21

Complacer a la diosa

—¿Habéis complacido a la diosa? —preguntó la matrona Malicia, en un tono en el que dominaba la amenaza.

A su lado, las otras mujeres de la casa Do’Urden, Briza, Vierna y Maya, miraban impasibles, sin demostrar sus celos.

—No hemos perdido ni a un solo drow —replicó Dinin, con voz cargada de maldad—. ¡Fue una carnicería deliciosa! —Una expresión de entusiasmo malsano apareció en su rostro mientras narraba a los presentes el sangriento episodio—. Los descuartizamos a todos.

—¿Y tú qué? —lo interrumpió la madre matrona, más preocupada por los beneficios para el prestigio de la familia que por el éxito de la incursión.

—Cinco —respondió Dinin, orgulloso—. ¡Maté a cinco, todas ellas mujeres!

La sonrisa de la matrona estremeció de deleite a Dinin. Entonces Malicia frunció el entrecejo mientras volvía la mirada hacia Drizzt.

—¿Y él? —preguntó, convencida de que la respuesta no sería agradable.

Malicia no dudaba de las habilidades del hijo menor con las armas, pero había comenzado a sospechar que Drizzt era muy parecido a Zaknafein en el terreno de las emociones, cosa que le restaba méritos para este tipo de operaciones.

La sonrisa de Dinin la desconcertó. Dinin se acercó a Drizzt y rodeó con el brazo los hombros de su hermano.

—Drizzt sólo mató a uno —dijo Dinin—, pero nada menos que a una niña elfa.

—¿Sólo uno? —gruñó Malicia.

Desde las sombras junto al trono, Zaknafein escuchaba angustiado. Anhelaba con toda el alma poder cerrar los oídos a las palabras del primer hijo Do’Urden que le quemaban como un hierro candente. De todas las maldades que Zak había conocido en Menzoberranzan, esta era sin duda la que más le dolía. Drizzt había matado a una niña.

—¡Tendrías que haber visto cómo lo hizo! —añadió Dinin—. ¡La hizo trizas; descargó toda la furia de Lloth en aquel cuerpo palpitante! ¡La reina araña valorará aquella muerte por encima de todas las demás!

—Sólo uno —repitió la matrona Malicia sin suavizar el gesto.

—Podrían haber sido dos —le informó Dinin—. Shar Nadal de la casa Maevret le arrebató una, otra hembra.

—Entonces Lloth favorecerá a la casa Maevret —señaló Briza.

—No —replicó Dinin—. Drizzt castigó a Shar Nadal por sus acciones, y el hijo de la casa Maevret no respondió al desafío.

El recuerdo hirió a Drizzt. Había deseado que Shar Nadal se lanzara contra él para poder descargar la furia contenida en su cuerpo, y ahora le remordía la conciencia.

—Bien hecho, hijos míos —exclamó Malicia, por fin satisfecha del comportamiento de ambos en la incursión—. Después de este éxito la reina araña mirará complacida a la casa Do’Urden. Ella nos guiará a la victoria contra la casa desconocida que pretende destruirnos.

Zaknafein abandonó la sala de audiencias con la mirada baja, frotando con una mano el pomo de su espada en un gesto nervioso. Zak recordó la ocasión en la que había engañado a Drizzt con la bomba de luz y lo había tenido a su merced. Aquel había sido el momento propicio para librar al inocente joven de su terrible destino. Podría haber matado a Drizzt en un acto de misericordia y haberlo liberado de la pesadilla de la vida en Menzoberranzan.

Zak se detuvo en el largo pasillo y se volvió para mirar hacia la puerta de la sala en el instante en que aparecían Drizzt y Dinin. El joven dirigió al maestro de armas una mirada acusadora y después, con un gesto altanero, desapareció por uno de los corredores laterales.

«Así que finalmente hemos llegado a esto —pensó Zaknafein, herido por la mirada de su antiguo discípulo—. El joven guerrero de la casa Do’Urden, imbuido del odio que encarna nuestra raza, ha aprendido a despreciarme por lo que soy.»

Zak recordó una vez más aquella ocasión en la sala de gimnasia, cuando durante una fracción de segundo la vida de Drizzt había dependido de la punta de una espada. Desde luego habría sido un acto de piedad matar a Drizzt entonces.

Con el corazón todavía dolido por la mirada del joven drow, Zak no tenía muy claro si matar al joven habría sido un acto piadoso con la víctima o consigo mismo.

—Déjanos —ordenó la matrona SiNafay mientras entraba en el pequeño cuarto alumbrado con la luz de una vela.

Por un momento Alton se sintió molesto con la petición. Después de todo, este era su cuarto personal. Pero con mucha prudencia, se recordó a sí mismo que SiNafay era la madre matrona de la familia, ama y señora de la casa Hun’ett. Disimuló el instante de vacilación con una serie de torpes reverencias y palabras de disculpa, y salió del cuarto.

Masoj espió a su madre que aguardaba la partida de Alton. Por el tono agitado de SiNafay, el joven mago había adivinado la importancia de la visita. ¿Había dado motivos al enfado de su madre? O, mejor dicho, ¿había hecho Alton alguna cosa indebida? Cuando SiNafay se volvió hacia él, con una expresión de placer maligno, Masoj comprendió que el nerviosismo de la matrona se debía al entusiasmo.

—¡La casa Do’Urden ha fallado! —exclamó SiNafay—. ¡Ha perdido el favor de la reina araña!

—¿Cómo? —preguntó Masoj, asombrado.

Estaba al corriente de que Dinin y Drizzt habían regresado victoriosos de la superficie, que el éxito de la incursión había merecido los elogios de toda la ciudad.

—Desconozco los detalles —contestó la matrona SiNafay, un poco más serena—. Uno de ellos, quizás uno de los hijos, hizo algo que disgustó a Lloth. La noticia me la transmitió una de las doncellas de la reina araña. ¡Tiene que ser verdad!

—La matrona Malicia actuará para corregir la situación —manifestó Masoj—. ¿De cuánto tiempo disponemos?

—El disgusto de Lloth no será revelado a la matrona Malicia —dijo SiNafay—. Al menos, no demasiado pronto. La reina araña lo sabe todo. Sabe que planeamos atacar la casa Do’Urden, y únicamente una desgraciada casualidad podría avisar a la matrona Malicia de su situación desesperada antes de que su casa resulte destruida.

»No debemos perder tiempo —añadió la matrona SiNafay—. ¡En el plazo de diez ciclos de Narbondel debemos asestar el primer golpe! La batalla comenzará casi inmediatamente después, antes de que la casa Do’Urden pueda relacionar su pérdida con nuestras actividades.

—¿Cuál será la pérdida repentina? —quiso saber Masoj, aunque creía conocer la respuesta.

—Drizzt Do’Urden —respondió SiNafay, complacida—, el hijo favorito. Mátalo.

Las palabras de la madre fueron como una dulce melodía para los oídos de Masoj. Se arrellanó en la silla y cruzó las manos detrás de la nuca mientras consideraba la orden.

—No me falles —le advirtió SiNafay.

—No fracasaré —afirmó Masoj—. A pesar de su juventud, Drizzt es un rival formidable. Además, el hermano mayor casi siempre está con él. —El mago miró a la matrona con expresión anhelante—. ¿Puedo matar también al hermano?

—Ve con mucha cautela, hijo mío —replicó SiNafay—. Drizzt Do’Urden es nuestro objetivo principal. Concentra todos tus esfuerzos en conseguir que muera.

—Como tú ordenes —dijo Masoj, con una reverencia.

A SiNafay le complacía ver cómo el hijo aceptaba sus decisiones sin discutirlas. Se dirigió hacia la puerta; confiaba en la capacidad de Masoj para cometer el crimen.

—Si Dinin Do’Urden se entromete —añadió la matrona, dispuesta a premiar a Masoj por su obediencia—, puedes matarlo.

La expresión de Masoj descubrió sus ansias por cometer el segundo asesinato.

—¡No toleraré ningún fracaso! —le advirtió SiNafay, esta vez con un tono de amenaza que desinfló un tanto los ánimos del mago—. ¡Drizzt Do’Urden tiene que morir antes de diez días!

Masoj se forzó en apartar a Dinin de sus pensamientos. Drizzt debe morir, repitió una y otra vez como una letanía, mucho después de la marcha de su madre. Ya sabía cómo cometería el asesinato. Ahora sólo podía confiar en que la oportunidad no tardara en llegar.

El terrible recuerdo de la incursión a la superficie persiguió a Drizzt, lo acosó, mientras recorría los pasillos de Daermon N’a’shezbaernon. Había abandonado a toda prisa la sala de audiencias en el instante en que la matrona Malicia lo había despedido, y se había librado del hermano a la primera oportunidad porque deseaba poder estar a solas.

Las imágenes se mantenían: el horror en los ojos de la niña elfa cuando se arrodilló junto al cadáver de la madre. La expresión aterrorizada de la mujer en el último suspiro mientras Shar Nadal retorcía la espada en la herida. Los elfos de la superficie estaban allí en los pensamientos de Drizzt: no podía expulsarlos. Caminaban junto a Drizzt en su vagabundeo, tan reales como cuando la patrulla del joven los había atacado en medio de la fiesta.

Drizzt se preguntó si alguna vez volvería a estar solo.

Con la mirada baja, consumido por la sensación de pérdida, Drizzt no prestaba atención al camino. Dio un salto atrás, sorprendido, cuando al doblar en uno de los pasillos chocó contra algo.

Se encontró cara a cara con Zaknafein.

—Has vuelto a casa —dijo el maestro de armas, distraído, y su inexpresivo rostro no reflejaba el tumulto de emociones que le quemaba el pecho.

Drizzt se preguntó si también él podría disimular el sufrimiento.

—Por un día —contestó, indiferente, aunque ardía de cólera contra Zaknafein. Ahora que Drizzt había presenciado la crueldad de los drows, las hazañas de Zak le parecían todavía más repugnantes—. Mi patrulla vuelve a los túneles con la primera luz de Narbondel.

—¿Tan pronto? —preguntó Zak, sorprendido.

—Nos han llamado —replicó Drizzt.

Dio un paso para alejarse, y Zak lo sujetó por el brazo.

—¿Servicio general? —quiso saber Zak.

—No —respondió Drizzt—. Hay actividad en los túneles orientales.

—Por eso llaman a los héroes —comentó Zak, burlón.

Drizzt tardó unos segundos en contestar. ¿Había sarcasmo en la voz de Zak? Quizá sentía celos porque Drizzt y Dinin podían salir a luchar mientras Zak tenía que permanecer en la casa Do’Urden para cumplir con su trabajo de maestro de armas. ¿Tantas eran sus ansias de sangre que no podía tolerar que otros combatieran en su lugar? ¿Acaso Zak no los había entrenado a Dinin y a él? ¿No había convertido a centenares de guerreros en armas vivientes, en asesinos?

—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —preguntó Zak, interesado por las actividades de Drizzt.

—Una semana como máximo —repuso el joven.

—¿Y después?

—De nuevo en casa.

—No está mal —afirmó Zak—. Me alegrará verte otra vez entre las paredes de la casa Do’Urden.

Drizzt puso en duda la sinceridad de las palabras de su antiguo maestro.

Entonces, en un movimiento inesperado, Zak lo palmeó en un hombro con la intención de probar los reflejos del joven. Más sorprendido que asustado, Drizzt aceptó el contacto sin ofrecer ninguna respuesta.

—¿Quizás en el gimnasio? —preguntó Zak—. Tú y yo, como en los viejos tiempos.

«¡Imposible!», deseó poder gritar el joven. Nunca más volvería a ser como en aquel entonces. De todos modos, Drizzt se guardó la opinión y asintió.

—Con mucho gusto —aceptó, mientras se preguntaba si se sentiría complacido derrotando a Zak.

Drizzt conocía ahora la realidad que lo rodeaba y sabía que no podía hacer nada por cambiarla. Sin embargo, quizá podía introducir un cambio en su vida privada. Tal vez si mataba a Zaknafein, su mayor desengaño, podría alejarse de la maldad de su entorno.

—Lo mismo digo —contestó Zak, con un tono de amistad que ocultaba sus verdaderas intenciones. Las mismas de Drizzt.

—Entonces, hasta la semana que viene —dijo Drizzt.

Y se alejó, incapaz de permanecer por más tiempo con el drow que había sido su mejor y más querido amigo, y que, como bien sabía ahora, era tan cruel y taimado como el resto de su raza.

—Por favor, matrona —imploró Alton—, es mi derecho. ¡Os lo ruego!

—Espera un poco más, DeVir —contestó SiNafay con un tono de piedad, un sentimiento poco habitual y casi nunca manifestado.

—He esperado…

—Ya casi es la hora —replicó SiNafay, esta vez con un deje de amenaza—. Además, lo has intentado antes.

La mueca grotesca de Alton provocó la sonrisa de SiNafay.

—Sí —añadió—. Estoy enterada del fracaso de tu intento por acabar con la vida de Drizzt Do’Urden. De no ser por la aparición de Masoj, el joven guerrero te habría matado.

—¡Tuve la ocasión de destruirlo! —exclamó Alton.

—Quizás habrías ganado —concedió SiNafay, sin ganas de discutir—, pero sólo te habría servido para revelarte como un impostor asesino, y la ira de todo Menzoberranzan habría caído sobre tu cabeza.

—No me importa.

—¡Te habría importado, puedes creerme! —afirmó la matrona SiNafay—. Habrías perdido la oportunidad de reclamar una venganza más importante. Confía en mí, Alton DeVir. Tu victoria, nuestra victoria, está al alcance de la mano.

—Masoj matará a Drizzt, y quizá también a Dinin —protestó Alton.

—Hay otros Do’Urden que pueden morir por la mano de Alton DeVir —le prometió la matrona SiNafay—. Grandes sacerdotisas.

Alton no encontraba consuelo para la desilusión de no poder matar a Drizzt. Por encima de todo lo demás anhelaba matar al joven. Lo había avergonzado el día en que lo había invitado a acudir a sus aposentos en Sorcere. El guerrero Do’Urden tendría que haber resultado muerto rápida y discretamente. Alton quería reparar su error.

Pero no podía pasar por alto la promesa de SiNafay. La posibilidad de matar a una o dos grandes sacerdotisas tenía sus atractivos.

La suavidad de los almohadones de su cama, tan diferente del resto del mundo pétreo de Menzoberranzan, no alivió el dolor de Drizzt. Había aparecido otro espectro todavía más terrible que las imágenes de la carnicería en la superficie: el espectro de Zaknafein. Dinin y Vierna le habían revelado la verdad acerca del maestro de armas, de la intervención de Zak en la caída de la casa DeVir, Y de cómo Zak disfrutaba con el asesinato de otros drows; elfos oscuros que no le habían hecho ningún mal ni merecían su furia.

Era evidente que también Zaknafein participaba en este juego cruel de la vida de los drows que tenía como única meta complacer a la reina araña.

—¿Mis actos en la superficie la habrán complacido? —murmuró Drizzt en voz alta, y el sarcasmo de sus palabras lo consoló un poco.

El consuelo de Drizzt por haber salvado la vida de la niña elfa parecía un acto menor frente al terrible castigo que la patrulla había infligido a su gente. La matrona Malicia, su madre, había disfrutado muchísimo con el relato de la matanza. Drizzt recordó el horror de la niña al ver a su madre muerta y se preguntó si él, o cualquier otro elfo oscuro, se habrían sentido tan conmovidos ante el mismo espectáculo. «Difícilmente», pensó. Drizzt no sentía ningún cariño hacia su madre, y la mayoría de los drows habrían estado mucho más interesados en valorar la repercusión de la muerte de su propia madre en su posición social que en llorar la pérdida.

¿Habría llorado Malicia la muerte de Drizzt o Dinin durante la incursión? Una vez más Drizzt conocía la respuesta. A Malicia sólo le interesaba el resultado de la misión en la medida que afectaba a su propio poder. Su alegría ante el hecho de que los hijos habían complacido a la reina araña lo había dejado bien claro.

¿Qué favores dispensaría Lloth a la casa Do’Urden si llegaba a saber la verdad de las acciones de Drizzt? El joven no tenía manera de saber hasta qué punto el resultado de la incursión podía tener interés para la reina araña. No sabía casi nada sobre Lloth ni deseaba saberlo. ¿Era posible que su comportamiento en la superficie hubiera provocado la cólera divina, o que lo hicieran sus actuales pensamientos?

Drizzt se estremeció al pensar en los castigos que podían caer sobre él, pero ya había decidido cuáles serían sus próximos pasos. Regresaría a la casa Do’Urden dentro de una semana, e iría al gimnasio para reunirse con su viejo maestro.

Dentro de una semana mataría a Zaknafein.

Ensimismado en las emociones de una peligrosa y sentida decisión, Zaknafein apenas si escuchaba el raspar de la piedra mientras sacaba filo a la espada.

El arma tenía que estar perfecta, sin rebabas ni melladuras. Esta tarea debía ser ejecutada sin malicia ni cólera.

Un golpe limpio, y Zak se libraría de los fantasmas de sus propios fracasos, y podría volver a encerrarse en el refugio de sus habitaciones privadas, su mundo secreto. Un golpe limpio, y habría hecho aquello que tendría que haber hecho una década antes.

—Si hubiese tenido entonces el valor —se lamentó—. ¿Cuánto dolor le habría evitado a Drizzt? ¿Cuánto habrá sufrido en la Academia para estar tan cambiado?

Las palabras sonaron huecas en la habitación vacía. No eran más que palabras, absolutamente inútiles ahora que había perdido a Drizzt para siempre. Ahora su hijo era un guerrero drow, con todas las connotaciones malvadas que acompañaban a este título.

No había otra elección si Zaknafein deseaba dar algún sentido a su miserable existencia. Esta vez no contendría el golpe. Tenía que matar a Drizzt.