Los maestros de armas
—¡Insolente! —gruñó la yochlol. Ardía el fuego en el brasero, y la criatura se erguía una vez más detrás de Malicia, con sus terribles tentáculos colocados sobre los hombros de la madre matrona—. ¿Cómo te atreves a llamarme otra vez?
Malicia y sus hijas mantuvieron las cabezas gachas, a punto de dejarse llevar por el pánico. Sabían que la poderosa criatura no bromeaba. Esta vez la doncella estaba enfurecida de verdad.
—La casa Do’Urden ha complacido a la reina araña —respondió la doncella a sus pensamientos no manifestados—, pero aquel acto no ha conseguido disipar el desagrado que tu familia le ha producido a Lloth en el pasado reciente. ¡No creas que todo ha sido perdonado, matrona Malicia Do’Urden!
¡Qué pequeña y vulnerable se sentía ahora la matrona Malicia! Su poder no era nada comparado con la cólera de una de las sirvientas personales de Lloth.
—¿Disgusto? —se atrevió a susurrar—. ¿Qué ha hecho mi familia para disgustar a la reina araña? ¿A qué te refieres?
La risa de la doncella lanzó un torrente de llamas y arañas, pero las grandes sacerdotisas no se movieron. Aceptaron el calor y las picaduras de las arañas como parte de su penitencia.
—Te lo he dicho antes, matrona Malicia Do’Urden —añadió la criatura con un tono de desprecio—, y te lo repetiré por última vez. ¡La reina araña no responde a las preguntas cuyas respuestas ya son conocidas!
Con un estallido de energía que arrojó al suelo a las cuatro mujeres de la casa Do’Urden, la doncella se esfumó.
Briza fue la primera en recuperarse. Corrió hasta el brasero y prudentemente apagó las llamas para cerrar la puerta de acceso al plano donde vivía la yochlol.
—¿Quién? —chilló Malicia, que volvió a ser la misma poderosa matrona de antes—. ¿Quién de mi familia se ha atrevido a provocar la ira de Lloth?
Entonces volvió a encogerse cuando comprendió las implicaciones del aviso de la doncella. La casa Do’Urden estaba a punto de iniciar la guerra contra una familia mucho más fuerte. Sin el favor de Lloth, la casa Do’Urden se enfrentaba a la destrucción.
—Debemos encontrar al pecador —comunicó Malicia a las hijas, segura de que ninguna de ellas tenía nada que ver con este asunto.
Todas eran grandes sacerdotisas. Si alguna hubiese cometido una falta contra la reina araña, la doncella la habría castigado en el acto. Tenía poder suficiente para arrasar a la casa Do’Urden.
Briza empuñó el látigo de cabezas de serpiente dispuesta a cumplir la orden de su madre.
—Yo me encargaré de conseguir la información.
—¡No! —dijo la matrona Malicia—. No debemos descubrir nuestras intenciones. El culpable, ya sea un soldado o un miembro de la casa Do’Urden, está preparado para soportar el dolor. No podemos confiar en que la tortura consiga la confesión; no cuando conoce las consecuencias de sus acciones. Primero debemos descubrir la causa del disgusto de Lloth y después castigar al criminal. ¡Necesitamos el respaldo de la reina araña en nuestros combates!
—Entonces ¿cómo vamos a descubrir quién es? —preguntó la hija mayor, mientras volvía a enganchar el látigo a su cinturón.
—Vierna y Maya: marchaos —ordenó Malicia—. No digáis ni hagáis nada que pueda revelar nuestro propósito.
Las dos hermanas hicieron un gesto de asentimiento y se marcharon. No les agradaba el papel secundario que se les asignaba, pero no podían hacer nada para evitarlo.
—Primero miraremos —le contestó Malicia a Briza, una vez solas—. Intentaremos descubrir quién es el culpable desde lejos.
—¡El bol mágico! —exclamó Briza.
Salió de la antesala para entrar en la capilla. En el altar central encontró el maravilloso objeto, un gran bol de oro decorado con perlas negras. Con manos temblorosas, Briza cogió el bol y lo colocó en otro altar más bajo y después buscó en el más sagrado de sus muchos cajones, donde guardaban la más importante posesión de la casa Do’Urden: un gran cáliz de ónice.
Malicia se reunió con Briza en la capilla, cogió el cáliz y camino hasta la entrada, donde había una fuente. La matrona sumergió la copa en el líquido pegajoso, el agua sacrílega de su religión, mientras recitaba una oración: Spiderae aught icor ven. Acabada esta parte del rito, Malicia volvió hasta el altar y volcó el agua sacrílega en el bol dorado.
Ella y Briza se sentaron a mirar.
Drizzt entró en el gimnasio de Zaknafein por primera vez en más de una década y tuvo la sensación de que había vuelto al hogar. Había pasado los mejores años de su joven vida en este lugar, prácticamente sin salir. A pesar de las muchas desilusiones que había sufrido desde entonces —y que sin duda tendría también en el futuro—, Drizzt jamás olvidaría aquella fugaz chispa de inocencia, aquella alegría, que había conocido cuando era un estudiante en el gimnasio de Zaknafein.
El maestro de armas entró en la sala y se acercó a su antiguo alumno. Drizzt no vio nada amistoso en la expresión de Zak. Un gesto agrio había reemplazado a la sonrisa de antes. ¿Acaso era una muestra de odio hacia todo y todos los que lo rodeaban, y en particular Drizzt?, se preguntó el joven. ¿O Zaknafein siempre había tenido esta expresión? ¿La nostalgia le había hecho imaginar cosas inexistentes en aquellos años de entrenamiento? ¿Era este monstruo frío y cruel que tenía delante el mismo maestro que le había hecho soñar con la amistad?
—¿Qué es lo que ha cambiado, Zaknafein? —preguntó Drizzt, en voz alta—. ¿Tú, mis recuerdos, o mis percepciones?
Zak no pareció darse por enterado de la pregunta de Drizzt.
—Ah, el joven héroe ha vuelto —dijo—, el guerrero cuyas hazañas desmienten sus años.
—¿Por qué te burlas? —protestó Drizzt.
—El que mató a los oseogarfios —añadió Zak, con las espadas empuñadas, y Drizzt respondió desenvainando las cimitarras, sus armas favoritas, las mismas que había utilizado para matar a tantos enemigos—. El que mató al elemental terrestre —se mofó Zak.
Lanzó un ataque de tanteo, un golpe sencillo con una sola espada. Drizzt lo desvió sin siquiera pensar en la parada.
De pronto ardió la cólera en los ojos de Zak, como si el primer contacto de los aceros hubiese deshecho todas las ligaduras emocionales que lo contenían.
—¡El que mató a la niña de los elfos de la superficie! —gritó como una acusación. Entonces llegó el segundo ataque, más poderoso y malintencionado, un arco descendente contra la cabeza de Drizzt— ¡El que la descuartizó para satisfacer su sed de sangre!
Una cimitarra salió al encuentro de la espada y la desvió sin consecuencias.
—¡Asesino! —lo acusó Zak—. ¿Te complacieron los gritos de la niña moribunda?
Esta vez atacó con un molinete. Las espadas subían y bajaban lanzando estocadas desde todos los ángulos.
Drizzt, furioso por la hipocresía de las acusaciones, respondió de la misma manera, y también gritó por tener el placer de escuchar la cólera reflejada en su voz.
Un espectador habría sido incapaz de apreciar un momento de respiro en los sucesivos ataques. Jamás la Antípoda Oscura había presenciado una lucha como esta en la que dos maestros de la esgrima se atacaban como poseídos por los demonios.
Saltaban chispas de las hojas de adamantita, y las gotas de sangre salpicaban a los contendientes, aunque ninguno de los dos sentía dolor ni sabía si había herido al otro.
Drizzt cargó con un doble golpe lateral que obligó a Zak a separar las espadas. Zak siguió el movimiento sin perder un instante; dio una vuelta completa, y golpeó las cimitarras de Drizzt con la fuerza suficiente para hacer caer al joven guerrero, quien rodó varias veces sobre sí mismo y después se levantó para rechazar la carga de su rival.
Entonces se le ocurrió una idea.
Levantó las cimitarras muy alto, demasiado, y Zak lo hizo retroceder. Drizzt sabía cuál sería el próximo paso y lo provocó. Zak le hizo mantener en alto sus cimitarras con una serie de maniobras combinadas. A continuación pasó al movimiento que había derrotado a su alumno en el pasado, el doble golpe bajo, convencido de que en el mejor de los casos Drizzt sólo podría igualar el combate.
Drizzt ejecutó la parada de cruz invertida, como era obligado, y Zak se preparó, atento a que repitiera el mismo error de antaño.
—¡Asesino de niños! —gritó para provocarlo. No sabía que Drizzt había encontrado la solución. Con toda la rabia de que era capaz, y con todas las desilusiones de su corta vida puestas en el pie, Drizzt miró a Zak. Contempló la sonrisa presumida y su expresión asesina.
Entre las empuñaduras, entre los ojos, Drizzt descargó el puntapié poniendo hasta su última gota de fuerza en el golpe.
El ruido de los huesos aplastados de la nariz de Zak sonó como una bomba. Se le pusieron los ojos en blanco y la sangre cubrió las enjutas mejillas. El maestro de armas era consciente de que se desplomaba y que aquel demonio se le echaría encima como un rayo, dispuesto a aprovechar una ventaja que no podía superar.
—¿Y qué me dices de ti, Zaknafein Do’Urden? —preguntó Drizzt, y la voz del joven sonó muy lejana en los oídos de Zak—. ¡Estoy enterado de las hazañas del maestro de armas de la casa Do’Urden! ¡De lo mucho que disfruta con el asesinato!
La voz sonó más cercana a medida que Drizzt se disponía a rematar el ataque.
—¡Estoy enterado de la facilidad que tiene Zaknafein para el crimen! —gritó Drizzt—. ¡El asesino de sacerdotisas y drows! ¿Tanto te gusta matar?
El joven acabó la pregunta con los golpes de sus cimitarras, golpes destinados a matar a Zak, a matar a los demonios que ambos llevaban en su interior.
Pero Zaknafein se había recuperado, animado por el odio contra Drizzt y contra sí mismo. En el último momento, levantó las espadas y paró el ataque con un golpe doble que separó las armas del rival. Después descargó un puntapié, no muy fuerte debido a su posición de tumbado pero que dio de lleno en la ingle del joven.
Drizzt contuvo el aliento y se apartó; aprovechó la demora de Zaknafein —que se levantó, tambaleante— para recuperarse.
—¿Tanto te gusta matar? —repitió.
—¿Gustarme? —exclamó el maestro de armas.
—¿Te produce placer?
—¡Satisfacción! —lo corrigió Zak—. Yo mato. Sí, yo mato.
—¡Tú enseñas a los demás a matar!
—¡A matar drows! —rugió Zak, una vez más con las armas preparadas, aunque ahora esperaba que Drizzt hiciera el primer movimiento.
Las palabras de Zak sumieron a Drizzt en la confusión. ¿Quién era este drow que tenía delante?
—¿Crees que tu madre me habría dejado vivir si no obedecía sus malvados designios? —preguntó Zak.
Drizzt lo miró sin comprender.
—Me odia —añadió Zak, más tranquilo porque comenzaba a entender el desconcierto de Drizzt—. Me desprecia por lo que sé.
Drizzt inclinó la cabeza hacia un lado.
—¿Es que no puedes ver la maldad que te rodea? —le gritó Zak—. ¿Es que te ha consumido, igual que a todos los demás, en este frenesí asesino que llamamos vida?
—El frenesí que te domina a ti —replicó Drizzt, sin mucha convicción.
Si había entendido bien las palabras de Zak, si su viejo maestro intervenía en el juego impulsado por el odio a la perversión de su raza, entonces Drizzt sólo podía culparlo de ser un cobarde.
—No me domina ningún frenesí —afirmó Zak—. Vivo lo mejor que puedo. Sobrevivo en un mundo que no es el mío, que no existe en mi corazón. —El dolor en sus palabras, la forma de agachar la cabeza al admitir su desamparo, no fue ninguna novedad para Drizzt—. Mato, mato a los drows, para servir a la matrona Malicia, para aplacar la ira, la frustración que anida en el fondo de mi alma. Cuando escucho los gritos de los niños…
La mirada de Zaknafein se clavó en Drizzt, y de pronto el maestro de armas se lanzó al ataque con la fuerza de un vendaval.
Drizzt intentó levantar sus cimitarras, pero Zak le arrancó una con un golpe que la hizo volar al otro lado de la sala y apartó la otra. Acortó la distancia hasta que tuvo a Drizzt sujeto contra la pared. La punta de la espada de Zak hizo brotar una gota de sangre de la garganta del joven.
—¡La niña vive! —jadeó Drizzt—. ¡Lo juro! ¡No maté a la niña elfa!
Zak se relajó un poco sin apartar la espada.
—Dinin dijo…
—Dinin fue víctima de un engaño —se apresuró a añadir el guerrero—. Lo engañé. Tumbé a la niña, con el único propósito de salvarla, y manché sus vestidos con la sangre de la madre asesinada para ocultar mi cobardía.
Zak se apartó de un salto, embargado por la emoción.
—Aquel día no maté a ningún elfo —afirmó Drizzt—. Sólo tenía ganas de matar a mis compañeros.
—Ahora ya lo sabemos —dijo Briza, con la mirada puesta en el bol mágico, mientras espiaba el final del duelo entre Drizzt y Zaknafein, y escuchaba cada una de sus palabras—. Fue Drizzt el que provocó la ira de la reina araña.
—Las dos sospechábamos que había sido él —comentó Malicia—, aunque teníamos la esperanza de encontrar otro responsable.
—¡Tanto como prometía! —se lamentó Briza—. ¡Ojalá hubiese aprendido cuál era el sitio que le correspondía, los valores! Quizá…
—¿Sientes piedad? —exclamó la matrona Malicia—. ¿Acaso pretendes enfadar todavía más a la reina araña?
—No, matrona —respondió Briza—. Sólo pensaba en que Drizzt podría habernos sido útil en el futuro, de la misma manera que tú has utilizado a Zaknafein durante todos estos años. Zaknafein se hace mayor.
—Estamos a punto de librar una guerra, hija mía —le recordó Malicia—. Debemos apaciguar a Lloth. Tu hermano se ha buscado la desgracia. Sólo él decidió sus acciones.
—Decidió mal.
Las palabras golpearon a Zaknafein con más fuerza que la bota de Drizzt. El maestro de armas arrojó sus espadas al otro extremo del gimnasio y corrió hacia Drizzt. Lo estrechó entre sus brazos con tal fuerza que al joven drow le costó algunos minutos comprender la situación.
—¡Has sobrevivido! —exclamó Zak, con la voz ahogada por el llanto—. ¡Has sobrevivido a la Academia donde mueren todos!
Drizzt devolvió el abrazo, vacilante, porque no sabía hasta qué punto era sincera la emoción del maestro.
—¡Hijo mío!
Drizzt casi se desmayó, sobrecogido por el reconocimiento de lo que siempre había sospechado, e incluso más por el hecho de no ser el único en la Antípoda Oscura que se oponía a la maldad de los drows. No estaba solo.
—¿Por qué? —preguntó Drizzt, apartando a Zak hasta la distancia de los brazos—. ¿Por qué te has quedado?
—¿Adónde hubiese podido ir? —replicó Zak, asombrado—. Nadie, ni siquiera un maestro de armas drow, podría sobrevivir mucho tiempo fuera de las cavernas de la Antípoda Oscura. Hay demasiados monstruos, demasiadas razas que buscan la sangre de los elfos oscuros.
—Sin duda hay otras opciones.
—¿La superficie? —dijo Zak—. ¿Enfrentarme a aquel doloroso infierno durante el resto de mi vida? No, hijo mío, estoy atrapado, al igual que tú.
Drizzt había temido esta afirmación, había temido no encontrar en el recién hallado padre la respuesta al dilema de su vida. Quizá no había respuestas.
—No te irán tan mal las cosas en Menzoberranzan —lo consoló Zaknafein—. Eres fuerte, y la matrona Malicia encontrará el uso adecuado para tus talentos, aunque no coincida con los deseos en tu corazón.
—¿Tendré que vivir la vida de un asesino, igual que tú? —preguntó Drizzt, que no pudo evitar un tono de desprecio.
—¿Qué otro camino tenemos? —contestó Zak, con la mirada puesta en el suelo.
—No mataré a ningún drow —declaró Drizzt, rotundo.
—Lo harás —le aseguró Zak, que volvió a mirar el rostro del hijo—. En Menzoberranzan, no tienes más opción que matar o morir.
Esta vez le tocó a Drizzt desviar la mirada, pero no pudo cerrar su mente a las palabras de Zak.
—No hay otro camino —añadió el maestro de armas, suavemente—. Así es nuestro mundo. Así es nuestra vida. Has tenido la fortuna de evitarlo hasta ahora. Sin embargo, verás que la suerte no es eterna.
Sujetó la barbilla de Drizzt con una mano y forzó a su hijo a que lo mirara.
—Ojalá pudiese ser de otra manera —dijo Zak, sincero—, pero no es una vida tan mala. Jamás he lamentado matar elfos oscuros. Percibo sus muertes como un medio de salvarlos de esta existencia perversa. —Hizo una pausa y agregó sonriente—: ¡Si tanto aman a su reina araña, entonces que vayan a reunirse con ella!
—Excepto los niños —añadió, otra vez serio—. A menudo he escuchado los gritos de los niños, aunque nunca, te lo juro, les he causado ningún daño. Siempre he querido saber si ellos también nacen malvados, o si es el peso de nuestro mundo oscuro el que los lleva a aceptar la vileza de nuestras normas.
—Las normas de la maldita Lloth —señaló Drizzt.
Los dos permanecieron en silencio durante un buen rato, cada uno ensimismado en las realidades de sus dilemas personales. Zak fue el primero en hablar, porque hacía muchos años que se había resignado a esta vida.
—Lloth —dijo con una risotada—. Es una reina degenerada. ¡Sacrificaría todo lo que soy a cambio de la oportunidad de ver su fea cara!
—Estoy a punto de creer que eres muy capaz —susurró Drizzt, sonriente.
—Desde luego que sí —exclamó Zak, que se apartó de un salto, mientras se reía de todo corazón—. ¡Y tú también!
Drizzt lanzó su cimitarra al aire y la dejó que diera un par de vueltas sobre sí misma antes de cogerla otra vez por la empuñadura.
—¡Es muy cierto! —gritó—. ¡Pero ya no estaría solo!