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Legitimo propietario

¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Una hora? ¿Dos? Masoj se paseaba arriba y abajo por el espacio entre las dos estalagmitas, a unos pocos pasos de la boca del túnel por el que se había marchado primero Drizzt y después la pantera.

Guenhwyvar ya tendría que estar de regreso —gruñó el mago, a punto de agotar la paciencia.

Al cabo de un momento una expresión de alivio iluminó su rostro al ver que la gran cabeza negra de la pantera asomaba por detrás de una de las estatuas que vigilaban la entrada. El morro del animal aparecía cubierto de sangre fresca.

—¿Lo has hecho? —preguntó Masoj, que a duras penas pudo contener un grito de alegría—. ¿Drizzt Do’Urden está muerto?

—Lamento desilusionarte —respondió Drizzt, complacido al ver cómo el miedo reemplazaba al entusiasmo en el malvado rostro del mago.

—¿Qué significa esto, Guenhwyvar? —gritó Masoj—. ¡Tienes que obedecer! ¡Mátalo ahora mismo!

Guenhwyvar miró a Masoj como si no entendiera la orden, y se echó a los pies de Drizzt.

—¿Admites que has atentado contra mi vida? —lo interrogó Drizzt.

Masoj calculó la distancia que lo separaba del adversario: unos tres metros. Quizá tuviera tiempo para lanzar un hechizo. Pero Masoj sabía que Drizzt era capaz de moverse con una velocidad sorprendente, y no quería arriesgar un ataque si podía encontrar otro medio para salir bien librado de este apuro. Drizzt todavía no había desenvainado las armas, aunque sus manos descansaban en los pomos de las cimitarras.

—Tengo entendido —añadió Drizzt, muy tranquilo— que la casa Hun’ett y la casa Do’Urden se preparan para la guerra.

—¿Cómo lo sabes? —exclamó Masoj sin pensar en las consecuencias, demasiado sorprendido por la revelación como para suponer que Drizzt intentaba sonsacarle la verdad.

—Sé muchas cosas pero no me interesan —replicó Drizzt—. La casa Hun’ett desea ir a la guerra contra mi familia, por razones que desconozco.

—Para vengar a la casa DeVir —sonó la respuesta desde otra dirección.

Alton salió de su escondite detrás de una estalagmita y miró al guerrero.

Masoj recuperó la sonrisa. La situación volvía a estar equilibrada.

—A la casa Hun’ett no le interesa en lo más mínimo la casa DeVir —afirmó Drizzt, al parecer sin preocuparse de la presencia de un segundo enemigo—. He aprendido lo suficiente sobre el comportamiento de nuestra raza como para saber que el destino de una casa no es asunto de otra.

—¡Pero a mí sí que me interesa! —gritó Alton, que arrancó el velo de la capucha para mostrar su rostro, desfigurado por el ácido—. Soy Alton DeVir, el único superviviente de la casa DeVir. ¡La casa Do’Urden pagará por el crimen cometido contra mi familia, y el primero serás tú!

—Ni siquiera había nacido cuando ocurrió la batalla —protestó el joven.

—¡Qué más da! —contestó Alton—. Tú eres un Do’Urden, un miembro de esa pandilla de asquerosos asesinos. Es lo único que importa.

Masoj sacó de un bolsillo la estatuilla de ónice y la arrojó al suelo.

—¡Guenhwyvar! —ordenó—. ¡Vete!

La pantera miró a Drizzt, que movió la cabeza para indicarle que aceptara la orden.

—¡Vete! —gritó Masoj una vez más—. ¡Soy tu amo! ¡No puedes desobedecerme!

—No eres el dueño de la pantera —dijo Drizzt muy tranquilo.

—Entonces ¿quién es su dueño? —replicó Masoj—. ¿Tú?

Guenhwyvar —declaró Drizzt—. Sólo Guenhwyvar. Creía que un mago tenía el conocimiento necesario para entender adecuadamente la magia que lo rodea.

Con un gruñido que sonó como una risa burlona, Guenhwyvar se acercó de un salto a la estatuilla y se esfumó en la niebla.

El felino viajó por el túnel mágico hacia su hogar en el plano astral. En todas las ocasiones anteriores, Guenhwyvar había realizado este trayecto con verdaderas ansias por alejarse de la maldad de su amo drow. En cambio ahora vacilaba a cada paso y miraba por encima del hombro en dirección al punto oscuro que era Menzoberranzan.

—¿Cuál es tu oferta? —preguntó Drizzt.

—No estás en posición de negociar —respondió Alton con una risotada, y empuñó la varita que le había dado la matrona SiNafay.

—Espera —lo interrumpió Masoj—. Quizá Drizzt nos pueda ser útil en nuestra guerra contra la casa Do’Urden. —Se volvió hacia el guerrero—. ¿Estás dispuesto a traicionar a tu familia?

—No —contestó Drizzt—. Ya te lo he dicho. No me importa nada la guerra. ¡Que la casa Hun’ett y la casa Do’Urden se maten entre ellas! Mis preocupaciones son de tipo personal.

—Tienes que ofrecer alguna cosa a cambio de tu beneficio —le explicó Masoj—. Si no es así, ¿cómo puedes negociar?

—Tengo algo que ofrecer a cambio —manifestó Drizzt, imperturbable—: vuestras vidas.

Masoj y Alton intercambiaron una mirada y se rieron, aunque había un fondo de nerviosismo en sus carcajadas.

—Entrégame la estatuilla, Masoj —añadió Drizzt—. Guenhwyvar nunca te perteneció y jamás volverá a servirte.

Masoj dejó de reír.

—A cambio —prosiguió Drizzt antes de que el mago pudiese responder—, abandonaré la casa Do’Urden y no tomaré parte en la batalla.

—Los muertos no pelean —sentenció Alton.

—Me acompañará otro Do’Urden —le informó Drizzt—. Un maestro de armas. Sin duda la casa Hun’ett obtendrá un gran provecho de la ausencia de Zaknafein además de la mía.

—¡Silencio! —chilló Masoj—. ¡La pantera es mía! ¡No necesito hacer tratos con un miserable Do’Urden! ¡Estás muerto, idiota, y el maestro de armas de la casa Do’Urden te seguirá a la tumba!

—¡Guenhwyvar es libre! —sostuvo Drizzt.

Las cimitarras aparecieron en sus manos. Jamás había luchado de verdad contra un mago, y menos con dos, aunque recordaba el dolor punzante de sus descargas mágicas. Masoj ya preparaba un hechizo, pero le preocupaba más Alton, que fuera de su alcance lo apuntaba con la varita.

Antes de que Drizzt pudiese decidir su próximo paso, la situación cambió de una manera inesperada. Una nube de humo envolvió a Masoj, que cayó de espaldas sin poder concluir el hechizo Guenhwyvar había regresado.

Alton estaba fuera del alcance de Drizzt, y el joven no tenía ninguna posibilidad de llegar hasta el mago antes de que la vara disparara uno de sus mortíferos rayos. Pero la distancia no era insalvable para la pantera, que se apoyó sobre las patas traseras y de un magnífico salto voló por los aires en busca de la presa.

DeVir desvió la varita para hacer frente a la nueva amenaza y descargó un rayo que dio de lleno en el pecho de la pantera. Sin embargo, hacía falta algo más que esta descarga para detener al soberbio animal. Aturdida pero en plena capacidad para el combate, Guenhwyvar chocó contra el hechicero Sin Rostro y juntos rodaron detrás de la estalagmita.

El rayo también atontó por unos segundos a Drizzt, que pese a todo persiguió a Masoj mientras rogaba para que Guenhwyvar siguiera viva. Rodeó la base de una estalagmita y se encontró a bocajarro con Masoj ocupado en preparar otro hechizo. Sin detenerse, Drizzt apuntó sus cimitarras y avanzó hacia él.

Primero sus armas y después él mismo pasaron a través de su enemigo…, de la imagen del rival.

Drizzt chocó contra la piedra y se apartó de un salto para esquivar el ataque mágico que se produciría a continuación.

Esta vez, Masoj, a unos diez metros de distancia de la imagen proyectada, quería asegurarse de que no fallaría. Disparó una salva de proyectiles mágicos que volaron directamente hacia el cuerpo del guerrero. Drizzt se sacudió como un muñeco cuando los proyectiles hicieron blanco en él.

Con un tremendo esfuerzo de voluntad, Drizzt se olvidó del dolor y recuperó el equilibrio. Sabía dónde estaba el verdadero Masoj y no pensaba darle la oportunidad de engañarlo por segunda vez.

Masoj, armado con una daga, observó el avance del joven guerrero.

Drizzt no comprendía la situación. ¿Por qué el mago no preparaba otro hechizo? La caída había reabierto la herida del hombro, y los proyectiles mágicos le habían provocado lesiones en un costado y una pierna. Aun así, las heridas no eran graves, y Masoj no podía confiar en derrotarlo en un combate cuerpo a cuerpo.

El mago permaneció inmóvil, despreocupado, con la daga en la mano y una sonrisa malvada en el rostro.

Por su parte, Alton, tendido boca abajo en el suelo de piedra, sentía el calor de su propia sangre que manaba entre los agujeros fundidos que eran sus ojos. La pantera continuaba encaramada sobre la base de la estalagmita, todavía aturdida por la descarga del rayo.

Alton se irguió con gran esfuerzo y levantó la varita para lanzar un segundo rayo, pero el objeto mágico estaba roto en dos.

Frenético, Alton recuperó la otra parte y la sostuvo en alto, incapaz de creer que estuviese rota. Guenhwyvar se disponía a saltar sobre él, pero el drow no le prestó atención.

Los extremos resplandecientes de la varita y el poder que se acumulaba en el objeto lo tenían cautivado.

—No puede ser —susurró Alton.

Guenhwyvar saltó en el mismo momento en que estalló la varita rota.

Una bola de fuego rugió en la noche de Menzoberranzan. Trozos de roca volaron por los aires para ir a chocar contra el techo y la pared oriental de la caverna. La onda expansiva derribó a Masoj y a Drizzt.

—Ahora Guenhwyvar no es de nadie —proclamó Masoj con sorna arrojando la estatuilla al suelo.

—Tampoco queda ningún DeVir para reclamar venganza contra la casa Do’Urden —replicó Drizzt, dominado por una cólera que lo ayudaba a mitigar la pena.

Masoj se convirtió en el foco de su ira, y la risa burlona del mago impulsó a Drizzt a lanzarse contra él con toda su furia.

En el instante en que Drizzt estaba a punto de alcanzarlo, Masoj chasqueó los dedos y desapareció.

—¡Invisible! —rugió Drizzt, descargando inútilmente sus mandobles en el aire.

Sus esfuerzos lo serenaron un poco, y comprendió que ya no tenía delante a Masoj. ¡El mago lo había hecho quedar como un tonto!

Drizzt se agazapó y escuchó atentamente. Había un sonido, algo así como un canto que provenía de las alturas, en la pared de la caverna.

Los instintos del guerrero le indicaron que debía zambullirse hacia un lado, pero ahora que entendía mejor las tácticas del mago comprendió que Masoj esperaba el movimiento. Drizzt amagó lanzarse hacia la izquierda y oyó las palabras finales del hechizo Cuando el rayo pasó junto a él sin tocarlo, corrió directamente hacia delante confiado en que recuperaría la visión a tiempo para atacar al mago.

—¡Maldito seas! —gritó Masoj, furioso por el engaño que le había hecho desperdiciar el disparo.

La furia se convirtió en terror al ver cómo Drizzt corría con la agilidad de un felino por el suelo de la caverna y eludía las pilas de escombros y las bases de las estalagmitas sin disminuir la velocidad.

Masoj buscó en los bolsillos los componentes de su próximo hechizo. Tenía que actuar deprisa. Se encontraba en una estrecha cornisa a seis metros del suelo, pero Drizzt avanzaba a una velocidad de vértigo.

Drizzt ni se daba cuenta de las dificultades del terreno. En otro momento, la pared de la caverna le habría parecido imposible de escalar, pero ahora le daba igual. Había perdido a Guenhwyvar. La pantera ya no existía.

Aquel malvado hechicero encaramado en la cornisa, aquella encarnación demoníaca, era el responsable. Drizzt dio un salto, vio que tenía una mano libre —en algún momento debía de haber dejado caer una de las cimitarras— y consiguió sujetarse a una grieta. Para cualquier otro drow no habría sido suficiente, pero la mente de Drizzt no hizo caso de la protesta de sus músculos. Sólo le faltaban tres metros para llegar al objetivo.

Otra descarga de proyectiles mágicos asaeteó la cabeza de Drizzt.

—¿Cuántos hechizos te quedan, mago? —gritó desafiante sin prestar atención al dolor.

Masoj se echó hacia atrás cuando Drizzt lo miró, cuando la luz ardiente de aquellos ojos lila se posó sobre él como un pronunciamiento del destino. Había tenido ocasión de ver a Drizzt en combate en numerosas ocasiones, y la imagen del joven guerrero lo había acosado mientras preparaba el asesinato.

Pero Masoj no había visto nunca a Drizzt enfurecido. De haberlo hecho, jamás habría aceptado la misión de matar a Drizzt. Si lo hubiese visto, le hubiese dicho a la matrona SiNafay que buscara a algún otro.

¿Qué hechizo podía emplear? ¿Qué hechizo podía detener al monstruo que era Drizzt Do’Urden?

Una mano, resplandeciente con el calor de la cólera, se sujetó al borde de la cornisa. Masoj la aplastó con el tacón de la bota. Los dedos estaban rotos —el mago sabía que los dedos estaban rotos— y sin embargo Drizzt apareció de pronto ante sus ojos para atravesarle el pecho con la cimitarra.

—¡Los dedos están rotos! —protestó el mago con el postrer aliento.

Drizzt miró la mano y por primera vez notó el dolor de los huesos quebrados.

—Quizá —respondió, distraído—, pero sanarán.

Cojeando, Drizzt buscó la otra cimitarra y avanzó con muchas precauciones hacia el montículo de escombros. Dominó el miedo que lo embargaba y se obligó a mirar las consecuencias de la explosión. La parte posterior del montículo resplandecía con el calor residual, convertida en un faro para la ciudad.

Partes del cuerpo de Alton DeVir yacían desperdigadas por el fondo junto a los jirones de tela humeantes.

—¿Has encontrado la paz, Sin Rostro? —susurró Drizzt con el último resto de cólera. Recordó el ataque de que había sido objeto por parte de Alton cuando estaba en la Academia. El maestro Sin Rostro y Masoj lo habían justificado como parte de la preparación de un guerrero—. ¿Cuánto tiempo has alimentado tu odio? —preguntó el joven a los restos abrasados.

Pero Alton DeVir ya no era asunto suyo. Observó con atención entre los escombros, a la busca de alguna pista de la suerte de Guenhwyvar, sin saber muy bien cuáles podían ser las consecuencias para un ser mágico. No había ninguna señal de la pantera, ni el más pequeño indicio de que hubiese estado allí en algún momento.

Drizzt se dijo a sí mismo que no podía concebir esperanzas, aunque la ansiedad de los movimientos desmentía la serenidad del semblante. Rodeó a toda prisa el montículo y después buscó entre las otras estalagmitas, donde se encontraban Masoj y él en el momento de la explosión de la varita. Casi de inmediato descubrió la estatuilla de ónice.

La recogió con mucho cuidado. La notó tibia como si también hubiese sufrido los efectos del estallido, y advirtió que la magia había perdido fuerza. Drizzt deseaba llamar a la pantera pero no se atrevió, consciente de que el viaje entre los planos mermaba las fuerzas de Guenhwyvar. Si la pantera había resultado herida lo mejor era darle algún tiempo para recuperarse.

—Ay, Guenhwyvar —gimió—, amiga mía, mi valiente amiga.

Guardó la estatuilla en el bolsillo.

Sólo le quedaba rogar que Guenhwyvar estuviese viva.