por salir bien librado del terrible aprieto, Alton no hizo mucho caso de la estatuilla. Sólo le interesaba verse libre cuanto antes de la telaraña para poder averiguar la verdad acerca del destino de su casa. Entonces Masoj, siempre tan desconcertante, le dio la espalda dispuesto a salir del cuarto.

—¿Adónde vas? —inquirió Alton.

—A buscar el ácido.

—¿Ácido?

Alton disimuló su pánico, aunque tenía la terrible sensación de saber cuáles eran las intenciones de Masoj.

—Sin duda pretendes que la suplantación parezca real —respondió Masoj, muy tranquilo—. De no ser así, no serviría de nada. Tenemos que aprovechar la red mientras aguante. Te mantendrá sujeto.

—¡No! —exclamó Alton, que se contuvo al ver que Masoj se volvía y lo miraba con una sonrisa malvada.

—Reconozco que puede resultar un poco doloroso y que tal vez sea buscar más problemas de los necesarios —comentó Masoj—. No tienes familia y no encontrarás aliados en Sorcere, porque el Sin Rostro era despreciado por todos los demás maestros. —El aprendiz levantó la ballesta y apuntó a la cabeza de Alton, entre las cejas—. Quizá prefieras morir.

—¡Trae el ácido! —gritó Alton.

—¿Para qué? —bromeó Masoj, moviendo el arma—. ¿Por qué te interesa tanto vivir, Alton DeVir de Ninguna Casa Digna de Mención?

—Para vengarme —contestó Alton, con tanto odio que Masoj se asustó—. Todavía no lo sabes… aunque lo aprenderás con el tiempo, mi joven estudiante… pero no hay nada que dé más sentido a la vida que el deseo de venganza.

Masoj bajó la ballesta y contempló al drow prisionero con respeto. Sin embargo, el aprendiz Hun’ett no pudo valorar la sinceridad de las palabras de Alton, hasta que el elfo repitió su pedido, esta vez con una sonrisa.

—Trae el ácido —dijo Alton DeVir.