Solo
Drizzt volvió atrás sobre sus pasos alrededor de la estalagmita, hasta donde se encontraba el cuerpo de Masoj Hun’ett. No había tenido más opción que la de matar a su adversario; el propio Masoj había marcado la pauta del combate.
Este hecho no alivió la culpa de Drizzt cuando se vio delante del cadáver. Había matado a un drow, había arrebatado la vida a un miembro de su raza. ¿Se encontraba atrapado, como lo había estado Zaknafein durante tantos años, en una interminable espiral de violencia?
—Nunca más —juró Drizzt delante del cadáver—. Nunca más volveré a matar a un elfo oscuro.
Se volvió, disgustado, y tan pronto como vio los silenciosos y siniestros edificios de la inmensa ciudad drow comprendió que no podría sobrevivir mucho tiempo en Menzoberranzan si pensaba cumplir la promesa.
Un millar de posibilidades desfilaron por la mente de Drizzt mientras caminaba por las calles de Menzoberranzan. Hizo un esfuerzo y volvió a prestar atención a su entorno. Narbondel resplandecía totalmente iluminado; comenzaba el día drow, y reinaba la actividad en todos los rincones de la ciudad. En el mundo de la superficie, las horas del día resultaban las más seguras, porque la luz alejaba a los asesinos. En la oscuridad eterna de Menzoberranzan, el día de los elfos oscuros era más peligroso que la noche.
Drizzt eligió el camino con mucha precaución y se mantuvo bien lejos del cerco de setas gigantes de las casas nobles, donde se encontraba la casa Hun’ett. Nadie salió a detenerlo, y llegó a la seguridad de la casa Do’Urden al cabo de unos minutos. Cruzó la verja sin pronunciar palabra y pasó entre los soldados, atónitos por su presencia, y apartó de un empujón a los guardias apostados debajo del balcón.
Reinaba un silencio extraño. Drizzt había esperado encontrar a todo el mundo levantado y atareado con los preparativos de la batalla. Se despreocupó de la siniestra quietud, y dirigió sus pasos hacia el gimnasio y las habitaciones de Zaknafein.
Drizzt hizo una pausa delante de la puerta de piedra del gimnasio, con la mano apretada en el picaporte. ¿Qué le diría a su padre? ¿Que se marcharan juntos por los peligrosos caminos de la Antípoda Oscura, luchando cuando fuese necesario y con la única meta de escapar a la culpa de su existencia de acuerdo con las normas de los drows? A Drizzt le había entusiasmado la idea pero ahora, cuando se disponía a abrir la puerta, no estaba muy seguro de poder convencer a Zak. El maestro de armas había tenido la oportunidad de marcharse en cualquier momento de su dilatada vida, y, no obstante, cuando él le había preguntado sus razones para quedarse, Zak había palidecido. ¿Acaso no tenían más salida que vivir atrapados en las redes de la matrona Malicia y sus hijas?
Drizzt dejó de lado todas estas dudas; no tenía sentido discutir consigo mismo cuando Zak lo esperaba al otro lado de la puerta.
En el gimnasio reinaba el mismo silencio que en el resto de la casa. Demasiada quietud. No vio a Zak, y en el acto advirtió que faltaba algo más que la presencia física de su padre. Era como si el maestro de armas no hubiese estado jamás en aquella sala.
Drizzt comprendió que sucedía algo muy grave y corrió hacia la puerta que comunicaba con las habitaciones privadas de Zak. Abrió sin molestarse en llamar y no se sorprendió al ver la cama vacía.
—Malicia ha decidido enviarlo en mi busca —susurró Drizzt—. ¡Maldita sea, lo he metido en problemas!
Se volvió dispuesto a abandonar el aposento, pero algo le llamó la atención. Acababa de ver el cinturón de Zak.
En ningún caso el maestro de armas habría dejado su habitación sin llevar sus armas, ni siquiera para ocuparse de algún asunto de la seguridad de la casa Do’Urden.
«Tus espadas son las mejores compañeras —le había repetido mil veces—. Nunca te separes de ellas.»
—¿La casa Hun’ett? —murmuró Drizzt, y se preguntó si la casa rival no habría atacado la casa durante la noche mientras él se enfrentaba a Masoj y a Alton.
De todos modos, no había ninguna señal del supuesto ataque. Sin duda los soldados le habrían informado de cualquier combate.
Drizzt recogió el cinturón y lo inspeccionó. No había manchas de sangre y la hebilla no había sido forzada. Zak se había quitado el cinturón por propia voluntad. Además estaba la bolsa del maestro de armas, también intacta.
—Entonces ¿qué? —exclamó Drizzt en voz alta.
Dejó el cinturón junto a la cama, se colgó la bolsa del cuello, y se volvió, sin saber qué hacer a continuación. Comprendió que era necesario reunirse con el resto de la familia. Quizás entonces podría aclarar el misterio de la desaparición del maestro de armas.
La preocupación fue en aumento a medida que recorría el largo pasillo hasta la antecámara de la capilla. ¿Habría sufrido Zak algún daño a manos de la matrona Malicia o de las hijas? ¿Por qué motivo? La idea le pareció poco sensata pero no por ello menos inquietante, como si un sexto sentido quisiera prevenirlo del peligro.
No encontró a nadie en el corredor.
Las puertas de la antecámara se abrieron automáticamente sin darle tiempo a llamar. En primer término vio a la madre matrona, sentada muy oronda en su trono al fondo de la sala, con una sonrisa relamida en el rostro.
La inquietud de Drizzt no disminuyó al entrar en la antecámara. No faltaba nadie de la familia: Briza, Vierna y Maya junto a la matrona; Rizzen y Dinin junto a la pared izquierda, sin llamar la atención. Estaban todos… excepto Zak.
La matrona Malicia observó a su hijo con mucha atención y tomó nota de las muchas heridas.
—Te ordené que no salieras de la casa —le dijo severa pero sin reprocharle la desobediencia—. ¿Adónde has ido?
—¿Dónde está Zaknafein? —replicó Drizzt.
—¡Responde a la pregunta de la madre matrona! —gritó Briza, con una mano en la empuñadura de su látigo.
Drizzt le dirigió una mirada, y la sacerdotisa dio un paso atrás, al ver en los ojos del hermano la misma amenaza que había percibido en Zaknafein unas horas antes.
—Te ordené que no salieras de la casa —repitió Malicia, sin perder la calma—. ¿Por qué has desobedecido?
—Tenía asuntos que atender —contestó Drizzt—, asuntos urgentes. No quería molestarte con mis preocupaciones.
—Está a punto de estallar la guerra, hijo mío —explicó la matrona Malicia—. Es muy peligroso moverse solo por la ciudad. La casa Do’Urden no puede permitirse el lujo de perderte.
—Ningún otro podía atenderlos —dijo Drizzt.
—¿Los has resuelto?
—Sí.
—Entonces confío en que no volverás a desobedecerme.
Malicia no levantó la voz, pero Drizzt comprendió en el acto la severidad de la amenaza detrás de las palabras de su madre.
—Es hora de ocuparnos de otros temas —añadió Malicia.
—¿Dónde está Zaknafein? —preguntó, sin cejar en su empeño de averiguar qué había pasado con el maestro de armas.
Briza murmuró una maldición y empuñó el látigo dispuesta a castigar la insolencia. La matrona Malicia tendió una mano en su dirección para contenerla. La brutalidad no era apropiada en estos momentos. Necesitaban actuar con tacto, tener a Drizzt controlado en esta situación de crisis. Ya tendrían oportunidad de castigar al joven después de derrotar a la casa Hun’ett.
—No te preocupes por el maestro de armas —le recomendó Malicia—. En estos momentos trabaja por el bien de la casa Do’Urden, en una misión confidencial.
Drizzt no creyó ni una sola de las palabras de la matrona. Zak jamás se habría ido sin las armas. La verdad pugnaba por entrar en la conciencia del joven, que se negaba a admitirla.
—Nuestra única preocupación es la casa Hun’ett —manifestó Malicia a todos los presentes—. Los primeros ataques de la guerra pueden producirse hoy mismo.
—Los ataques ya han comenzado —la interrumpió Drizzt.
Todas las miradas convergieron en él y en las heridas. Drizzt deseaba continuar la discusión hasta averiguar qué había pasado con Zak, pero desistió al pensar que sólo serviría para crearle más problemas, no sólo a él sino también a su padre, si es que aún vivía. Quizás ahora podría conseguir alguna pista.
—¿Has tenido que pelear? —preguntó Malicia.
—¿Conoces al Sin Rostro? —replicó Drizzt.
—Es un maestro de la Academia —intervino Dinin—, en Sorcere. Hemos tenido tratos con él muy a menudo.
—Nos ha sido muy útil en el pasado —afirmó Malicia—. Ahora está con el enemigo. Es un Hun’ett, Gelroos Hun’ett.
—No —dijo Drizzt—. Quizá se llamaba así, pero su nombre es… era Alton DeVir.
—¡La conexión! —exclamó Dinin, al descubrir la excusa de la casa Hun’ett para la guerra—. ¡Gelroos tenía que matar a Alton la noche de la caída de la casa DeVir!
—Es obvio que Alton DeVir resultó ser el más fuerte —murmuró Malicia, que ahora tenía muy clara toda la trama—. La matrona SiNafay lo tomó bajo su protección y lo utilizó para sus propios planes —le explicó a su familia. Miró a Drizzt—. ¿Has peleado con él?
—Está muerto —contestó Drizzt.
La matrona Malicia soltó una carcajada de deleite.
—Un mago menos —comentó Briza, guardando el látigo.
—Dos —la corrigió Drizzt, sin vanagloriarse. No se sentía orgulloso de sus acciones—. Masoj Hun’ett también está muerto.
—¡Hijo mío! —gritó la matrona Malicia—. ¡Nos has dado una gran ventaja en esta guerra! —Miró a los presentes y los contagió con su entusiasmo, excepto a Drizzt—. Quizá la casa Hun’ett decida no atacarnos, conscientes de la desventaja. ¡No dejaremos que se nos escapen! ¡Los destruiremos hoy mismo y nos convertiremos en la casa octava de Menzoberranzan! ¡Muerte a los enemigos de Daermon N’a’shezbaernon!
»Debemos actuar de inmediato —añadió la matrona, que se frotó las manos de entusiasmo—. No podemos esperar a que ataquen. Tenemos que asumir la ofensiva. Alton DeVir ya no existe, de modo que la razón que justificaba esta guerra ha desaparecido. Sin duda el consejo regente está enterado de las intenciones de la casa Hun’ett, y, con los dos magos muertos y perdida la ventaja de la sorpresa, la matrona SiNafay se apresurará a detener la batalla.
En un gesto inconsciente, Drizzt metió la mano en la bolsa de Zak mientras los demás se unían a Malicia en la discusión de los planes de ataque.
—¿Dónde está Zak? —preguntó casi a gritos para hacerse oír por los demás.
El tumulto cesó con la misma rapidez con que había comenzado y reinó el silencio.
—No es asunto tuyo, hijo mío —contestó Malicia, sin perder la calma ante la insistencia del joven—. Ahora eres el maestro de armas de la casa Do’Urden. Lloth ha perdonado tu insolencia. No pesa ninguna acusación contra ti. Tu carrera puede comenzar otra vez. ¡La gloria está a tu alcance!
Las palabras de Malicia hirieron a Drizzt como el filo de una espada, y decidió que no podía ocultar sus pensamientos ni un segundo más.
—¡Lo has asesinado! —afirmó.
—¡Tú eres su asesino! —replicó Malicia, con una expresión de furia incontenible—. ¡La reina araña reclamó el castigo por tu sacrilegio!
De pronto Drizzt no supo qué decir.
—Pero estás vivo —añadió Malicia, un poco más tranquila—, igual que la niña elfa.
Dinin no fue el único de los presentes que soltó una exclamación de sorpresa.
—Sí, estamos enterados del engaño —dijo Malicia, despreciativa—. No se puede engañar a la reina araña. Exigió una penitencia.
—¿Has sido capaz de sacrificar a Zaknafein? —susurró Drizzt, casi sin poder hablar de la furia—. ¿Lo mataste para satisfacer a esa maldita diosa?
—Yo en tu lugar me cuidaría mucho de maldecir a la reina Lloth —le advirtió Malicia—. Olvídate de Zaknafein. No es asunto tuyo. Piensa en tu propio futuro, hijo mío. Te espera la gloria, una posición de honor.
En aquel momento, y por última vez, Drizzt hizo caso a Malicia y pensó en sí mismo, en la propuesta que le ofrecía una vida dedicada a la guerra y a la matanza de drows.
—No tienes otra opción —agregó Malicia, advertida de su lucha interior—. Te ofrezco la vida. A cambio, has de obedecer mis órdenes, tal como hizo Zaknafein.
—Vaya manera de cumplir tu palabra —exclamó Drizzt, sarcástico.
—¡Lo hice! —protestó Malicia—. ¡Zaknafein fue al altar por su propia voluntad, para salvarte!
Las palabras de la matrona hirieron a Drizzt sólo por un momento. ¡No aceptaría la culpa por la muerte de Zaknafein! Había seguido el único camino que consideraba correcto: en la superficie, ante los elfos, y aquí, en la ciudad malvada.
—Mi oferta es sincera —manifestó Malicia—. La hago delante de toda la familia. Los dos saldremos beneficiados de este acuerdo… ¿maestro de armas?
Una sonrisa iluminó el rostro de Drizzt cuando miró a los ojos despiadados de la madre matrona, una sonrisa que Malicia interpretó como un asentimiento.
—¿Maestro de armas? —dijo Drizzt—. No lo creo.
Una vez más la matrona malinterpretó sus palabras.
—Te he visto combatir —declaró Malicia—. ¡Dos magos! Te subestimas.
Drizzt casi soltó la carcajada ante la ironía de aquellas palabras. La matrona creía que cometería el mismo error de Zaknafein, que caería en la trampa como el viejo maestro de armas, para no salir nunca más.
—Eres tú la que me subestimas, Malicia —manifestó Drizzt, con un tono de amenaza.
—¡Matrona! —le recordó Briza, que no añadió nada más al ver que nadie le hacía caso.
—Quieres que sirva a tus siniestros designios —prosiguió Drizzt, consciente pero no preocupado por el hecho de que todos los presentes preparaban hechizos o tenían las manos en las empuñaduras de las armas, a la espera del momento oportuno para matar al blasfemo.
Los dedos de Drizzt apretaron una pequeña esfera, y el contacto añadió fuerza a su coraje, aunque habría actuado igual de no haberlo tenido.
—¡Son una mentira, como nuestra gente…, no, tu gente es una mentira!
—Tu piel es tan oscura como la mía —le recordó Malicia—. ¡Tú eres un drow, aunque nunca has aprendido qué significa!
—Oh, sí sé qué significa.
—¡Entonces actúa como tal y acepta las reglas! —exigió Malicia.
—¿Tus reglas? —replicó Drizzt—. Pero ¡si tus reglas también son una mentira, de una falsedad tan grande como esa asquerosa araña a la que tienes por diosa!
—¡Blasfemo insolente! —chilló Briza, que levantó el látigo dispuesta a acabar con su hermano.
Drizzt atacó primero. Sacó el objeto, una pequeña esfera de cerámica, de la bolsa de Zaknafein.
—¡Un dios auténtico os maldice! —gritó al tiempo que estrellaba la esfera contra el suelo. Cerró los ojos antes de que el duomer productor de luz encerrado en el globo hiciera explosión y dejara ciegos por unos minutos al resto de la familia—. ¡Y también maldice a la reina araña!
La matrona Malicia se echó hacia atrás y arrastró el enorme trono en la caída. Gritos de agonía y furia se escucharon desde todos los rincones de la sala cuando la luz horadó los ojos de los drows. Por fin Briza consiguió lanzar un hechizo para contrarrestar los efectos del duomer, y la oscuridad volvió a reinar en el recinto.
—¡Atrapadlo! —ordenó Malicia, bastante aturdida por el golpe que se había dado en la cabeza contra el suelo de piedra—. ¡Lo quiero muerto!
Los demás todavía no se habían recuperado y, cuando lo hicieron, el joven ya había salido de la casa.
Transportada por los silenciosos vientos del plano astral llegó la llamada. El espíritu que era la pantera se irguió, sin hacer caso de los dolores, y tomó nota de la voz, una voz conocida y reconfortante.
Entonces el felino echó a correr con todo el corazón y todas las fuerzas para responder a la llamada de su nuevo amo.
Al cabo de unos minutos, Drizzt salió de un pequeño túnel acompañado por Guenhwyvar, y cruzó el patio de la Academia para echar una última mirada a Menzoberranzan.
—¿Qué lugar es este al que llamo mi hogar? —le preguntó a la pantera—. Esta es mi gente, por nacimiento y herencia, pero no tengo nada que ver con ellos. Están perdidos para siempre.
»¿Cuántos más habrá como yo? —añadió Drizzt—. Almas condenadas como Zaknafein, pobre Zak. Hago esto por él, Guenhwyvar. Me marcho, porque él no pudo. Su vida ha sido mi gran lección: un pergamino oscuro marcado por el duro precio impuesto por las maldades de la matrona Malicia.
»¡Adiós, Zak! —gritó, desafiante—. Padre, confía, como hago yo, en que cuando nos encontremos otra vez, en la otra vida, no será en el infierno destinado a nuestra raza.
Drizzt hizo un gesto a la pantera y volvieron al túnel, la entrada a la Antípoda Oscura. Al observar la gracia de los movimientos del felino, Drizzt agradeció una vez más la fortuna de haber encontrado a una compañera tan leal, a una amiga de verdad. El futuro no sería fácil para ninguno de los dos más allá de las fronteras de Menzoberranzan. Se encontrarían solos y desprotegidos, aunque desde luego mucho mejor, pensó Drizzt, que inmersos en la maldad de los drows.
Drizzt penetró en el túnel detrás de Guenhwyvar dispuesto a afrontar su nuevo destino.